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El último paseo
de Luke Skywalker

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La chica no pestañea. Me mira, ¡exacto!, como a un animal atropellado en la banqueta. Las piedras del mar son cascos, la noche no es terciopelo, hoy termina el mundo.

Gabriel Rodríguez Liceaga, ¡Canta, Herida!

Yo no tenía hermanos y mi mejor amigo, cuando era niño, fue mi perro, un pequeño bichón de bruselas que, cuando no estaba limpio y cepillado, parecía una bola de pelos con rostro de ewok. Al principio le habíamos puesto Luke Skywalker, pero el nombre completo era demasiado largo para un perro tan pequeño e inquieto.Terminamos llamándolo simplemente Luke. Nos lo regaló uno de mis tíos en Navidad, presumiendo que lo había conseguido de un criador exclusivo. Mi padre, como supongo todos los papás del mundo, renegó no bien abrí la gigantesca caja con agujeros que me tocó en el intercambio. Todos parecían encantados excepto él. Decía que era una gran responsabilidad y que, seguramente, sería él quien iba a sacarlo muy temprano a pasear, limpiar su excremento y darle de comer. Yo, encantado con el cachorro, prometí cuidarlo. Por supuesto, el tiempo le dio la razón. Constantemente me amenazaba con regalar a “la bola de pelos” si no cumplía con mis obligaciones hacia con mi mascota. Como una de ellas era sacarlo a pasear, se volvió mi excusa para que, a pesar de mi edad, mi mamá me dejara salir con la condición de que me quedara cerca Eran otros tiempos.

Por esos días empecé a convivir con los niños del barrio y, a veces, a unirme a las cascaritas. No recuerdo exactamente cuántos éramos, pero lo normal era jugar siete de cada lado. Édgar y Emmanuel eran los mayores y siempre jugaban de delanteros. Como eran muy amigos, nunca estaban en bandos contrarios. Si al momento de seleccionar jugadores te tocaba en su equipo era un hecho que ganarías, si no, había que aceptar por adelantado la derrota. Yo solía ser el último al que escogían porque, aunque solo tenía dos años menos que ellos, era obeso y no sobresalía por mis habilidades físicas. En esos primeros años nos sorteábamos ser el portero porque era la peor posición; ellos tiraban cuantos trayonazos pudieran para demostrar su fuerza. Los considerábamos los mejores jugadores, eran a la vez respetados y temidos por todos los niños de la colonia. Desde los primeros partidos en que participé, dejaba suelto a mi perrito allí en la calle con nosotros, correteando el balón. A nadie parecía molestarle, gustaba de dejarse acariciar por todos.

Yo fui el primero en la colonia en tener un Nintendo y fueron a ellos dos a los que invité a jugar antes que a nadie. No me importaba que Emmanuel me arrebatara el control justo en el último mundo de Super Mario Bros., o que Édgar hiciera trampa en el Duck Hunt acercándose apenas a unos centímetros de la televisión. Estaban en mi casa y me consideraba su amigo. Luke los saludaba moviendo la cola. Édgar solía pasar un rato con él rascándole la panza; no recuerdo haber visto a Emmanuel hacerle caso, siempre dijo que no le gustaban las mascotas.

Al pasar los años, Emmanuel había reprobado dos veces el tercer grado de secundaria y, aunque logró pasar al tercer intento, no fue admitido en la preparatoria. Édgar había reprobado una vez en sexto de primaria y luego de nuevo en segundo de secundaria, por lo que terminamos en el mismo grupo. Yo le ayudaba con las tareas: por las tardes iba a su casa y estudiábamos juntos. A veces estaba allí Emmanuel, que se dedicaba a vagar, jugar videojuegos o ver televisión, mientras nosotros intentábamos concentrarnos. Mi padre, por supuesto, me reñía advirtiéndome que no me juntara con esos niños, decía que eran solo unos vagos y que nada bueno sacaría de andar con ese tipo de malandrines. A mis catorce años lo consideraba un imbécil incapaz de entenderme: ser amigo de ellos dos era lo mejor que le podía pasar a un niño de esa colonia. O por lo menos eso pensaba en aquel tiempo. Después de un par de horas siempre salíamos a cascarear. Fue en ese entonces que me enseñaron a pegarle al balón correctamente, me escogían siempre en su equipo e incluso me animaban cuando hacía alguna jugada certera.Una vez, después de un partido de ánimos encendidos con chicos de la colonia vecina, alguien me buscó pelea y Édgar de inmediato salió en mi defensa. Cuando empezaron los golpes se nos unió Emmanuel, con lo que terminamos ahuyentando a los contrarios.Incluso Luke ladraba y perseguía a los contrarios dando pequeños brincos como la más fiera de las bestias.

Yo hablaba de ellos como mis mejores amigos, aunque al terminar el curso Édgar dejó de invitarme y, en lo que iba del verano, apenas los había visto un par de veces. Cuando salía a pasear a mi perrito no me los encontraba y si les hablaba por teléfono me decían que no estaban en casa. Decidí refugiarme en mi cuarto jugando videojuegos todo el día. Mi padre solía reñirme cada mañana pidiéndome que, aunque fueran vacaciones, hiciera algo de provecho.

Una tarde, pocas semanas antes de volver a clases, salí a la calle como solía hacerlo. Fue el último paseo de Luke Skywalker. Habíamos andado un par de cuadras cuando me encontré con el grupo. A la hora de hacer equipos, Édgar y Emmanuel no me escogieron.Quise preguntarle a Édgar por qué ya no me había invitado a su casa, pero al acercarme parecía no darse cuenta de que estaba allí. Les pregunté qué habían estado haciendo durante el verano, pero ninguno respondió; solo me vieron con indiferencia. Intenté concentrarme en el juego, donde los tenía de contrarios. Para nuestra sorpresa, después de casi una hora, el juego estaba empatado. En una jugada a la ofensiva decidí adelantarme y, como estaba descubierto pues no contaban con que el gordito de la defensa se fuera al frente, me pasaron el balón. Ante la incredulidad de todos, hice un tiro sin que nadie se interpusiera. Fue un gol en el ángulo de la portería imaginaria marcada por un par de piedras. Incluso los niños del otro equipo aplaudieron. Luke ladraba dando vueltas sobre sí mismo como entendiendo mi logro: nunca había metido un gol antes. Corrí emocionado mientras todos me daban palmadas o me abrazaban. Todos excepto Emmanuel y Édgar.

Ellos empezaron a jugar de forma más agresiva que de costumbre. No había ocasión en que no lanzaran un golpe si tratabas de quitarles el balón ni tiro que no fuera un trayonazo con más fuerza que tino. Para cuando anochecía ya había recibido varias patadas, codazos y aventones por parte de ambos. No recuerdo haberme sentido tan enojado en la vida. Tanto que, en una jugada en la que venía Emmanuel encarrilado a la portería, no lo pensé mucho y me barrí directo a sus tobillos. Él se levantó furioso y, apenas me puse en pie, me tiró un puñetazo. Segundos después sentí una patada de Édgar. Como puestos de acuerdo, recibí un golpe tras otro de ambos en forma alternada. No tenía modo de enfrentarme a ambos, así que me tiré al suelo. Los demás les gritaron que ya estaba bien, que me dejaran, pero ellos no los escucharon y ninguno se metió para defenderme. Luke les ladraba frenético mientras me golpeaban, hasta que Emmanuel le tiró también una patada. Lo vi rodar un par de metros y les grité que se detuvieran, pero no pude siquiera levantarme. Édgar se acercó a Luke y le puso otro puntapié, con lo que lo mandó de regreso a Emmanuel que lo recibió con un pisotón en la cabeza. Me arrastré hacia él para protegerlo con el cuerpo. Ellos reían y los demás se alejaron en silencio. Les supliqué, llorando, que nos dejaran en paz. Ellos hicieron mueca de hartazgo y finalmente se alejaron. Tomé a mi perrito y, cargándolo, volví a casa.

Mi padre nos alcanzó en la veterinaria cuando salió del trabajo. Yo lloraba asumiendo la culpa de lo que había pasado. En ese momento me abrazó y aparecieron lágrimas en sus ojos. Nunca lo había visto llorar. Lo abracé de regreso y permanecimos así durante minutos, silenciosos, hasta que nos dieron la noticia: Luke no sobrevivió. Mis padres querían saber qué había sucedido, pero yo guardé silencio durante varios días hasta que, cansado y sin poder dormir, les confesé lo que pasó. Nunca supe si hablaron con los padres de Édgar y Emmanuel, pero los escuché discutir el tema muchas veces. Decidieron que nos cambiaríamos de casa y, en un par de semanas, justo antes de la entrada a clases, ya vivíamos al otro lado de la ciudad. Fui admitido en una nueva secundaria solo para hacer el tercer año; hice pocos amigos y mi desempeño fue mediocre. Me olvidé de Édgar, de Emmanuel y de las cascaritas. En la nueva colonia no conocía a ningún vecino, al parecer nadie salía a la calle ni había niños jugando futbol abajo de la banqueta. Mi padre no volvió a regañarme por el tiempo que dedicaba a los videojuegos. En cambio, a veces se me unía cuando llegaba del trabajo.

No volvimos a tener perro, y fue hasta hace pocos días que mis hijos me suplicaron por un cachorro que me acordé de aquel pequeño. Compramos un maltés al cual, en honor a mi perrito, quise bautizar igual. A mis hijos no les gustó el nombre y decidieron llamarlo, en vez de eso, Hulk. Yo, como todos los papás del mundo, renegué porque terminaría siendo quien lo cuidaría y suelo amenazarlos con que lo regalaré si no limpian sus heces y orinas. Por supuesto, basta que se acerque moviendo la cola cuando llego a casa para olvidarme del asunto. Ellos no lo saben, pero en secreto suelo llamarlo Luke.

Días idénticos a nubes

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