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CAPÍTULO I CONTANDO ESTRELLAS

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—Mil, mil una, mil dos, mil tres, mil cuatro, mil cinco, mil se... ¡Uy! ¿Y donde está mi estrella número mil seis? —preguntó Nolo mientras contaba estrellas como cada noche antes de dormirse.

Estaba seguro de que la noche anterior había mil seis estrellas, pero esta noche el número de estrellas que iluminaban sus noches era diferente. Preocupado, decidió empezar a contarlas otra vez, pero antes de llegar a la estrella número dieciséis, ya había caído en un profundo sueño.

Nolo vivía en un lugar maravilloso y lleno de aventuras. A veces pasaba el día en una playa, colgado de las palmeras para bajar y comer tantos cocos como pudiera, jugar con las olas, nadar con delfines y construir castillos y grandes murallas de arena, ayudado por cangrejos y tortugas. Otras veces iba al bosque tropical, donde había animales muy graciosos, como los monos que eran juguetones y traviesos, y compartían con él sus frutas dulces y pegajosas. También le encantaban a Nolo las grandes montañas con sus preciosos bosques, y las tierras heladas donde encontraba osos, focas, morsas, y pingüinos.

Solo había unos sitios a los que Nolo nunca se había atrevido a acercarse, como los temibles volcanes, las cuevas muy profundas, o los grandes abismos de los océanos, sobre todo por el miedo a las criaturas desconocidas que podrían vivir allí. Se decía a sí mismo que, cuando se hiciera más alto y fuerte, se lanzaría a explorar aquellos temidos parajes.

Lo que nunca encontró Nolo fue a alguien como él, por eso contaba estrellas para no sentirse triste y solo, y lograr dormir. Maravillado por su brillo y belleza, no se cansaba de mirarlas, e imaginaba que cada una podría contar una historia única; sobre todo las estrellas fugaces, que eran sus favoritas, por venir de sitios tan lejanos. Tras la noche anterior en la que según su cuenta faltaba una estrella, esa noche las contó con más cuidado, pero al llegar a la número mil tres, ya no encontró más estrellas.

—¡Ay no! —exclamó Nolo—. ¡En solo dos noches he perdido tres estrellas!

Durante las noches siguientes el número de estrellas siguió bajando, así que Nolo decidió averiguar qué estaba pasando. Al llegar la mañana, lo primero que hizo fue escalar hacia la cima de la montaña Gigantona para poder hablar con el Sol, quien le explicó que la única razón para que una estrella desapareciera, era que una explosión la hubiera destruido, quedando solo trozos muy pequeñitos que no se podrían ver desde su mundo; pero eso no era posible, ya que el propio Sol vigilaba durante el día, y estaba seguro de que no había habido una explosión reciente.

Entonces Nolo acudió a las nubes y, tras varias preguntas y respuestas entre las nubes más cercanas a su mundo y aquéllas más lejanas que se encontraban casi donde el azul profundo del espacio comienza, la respuesta que recibió Nolo fue la misma: Ninguna sabía lo que podía estar pasando.

Nolo recorrió los mares, glaciares, selvas y montañas interrogando a sus amigos animales, pero tampoco logró averiguar nada, hasta que al empezar a ocultarse el Sol se topó con Bubo, el viejo y sabio búho del bosque violeta, que acababa de despertar de su largo sueño diurno. Bubo no pareció sorprenderse con la historia de Nolo, pues a su edad había visto muchas cosas y, además, sospechaba que algo raro estaba sucediendo, ya que en las últimas noches había oído unos crujidos que venían del cielo y que eran diferentes de los truenos en noches de tormenta. El problema era que como ya había cumplido más de ciento veintisiete años, al viejo Bubo le fallaban sus grandes ojos para lograr ver algo más allá de su propio árbol, así que Nolo no consiguió más información que pudiera ayudarle.

Entonces, subió nuevamente a Gigantona para hablar con la Luna, que era la encargada de la vigilancia nocturna. La Luna, avergonzada, le contestó a Nolo que no sabía nada, porque llevaba casi una semana saliendo durante el día para poder pasar un rato con su amigo el Sol y, cuando este se ocultaba, estaba tan cansada que se quedaba dormida, olvidando iluminar las noches del mundo de Nolo.

Nolo decidió regresar al árbol-casa de Bubo para estar acompañado, y al contar nuevamente sus estrellas, esa noche solo llegaban a novecientas noventa y siete.

—¡Qué barbaridad! —exclamó—. ¿Como es posible que estén desapareciendo a tal velocidad? A este ritmo, pronto el cielo se quedará sin la iluminación y belleza de las estrellas, y además, no tendré a quien pedirle deseos.

Tardó en quedarse dormido y, poco después, lo despertó un fuerte aleteo acompañado de los gritos de Bubo que le decía:

—¿Lo oyes, Nolo?, ahí está ese estruendo que se repite una y otra vez.

Fue entonces cuando Nolo escuchó como si algo grande y sólido se estuviese partiendo. Miró hacia el cielo, pero no pudo ver nada, seguramente la Luna se había vuelto a quedar dormida y no emitía su brillante luz, y para empeorar las cosas, los árboles más altos del bosque hacían parecer aún más oscura la noche. Al cabo de un rato los ruidos pararon, y Nolo se volvió a dormir a pesar de su preocupación.

Al despertar, se dio un baño en el riachuelo más cercano, desayunó con frutas silvestres del bosque, y escaló hacia la cumbre de Gigantona para hablar con las nubes y el Sol, que nuevamente no sabían nada. Nolo le pidió al Sol que cuando viera aparecer a la Luna de día, no le hablara y la mandara a dormir, y con Algodona, la nube más gorda y cariñosa, acordó que al final del día bajaría hasta la cima de Gigantona a recogerlo. Intentando tranquilizarse, pasó el día disfrutando de la nieve que se acumulaba sobre Gigantona, deslizándose por sus faldas encima de un tronco roto, jugando al escondite con conejitos y venadillos, y durmiendo la siesta entre la madriguera de un enorme topo, llamado Dentón, que lo dejó quedarse allí hasta el atardecer.

Cuando comenzó a anochecer, Nolo corrió hacia la cima de Gigantona, se acomodó sobre Algodona y empezaron a subir lentamente hacia las estrellas, pues la enorme nube no era joven ni ágil. Mientras subían, Nolo se quedó maravillado ante la belleza de su mundo y el contraste de las formas y colores que se veían desde allí arriba. Cuando Algodona se detuvo, pues las fuerzas ya no le alcanzaban para subir más, Nolo le dijo:

—No te preocupes, Algodona, aquí ya estamos bien para vigilar a mis estrellas.

Un rato después apareció la Luna despierta y casi llena, iluminando la noche para que Nolo pudiera vigilar mejor a sus estrellas. Al llegar a las novecientas noventa y tres estrellas, no encontró más para contar, así que, preocupado por la continua pérdida de sus preciados tesoritos, esperó con paciencia a ver si ocurría algo.

¿Y mis estrellas?

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