Читать книгу Salvación en Sand Mountain - Dennis Covington - Страница 11
2 EL JUICIO
ОглавлениеScottsboro, en Alabama, es una población sureña, pero no encaja en el estereotipo. No tiene una desmotadora de algodón desvencijada junto a las vías del tren, ni un bulevar polvoriento adornado con magnolios y casas neorrenacentistas. Es, por contra, una eficiente ciudad con industria textil en las faldas de los Apalaches, en la esquina noreste del estado, a tiro de piedra del río Tennessee. Scottsboro tiene calles anchas y limpias, un próspero distrito comercial y unos sobrios juzgados del condado, en el centro de una plaza sin florituras. Fueron reconstruidos después de la guerra y no me refiero a la Guerra de Secesión. Me refiero a la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, hace sesenta años, los antiguos juzgados ubicados en el mismo lugar fueron el escenario de un juicio espectacular que puso a Scottsboro en el mapa y vinculó para siempre su nombre con la fallida cultura de las plantaciones que se había desarrollado a más de trescientos kilómetros al sur. Nueve jóvenes negros, a los que acabaron llamando los Chicos de Scottsboro, fueron condenados por la violación de dos mujeres blancas, un veredicto que después anuló el Tribunal Supremo de Estados Unidos.
El recuerdo del juicio es una carga que los habitantes de Scottsboro preferirían no soportar. Señalan, con cierto acaloramiento, que los Chicos de Scottsboro ni siquiera eran de Scottsboro, sino que pasaban por allí en un tren de mercancías. Según los lugareños, el presunto delito, el juicio y la lógica difusión nacional fueron accidentes de la historia que han marcado para siempre y de manera injusta a la ciudad.
Los residentes preferirían hablar del presente de Scottsboro, su serena y fotogénica plaza central; su famoso mercadillo del primer lunes de cada mes, que constituye una de las ferias de antigüedades con más solera del Sur; y la central nuclear de Bellefonte, que atrae al área a físicos, ingenieros y otros profesionales. Scottsboro, según sus habitantes, tiene mucho que ofrecer a esos nuevos inmigrantes. La pesca es magnífica en la zona pantanosa del lago Guntersville, la calle comercial cuenta con un restaurante chino y un moderno bar de deportes, y el golf y la vela son actividades de rigor en la colonia Goose Pond, un complejo recreativo de ciento cincuenta hectáreas al sur de los límites del municipio.
Pero hasta un observador casual puede apreciar un tercer Scottsboro, una población bastante distinta de la que está retratada en la historia o la que reflejan los folletos contemporáneos de la cámara de comercio. Su emblema podría haber sido la gasolinera y la tienda reconvertidas en iglesia de Woods Cove Road, la del campanario en miniatura y el letrero que decía «Iglesia de Jesús con las Señales Milagrosas».
Se trata del Scottsboro del reverendo Glenn Summerford y su rebaño, muchas de cuyas familias habían bajado de las montañas después de la Segunda Guerra Mundial y desde entonces han tratado de ganarse la vida y vivir de manera digna. Algunos venían de Tater Knob, al norte de la ciudad, o de Poorhouse Mountain, al oeste. Pero la mayoría provenía de Sand Mountain, al este, una altiplanicie enorme de cuarenta kilómetros de ancho y ciento veinte de largo, uno de los puntos más al sur de los montes Apalaches y una isla de posibilidades en medio de una cultura sureña en crisis.
En el noreste de Alabama, al igual que en el resto del Sur, el progreso desde la Segunda Guerra Mundial ha sido un arma de doble filo: ha supuesto salarios más altos, mejores condiciones de salud y menos aislamiento del mundo, pero también ha significado la pérdida de una forma de vida tradicional. La gente de los montes se enorgullecía de su independencia y autosuficiencia. Cultivaban lo que comían, hacían trueques para obtener lo que no cultivaban y vivían sin las comodidades que no podían elaborar con los materiales que tenían a mano. Pero el contacto con la cultura dominante de las ciudades comenzó a cambiarlo todo. Las nuevas autopistas, el aumento de las rentas y la mejoría de las comunicaciones elevó las expectativas de la gente y provocó una migración desde zonas rurales como el noreste de Alabama hasta los imanes de Nashville, Chattanooga y Birmingham. Las familias se rompieron y se separaron de la tierra. La forma de hablar y las costumbres comenzaron a perderse, como ocurrió con artes antiguas como la adivinación con agua, la rabdomancia, el arrastre de troncos con mulas y la matanza del cerdo. La gente dejó de utilizar expresiones que habían utilizado sus antepasados en el norte de Gran Bretaña durante siglos7. Y ya no se tumbaba a los muertos con platos de sal sobre el estómago, un ritual que antaño se utilizaba para evocar la inmortalidad del alma.
Hoy, las poblaciones de los cruces de Sand Mountain cuentan con nuevas bibliotecas y centros comerciales/centros urbanos, pero por todo el campo te encuentras caravanas quemadas, cementerios de automóviles, granjas de pollos abandonadas y esos símbolos omnipresentes de la alienación cultural: locales de rayos uva y videoclubes abiertos hasta tarde. La marihuana es un importante cultivo comercial en la montaña y las peleas de gallos parecen ser uno de los principales pasatiempos. «Sand Mountain tiene su propia ley», dice un agente federal de la Agencia Antidroga. El atractivo de lo secular y mundano en una región antes enmarcada en el Cinturón Bíblico ha dejado un residuo de desarraigo, ansiedad e ilegalidad.
Y es en este contexto donde a mi juicio se enmarcan los manipuladores de serpientes, unos nómadas espirituales procedentes de las tierras altas que rodean a Scottsboro, de las zonas aisladas de Sand Mountain y los rincones junto al arroyo de South Sauty. Eran refugiados de una cultura contra las cuerdas. Hablaban en lenguas,8 se ungían los unos a los otros con aceite para sanarse y, si se lo pedía el Espíritu Santo, bebían veneno, tocaban fuego y manipulaban serpientes venenosas. Para ellos, la misma Scottsboro era el gran mundo malvado, un lugar que podía tentarte a «dar la espalda al Señor». Sin embargo, ellos habían asumido ese riesgo ante la desesperación económica. Se habían visto arrastrados a Scottsboro con la promesa de obtener trabajo en las fábricas que hacían ropa, alfombras, moquetas y neumáticos. Algunos encontraron un empleo. Todos se encontraron con prejuicios.
–Nos llaman «Jesús-Solo»9, «freaks» y «zumbados fanáticos»10 –dijo la Hermana Bobbie Sue Thompson, una de las más fervientes defensoras de Glenn Summerford en el juicio.
Sin embargo, Sue había aprendido a vivir con la ridiculización. Era parte del precio que, según ella, pagaban los creyentes por ser lo que la Biblia denomina un «pueblo apartado» que estaba «en el mundo, pero no era del mundo».
Cuando los manipuladores de serpientes bajaron a Scottsboro, comenzaron a reunirse en casas de la zona de Tupelo Pike. Su primera iglesia en la ciudad se quemó hasta los cimientos. Ellos sospecharon que fue intencionado, aunque nunca se acusó a nadie. Pero pillaron el mensaje. Así que se mudaron a otras ubicaciones, algunas clandestinas, otras no tanto. Durante un tiempo tuvieron un sitio encima de Five Points y otro en Mink Creek. Cuando se reunían encima de un restaurante que se llamaba Chicken Basket, sus vecinos se quejaron del ruido. Tras reubicarse, les rajaron los neumáticos y les rompieron las ventanas, incluso después de mudarse a la gasolinera reconvertida en Woods Cove Road. Con todo, en este lugar los manipuladores sentían que habían encontrado un hogar permanente. Era un tramo tranquilo de carretera más allá de las vías férreas y lo único que había cerca era un taller mecánico y un solar cubierto de hierba. Allí la congregación no atraía tanta atención hostil como en la ciudad. Y podían tocar las guitarras eléctricas tan alto como quisieran.
Durante las misas en la iglesia, la congregación celebraba su culto al estilo del movimiento de santidad,11 salvo por sus curiosos añadidos ornamentales. Glenn Summerford, un ladrón de poca monta que se había arrepentido y se había dedicado a predicar, manipulaba habitualmente serpientes, bebía estricnina y metía los dedos en enchufes con corriente eléctrica. Pero lo que supuso una auténtica conmoción en Scottsboro, en otoño de 1991, fue que le detuvieran acusado de haber utilizado serpientes de cascabel, el símbolo de la fe para él y sus seguidores, con la intención de matar a su mujer.
La detención de Glenn Summerford solo mereció una breve nota en uno de los periódicos de Birmingham, pero la leí con mucho interés. Acababa de empezar a colaborar con el New York Times y estaba buscando lugares poco trillados en las noticias que sirvieran de escenario para lo que la mesa de información nacional llamaba artículos de «semanario». Yo nunca había estado en Scottsboro, aunque había oído hablar de los Chicos de Scottsboro. A mi jefe le gustó la idea del artículo, así que me puse en marcha. No tenía ni idea de lo que me esperaba.
El viaje, en una mañana luminosa de invierno, fue ideal; me impresionaron las montañas y los lagos al sur de Scottsboro, los patos joyuyos y las barnaclas canadienses. Al llegar, no me costó encontrar el nuevo edificio de ladrillo de los juzgados, con su cúpula original intacta. En el exterior había aparcadas unidades móviles de Chattanooga y Huntsville, y los reporteros y curiosos que no habían podido entrar en la sala merodeaban por los pasillos, que olían a orina y tabaco.
El juicio estaba en su segundo día. La selección del jurado ya estaba hecha, se habían presentado los alegatos iniciales y la testigo estrella de la fiscalía, Darlene Summerford, había comenzado su testimonio inicial en una sala de la primera planta abarrotada de mujeres recias de rostro aguileño y hombres con el pelo repeinado hacia atrás y dentaduras poco agraciadas. Muchos de los detalles de la historia de Darlene Summerford los recogí en el juicio y otros gracias a las conversaciones que mantuve después con ella.
La historia comienza en un pueblo fantasma a la sombra de las dos torres gemelas de refrigeración de la central nuclear de Bellefonte, que aún no ha entrado en funcionamiento. Es una tarde húmeda, la primera semana de octubre, con una luna tan delgada como la uña de una mujer. Se ha levantado viento. Una lata vacía de Coca-Cola rueda por el porche podrido del hotel abandonado del pueblo. A la lata le sigue un remolino de hojas de chopo apelotonadas, que de forma gradual se dispersan y caen a la tierra. A continuación, el aire se queda quieto, en silencio, salvo por el canto de las últimas ranas y el rumor de los tráileres en la autopista 72.
A través de los árboles, por el río Tennessee, avanza una barcaza llena de troncos, derramando un cono de luz en el agua. Cuando la barcaza entra en una curva, la luz toca las orillas y las calles cubiertas de hierba de la población abandonada. Al otro lado de la ciudad, por la autopista, las luces gemelas de los faros de un coche parpadean a través de los árboles. Uno de los pocos árboles está torcido y los faros vomitan su luz a las ramas; el coche, un Chevrolet Chevette con matrícula de Alabama, avanza peligrosamente rápido.
–Tendría que tirarte al río –dice el conductor.
Es un hombre corpulento de pelo canoso con tupé que se remueve en el asiento como si fuera un animal y el coche una jaula. La mujer en el asiento del copiloto, Darlene Summerford, mira fijamente la carretera. Tiene pelo abundante, largo, de color caoba, y el aspecto demacrado y pulcro de las mujeres de los Apalaches del sur. Al igual que el resto, ha sido explotada hasta la médula y carga con un dolor, en este caso un pulgar hinchado y ennegrecido que apoya en su regazo.
–Tendría que haberte tirado en la poza de Woodville –dice el hombre.
–Ve más despacio –dice ella–, me he vuelto a marear.
–Mejor. –La mira–. A lo mejor te estás muriendo de una vez.
–Eso es lo que quieres, ¿verdad?
–Podría querer cosas peores.
–Así podrías ir a ver a tu ramera todos los días –escupe ella.
–¿Quién está llamando ramera a quién? –dice.
–Estoy demasiado mareada para discutir –dice ella–. Dijiste que me ibas a llevar al hospital si iba a Paint Rock contigo.
–Fue ayer cuando dije eso.
–Ya lo sé. Y ya es hoy. Hemos ido a Paint Rock, hemos estado en la licorería, hemos estado en el videoclub, pero no hemos ido a ningún hospital todavía.
–Y no vas a ir a ninguno si es por mí.
Por primera vez desde que han entrado en el coche, Darlene mira a su marido. Es increíble, piensa Darlene, cómo ha conseguido engañarla para que le ayude a montar su coartada, pese a todas las cosas que le ha visto hacer antes. Es un predicador con el extraño nombre de Glendel Buford Summerford, que se presenta como Glenn, aunque ni siquiera ella está segura de si se escribe con una N o dos. Con todo el tiempo que llevan casados, suficiente para tener un hijo de trece años, sería lógico pensar que lo tendría que saber, pero es uno más entre los muchos detalles que ella nunca ha podido descifrar de Glenn. Todavía le parece familiar la cara del hombre, pese al laberinto de luz que se extiende ahora como una telaraña por su rostro, obra del veneno que hay en el cerebro de la mujer. Una de las serpientes de cascabel del hombre ha mordido a Darlene, y sabe que, si mirara desde demasiado cerca esos hilos de luz, vería seres vivos caminando por ellos, caravanas de insectos geométricos que se multiplican ante su mirada; por eso evita mirar otra cosa que no sea el hueco entre los dientes de Glenn, porque, aunque le odia, le recuerda que al menos sabe quién es él.
No es la primera vez que la ha mordido una serpiente. La primera vez fue cuando se enamoró de él. Y otra vez, tiempo después, cuando pensó que el Espíritu Santo estaba obrando en ella, pero seguramente interpretó mal al Espíritu, porque la víbora la mordió en el pecho, justo debajo de la clavícula, durante un estribillo de I Saw the Light [«Vi la luz»]. Pero anoche fue distinto; anoche fue la primera vez que sujetó serpientes sin que fuera idea suya, la primera vez que no fue en una iglesia. Fue en el cobertizo detrás de su casa de Barbee Lane. Allí es donde Glenn guarda las serpientes, las diecisiete, en unas jaulas de madera y dos viejos terrarios unidos con alambre de empacar. Glenn llevaba varios días borracho y furioso por celos. La había acusado de engañarle. La había golpeado, le había tirado del pelo. Por último, le había puesto la pistola en la cabeza y la había obligado a meter la mano en una de las jaulas, y más tarde, después de que una cascabel diamantina la mordiera y ella se hubiera tropezado y caído al suelo al volver hacia la casa, Glenn se había bajado la bragueta y había orinado encima de ella. Así de seria se había puesto la cosa. Hizo que la mordiera una serpiente y la meó, y ahora va conduciendo a toda pastilla por la autopista 72, con la amenaza de tirarla a una poza o al río. Va más borracho que una cuba.
–Tienes que morirte –ha estado diciendo el hombre.
Santo Dios, ¿cómo han llegado hasta este punto? Lleva todo el día intentando aclarar sus pensamientos. Ha sido la primera vez que Glenn intenta matarla de verdad. Y cuando frena para salir de la autopista, alejándose de Scottsboro y del hospital de Jackson County, se da cuenta de que va a lograrlo en su primer intento.
Las luces del coche iluminan la casa de los Sisk, y Darlene reza para que Walter y Eva Ruth miren por la ventana, la vean y se den cuenta de la terrible situación. Sabe que Walter y Eva Ruth la quieren. Siempre tienen algo amable que decirle cuando Darlene va hasta su puerta para pagar los veinticinco dólares del alquiler, que el señor Sisk entrega después al señor Tipton, el abogado propietario de la vivienda. Se imagina la cara conmocionada de Eva Ruth cuando se entere de que Darlene Summerford ha muerto a manos de su marido. El coche pasa junto a la casa de los Cunningham y la de los Chambless, y entonces enfila por Barbee Lane, a través de campos secos de soja y campanillas que parecen brotar, moradas y rosas, a la luz de los faros. Glenn frena lo suficiente para superar sin problemas el canal de drenaje entre los postes de la valla eléctrica, más allá de la caseta de los ponis y la jaula de los perros, y cuando por fin detiene el vehículo junto a una casa conocida de tejado de zinc y revestimiento asfáltico de color marrón, Darlene se estremece al comprender que ha llegado a su casa.
Quiere quedarse en el coche, pero Glenn le hace un gesto para que salga y se dirija a la vivienda. Una vez dentro, la obliga a sentarse a la mesa de la cocina y pone delante de ella un bolígrafo y una carpeta de anillas. Entonces le pone la pistola en la cabeza y le dice que escriba exactamente lo que él diga. La habitación le da vueltas. Apenas ve la página, pero él le aprieta la pistola contra la oreja y ella empieza a escribir cuando él comienza a hablar. Durante un minuto no se percata de sus intenciones. Entonces cae en la cuenta. Quiere que escriba un mensaje de suicidio para su hijo, Marty, que se ha estado quedando con una de las hijas de Glenn desde que empezó la última pelea: «Marty, te quiero. Haz lo que diga papá. Papá estaba dormido. Intenté arreglar las cosas, pero no funcionó. Papá está dormido. No sabe lo que voy a hacer. Salí y me mordió la serpiente. Glenn está dormido. No quiero que nadie me ayude». Implora que le permita parar. Va a vomitar. Se aparta de la mesa, pero no sale nada más que bilis. Glenn la obliga a seguir escribiendo. Está tan borracho que le cuesta hilar las frases y no para de repetir para sí mismo: «Papá está dormido. Papá está dormido. Glenn está dormido». Ella lo escribe todo.
Luego Glenn le ordena que salga, de vuelta al cobertizo, y esta vez la obliga a meter la mano en una jaula con una cascabel de cañaveral. La agarra por el pelo y se lo retuerce alrededor de su mano hasta que nota como si le fuera a arrancar la cabellera del cráneo. No tiene elección, le dice Glenn. O mete la mano por sí misma, o le meterá la cara en la jaula y entonces recibirá la mordedura en la mejilla o el ojo.
–Reza y arregla las cosas con Dios –dice él–, porque esta vez vas a morir.
Ella elige meter la mano, la misma donde recibió la mordedura anoche, y la cascabel de cañaveral se alza y la muerde en el dorso. Esta vez siente las náuseas antes del dolor. Le entran arcadas. Glenn la empuja en dirección a la casa. Se tropieza y cae. Él le da patadas. La agarra del pelo. Cuando se pone en pie, tambaleante, la empuja de nuevo hacia la puerta trasera.
En la cocina, él se sirve otro vodka con zumo de naranja y le hace un gesto para que vaya a la sala de estar. Darlene recuerda agacharse para no golpearse con el marco de la puerta. Y, en la sala de estar, se derrumba en un sillón mullido. Ahora el dolor es insoportable. Entra y sale de una pesadilla tangible. Durante un instante está observando las caravanas de insectos en las autopistas que corren por la parte trasera de su ojo mental; al momento siguiente tiene los ojos reales abiertos, la tele está encendida, llena de interferencias y con un ruido parecido a serpientes de cascabel, y un minuto después logra levantarse lo suficiente para ver que Glenn se ha desmayado en el sofá, con la última copa derramada en el suelo y la pistola aún a mano.
Darlene se esfuerza por seguir despierta. Espera sin moverse, alerta como un radar. Él está inconsciente del todo. Lo sabe por los sonidos que emite. Se levanta del sillón, con cuidado de que no crujan los muelles. Al ponerse en pie, casi se desmaya también, pero ahora está animada por una fuerza profunda, primigenia. Encuentra el teléfono y lo lleva a la cocina. Llama a una de sus hermanas, pero habla con frases cortas y en voz baja.
–Glenn ha hecho que me muerda una serpiente –susurra–. Se ha quedado dormido. Llama a una ambulancia. Los esperaré en la carretera junto a la casa de los Chambless. Diles que no vengan aquí. Diles que no pongan las luces ni las sirenas para no despertarle.
Cuando cuelga, espera un momento para comprobar que Glenn no se mueve. Está quieto. Sale por la puerta trasera y reza para que los perros no se pongan a ladrar. En el exterior, hace una noche clara y fría. El cielo está lleno de estrellas. Puede ver, pero no le va a resultar sencillo. Cuando le ha dicho a su hermana que iría hasta la casa de los Chambless, se olvidó de lo que cuesta moverse cuando te han mordido dos serpientes de cascabel. Se obliga a poner un pie delante del otro, y esto le sirve para llegar hasta el canal de drenaje entre los postes de la valla eléctrica. Se apoya en uno de los postes. Mira hacia la casa. Entonces reúne fuerzas. A lo lejos ve las luces de los Chambless y los Cunningham, y es hacia allí donde se dirige, en parte andando, en parte a gatas. No está segura de si va a vivir o a morir. Lo único que sabe con certeza es que se dirige hacia la luz.
Y después, mucho después, cuando el enfermero la agarra del brazo en mitad de la carretera, es como si la estuviera escoltando a través de una puerta, para entrar en una habitación luminosa donde todo puede explicarse y recibir un nombre. El hombre le dice que no tenga miedo, la engancha a una máquina, le pone oxígeno y le lava la mano, la que recibió las mordeduras. Es una cosa que no requiere gran esfuerzo para el enfermero, pero Darlene lo piensa después, en el camino a la sala de emergencias, y también lo piensa más tarde, esa misma noche, cuando el mismo enfermero la acompaña para entrar en el gran hospital universitario de Birmingham; piensa en lo agradable que resultó que le lavara la mano. Nota la mano casi entumecida del todo, pero aún la siente un poco, una unción suave, caliente y fría a la vez, como si fuera algo que le hubieran dado en la iglesia, y se da cuenta de que ha estado tratando de limpiarse de una u otra cosa desde que tiene uso de razón. Quizá esta vez lo logrará del todo.
Durante el descanso después del testimonio de Darlene, conseguí un sitio pare sentarme en la parte delantera de la sala, en un banco parecido al de las iglesias reservado para la prensa.
–Creo que son todos primos –dijo un periodista mientras regresaba a la sala la multitud de curiosos.
El contraste de apariencia entre la gente que asistía al juicio y nosotros era llamativo. La mayoría de las mujeres, con independencia de su edad, tenía el pelo largo, sin cortar. Llevaban el pelo recogido en moños grises o suelto hasta las caderas y unos vestidos que les cubrían hasta los tobillos. Pocas mujeres parecían llevar maquillaje o joyas, pero entre ellas había algunas jóvenes rebeldes con peinados y pendientes grandes, y eslóganes muy pasados de moda en sus camisetas.
Los hombres, de aspecto sombrío, con el pelo peinado hacia atrás por los lados y fijado con gomina, me inquietaban. Lo que en otro contexto social no habría sido más que el habitual comportamiento decoroso, se convertía aquí en recelo y sospecha. Miraban a los periodistas con los ojos entrecerrados, con ligero aire amenazador. Pero pronto me di cuenta de que sus expresiones no variaban cuando estaban hablando con quienes parecían ser su familia y amigos. Era la misma mirada que tenía Glenn Summerford, quien se sentaba en la mesa del acusado con las manos en el regazo. Vestía una camisa azul cielo y tenía una mirada distante, remota. Caí entonces en que el aspecto perturbador en el rostro de los hombres se debía seguramente a su poca flexibilidad, a la negativa a mostrar sus emociones en público. No tenía tanto que ver con su religión, razoné, sino con su pobreza.
Todos se levantaron cuando el juez Loy Campbell entró en la sala en su silla de ruedas eléctrica. El magistrado acababa de leer en un periódico que durante unas obras habían encontrado la letrina que utilizaban el jugador de béisbol Babe Ruth y su familia, y le pasó la información al jurado antes de dar por reiniciada la sesión.
En la mesa de la acusación, Darlene Summerford se giró para susurrar algo al fiscal del distrito, Dwight Duke. Llevaba calzas y un vestido blanco de punto. Ciertamente había abandonado la iglesia de su marido, pero no se había cortado aún el pelo caoba, y su expresión taciturna y ojos lobunos sugerían una mentalidad salvaje. Cuando miró a alguien en la sala y sonrió, me pregunté qué se siente cuando te muerden serpientes de cascabel. Me pregunté si habría algo de placer en la experiencia, en estar tan cerca de la muerte y sobrevivir. Más tarde me enteré de que Darlene estaba embarazada de cuatro meses –de hecho, lo estaba sin saberlo cuando la mordieron las serpientes– y de que los médicos pensaban que el bebé viviría.
Apenas pude apartar la mirada de Darlene Summerford durante el juicio, incluso al final del día, cuando un inesperado testigo de la defensa subió al estrado. El abogado de la acusación había alegado que Glenn había vuelto a darse a la bebida. En un ataque de celos irracional, había intentado matar a Darlene para que pareciera un suicidio. El abogado de Glenn, Gary Lackey, había argumentado que los dos Summerford se habían vuelto a dar a la bebida, y que la idea de meter la mano en las jaulas de serpientes había sido de Darlene.
Pero la inesperada testigo de la defensa, Tammy Flippo, de veintitrés años, dijo que todos estaban equivocados. Flippo, una mujer con aspecto de ave y el irritante hábito de retorcerse las puntas del pelo mientras hablaba, prestó testimonio ante una sala en silencio, y dijo que era Darlene quien había intentado matar a Glenn con la serpiente, no al revés.
–Me dijo que quería matarle porque ya no quería vivir así –dijo Flippo–. Iba a hacer que la serpiente le mordiera a Glenn en el cuello, pero cuando abrió la caja la mordió a ella.
El testimonio de Flippo encendió la sala.
–¡Está mintiendo! –dijo el exmarido de Flippo, Ollie T. Ingram, acorralándome en el pasillo durante un descanso.
–En mi opinión, está enamorada del pastor –añadió Sylvia Ingram, hermana de Ollie.
Tras el descanso, otros testigos afirmaron que las dos partes querían el divorcio, pero como Darlene tenía miedo a perder la custodia de su hijo de trece años y Glenn quería seguir predicando, el divorcio no era factible, por lo que la muerte del uno o la otra –según qué versión– parecía la única solución.
Al final del primer día de testimonios, no estaba claro quién había intentado matar a quién. Si había alguna certeza era que la recaída en la bebida estaba a la orden del día en esa parte del estado.
Me quedé en Scottsboro esa noche, en un motel barato propiedad de una familia de la India. La habitación olía a curry y alubias carillas, una mezcolanza que reflejaba el estado de mi mente. No sabía a quién creer ni sobre qué iba el juicio. Aunque las declaraciones habían puesto sobre la mesa temas de una sociedad secular llena de problemas –infidelidad, maltrato y alcoholismo–, también se habían planteado cuestiones sobre fe, perdón, redención y, por supuesto, serpientes.
Me imagino que en ocasiones a Darlene le daría la impresión de que era ella la acusada y no Glenn. El abogado de Glenn, Gary Lackey, se había referido a ella como la mujer manipuladora de serpientes más importante del sureste. Había puesto vídeos y fotografías de la pareja manipulando serpientes y había intentado presentar a Darlene como una persona con tendencias suicidas y una obsesión insana con las serpientes. La policía había encontrado fotografías de serpientes de cascabel en su bolso, recordó Lackey.
–Dígame, señora Summerford –le había preguntado durante su declaración–, ¿se encargan ustedes a veces de la reproducción de sus serpientes?
–Claro que no, señor –dijo–. Lo hacen ellas por sí solas.
Los periodistas en la sala se rieron y Lackey le dedicó una mirada irónica al juez.
Comprendí por qué el interés por el juicio de los medios de comunicación enfurecía a algunos de los residentes de Scottsboro, sobre todo al fiscal del distrito, Dwight Duke.
–Al fondo del pasillo –dijo en una sala llena de periodistas– tenemos un juicio con un niño de dieciocho meses muerto a palos. Otro niño muerto. Pero aquí tenemos serpientes y un predicador.
Esa noche, mientras veía las noticias sobre el juicio en un canal de Chattanooga, yo, también, fui consciente de las sensacionalistas prioridades de los medios. Aunque, para ser sincero, a mí también me interesaba más el caso del predicador que manipulaba serpientes que el de la muerte de un niño.
En los alegatos finales del día siguiente, tanto Lackey como Duke parecieron distanciarse de los Summerford, quizá, precisamente, por la manipulación de serpientes.
–Se trata de una familia totalmente desestructurada –dijo Lackey, abogado de Glenn–. A cualquiera de nosotros nos resulta difícil descender a un abismo lleno de víboras y prácticas con las que no estamos familiarizados. –De Darlene, dijo–: No sabemos qué pensar de una persona que lleva fotografías de serpientes en el bolso.
Por su parte, el abogado de la acusación dijo que no estábamos «ante personas razonables». Con esto quería decir que era imposible que Darlene, que no había ido al colegio más que hasta los doce años, pergeñara un plan tan complicado para hacerse con la custodia de su hijo. La prueba de la culpabilidad de su marido, según su lógica, se encontraba en la pobreza de imaginación de Darlene. Por eso presentó al jurado un detalle menor, una cuestión de sintaxis en el fondo, que se encontraba en la nota de suicidio que, según Darlene, le había dictado su marido, obligándola a escribirla.
Duke leyó la breve nota en voz alta y señaló la extraña repetición:
–«Papá estaba dormido. Papá está dormido. Glenn está dormido». Esto no es una nota de suicidio. Es una coartada –concluyó–. Este hombre estaba construyéndose una coartada.
Durante las deliberaciones del jurado, me encontré con Darlene Summerford en un pasillo oscuro de la planta baja del juzgado. Estaba apoyada en la pared, fumando un cigarrillo. De piel blanca y larguirucha, había cierto atractivo en su escualidez. Su rasgo más distintivo eran los ojos, con unas pupilas muy abiertas y una forma casi octogonal.
–Voy a espabilar a esa chica –dijo, señalando con el cigarro a Bobbie Sue Thompson, que justo entonces estaba saliendo por la puerta de los juzgados–. Es una de las novias de Glenn. Prometió casarse con ella el día catorce de este mes.
Darlene me miró y frunció el ceño.
–No le fui infiel. Ni siquiera tenía tiempo. –Había sido Glenn quien había sido infiel, según ella, y recitó una lista de mujeres con las que sospechaba que había tenido relaciones–. Si hubiera cambiado de actitud, podríamos haber tenido una buena vida.
Aun así, la vida nunca había sido maravillosa para ella, dijo Darlene, tampoco antes de estar con Glenn Summerford. Hija de una pareja que recibía un subsidio por discapacidad y tenía trece hijos en Dutton, una población de Sand Mountain, había tenido que luchar para conseguir todo lo que tenía. Los de los servicios sociales le habían quitado un bebé y no estaba dispuesta a permitir que le ocurriera otra vez sin dar batalla.
Empezó a sospechar que las cosas no iban bien entre ella y Glenn cuando él le rompió la mandíbula a la madre de Darlene con un jarrón durante una cena familiar y cuando, poco después, golpeó a su cuñado en la cabeza con unos alicates. Y además estaban la bebida, los ataques de celos y sus infidelidades, que no confesaba a nadie. Pero Darlene aún rezó por Glenn cuando le mordió una cascabel diamantina a mediados de julio. Ella pensó todo el tiempo que él entraría en razón y sentaría la cabeza después de eso. Y quizá entonces tendrían una oportunidad. Pero, aunque Glenn hubiera visto la luz, quizá fuera demasiado tarde pese a todo. Darlene sabía que necesitaba un cambio. Lo que no sabía es la forma que adoptaría ese cambio.
Solo habían pasado cuatro meses desde que la mordieron las serpientes, pero la vida ya había cambiado a mejor. Tenía un trabajo en una fábrica de Andover Togs en Pisgah, una caravana junto a la casa de su madre cerca de Dutton y un terreno de un cuarto de hectárea. El médico le había dicho que el bebé del que estaba embarazada estaba sano. Me dijo que, si volvía a asistir a la iglesia, sería de otro tipo, quizá baptista.
–Lo que está claro es que no me voy a casar con un predicador –dijo. Entretanto, en su mente había solo un objetivo–. Solo quiero justicia –dijo mientras apagaba el cigarrillo con la suela del zapato.
Varias horas más tarde, el jurado declaró a Glenn culpable de intento de homicidio. El veredicto fue recibido en silencio en una sala llena de gente que no parecía comprender muy bien lo que había en juego. Debido a condenas anteriores por hurto y allanamiento de morada con fines delictivos antes de dedicarse a predicar, Glenn se enfrentaba a la posibilidad de pasar la vida en la cárcel en aplicación de la ley de reincidencia de Alabama. Y eso es exactamente lo que ocurrió. El juez Campbell le condenó a noventa y nueve años en la prisión del estado.
El abogado de la acusación había sostenido en todo momento que no se estaba juzgando la manipulación de serpientes. Pero, en cierto modo, el juicio no había tratado de otra cosa. De afrontar los miedos. De asumir riesgos. De tener fe.
–Yo sabía que yo estaba diciendo la verdad –dijo Darlene tras el juicio–. Supongo que algunos decían que yo mentía, pero no sirvió de nada. Porque yo sabía que estaba diciendo la verdad.
Pero lo que mejor recuerdo del juicio fue algo que Darlene Summerford dijo en el pasillo de la planta baja antes del veredicto. Estábamos apoyados contra la pared mientras ella fumaba, con las cabezas tan próximas que nadie más nos podía oír. Le pregunté cómo era sostener serpientes. Darlene sabía que era una pregunta importante. Dio una calada, mirando al techo pensativa, y, pese a todo lo que había sufrido, percibí una nota de nostalgia en su voz cuando al fin habló.
–Te sientes diferente. Es por saber que tienes poder sobre las serpientes.
«Poder sobre las serpientes». En el camino de vuelta a Birmingham aquella noche, me pregunté a qué se refería exactamente. Me encontraba en ese estado de amnesia habitual para la mayoría de los periodistas, la resaca de agotamiento tras el trabajo de campo, antes de comenzar a escribir. El artículo sobre el juicio, que ya entonces estaba elaborando en mi cabeza, tenía una forma predeterminada y un fin lógico. Glenn Summerford había sido condenado. Se había impuesto la justicia. Pero en el momento en que Darlene Summerford me dijo cómo era manipular serpientes, supe que el verdadero relato no habría terminado hasta que yo mismo no lo hubiera visto y experimentado. Para Darlene, el viaje con los manipuladores era cosa del pasado. Para mí, se encontraba en el futuro.
7 Covington añade el ejemplo de la sustitución de la expresión sureña «I’ll swan» por la forma estándar «I’ll swear», que literalmente significa: «Lo juro», pero que también se utiliza para expresar sorpresa. (N. del T.)
8 En las iglesias pentecostales es habitual la práctica de hablar en lenguas o glosolalia, consistente en vocalizar sílabas sin significado aparente que, según los creyentes, pertenecen a un lenguaje divino desconocido para el hablante. (N. del T.)
9 Jesus Onlys es un término peyorativo que alude a la creencia de las iglesias pentecostales en la unicidad divina, siendo Jesucristo su principal manifestación, en contraste con las confesiones tradicionales, que creen en la Santísima Trinidad. El mismo Covington explica el término en la pág. 97. (N. del T.)
10 En inglés el insulto utilizado es holy roller, una denominación peyorativa para miembros de grupos protestantes cuyas ceremonias se caracterizan por expresiones espontáneas de éxtasis religioso, como saltar, bailar, derrumbarse o rodar –de ahí el término roller– por el suelo. (N. del T.)
11 Movimiento de renovación religiosa surgido en el siglo XIX en el seno del metodismo estadounidense. Covington explica sus bases doctrinales en las págs. 122 y 123. (N. del T.)