Читать книгу El ojo en la mira - Diamela Eltit - Страница 9
ОглавлениеFui afortunada. No tuve dudas acerca de dónde radicaba el centro de mi deseo o la manera de “ser y estar en el mundo”. O quizás debería decir “en mi mundo”. Supe desde una edad iniciática el poder que había alcanzado en mí el encuentro con la escritura literaria. Emprendí la lectura como una abierta necesidad y urgencia. La lectura me permitió el transcurso de los tiempos de otros tiempos en mi tiempo. Mi abuela pensaba que de tanto leer me iba a quedar ciega. Me lo decía: te vas a quedar ciega.
Quizás la lectura operó como una forma de fuga de mi real. Es posible. O, como lo señala el psicoanálisis, en cuanto sublimación; no sé por qué me parece improbable, pero en esa fuga pude pensar, ampliar espacios, imaginar, en cierto modo viajar (simbólicamente) y distinguir. Fui hija única. El otro, las otras, la compañía, el juego, los escondites, la vida, la traición, la muerte y el mundo estaban, a su manera, en los libros que leía. La lectura nunca se detuvo ni fue opacada como necesidad primordial. Los libros salían de todas partes. Iban y venían.
Recuerdo cómo leí o leímos con mis compañeros de curso en la secundaria Trópico de Cáncer. Nuestro profesor de literatura operaba de la misma manera en que lo hacía Don Quijote con los libros prohibidos por la Inquisición: los nombraba, los describía y los quemaba por ser inconvenientes. Con esa misma táctica, él nos comentó que había leído un libro muy importante, pero que nosotros no podíamos leer porque tenía un “alto contenido sexual”. Citó el título y a su autor, Henry Miller. Al día siguiente la novela circulaba de mano en mano. Por una parte, se conjugaban las prohibiciones de los tiempos, y por otra, las estrategias para esquivarlas.
Admirábamos totalmente a nuestro profesor de literatura. La novela Trópico de Cáncer casi se desarmó de tanta lectura.
En mi barrio, en el que convivíamos clases medias de diversos ingresos, nunca abultados, había una pequeña tienda en la que vendían y arrendaban libros usados. Hoy la modalidad del arriendo me resulta curiosa, interesante, pero también extremadamente rara. Quizás habitaba en el barrio algún grupo de lectores que sostenía el negocio. Nunca lo supe. Pero recuerdo que existía ese local y que, para mí, resultaba genial y económico. De arriendo en arriendo leí, sin pausa alguna, desde Corín Tellado hasta la totalidad de las novelas de Agatha Christie. Más tarde leí a Raymond Chandler. Compré allí el Manifiesto Comunista.
La forma del arriendo también operaba en el colegio. Un compañero de curso arrendaba revistas, las suyas; era simpático, avaro, implacable en sus cobros. Se ajustaba a lo que hoy se denominaría un emprendedor hiperprecoz, pero yo prefería las ofertas de la tienda del barrio. Muy pronto se acabaron Corín Tellado y sus protagonistas vestidos con “pantalones de pana” y me concentré de manera sistemática en la esfera propiamente literaria.
Fue en mi adolescencia temprana cuando se configuró en mí, de una vez y para siempre, la total centralidad de lo literario. De manera frenética, pasé de lectura en lectura, de libro en libro, encontrando en la letra los caminos de todas las búsquedas. De esa manera circulaban por mi cerebro escenarios y escenas de lenguaje. La soledad estaba controlada. Me reconocí distinta. Un poco o en algo distinta.
Pienso ahora que alrededor de los catorce o los quince años ya se había iniciado lo que iba a ser una formación literaria bastante caótica. Leí, recuerdo, con mucho interés, los textos que mi colegio subvencionado obligaba y cuya lectura yo cumplía fielmente, en especial las obras españolas como el Cantar de Mío Cid o El Lazarillo de Tormes o el teatro del Siglo de Oro. Todavía recuerdo: “Hipogrifo violento que corriste parejas con el viento”, un verso que se incrustó en la parte memoriosa de mi cerebro y que pertenece a La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Así pude asociar un conjunto de obras que desde la escritura medieval me resultaron interesantes y más tarde muy importantes para entender los viajes por la lengua, los movimientos históricos y la reconfiguración del sujeto. Un sujeto que se rehacía de acuerdo a los cambios de paradigma que iban imprimiendo los desplazamientos de los poderes por diversos reinos, las guerras, las economías y las sucesivas dominaciones. Los estilos.
Más adelante llegué a entender la picaresca de El Lazarillo de Tormes, publicado a mediados del siglo XVI, como el texto que muestra la realidad española “desde abajo”. Un abajo sostenido en medio de penurias, estrategias, ilegalidades, estafas, explotación. Es el texto que da cuenta no solo de los universos sociales frágiles o abiertamente pobres, sino también de una sociedad ultraquebradiza que ya experimentaba los signos de un derrumbe que profundizaría en los siglos posteriores.
El Lazarillo de Tormes explora el nomadismo como espacio de conocimiento que, en sus desplazamientos, muestra aquello que la oficialidad reprime y que solo el mundo popular es capaz de desanudar, mediante la ironía o la abierta burla. En un punto lejano, muy subjetivo, siempre he relacionado a Lázaro, el protagonista, con la obra infravalorada de Armando Méndez Carrasco, fundamentalmente sus libros Cachetón Pelota y Chicago Chico, centrados en la noche, en la que confluyen diversos personajes. Sujetos unidos por vidas al borde del naufragio, existencias a medio camino entre la evasión y una curiosa lucidez política, que se entregan a los avatares de una picaresca que los sostiene. En ellos puede entenderse la farra como una forma de subversión ante el imperativo de vidas ordenadas sobre un vacío.
Méndez Carrasco pone en jaque los designios austeros impuestos por las hegemonías a los pobres, y la extrema responsabilidad que convierte lo rutinario en mera producción social para transformarse a su vez en productores, cumpliendo así un ciclo monótono y alienante. Los personajes, desde otra perspectiva, se emparentan con la literatura “desde abajo” protagonizada por Lázaro. Esa fue la literatura que propuso Méndez Carrasco desde su libro de cuentos Juan Firula.
Como lectora, me detuve muy tempranamente en textos medievales, renacentistas o barrocos que me obligaron a internarme en el lenguaje castellano, el español de hoy, hasta comprender la extensión de la movilidad de la lengua. Las Soledades de Luis de Góngora representan un momento en que la escritura literaria muestra y demuestra su elasticidad, las vueltas y revueltas del significado ante el desplazamiento de los núcleos gramaticales. Nos enfrenta a la letra que opera como significado del significante. Un barroco que se recuperó en Latinoamérica y que el cubano José Lezama Lima llevó al paroxismo en la novela Paradiso o en su obra ensayística siempre entreverada. Y desde otro lugar, gozoso, irreverente, el autor de Puerto Rico Luis Rafael Sánchez, con La guaracha del macho Camacho.
La literatura se funda en la escritura, es su despliegue, su repliegue, sus reformulaciones, en la férrea permanencia. La escritura a lo largo de los siglos es una especie de animal mutante que porta, en sus constantes modificaciones, la huella histórica de una plenitud, a la vez que obsoleta, vigente y demasiado futurista.
Transité dobles lecturas. Por una parte, las impuestas por el colegio y, por otra, las que yo misma emprendía de arriendo en arriendo y en las que me acompañaba Sergio, un compañero de curso, con el que compartía la misma pasión por leer. Mediante diversas estrategias conseguíamos e intercambiábamos libros y los comentábamos. Llegamos a un lugar lector muy especial al encontrarnos con la novela Ulises de James Joyce, cuando teníamos unos diecisiete años. La leímos con asombro, enervados, aburridos en algunos tramos, pero seguros de que teníamos que seguir porque éramos lectores y eso nos hacía distintos. Miramos con una arrogancia evidente (y ridícula) a una amiga también lectora a la que le contamos que leíamos Ulises. Cuando ella nos preguntó nuestra opinión y se refirió a La Ilíada, la miramos con un horror censurador y le hablamos de Joyce. La lectura nos permitía la sensación secreta de ser únicos, de portar un saber que nos incrementaba, aunque la realidad nos enfrentaba a la evidencia de que nuestra (posible) superioridad no era perceptible para nadie.
Mi tiempo lector estuvo regido por escritores. Una parte importante de la totalidad de las obras que leía eran de autores varones. La ausencia de escritoras en los programas escolares (y más adelante en los estudios universitarios) estaba naturalizada. Desde otra perspectiva, el grupo, compuesto mayoritariamente por jóvenes que frecuentaba desde mi adolescencia, estaba interesado en política y en cultura y, desde luego, existía entre nosotros una relación paritaria. Todavía no me enfrentaba de manera traumática a la discriminación, porque mi tiempo de ese tiempo apuntaba a cambiar los paradigmas políticos para romper con las desigualdades sociales. Teníamos una esperanza política indestructible. Esa percepción (la seguridad de que podíamos cambiar el mundo) formaba parte y, más aún, era un requisito para nuestra amistad.
La revolución cultural sesentera nos había convencido plenamente y éramos partidarios de libertades inéditas, y el único deber que parecía atendible era la obligación urgente de remover estereotipos. En nuestras largas conversaciones, entusiastas, inflamadas, nos oponíamos a los soporíferos modelos oficiales. Nuestra política se sostenía en cuestionar y mantener una rebeldía permanente frente a los anestesiados mandatos sociales.
Mi adolescencia se formuló con una acotada comunidad de amigas y amigos, varios del colegio, inteligentes, audaces, unidos en la batalla por los cambios. En lo personal estaba obsesionada por ampliar mi horizonte cultural. Mantuve siempre una posición crítica ante los dictámenes de ese tiempo que escribían el género como una mera producción de sentimentalismo, un programa hegemónico que capturaba y mantenía a las mujeres jóvenes o muy jóvenes, como yo, a la espera triunfal de un futuro idéntico a una ingenua teleserie romántica.
Fue importante para mí habitar desde siempre una política de izquierda. O la decisión de no acatar las obligaciones cosméticas impuestas a lo femenino y, pese a una cierta molestia de mi madre, mantuve el rechazo (quizás demasiado simple) al maquillaje. Pero, por otra parte, mi madre y mi abuela me alejaron totalmente de los oficios domésticos. No aprendí a cocinar ni a coser ni a planchar (más adelante entendí que esa ignorancia era una severa limitación). No me interesaba demasiado la ropa. Mis lecturas me permitieron salir de las rutinas a las que debían someterse las adolescentes. Mi idea de un futuro contemplaba un horizonte más amplio. Hoy puedo reconocer que, en realidad, leer me empujó a decisiones que podrían ser pensadas como emancipatorias. Nunca experimenté discriminación de parte de mis amigos; la verdad es que eso no era posible en el interior de la estrecha comunidad que habíamos formado. Pero también sé que transitaba por un espacio quizás demasiado protegido, a tal punto que no reparaba, o no se hacía visible todavía, la dimensión de la dominación y la exclusión generalizada que acechaba y acecha a las mujeres. No había considerado, como más adelante lo hice, los esfuerzos “Sísifos” de mi propia madre y de mi abuela.
La lectora que yo era tenía naturalizada la ausencia de escritoras, más allá de que leyera a Marguerite Duras o a Marguerite Yourcenar, entre otras, o a las escritoras chilenas de la llamada “generación del 50”. De esa generación, me resultó muy interesante María Elena Gertner y su libro La mujer de sal.
Aunque tenía una cierta claridad sobre mis derechos, no me había interrogado de manera intensa acerca de la asimetría de género. Y desde luego no sabía que iba a integrarme al espacio literario y cultural, poblado de un machismo encubierto o manifiesto que todavía, después de tanto tiempo, me resulta asombroso. Es cierto que no todos lo son: existe un grupo minoritario de escritores que integran y comparten. Sí, un grupo minoritario. Pero existe.
La desigualdad que atenta contra de las mujeres la entiendo como una condición que atraviesa las culturas, incrementa las economías, favorece a las religiones, promueve la violencia. Se trata de un abierto mal congénito que la historia humana no ha superado. Nada parece suficiente. Las energías que han desplegado las mujeres para romper los cercos materiales y simbólicos en que han transcurrido sus tiempos son visibles desde hace al menos dos siglos.
Si se examinan las formas de dominación, los mandatos, las pedagogías del cuerpo, las cartografías de la violencia que han experimentado las mujeres a lo largo de su transcurso histórico, sería posible señalar que la posición de la mujer en el interior del aparato social se ha modificado. Pero, desde mi perspectiva, todo el sistema social cambia debido al conjunto de nuevas técnicas, tecnologías y demandas productivas que generan renovados paradigmas. Me refiero, claro, al mundo occidental. Sin embargo, las modificaciones conservan la asimetría. Y de manera acaso radical, pienso que existen máscaras que simulan grandes modificaciones y que generan, como diría Pierre Bourdieu, “efectos de realidad”, pero que en la malla en que se sostiene la trama social, la gran desigualdad opera con una precisión indesmentible.
La dominación, extensa, persistente, es posible porque las propias mujeres internalizan en sus cuerpos y organizaciones psíquicas los mandatos que las oprimen. Esta sujeción se materializa mediante la disposición estratégica de aparatos múltiples que las forman, acosan, divulgan, imprimen. Desde incesantes dispositivos de control se naturalizan formas muy evidentes de violencia simbólica, que allanan la ruta para la violencia física como un modo brutal de ratificar la legitimación de la opresión que puebla las vidas. En definitiva, pienso que el género masculino es el que modela al femenino. Frantz Fanon, en su libro Los condenados de la tierra, señala que la descolonización es un fenómeno tan radical que detona un desorden en el mundo. Precisamente, pienso que es necesario un “des-orden en el mundo” para conseguir habitar un universo igualitario.
Sé que sexo y género ya son indistinguibles. El género está inscrito en un sexo que antecede la biología particular. O la biología porta el genoma del género que la escribe. Un género pactado por las culturas, marcado por rutas y metas imposibles. Pienso que la tarea es horadar, movilizar, desplazar, para que así el género despliegue su poder cultural y se transforme en un aliado del cuerpo, no en su enemigo ni menos en su opresor.
Me resulta perturbadora la biologización de la letra en la cultura. Las gestiones, congresos, organizaciones que se formularon y se desplegaron para examinar producciones y hacer visible la existencia de la “literatura de mujeres” en un primer tiempo (hace más de treinta años) me parecieron inclusivas, necesarias, políticas. Participé como una de las organizadoras del primer congreso de escritoras que se realizó en Chile, en el año 1987, pero más adelante comprendí que el sistema literario convertía ese movimiento reparador en una maquinaria desde la cual era posible discriminar de manera masiva.
Pensé y pienso que el “campo” literario, según la conceptualización de Bourdieu, agrupa de una manera global a las mujeres que escriben bajo el rótulo de “literatura de mujeres”, sin importar la dirección ni la calidad de sus estéticas. Y, de esa manera, la literatura, la única, sin apellidos, sigue en el orden inamovible de lo masculino. Cuando indico masculino me refiero a un orden que integra también su disidencia sexual “hombre”.
No me imagino un amontonamiento de nombres que ponga en un idéntico grupo a Borges con Paulo Coelho: cada uno de ellos tiene una pertenencia y una ruta. En cambio, en un gesto en apariencia generoso con las escritoras, se produce una genitalidad literaria que une todas las producciones para convertirlas en nada. En suma, lo que pudo ser una búsqueda de paridad literaria se transformó en un nuevo y masivo gueto.
La tarea política es restaurar la letra, desbiologizarla y llevarla a habitar la precisión del sentido. Pienso que la obligación de democratizar la literatura ampliaría el sistema literario. Desde esa perspectiva, me parece urgente romper el binarismo: literatura de mujeres y literatura (de hombres, la verdadera).
Desde los años ochenta, leí libros de teoría feminista. Luego, Simone de Beauvoir y su incombustible El segundo sexo. Y Una habitación propia de Virginia Woolf, en la que puso de manifiesto la urgencia de la autonomía económica. Seguí con atención a Luce Irigaray. Leí la novela-manifiesto que ya es un clásico, Las guerrilleras, de la autora francesa Monique Wittig, también a la española Amelia Valcárcel, a las estadounidenses Elaine Showalter y Nancy Fraser. En esos años, leí primordialmente a Julieta Kirkwood, la brillante socióloga chilena; a Nelly Richard y su producción en torno a disidencias y travestismo.
Fue muy iluminador el texto de Judith Butler El género en disputa, y su búsqueda que apunta a diseminar las subjetividades y las pertenencias, para romper los binarismos. En los últimos años me han resultado muy pertinentes las posiciones de la argentina Rita Segato y la italiana Silvia Federeci. En el Chile actual me parecen valiosos los escritos de Alejandra Castillo. Lecturas que han sido fundamentales para examinar el despliegue crítico y teórico para pensar posiciones, hipótesis, y las siempre estimulantes divergencias.
En los años ochenta ingresé de manera intensa a la historia social de las mujeres chilenas. Como participante de los movimientos antidictatoriales, colaboré en diversas instancias junto con Lotty Rosenfeld, ella desde lo visual y yo desde la escritura. Así me aboqué a la realización de textos para afiches y guiones de actos políticos, muchas veces convocados por mujeres. Todas estas colaboraciones eran, desde luego, enteramente solidarias. Trabajamos con ella de manera sistemática en poblaciones periféricas, con grupos y organizaciones lideradas por dirigentes sociales. En las cárceles, con presas políticas.
Ese amplio recorrido social me obligó a detenerme en el tiempo, los tiempos de las mujeres y los modos de enfrentar las condiciones en que transcurrían sus vidas. De esa manera pude acceder a la historiografía de los movimientos de mujeres chilenas. Leí una parte importante de los textos de historiadoras que recogían hitos, momentos, debates y alcances de las primeras luchas emancipatorias.
Fueron las lecturas del tiempo las que me impulsaron a escribir un libro sobre la obtención del derecho a voto femenino en Chile, que fue publicado en 1994. Desde luego nunca busqué construir una historia, sino que pensé en una crónica parcial que podía operar como difusión general para restaurar así un transcurso totalmente velado por las historias oficiales.
Fue fundamental para mí conocer a Elena Caffarena, una de las más importantes y coherentes feministas y sufragistas chilenas. Fueron cruciales y emocionantes las reuniones que sostuvimos. Ella era una persona excepcional. Su inteligencia y su perspicacia reafirmaron mi certeza de que las mujeres que escribíamos teníamos que trabajar en la protección de la memoria, en resguardar y a la vez relevar las figuras que se volcaron a los primeros gestos y las gestas. Las mujeres que permitieron y se arriesgaron.
El cuerpo y sus dilemas me han convocado una y otra vez. Pienso en el cuerpo como una zona discursiva, un experimento. Me ha interesado el cuerpo, ya lo dije, como imposibilidad, como ficción, como ajenidad ante un modelo ficcional que se impone como verdad. Un cuerpo por pedazos, fragmentos que se escapan y huyen, siempre imperfectos. He pensado largamente en el cuerpo como una doble ficción. Por una parte, los poderes escriben un relato corporal y el mismo cuerpo desliza esa ficción a su trama corpórea, también ficcional. Desde luego mi mirada está puesta en el cuerpo de las mujeres como las protagonistas de esa gran zona discursiva y como campo experimental para cada uno de los sistemas.
Me ha asombrado la construcción paradójica que hacen los sistemas alrededor de ese cuerpo. De manera tácita o explícita el cuerpo de la mujer es central como construcción y, en un amplio sentido, lo vuelve temible, y por temible, sujeto a la opresión y al control incesante. Así, el cuerpo de la mujer se convierte en un objeto cautivo por el conjunto de las instituciones, al punto de que esas instituciones penetran capilarmente para internalizar allí sus mandatos. Como angustia. Como imposibilidad.
Después de realizar una lectura atenta de Michel Foucault desde principios de los años setenta, he seguido pensando la avalancha biopolítica que nos domina con su poderoso cerco. De la lepra a la sexualidad, del castigo a la docilidad y la monótona producción automática del territorio disciplinar anclado en una mirada controladora que no cesa. Leer la obra de Foucault fue muy importante en mi formación (si se puede hablar en esos términos). Más que la literalidad de su pensamiento pude entrelazar ciertas imágenes que me recorrían y, en cierto modo, me habitaban.
El cuerpo de las mujeres me parece hoy, después de décadas de pensarlo, como una producción discursiva, una “zona de sacrificio” (ocupando un término medioambientalista), porque ese es el cuerpo que sostiene la economía por la vía del salario inequitativo o de los trabajos impagos. Un cuerpo-objeto rentable para la industria cosmética, un campo interminable para la ingeniería reproductiva, una mera zona psíquica, un espacio de prohibiciones, una piel para ejercer la violencia. Un no.