Читать книгу El ojo en la mira - Diamela Eltit - Страница 8
ОглавлениеMiro a Diego de diez meses, sentado en su cuna. Tiene entre sus manos un iPad apagado. De pronto, ve el reflejo de una (su) imagen en la pantalla. Levanta la cabeza, asombrado, después se inclina para mirar la imagen reflejada en el vidrio. Levanta la cabeza una vez más y de inmediato la baja hasta que su cara cae enteramente sobre la pantalla. Mientras lo miro, sigue absorto sin saber que se observa a sí mismo. Pienso en Narciso en la fuente, en la ninfa Eco, en la imagen, en las certezas del yo, en su traición recurrente.
Pienso en el narcisismo y recuerdo mi lectura de Freud. Leí su obra cuando tenía unos dieciséis o diecisiete años. Un vecino me prestó los libros que, me parece, tenían dos columnas por página. Así leí y leí a Freud. Lo leí tal como se recorre una novela. Me produjo asombro, recuerdo, La interpretación de los sueños; me impactaron sus análisis, marcados por la audacia. Me pareció que ejercía una analítica extremadamente ficcional, necesaria. Pero lo que más me impresionó fue entender cómo articuló una teoría: su punto de partida, la hipnosis, y su punto de llegada, el lenguaje y la formulación del inconsciente. Desde luego, leí sin la pretensión de entender, en el sentido más conceptual o disciplinar del término, la precisión y el alcance específico de cada uno de sus supuestos. Pero la lectura de los libros me permitió percibir el complejo engranaje de su trama teórica. Recuerdo que estaba empecinada en continuar el relato, recorrer los casos, detenerme ante su agudo foco en torno a tejidos familiares, pensar nombres. Con la lectura de Freud se instaló en mí la certeza de la lectura como una zona de riesgo. Ese riesgo que porta el despliegue de la creatividad. Los sólidos tramos conceptuales necesarios para elaborar una interpretación.
Más tarde, en un seminario, cuando estudiaba en la Universidad de Chile, ingresé de manera penosa (tengo que reconocerlo) a Lacan y su estadio del espejo. Recuerdo todavía leer los Escritos, que portaban una densidad conceptual que me sobrepasaba. Ya no leía de manera descontrolada como lo había hecho con Freud, lo hacía como parte de mi programa de estudios y esa condición marcó toda la diferencia. En cambio, su libro primero, acerca de la psicosis paranoica, pude leerlo sin quiebre alguno, alerta al movimiento de su relato. Fue interesante comprobar los cruces de imaginarios con las hermanas Papin, las sirvientas que conmocionaron a Francia en las primeras décadas del siglo XX. Lacan y Genet las pensaron y las escribieron de maneras diversas, desde sus distintas prácticas. Pero hubo una coincidencia entre ellos.
Mientras observo la imagen de Diego, me detengo en la tecnología, en la mirada, en la extrañeza del rostro, en el salto al vacío ante la superficie ambigua del espejo. Pero también pienso en el narcisismo como el fantasma o la realidad o la evidencia que nos acecha a los escritores y que nos vuelve acaso reconocidamente vulnerables. El tiempo del espejo está siempre ahí, al acecho. Y la madre-literatura se aleja, como lo señaló Gabriela Mistral en su poema “La fuga”. Una madre que se escabullía detrás de otro monte y otro: “O te busco, y no sabes que te busco, / o vas conmigo, y no te veo el rostro”.
Sé que las lecturas se agolpan, se cruzan, se precipitan, se superponen, se olvidan. Los libros transitan por la memoria de una manera atemporal porque muchos llegaron para quedarse, siempre a pedazos o en pedazos o por pedazos. De la misma manera en que Marcel Proust pensó la memoria detonada por los sentidos, la lectura en mí funcionó como una explosión analógica de un libro rebotando en otro y en otro, hasta que pude decidir cuál vía, qué escritura, cuál era la decisión con la letra que realmente me parecía indiscutible.
Diego, de diez meses, me ha permitido iniciar este libro con su imagen (todavía para él desconocida) buscándose en la pantalla. Los espejos-fuentes ahora están incrustados en un iPad.