Читать книгу Salvación en Sand Mountain - Dennis Covington - Страница 9

PRÓLOGO

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Esta mañana, cuando volvía de comprobar el buzón, me preguntó una vecina si había terminado el nuevo libro.

–Aún no –le dije. No tuve el valor de decirle que ni siquiera lo había empezado.

–Es que quería saber si ha puesto algo de los árboles atrapaespíritus –me preguntó.

¿Árboles atrapa-espíritus?

Me explicó lo que eran: árboles sin hojas plantados en patios rurales para adornarlos con botellas de cristal coloreadas. Entonces me acordé de que los había visto antes. Pensé que solo eran decorativos. Pero mi vecina me dijo que había un propósito en los árboles atrapa-espíritus. Si tienes espíritus malvados, los metes en botellas encajadas en las ramas de un árbol del jardín. Cuanto más colorida la botella, mejor, supongo. Los espíritus malvados se quedan atrapados en las botellas y no pueden hacer daño. Eso es lo que hacen los sureños del mundo rural con los espíritus malvados.

La razón por la que yo no sabía gran cosa de los árboles atrapaespíritus es que soy un chico de ciudad. Nací en Birmingham, una ciudad industrial fundada después de la Guerra de Secesión, y sigo viviendo allí. Mi padre también nació en Birmingham, en 1912, así que él tampoco sabía mucho de árboles atrapa-espíritus. Tenía once hermanos, trabajó para una siderúrgica la mayor parte de su vida y al final murió de enfisema.

Me hice adulto leyendo a los grandes de la ficción sureña como Faulkner, O’Connor, Welty y Warren, pero su Sur no era un mundo que yo conociera de primera mano. Yo nunca tuve que arar detrás de una mula ni recoger algodón o sacrificar a un cerdo. Y cuando visitaba a primos lejanos en el campo, me recordaban lo poco que sabía yo sobre la vida de verdad. Para ellos, yo era un señorito de ciudad. Llevaba pantalones con pinzas en lugar de un peto.

Sin embargo, la primera obra de ficción que escribí se situaba en el campo. Mi primer cuento publicado se llamaba, curiosamente, «Salvación en Sand Mountain».

El hecho es que hace veinticinco años yo nunca había estado en Sand Mountain, pero sacaba el material de la rica literatura sureña, cuya textura nunca había experimentado en persona. Con el tiempo, los escenarios y los personajes de mis obras de ficción comenzaron a parecerse más y más a los del mundo que yo conocía íntimamente, la Ciudad. Empecé a escribir sobre parejas urbanas, con o sin niños, y sobre los dilemas menores a los que se enfrentaban. Me parecía una ficción más honesta, pero me faltaba algo. Los relatos podían haberse situado perfectamente en Portland o Des Moines. Empecé a preguntarme si seguía siendo un escritor sureño. Empecé a preguntarme si todavía existía un Sur.

En un ensayo de 1990 publicado en la revista Time, Hodding Carter III nos dice que no. «El Sur como tal», escribe, «una tierra mítica en perpetua regeneración con una personalidad característica, ya no existe». Me hubiera gustado que Carter hubiera oído el sermón del evangelizador Bob Stanley en una iglesia de manipulación de serpientes en Kingston, Georgia, en junio: «¡Difundid la buena nueva! ¡Salimos de la granja! ¡Bajamos de las montañas! Empezamos como un chorrito, pero pronto seremos un arroyo. Y los arroyos se unen para formar un riachuelo, y los riachuelos se unen para formar un gran río poderoso, ¡y creceremos y nos precipitaremos juntos hacia el mar!».

Para entonces había pasado con los manipuladores de serpientes el tiempo suficiente para saber que el Hermano1 Bob Stanley hablaba de un Sur que residía en la sangre, una región del corazón. Escuchad. La peculiaridad de la experiencia sureña no terminó cuando el gorgojo se comió la cosecha de algodón2. No dejamos de ser un país aparte cuando Burger King llegó a la ciudad sureña de Meridian. Somos un pueblo tan peculiar ahora como antes, y el hecho de que nuestra cultura esté bajo asedio nos ha obligado a ser todavía más peculiares que antes. La manipulación de serpientes, por ejemplo, no se originó en las montañas. Comenzó cuando la gente bajó de las montañas para descubrir que estaban rodeados por una cultura hostil y espiritualmente muerta. Por todas las zonas de la frontera con el mundo moderno –en lugares como Newport (Tennessee) y Sand Mountain (Alabama)–, la gente se replegó. Se atrincheraron. Cuando sus recursos propios fallaron, invocaron al Espíritu Santo. Pusieron sus manos en el fuego. Bebieron veneno. Agarraron las serpientes.

Y lo siguen haciendo. El Sur no ha desaparecido. Si acaso, es todavía más sureño, como en un esfuerzo a la desesperada por salvarse. Y el Sur que aún sobrevive durará más que el que lo precedió. Será más duro y duradero que lo que había antes. ¿Por qué? Porque ha sobrevivido al fuego. Y no me refiero solo al movimiento por los derechos civiles, aunque ciertamente podríamos empezar por ahí. Me refiero a un incendio prolongado, de combustión lenta, a la guerra civil original y a la industrialización que engendró. Me refiero a la colonización del Sur por los emprendedores norteños. Me refiero a la migración a las ciudades, a la epidemia de cólera, a las inundaciones. Me refiero a las guerras a las que se envió a sureños en números desproporcionados durante el siglo XX, a la pobreza que sufrieron. Me refiero a nuestra caída en desgracia. Me refiero al desprecio y el ridículo con el que el país ha abrumado a los sureños blancos pobres, el único grupo étnico de Estados Unidos al que no se le permite tener una historia. Me refiero a la Ciudad, y no a Atlanta. Me refiero a Birmingham.

En el campo, los sureños meten a los espíritus malvados en botellas de colores colgadas de los árboles. Pero permitidme que os cuente lo que hacemos con los espíritus malvados en la Ciudad. Empezamos con el carbón, que un grupo de nuestros antepasados masculinos sacó de la tierra dejándose la vida. Lo calentamos hasta que emite gases venenosos y se convierte en coque, más duro y negro. Luego utilizamos ese coque en el fuego. Lo utilizamos en los altos hornos. Estos hornos son inmensos, con forma de bulbo y cubiertos de óxido. Estoy seguro de que no os gustaría que hubiera uno en vuestro barrio. Llenamos el horno con piedra caliza, mineral de hierro y cualquier espíritu malvado que encontramos por ahí. El mineral de hierro se funde en el fuego alimentado con coque. Las impurezas se pegan a la caliza y forman una escoria que flota sobre el metal fundido. Lo que se queda en el fondo es puro y está a una temperatura altísima. En cierto momento, abrimos un agujero en la base del horno y el hierro fundido cae en cascada, como una cinta roja tan luminosa que apenas se puede mirar. Cuando yo era pequeño, podías ir al viaducto que hay encima de los altos hornos de Sloss, en el centro de Birmingham, y contemplar el río de hierro fundido que corría por el suelo, incandescente, inexorable y tan imprevisible que una noche saltó una chispa mientras Ross Keener, un amigo de mi padre, estaba asomado a la barandilla del viaducto, y le dejó ciego de un ojo.

Ese es el Sur al que me refiero.

Birmingham, verano de 1993

1 Al igual que otras comunidades religiosas, los manipuladores de serpientes utilizan los términos «hermano» y «hermana» para referirse a otros miembros de la congregación con los que no hay parentesco, y recurren también al tratamiento de «tío» y «tía», por lo general para fieles de edad más avanzada. Aunque en español no es lo habitual, he mantenido en la traducción la mayúscula para estos términos por fidelidad al original. (N. del T.)

2 A finales del siglo XIX y principios del XX, el gorgojo del algodón, un coleóptero, devastó las cosechas de dicha planta en el Sur estadounidense, dejando un profundo impacto en su economía. (N. del T.)

Salvación en Sand Mountain

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