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CAPÍTULO 1

LA VIDA ANTES DE LA GUERRA

La guerra empezó antes de la guerra. La Segunda Guerra Mundial comenzó oficialmente en 1939, sin embargo la situación de peligro para los judíos en la Europa de las primeras décadas del siglo XX se desencadenó en diferentes momentos según el país e incluso el lugar específico.

En Polonia, luego de la invasión alemana en el 39, Alemania estableció un pacto con la Unión Soviética por el que la zona occidental se mantuvo bajo su dominio, mientras que la oriental, lindera con Rusia, fue desocupada y pasó a la órbita soviética. Dos años más tarde, en 1941, fue reocupada por los alemanes.

En Francia, la ocupación alemana fue en 1940 y poco después comenzaron las rafles –las cacerías o redadas masivas de judíos– mientras que en Hungría la deportación comenzó recién en 1944.

El antisemitismo crecía con una fuerza incontenible en la Europa de los años previos al estallido de la guerra. En esa marea creciente de antisemitismo y autoritarismo transcurrieron los primeros años de los “niños” en un marco de relativa tranquilidad, como esos días de sol de finales del verano en los que es imposible imaginar la tormenta que está por desatarse.

Sus infancias fueron parecidas a la de cualquier niño que viviera en aquel tiempo en el mismo lugar y en las mismas condiciones. Los judíos en la Europa de las primeras décadas del siglo XX tenían en la misma diversidad cultural, social, económica y política que el resto de la población. En los diferentes países (Polonia, Francia, Hungría, Rumania, Holanda, Austria, Yugoslavia, Italia, Bélgica), tanto en condiciones urbanas como rurales, sus vidas eran similares a las de todos los demás. Lejos de la burda generalización de un solo tipo de judío –sea cual fuere el estereotipo elegido en la caracterización– la vida judía europea se desplegaba en un mosaico colorido y heterogéneo.

Estas eran sus vidas antes de que las olas de la guerra los arrastraran sin remedio a un destino imposible de imaginar desde ese pequeño paraíso personal que suele ser una infancia normal.

Elsa Rozin (1923, NOWO SZMIERCZYN, BIELORRUSIA)

Cuando nací me llamaron Elka. En el año 27, cuando tenía cuatro años, nos mudamos a Bruselas, donde empecé a llamarme Elsa.

Mi papá se había quedado viudo con ocho hijos y se casó con mi mamá, una muchacha treinta años más joven. Tuvieron tres hijas; yo fui la segunda. Mi papá se ocupaba de los negocios de mi abuelo, molinos y tierras. Era rabino aunque nunca ejerció como tal, era culto y bastante progresista. Lo convocaban a la sinagoga para los grandes acontecimientos. Emigramos de Bielorrusia porque uno de los hijos del primer matrimonio de mi papá, que se había recibido de médico en Suiza, vivía en Bélgica y dijo que allí estaríamos mucho mejor que en la Europa Oriental, que era más atrasada.

Me eduqué y crié en Bruselas. Nuestra situación social cambió en Bélgica porque, aunque la situación económica era menos floreciente, vivíamos más tranquilos respecto del antisemitismo. Papá no era un fanático religioso pero era observante, en casa se respetaban las tradiciones. Mamá trabajaba en la óptica de uno de los hijos del primer matrimonio de mi papá y él se ocupaba de nosotras y de la casa. Vivíamos en un departamento.

Nos costó adaptarnos a la vida en Bruselas porque no entendíamos el idioma, en casa hablábamos idish y mis padres también hablaban ruso y los dos idiomas oficiales, francés y algo de flamenco. Poco a poco llegamos a integrarnos y a hacer amigos.

Yo era bastante buena alumna y estaba en el mismo grado que mi hermana mayor, ya que nos pusieron juntas cuando llegamos, pero mi hermana era más brillante. Yo tenía siempre más responsabilidad, cuando había que hacer algo, me mandaban a mí. Eso me ayudó después, cuando me quedé sola, a asumir responsabilidades y tal vez a salvarme.

Francis Levy (1924, ESTRASBURGO, FRANCIA)

Nací en Estrasburgo y viví toda mi infancia en Sarrebourg, a unos 60 kilómetros de la frontera con Alemania. Era una pequeña ciudad con 115 familias judías y una sinagoga. No había escuela judía por lo que dos veces por semana el rabino iba al colegio común a enseñarnos religión; también venía un pastor protestante y un cura para los católicos. Cada grupo recibía la instrucción correspondiente a su religión. El jueves y el domingo a la mañana, como no había clases, en la sinagoga había un curso voluntario dado por el mismo rabino.

La mitad del pueblo se llamaba Levy sin que fuéramos parientes. Mi familia estuvo en esa zona por lo menos desde el siglo XVIII. Tengo un árbol genealógico en el que constan mis antepasados de varios siglos. Mi padre era un judío tradicionalista, iba al templo y una de sus actividades era formar parte del Concejo de la Ciudad. Se trataba de un concejo de ediles, de 16 miembros, en el cual siempre había un ciudadano judío representando a los residentes. Había una convivencia de mucho respeto.

Claro que había antisemitismo, pero poco. Uno no se preguntaba sobre eso porque formaba parte de la realidad cotidiana, era así. Cuando me preguntan si había antisemitismo, me vuelve a sorprender la pregunta, porque era tan lógico para nosotros entonces, que no era un tema en el que se pensara.

No tuve, como los niños de la Shoá más chicos, una infancia robada. Yo era mayor cuando empezó la guerra, ya un adolescente, y mi infancia fue muy buena. Lo que me robaron fue mi estudio –porque aunque estaba anotado para entrar a una escuela profesional, el comienzo de la guerra lo hizo imposible– y mi vida normal, mi idioma, mi país. Más profundamente quizá, el robo más esencial ha sido el del optimismo, me ha vuelto escéptico, dolorosamente escéptico sobre la Humanidad.

Micheline Wolanowski (1925, PARÍS, FRANCIA)

Mis padres habían venido de Polonia después de la guerra del 14 con la intención de asimilarse lo más rápido posible, modernizarse. Mi madre enseguida adoró París. Papá era confeccionista. Teníamos un taller de costura, con cinco máquinas, tres chicas que cosían a mano, un tío planchador y un primo maquinista, todos venidos de Polonia. Vivíamos en un departamento donde también estaba el taller.

No ocultábamos el ser judíos. Por otra parte, no era fácil ocultarse porque decían que nos reconocían, parece que se sabía por los ojos, ojos más profundos, o tal vez por la mirada triste. No tengo, sin embargo, recuerdos de antisemitismo, o tal vez nunca me di cuenta. La primera vez que me dijeron “judía de mierda” fue cuando llegamos al Uruguay después de la guerra. Llegué a entrar al liceo antes de que tuviéramos que escapar. No éramos ricos, pero todos los años íbamos de vacaciones. Mis padres hablaban en francés con nosotros y cuando querían que no entendiéramos hablaban en polaco o en idish. Debe haber sido por eso que aprendí a hablar idish, para entender lo que decían.

Tuve una vida muy feliz, normal, como la de cualquier chica de París, de clase media baja: linda, pizpireta, con sueños de amor y la cabeza llena de novelas e ilusiones.

Freda Ejdlic (1925, LODZ, POLONIA)

Éramos de clase media, mi padre tenía un negocio en sociedad con un tío mío. Mi madre era maestra, pero cuando nacieron los mellizos dejó de trabajar. Los tuvo cuando yo tenía cuatro años, una nena y un varón. La nena, Tusia, tuvo una infección y murió, me acuerdo que la habían puesto sobre la mesa porque venía el doctor a verla. A mí me mandaron a lo de mi abuela y cuando volví estaba mi madre sentada hamacando a mi hermanito, Marek. No se hablaba del tema. No sé si era por no angustiarme a mí o para no angustiarse ellos. La muerte no era un tema del que se hablara habitualmente en casa.

Mis padres querían que estudiáramos, tenían muchas ambiciones para nosotros. Nos mandaban a colegios judíos privados que les debían resultar caros, pero la educación estaba en primer lugar. Vivíamos en un departamento chico, teníamos una empleada que dormía en la cocina. Todos los veranos íbamos al campo, cerca de Lodz, donde alquilábamos una casita. Yo estaba bien vestida, mi mamá tomaba una vez al año una modista que hacía ropa para todos. Nunca me faltó nada, estaba muy cuidada. Éramos pobres pero muy dignos, muy orgullosos y siempre pensando en mejorar.

Mis padres no eran religiosos, mi abuela sí, usaba peluca, nunca comía en nuestra casa porque no respetábamos las reglas dietéticas judías. Para las vacaciones iba a su casa y los del pueblo sabían que llegaba la nieta de la señora Ejdlic. También tenía bisabuela y dos tíos jóvenes con quienes quería salir pero, por supuesto, no me daban bolilla. Todos hablábamos polaco, mis padres también hablaban idish, pero entre ellos. Mi papá era socialista, simpatizante del Bund.1 Como era habitual, la familia era muy grande: mi mamá era la menor de nueve hermanos y mi papá, el mayor de seis.

El verano anterior a que todo pasara habíamos ido a un campo a veranear. Me reunía con un grupo enorme de chicas y chicos y me enamoré de uno que se llamaba Mietek, como se llamó, casualmente, el que después fue mi marido. Cerca de la casa en la que estaba, había un café donde íbamos a bailar. Yo tenía el pelo largo, lindísimo, y les gustaba a los muchachos, no planchaba nunca en los bailes. Después vino un primo mío que estudiaba Medicina, el hijo del socio de papá, y se quedó en casa. Me gustaba mucho porque era mayor. Yo me sentía grande, ya tenía menstruación. Cuando estaba en primer año de la secundaria, el último año que fui al colegio, hicimos un viaje a Varsovia y antes de salir de casa me indispuse.

Lo que más me gustaba era tener amigos, bailar y patinar en el hielo. No sabía en ese momento lo feliz que era. Cómo me gustaría volver por un instante y decírmelo a mí misma para disfrutar cada minuto de esa vida.

Liza Zajac / Lea (1926, POLONIA)

Nací en un pueblo chico, cerca de Bialystok. Cuando era chica nos fuimos a vivir a Jalowka, el pueblo de mis abuelos maternos. De allí son los primeros recuerdos de mis años felices con mis padres, mi hermana y mi hermanito.

Pertenecí a una familia muy numerosa, mis abuelos habían tenido cinco hijas mujeres y varios varones. Cuando mi abuela hablaba de alguna rama de sus parientes, resultaban ser siempre más de ochenta entre hermanos y primos. Pienso en ese mundo, en toda esa gente que pobló mis primeros años, la mayoría masacrada por los nazis. Yo tenía una hermana un año y cuatro meses menor. Mi hermanito nació diez años después. Ninguno quedó vivo.

Jalowka era un pueblito de veraneo. Mi abuelo tenía una gran zapatería y una casa enorme con cinco o seis habitaciones frente a la plaza. En la zapatería trabajaban varios obreros que no eran judíos pero que hablaban idish porque era el idioma que se hablaba en casa. Siempre íbamos al bosque, que era el lugar de veraneo, por eso no me gustan las ciudades. A mis abuelos paternos nunca los conocí, porque mi padre era el último de doce hermanos y ya era huérfano cuando se casó. Nunca conocí tampoco a los muchos hermanos de mi papá, pero tengo a su familia en mi nombre. Yo me llamo Lea, porque todos los de la familia de mi papá a una de sus hijas la llamaban así, dado que era el nombre de mi abuela paterna.

En casa se hablaba solo idish porque en los pueblos chicos se empezaba a hablar polaco recién cuando se entraba al colegio. En ese pueblo había muchos bielorrusos, por eso mi abuelo hablaba más bielorruso que polaco, pero mi abuela hablaba solo polaco. La mayoría de la gente del pueblo era judía, había dos sinagogas.

Mi familia no era religiosa aunque mis abuelos sí, pero religiosos normales, no eran como esos fanáticos de las ciudades. Mi padre era muy de izquierda. Con los pogroms2 rusos era lógico que mi padre tuviera esas ideas y predicara y enarbolara los 1o de mayo una bandera roja. Todos los jóvenes soñaban con la igualdad en el mundo, criados entre el antisemitismo y la desigualdad social, vivían con la esperanza de que el comunismo emparejara las injusticias. A papá más de una vez, en víspera del 1o de mayo, lo llevaron preso. En invierno había que enviarle comida a la cárcel, entonces mi abuela la preparaba y contrataba a un hombre para que la llevara en un trineo tirado por dos caballos. Caminaba junto al trineo los 15 kilómetros para que mi papá pudiera comer.

A mi mamá siempre le gustó el teatro y quería que yo fuera muy educada. Tuve una infancia llena de amor. Los momentos más lindos de mi vida fueron en la casa de mis abuelos maternos, era un amor severo pero entrañable. Mi abuela hacía pan negro en su horno de barro y solo los sábados se comía jalá blanco, el delicioso pan trenzado del Shabat.3 Uno de los momentos que recuerdo con más felicidad era cuando mi abuelo sentaba a los doce nietos a la mesa y todos esperábamos nuestra porción de jalá.

Cuando empecé primer grado nos mudamos a Hajnowka, donde mamá puso un almacén. El colegio era del Estado y mixto. Yo era muy buena alumna. Aunque era común que se denigrara a los chicos judíos que no sabían polaco, a mí no me pasó porque yo ya lo hablaba bien. Tomábamos como natural que los vecinos insultaran a los judíos.

Siempre me pregunté en qué era distinta a las demás chicas. Me gustaba estudiar, era muy soñadora y sensible; lloraba, por ejemplo, cuando en la primavera se derretía la nieve y aparecían, en una ceremonia mágica, los primeros brotes. En la escuela sufrí un antisemitismo unas veces sutil y otras, bien abierto. Cuando fui, por ejemplo, con mi amiga Matilde Singer a rendir el examen de ingreso al secundario, aparecieron cuatro muchachos y uno de ellos dijo con cara de asco: “Huele a cebolla”, queriendo decir que éramos judías despreciables. Amarga revancha la nuestra: nuestras notas fueron las mejores. Me gustaba estudiar, pero sabía que nunca podría cursar estudios superiores porque era muy difícil para un judío llegar hasta allí, había restricciones, numerus clausus. Los más ricos podían permitirse ir a estudiar al extranjero.

Nos arreglábamos como podíamos. No tenía un dormitorio propio pero tenía mi cama y en el cuarto había un mueble esquinero que era solo para mí. Guardaba ahí un pequeño barquito, mis libros y arriba la foto de alguna actriz. Al cine había ido una sola vez antes de la guerra y me había encantado.

Me gustaba mucho patinar, era una gran patinadora. En invierno íbamos al colegio en patines para no caernos en las veredas que estaban congeladas.

En mi casa, la política era un tema de conversación habitual. Los domingos a la mañana venían muchachos y chicas amigos de mis padres y mis tíos. Entre arenques y papas, se hablaba de política y se armaban grandes discusiones. Hablaban sobre Alemania, sobre Hitler, pero yo era chica y no entendía nada. Me acurrucaba entre ellos, soñando con participar alguna vez de esas conversaciones, con tener los conocimientos que me permitieran opinar y ser escuchada. Me acuerdo que uno de mis tíos contó que una hermana suya le había escrito desde la Argentina diciendo: “Ustedes están sentados en un barril de pólvora”, y que le aconsejaba que llevara a su familia para allá. Después, en el gueto le mostraba a todo el mundo esa carta lamentándose de no haberle hecho caso cuando todavía estaba a tiempo. También me quedó muy grabado lo de la Guerra Civil Española, tenía una amiga que su tío se había ido a España a luchar en esa guerra. Muchos judíos polacos formaron parte de las Brigadas Internacionales y se hablaba de ellos como de héroes.

Los judíos en Europa

En Europa rige la jus sanguinis, ley de la sangre, a diferencia del continente americano donde rige la jus soli, ley del territorio. En consecuencia, los nacidos en los países europeos no adquieren la nacionalidad correspondiente al lugar de su nacimiento, sino que heredan la de sus padres. Es español, italiano o polaco, todo aquel que sea hijo de padres españoles, italianos o polacos, sea donde fuere que hubiera nacido. Los judíos europeos habían adquirido, a mediados del siglo XIX, la ciudadanía de pleno derecho en países como Francia y Alemania, y los per tenecientes al Imperio Austrohúngaro. No fue así en Polonia, Ucrania, Lituania, Rumania y los demás países del Este. En Polonia, los judíos eran considerados “minoría nacional” al igual que otras minorías étnicas. En diferentes épocas tuvieron representación en el parlamento nacional, pero no eran considerados polacos. Cuando los sobrevivientes dicen “polacos” ponen en evidencia esta cuestión. Específicamente quieren decir: ciudadanos de pleno derecho y católicos, que era la religión hegemónica. Por otra parte, la ciudadanía de los judíos de Europa Occidental, si bien les daba los mismos derechos nominales, no los defendía de la judeofobia que los excluía de diferentes lugares de la sociedad. Por ello, varios “niños” dan cuenta de haber sido bautizados y de que sus familias habían cambiado el apellido para hacerlo menos judío. Los judíos del Este miraban con secreta admiración a los occidentales y se sabían despreciados por ellos. Eran llamados despectivamente los Ost Juden, los judíos orientales. Estos, a su vez, no ahorraban epítetos y designaban a los occidentales como Iekes, con el mismo gesto de desprecio. Como en todo lo demás, los judíos reflejaban las posiciones de las sociedades en las que vivían, el Occidente europeo menospreciaba al Oriente, lo consideraba inferior, atrasado, retrógrado. De este modo eran mirados los polacos por los alemanes.

Tomás Kertesz / Tommy (1927, BUDAPEST, HUNGRÍA)

Mi papá estaba asociado con un hermano en la venta de madera para leña. Cuando yo todavía era chico, se fueron a la quiebra y perdieron todo. Luego de ese desastre económico, quedaron caballos y carros, entonces papá empezó a trabajar de transportista. Mi madre era profesora de dactilografía. Ambos habían hecho la escuela secundaria. Éramos pobres.

En el verano del 34, a mis seis años, alquilaron una casita en un pueblo en las afueras de Budapest y crearon una pequeña colonia de vacaciones al costo, es decir, con hijos de amigos, cada uno pagando su parte proporcional. Como la primera experiencia salió bien, surgió la idea de hacerlo comercialmente y las cosas empezaron a mejorar.

En esa época, un tío mío construyó en Budapest un hotel pequeño de catorce habitaciones con todas las comodidades y viajó a Alemania para equiparlo con las últimas novedades. Llegó justo cuando se habían promulgado las leyes raciales [ver recuadro en p. 33]. Volvió muy alarmado e insistió en que nos fuéramos. Pero estábamos bien económicamente y mi familia no quería irse. Se pensaba que lo que pasaba en Alemania era absurdo, que sería pasajero, que la gente no permitiría al bufón de Hitler seguir con sus delirios. Mi tío, verdaderamente asustado por lo que había visto, fue menos optimista y decidió emigrar a la Argentina donde había estado unos años antes. En el 38, a mis once años, quisieron mandarme también a mí, pero no quise, preferí quedarme con los míos. Desde Budapest, veía a la Argentina, a Buenos Aires, como una tierra irreal por lo lejana.

Iba a la escuela común porque no éramos judíos religiosos. Los profesores no nos discriminaban, ni siquiera cuando llegaron los alemanes. Con mis compañeros tampoco tuve problemas, aunque había tres chicos nazis que me decían que a mí no me odiaban porque no era el tipo de judío que ellos odiaban. Entonces tomábamos como naturales estas diferencias, eran habituales.

Me gustaba natación, patinaje sobre hielo, el esquí, hacía todo tipo de deportes. En la escuela había gimnasia militar, pero para los judíos estaba prohibida. Nos separaban y también con el fútbol. Mientras los cristianos hacían actividades físicas, a nosotros nos mandaban a limpiar, entonces hacíamos la pantomima de hacerlo. Es curioso que en aquel momento no viviéramos este tipo de diferencias o humillaciones como tales. Nos resultaba divertido, incluso ese simulacro de estar limpiando, era como una burla que hacíamos nosotros, nos sentíamos más vivos que ellos.

Judith Winograd (1927, LODZ, POLONIA)

Mis padres eran primos segundos, emigrados de Rusia. Papá era perito mercantil, socialista del Bund y mamá, farmacéutica y comunista. A pesar de las posiciones políticas, se llevaban muy bien, era gente muy preparada, igual que mis abuelos. Éramos una familia de clase media, vivíamos en un departamento, no me faltaba nada, hasta teníamos radio. Mi infancia fue bastante triste debido a la muerte de un hermano que me llevaba tres años. Me acuerdo de mi mamá siempre de luto y de su preferencia por Lolek, mi otro hermano, seis años mayor que yo. Mi papá puso todo su amor en mí, con lo cual nos equilibrábamos. Lolek era un excelente alumno, lo mandaron a estudiar a Francia y fue preciso alquilar su habitación para pagar sus estudios. En casa siempre hubo tristeza. Cuando mi hermano se fue, mi mamá lo extrañaba tanto que yo no existía. En junio del 39, mi mamá insistió para que Lolek volviera a casa para las vacaciones. Son esas cosas que se hacen porque uno no puede adivinar el futuro. Vino y ya nunca pudo volver. Mientras vivió, mamá no se lo perdonó porque si se hubiera quedado en Francia podría haberse salvado. Cuando volvió tenía 18 años y yo doce. Recién en ese momento hubo una relación entre nosotros porque antes yo era muy chiquita.

Yo iba a un colegio judío donde nos enseñaban historia judía en hebreo pero también todas las materias normales en polaco. No nos daban nada de religión. Era en general igual que los otros colegios, solo que yo iba los domingos y los sábados los tenía libres. Los sábados tomábamos clases particulares de francés con mi prima, que tenía mi edad, y después nos íbamos al cine. Veíamos todas las películas románticas de la época, también muchas de Shirley Temple. Había una muñeca como ella y todas la teníamos para jugar. Jugábamos en el patio de abajo, con chicas y varones, jugábamos a policías y ladrones, a pararnos en una línea sin movernos, cosas así. Mi mamá siempre me llamaba desde el balcón de la casa para que fuera a tomar el té.

Otra cosa que hacía y me encantaba era irme a la colonia de veraneo con el colegio, íbamos con nuestras profesoras al sur de Polonia. Eran vacaciones inolvidables. A veces iba con mis padres a la montaña.

No vivíamos en el barrio judío y no viví episodios de antisemitismo. Curiosamente casi todos los chicos del edificio eran judíos, pero asimilados como nosotros. El idioma que se hablaba en casa era polaco y mis padres hablaban en ruso para que yo no entendiera. No se hablaba idish, pero ellos sabían.

Mi papá trabajaba mucho para mi colegio. Mamá dejó la farmacia cuando tuvo los chicos, aunque siempre lo lamentó. Teníamos una empleada, así que mi mamá no tenía que hacer mucho en casa; leía bastante, se encontraba con amigas. Yo salía con ella, me acuerdo que íbamos a comprar comida al mercado, le gustaba probar los quesos; ir a la pescadería, llevaba el pez vivo a casa y lo ponía en la bañadera. El baño y el pez en la bañadera eran todo un ritual. Resulta que nos bañábamos los viernes como se acostumbraba en Polonia. Pero hasta el viernes nadaba el pez en la bañera, después mi mamá lo mataba. Cuando sacaba el pez, limpiaban la bañera, se calentaba agua y se la volvía a llenar. En casa había una chimenea de ladrillos calentada a carbón. Mi papá ponía el acolchado sobre la chimenea para que se calentara mientras me bañaba y cuando salía del agua, mi mamá le avisaba y él me sacaba, me envolvía con el acolchado y me llevaba hasta la cama. Se me entibia el corazón cuando recuerdo esos momentos de amor. Me acuerdo ahora, no sé por qué, que en el baño había un bidet que era como un caballito que se doblaba. Nunca más vi un bidet de ese tipo.

Judíos en Polonia

En otoño de 1939 la población total de Polonia ascendía a unos 33 millones. El 10 por ciento, 3.300.000, era judío. La situación de los judíos polacos fue especialmente dura en el transcurso de la ocupación alemana. De acuerdo con la ideología racial nazi, los polacos –pertenecientes a lo que catalogaban como “raza eslava”– eran seres inferiores y estaban destinados en su plan a ser esclavos de los arios, la “raza superior”. Por lo tanto, debían hacerse cargo de muchos de los trabajos sucios, que originalmente estaban destinados a los infrahumanos, los judíos, que debían ser extirpados.

En mayo de 1945, después de 68 meses de guerra, solo había logrado sobrevivir uno de cada diez judíos en Polonia.

Cuando tenía doce años, todas las chicas sabían cómo nacían los bebés y sobre la menstruación. Me acuerdo que una vez, mientras mi mamá me estaba lavando la cabeza, le dije que ya sabía cómo nacían los bebés y sobre la menstruación, y ella me dijo que era una suerte que lo supiera. En su mesita de luz había un libro sobre relaciones sexuales y cuando ella no estaba en casa yo lo hojeaba, pero me sentía culpable.

Otra cosa que hacíamos era irnos desde el cine a lo de mi abuela, ella siempre tenía juguetes, jugábamos con mis tíos. Mi tía era profesora en mi colegio. Todas mis tías eran maestras.

Helena Schlatiner / Ania (1928, LWOW, POLONIA)

Iba a un colegio del Estado pero para chicas judías, no había otro colegio en el que un judío pudiera seguir con sus estudios.

Mi papá había sido oficial del Imperio Austrohúngaro con el grado de capitán y había luchado en la Primera Guerra. Lo militar era su vida. Siempre hablaba de eso. Cuando Polonia recuperó su independencia, lo militar quedó atrás y sus padres le dejaron su panadería. Mis padres se ocupaban del negocio. Cuando sobraba pan se terminaba tirando, mi mamá decía: “Ojalá que Dios no nos castigue con que algún día nos falte”, y fue justamente así. Por eso hoy no puedo tirar pan.

Tenía un hermano, Berko, de 19 años, y una hermana, Fancia, de 16. Yo era la más chica en casa. Mi hermano era rubio de ojos oscuros y mi hermana tenía el pelo castaño y los ojos oscuros. Con mi pelo rubio y mis ojos claros, yo no parecía judía. Uno se fijaba en esas cosas allá porque los polacos eran muy antisemitas y creían que los judíos eran todos morochos y de ojos oscuros. A pesar de mi apariencia, había vecinas que me gritaban “judía de porquería” o “judía leprosa”. Mi aspecto físico fue de gran ayuda después para salvarme. Nunca nadie pensó que por mi aspecto yo fuera judía. Me acuerdo, por ejemplo, que a los nueve años tuve escarlatina y me internaron en un hospital público. En la sala había un altar con flores y la imagen de la Virgen a la que le rezaban los internados. Una de las monjas del hospital, suponiendo que era católica como el resto, me dijo un día que podía ir a rezar. Cuando le dije que no sabía, miró los datos que había al pie de mi cama, donde supongo que decía que era judía, y dijo que estaba bien. Es que no se me notaba que era judía.

Éramos una familia tradicionalista, había que ir al templo en las fiestas, pero no demasiado religiosos, no comíamos comida kasher.4 Mis padres hablaban idish, pero con nosotros solo en polaco. Íbamos a un colegio polaco especial para judíos, pero era del Estado, o sea que hablábamos exclusivamente ese idioma, lo que también me favoreció después para salvarme como cristiana.

Mira Kniazew (1928, BIALYSTOK, POLONIA)

Mi papá era el director administrativo del hospital judío. Se trataba de un hombre muy preparado, todos lo querían mucho. Crecí en el micro mundo del hospital, con su propia autonomía. Estaba en un terreno muy grande donde además había un huerto, nuestra casa, la lavandería y la carpintería. Vivían allí el director médico con su familia, mi tío, mis primos y dos médicos solteros. También había personal cristiano.

Mi mejor amigo era Geniek, el hijo del jardinero. Jugábamos también con mis primos y las hijas del director médico del hospital, hacíamos casitas, jugábamos a los indios, a la pelota, íbamos al huerto y comíamos de allí, lo que hacía enojar mucho al papá de Geniek. Una vez, cuando tenía cinco años, mi papá me trajo una muñeca de Viena y una enfermera me hizo una caja preciosa con un ajuar completo. Me encantaban las muñecas, tenía un montón.

Mi papá siempre escuchaba el noticiero por la radio. Recibíamos diarios, el Kurier Warszawski en polaco y el Undser Lebn en idish. A mí me compraban una revista para chicos, el Plomyczek, que era como Billiken. Me encantaba leer. Cuando empecé la escuela, sacaba libros de la biblioteca Sholem Aleijem. Leía en polaco. En casa se hablaban tres idiomas: polaco, idish y ruso. Mi hermano Lonia se había ido en el 36 a estudiar a Moscú.

Mamá bendecía y prendía velas todos los viernes, se respetaban las fiestas, pero ninguno de los dos venía de una familia muy religiosa. El padre de mi mamá había sido abogado, gente de ciudad, librepensadores con ideas socialistas. Mi papá era presidente de un club deportivo judío, tenía mucha participación en la vida comunitaria. Vivíamos rodeados de judíos. Hasta que empezó la guerra casi no tuve contacto con lo no judío, sacando los hijos del personal. Esa gente, cuando volvimos de la guerra, nos ayudó mucho.

Íbamos mucho al cine, al teatro en idish. Me encantaba el cine. Uno de mis tesoros más preciados era un broche de mi adorada Shirley Temple.

Mi mamá era una típica madre judía. Me portaba mal con ella y me corría con una toalla. Pero era muy dulce, tenía un gran amor por los chicos, por la cocina. Mí papá era mi ídolo, con él me portaba perfecto.

Las vacaciones eran los momentos más felices de mi vida. Nos íbamos por tres meses a lugares con ríos, bosques, campos labrados, vacas, caballos. Las casas estaban hechas de madera de pinos, el perfume era increíble. Colgábamos hamacas en los árboles, juntábamos hongos y piñas para el fuego. Papá iba los fines de semana. Era muy feliz.

Herty Karniol (1928, BRATISLAVA, ESLOVAQUIA)

Nos mudamos a Bélgica en 1939, a mis once años. Mi familia era de clase media alta y en Bratislava vivíamos con mis tíos y primos en casa de mi abuelo que era casi un palacio. Veraneábamos todos los años con los hermanos de papá en lo de su madre, Bardeov, un lugar famoso por sus aguas termales. Mi familia era religiosa como tantos otros judíos de Bratislava.

Tenía una vida muy placentera. Iba a un colegio del Estado. Papá se especializaba en clasificar pieles, un oficio muy cotizado. Era el mejor de Europa y por eso fue contratado y nos fuimos a Bruselas en el 39. No recuerdo demasiado esa época, pero sí que tenía muchas amigas que extrañé mucho cuando me fui a Bélgica. Fue también difícil porque al llegar no conocía el idioma.

En casa se hablaba más que nada alemán y también húngaro, en la escuela aprendí eslovaco. En casa de los abuelos paternos se hablaba idish. En Bélgica aprendí francés y cuando me escondí en la guerra, flamenco, que es parecido al holandés. En mi adolescencia, hablaba con facilidad seis idiomas, por eso no me fue difícil aprender el castellano cuando llegué a la Argentina.

Anushka Baron (1929, HOTIN, BESARABIA, ACTUAL UCRANIA)

Nací en Hotin, una pequeña ciudad ubicada en la costa occidental del río Dniester. Vivíamos en una casa grande con un jardín inmenso y una huerta. Tuve una niñez feliz. Papá tenía un negocio de manufacturas, vendía telas para trajes, sábanas y alfombras, lo que nos permitió mantener un nivel de vida aceptable. Murió cuando yo tenía cuatro años pero nos dejó en una situación económica bastante buena.

Besarabia era un país bilingüe: se hablaba ruso y rumano, y en mi casa hablábamos también el idish. En el colegio no sentía discriminación pero sí había algunas diferencias. Por ejemplo, a pesar de que era muy buena alumna, nunca recibía más que el segundo premio, el primero lo reservaban para la hija de algún militar.

No era consciente de la infiltración comunista ni de la persecución a los judíos en el resto de Europa. Creo que mamá contribuyó armando una jaula de cristal con su protección para que durante muchos años no pudiera darme cuenta de que estábamos ante un peligro inminente. Mamá era modelista de sombreros. Se hizo cargo del negocio de papá, por eso pudimos continuar viviendo medianamente bien después de que él murió.

Cuando se produjo la invasión rusa, yo vivía en mi mundo rosado. Era la muñeca de la casa, Anushka, una niña de diez años no demasiado curiosa. De pronto me encontré en un tobogán y caí en la cuenta de lo frágil de nuestra situación.

Zosia Klawir (1929, VARSOVIA, POLONIA)

Recuerdo mi infancia como un remanso. Con la memoria cada vez más clara cuando se trata del pasado. Me ubico en Swider, un pequeño pueblito de veraneo, cerquita de Varsovia. Una casona de madera con grandes verandas en medio de un parque lleno de flores y de árboles frutales que, de tan grande, me parecía sin fin.

Mi papá llegaba los fines de semana con su mirada llena de ternura y cariño cuando yo corría para abrazarlo. ¡Cómo disfrutaba!

Mi mamá era para mí la persona más perfecta del mundo, la mejor mamá. Cuando la evoco, recuerdo la dulce mirada de sus ojos. Cuando me miraba, se llenaban de ternura. Y cuando yo tenía mucha fiebre, recuerdo el terror que se reflejaba en ellos. Sin embargo, mi mamá tenía un defecto: no era buena cocinera. No sé por qué, pero todos los viernes en mi casa se comía krupnik, una especie de guiso con una pata de pavita adentro. Lo odiaba, pero mi mamá decía que era una comida sana. Era la pesadilla de mi infancia. A la tarde, cuando la veía prender las velas y cubrirse los ojos, volvía a reconciliarme con ella.

Tenía una muñeca, Ana, el objeto de mi amor. Dejé de jugar con ella a los once años porque me daba un poquitín de vergüenza y además porque la situación ya no daba para juegos. Tenía unos canastitos con los cuales en el mes de mayo nos escapábamos con mi hermano a los bosques cercanos. Cuando llovía íbamos a buscar hongos pisando con placer el musgo verde que se hundía bajo nuestros pies.

Ley de Nüremberg para la protección de la sangre y del honor alemanes*

(15 de septiembre de 1935)

Consciente de que la pureza de la sangre alemana es la condición esencial para que persista la existencia del pueblo alemán, y guiado por su firme determinación de garantizar la perennidad de la nación alemana, el Reichstag ha adoptado, por unanimidad, la ley que a continuación se expone:

Apartado 1

1) Quedan prohibidos los casamientos entre judíos y súbditos del Estado de sangre alemana o de sangre parentesca. Serán considerados inválidos los casamientos contraídos en el extranjero para eludir la ley.

2) Solo a través del procurador del Estado podrán iniciarse los procesos de invalidaciones.

Apartado 2

Quedan prohibidas las relaciones extramaritales entre judíos y súbditos del Estado de sangre alemana o de sangre parentesca.

Apartado 3

Los judíos no podrán emplear en sus casas a mujeres súbditas del Estado de sangre alemana o de sangre parentesca, menores de 45 años.

Apartado 4

1) Los judíos no están autorizados a enarbolar la bandera nacional o la del Reich ni tampoco a exhibir los colores del Reich.

2) Se les autoriza, en cambio, a exhibir los colores judíos. El ejercicio de este derecho queda protegido por el Estado.

Apartado 5

1) Toda persona que transgreda la prohibición referida en el ap. 1 será castigada con pena de prisión y trabajos forzados.

2) Todo varón que transgreda la prohibición referida en el ap. 2 será castigado con pena de prisión, con o sin trabajos forzados.

3) Toda persona que transgreda las disposiciones referidas en los ap. 3 ó 4 será castigada con una pena de prisión de hasta un año, con una multa, o con ambas penas.

Apartado 6

El ministro del Interior del Reich en coordinación con el lugar teniente del Führer y con el ministro de Justicia del Reich, publicará las ordenanzas legales y administrativas requeridas para ejecutar y cumplir esta ley.

Apartado 7

La ley tomará efecto el día siguiente de su promulgación, exceptuando el ap. 3 que entrará en vigor el 1° de enero de 1936.

Nüremberg, 15 de septiembre de 1935, en el Congreso de la Libertad del Partido.

Firmado: El Führer y canciller del Reich, Adolf Hitler, el ministro del Interior del Reich, Wilhelm Frick, el ministro de Justicia del Reich, Dr. Franz Gürtner y el lugarteniente del Führer, Rudolf Hess.

*Citado por Yad Vashem, principal centro mundial dedicado a la conmemoración de la Shoá.

Hanka Drescher (1931, PIASKI, POLONIA)

Era la menor de mis hermanos y por lo tanto la más mimada. Vivíamos en Piaski, cerca de Lublin, en un barrio católico. En casa se hablaba polaco, mis padres sabían idish pero yo recién lo aprendí en el gueto. Mi papá era comerciante, preparaba los transportes de ganado para los militares, por eso vivíamos bien, en un departamento, y mamá tenía ayuda doméstica. Me gustaba jugar con animales, escuchar la radio. Una vez me acuerdo que hubo una disputa entre mis padres porque mi papá compró una radio muy grande que le salió cara y mi mamá se enojó porque ya teníamos una más chica. Me acuerdo del último Pésaj5 y tengo la imagen de mi padre que se había puesto un tapado muy elegante, se vestía muy bien y era muy inteligente. Yo era golosa y bastante gordita, lo que en aquella época era garantía de buena salud y buen pasar.

Frida Sanowski (1932, AMSTERDAM, HOLANDA)

Mis padres habían venido desde Polonia. Papá era sastre y tenía un buen pasar, era dueño de su propio negocio. Mis padres no eran religiosos, pero la familia de mi mamá era muy observante.

La historia previa de mi papá fue fundamental después para poder salvarnos durante la guerra. Resulta que a los 18 años se había ido de Polonia y al terminar la primera guerra estaba en Alemania donde aprendió el oficio de sastre. La hiperinflación lo desesperó, entonces quiso emigrar a los Estados Unidos. Eso no era tan fácil, le hablaron de Argentina como una alternativa buena y, como no quería quedarse en Alemania, se vino en 1924. En el viaje, pobre, le robaron todos los papeles. Al llegar, lo primero que hizo fueron sus documentos nuevos, argentinos. No encontró trabajo estable, no le gustó la vida, ni se acostumbró al clima, así que después de dos años ahorró dinero y volvió. Llegó a Holanda en 1926 con un pasaporte argentino y con la idea de volver a Alemania. Pero resulta que conoció a mi mamá y se quedó en Holanda.

Mamá pertenecía a una familia más tradicional y a sus padres no les gustó el candidato que, además de no ser religioso, era socialista, dos faltas gravísimas para ellos. Sólo lo aceptaron cuando les prometió que educaría a sus hijos en el judaísmo. Éramos una familia grande y vivíamos muy cerca, así que nos frecuentábamos mucho. Cuando nos mudamos a las afueras de Amsterdam, teníamos muchas visitas los domingos, también en verano. Mi infancia pasó siempre rodeada de primos, tíos y más parientes.

Mis padres hablaban idish entre ellos, con la familia y con amigos. Yo no hablaba idish, hablaba holandés y en el colegio aprendía alemán. Mis padres también sabían alemán.

En el 39 se hablaba mucho en casa de la situación. Recuerdo la preocupación de mis padres y que mi mamá mandaba paquetes a la familia de mi papá, a Lodz, creo que en el gueto de donde llegaban las tarjetas con muchas “entrelíneas” para que pudieran pasar la censura. Aparte de los dos hermanos que papá había traído a Holanda, los otros ocho vivían allá.

Dina Ovsejevich (1932, BIALYSTOK, POLONIA)

Tenía siete años cuando estalló la guerra. No tengo muchos recuerdos de mi vida hasta ese momento. Sí los tengo a partir de entonces.

Recuerdo muy bien mi casa. Estaba en la planta baja de un edificio sobre Sienkiewicza, calle céntrica de Bialystok. Había otra vivienda en esa planta baja y una escalera por la que se accedía a un primer piso. Nuestra casa constaba de un comedor, un dormitorio grande, en el cual dormíamos los cuatro, papá, mamá, mi hermana Ita y yo, un baño azulejado e instalado completo y una cocina. La cocina tenía una puerta lateral que daba a un patio angosto empedrado, que terminaba en un gran patio al fondo al cual daba el dormitorio. Por esa puerta mamá entregaba todos los sábados comida preparada a gente necesitada que venía a buscarla. En la otra vivienda de la planta baja vivía la hermana de mamá, Sonia, con su marido y sus dos hijas. Era muy grande, con muchas habitaciones, y allí mamá y su hermana tenían un taller de confección de fajas y corpiños a medida, muy reconocido en la ciudad.

Llevábamos una vida normal, sin carencias. Mamá no había terminado la escuela primaria y era religiosa. Papá había cursado el Gymnazium, la escuela secundaria, y era laico. Ambos hablaban y escribían en idish, polaco, ruso y alemán. Papá era técnico textil y tenía una fábrica donde él mismo dibujaba las tramas, texturas y diseñaba los colores de las telas que fabricaba. A pesar de la disparidad religiosa e intelectual se respetaban mutuamente.

Todos los veranos salíamos de vacaciones por toda la temporada. Papá venía únicamente los fines de semana. Íbamos a un wald, bosque, de los muchos que había relativamente cerca de la ciudad. Alquilábamos una casilla de madera, como las prefabricadas actuales, que tenía un porche. Había un río cerca. Disfrutábamos plenamente el verano. Hubo, no obstante, una noche de terror inolvidable: un borracho pasó la noche gritando y golpeando la puerta y las ventanas. Mamá las atrancó con los muebles y pasamos la noche temblando, abrazadas las tres. Se retiró al amanecer, con la claridad del día. Recién entonces las casillas vecinas se abrieron. Nadie se había animado a enfrentarlo.

También estábamos en el wald cuando Alemania invadió Polonia. Papá estaba en la ciudad. Sin pérdida de tiempo mamá salió a la ruta y convenció, con una buena paga, a un campesino que tenía un carro tirado por un caballo, para que nos llevara con nuestras pertenencias de regreso a Bialystok. Por la ruta transitaban, en ambas direcciones, multitudes que iban a pie o con carretas y carros.

Enrique Pechner (1932, PARÍS, FRANCIA)

Nací en París pero a los dos años, en el 34, mi madre me llevó a Lemberg, en Polonia, la ciudad natal de mis padres. No sé qué pasó entre ellos, eran muy jóvenes, la cuestión es que estuvimos cinco años allí en lo de mi abuela materna mientras papá se había quedado en París. Tampoco sin saber bien qué pasó, en mayo del 39 volvimos a París.

En Polonia me decían franek, o sea, el francesito. Recuerdo la casa de mi abuela, de la que era dueña, tenía inquilinos y la tenía hipotecada. Había una perra muy grande que se llamaba Mirza. Fui a un jardín de infantes del que tengo muy pocos recuerdos y también empecé la escuela primaria. En casa se hablaba idish y polaco. Mamá había aprendido algo de francés. Pero yo de francés, al tiempo de estar en Polonia, no recordaba nada, igual que ahora no recuerdo nada de polaco. Jugábamos en la calle, iba en trineo, andaba en patines sobre hielo.

Cuando volvimos a París lo hicimos en tren, el viaje duró mucho tiempo, creo que hicimos trasbordo en Varsovia. Recuerdo a los oficiales nazis cuando cruzamos a Alemania, taconeaban para saludar. Era 1939. Luego llegamos a Francia, a la casa de mi padre y ahí nos instalamos.

La casa era un primer piso a la calle en la Rue de Trevise, cuatro ambientes, uno de los cuales era el taller en donde trabajaba mi papá, cocina y baño. Papá era peletero, trabajaba para terceros, en francés se llama chambre maître, acá façonnier.

Cuando llegamos papá dijo: “Se acabó el polaco” y de a poco fui aprendiendo francés, pero en casa también hablábamos idish. Creo que mi papá era muy joven para tener hijos, no entendía lo que era un niño.

Recuerdo mi primer cumpleaños en París al que fue toda gente grande. Cumplía ocho, aburridísimo. Papá no era muy comprensivo, le gustaba burlarse. Se burlaba de mis dibujos, se me fueron las ganas de dibujar para siempre. Pero así era él. Mamá era una idishe mame típica, me sobreprotegía. Papá me hacía leer libros y aún hoy lo sigo haciendo.

Primer reglamento de la ley de ciudadanía del Reich*

(14 de noviembre de 1935)

Apartado 4

1) Un judío no puede ser ciudadano del Reich. No tiene ningún derecho a voto en los asuntos políticos, no puede ocupar un cargo público.

2) Los funcionarios judíos quedarán jubilados el 31 de diciembre de 1935.

Apar tado 5

1) Un judío es una persona que desciende de un mínimo de tres abuelos plenamente judíos de raza. [...]

2) Un Mischling, mestizo, es un súbdito del Estado a quien igualmente se considera como judío, cuando, además de ser descendiente de dos abuelos plenamente judíos:

a) haya sido miembro de la comunidad religiosa judía en el momento de la promulgación de esta ley o haya sido admitido a ella posteriormente;

b) haya estado casado con un judío en el momento de la promulgación de esta ley o se haya casado con un judío posteriormente;

c) haya nacido de un casamiento con un judío, según el párrafo 1, contraído posteriormente a la promulgación de la ley para la protección de la sangre alemana y del honor alemán del 15 de septiembre de 1935;

d) haya nacido como resultado de una relación extramarital con un judío, según el ap. 1, y que haya nacido ilegalmente después del 31 de julio de 1936. [...]

*Citado por Yad Vashem.

Abraham Cukierman (1932, VARSOVIA, POLONIA)

Vivía en el barrio judío, en la calle Nowolipki, en uno de esos edificios típicos en Varsovia, moles de tres o cuatro pisos muy grandes con un patio central, el hoif, donde transcurría la vida, mis juegos con mis vecinos. Nunca salía de allí, era un mundo dentro del mundo. Aunque estábamos en Varsovia, los carteles en las calles estaban en idish. El idioma y la cultura eran judíos. Afuera estaba en peligro. No debía alejarme de ciertas zonas, era peligroso, los polacos eran como el “cuco” que había que evitar.

Mi padre era de una familia judía ortodoxa, como la mayoría, sin embargo me crié en un hogar muy alejado de lo religioso, con una muy fuerte identidad judía pero teñida de ideología socialista, de lucha por la igualdad social. Papá era joyero calificado y trabajaba por su propia cuenta. El taller estaba en la cocina de nuestro departamento.

Mi padre era fanático de la música lírica y teníamos una radio que en ese momento era una sensación, era nuestro lujo más preciado.

Tuve una infancia muy enfermiza. Estuve años enfermo de riñones, de hígado; me hicieron dos operaciones por osteomielitis. Me volví muy introvertido, tal vez por todo el tiempo de aislamiento que exigió la curación, me gustaban mucho mis libros. Tenía mucha curiosidad, me refugiaba en la lectura y para cuando estalló la guerra tenía mi propia bibliotequita con clásicos infantiles. Iba a una escuela judía donde en cuarto grado recién se empezaba con “idioma polaco”, antes todo era en idish y como yo recién estaba en segundo cuando empezó la guerra, todavía no sabía nada de polaco.

Tenía dos novias: una de verano, cuando nos íbamos de vacaciones, y otra de invierno. Las dos se llamaban igual: Pérale, que quiere decir “perlita”. Mi madre también se llamaba así y en la tradición judía eso era de mal augurio, entonces mi madre les hacía bromas y les decía que no se iban a poder casar conmigo. La de invierno respondía: “No importa, porque tengo un segundo nombre”.

Kati Hantos (1933, BUDAPEST, HUNGRÍA)

Yo fui un ser sumamente privilegiado, porque mis primos se vinieron a la Argentina en el año 1938, así que quedé, además de hija única, como única nieta. Tenía tres abuelos, porque mi abuelo paterno se separó de la abuela. Mi papá andaba por los veinte años cuando mi abuelo se fue de la casa. Eran de Budapest.

No éramos ricos, pero yo era una nena mimada por todos, en aquella época tenía cien muñecas.

Mi papá era doctor en Química y trabajaba como director técnico de una fábrica que estaba en las afueras de Budapest. Vivíamos en el primer piso de la fábrica. Teníamos teléfono y radio, mi abuelo tenía también un gramófono. Tenía niñera, primero una señora judía, una de esas señoras gordas, buenas, que me cuidó de chiquita, después una niñera alemana que estuvo hasta 1939 cuando Hitler hizo volver a los alemanes a Alemania. Hablaba alemán gracias a ella. Mi mamá no trabajaba fuera de casa, era profesora de Física y Química, pero nunca ejerció. Después de recibirse hizo un viaje por toda Europa, cosa que era poco común en aquel entonces. Su papá era el director comercial de una fábrica importante de zapatos, cuyo dueño era uno de los pocos barones judíos, porque en la guerra del 14 a los judíos que tenían méritos se les confería ese título como premio.

Era una vida linda la de mi infancia.

Mi abuelo materno era muy religioso, iba al templo y yo lo acompañaba hasta que me echaron porque hablaba tanto que no los dejaba rezar. Los viernes a la tarde o los sábados a veces íbamos a clubes, pero el domingo lo pasábamos con el abuelo, que tenía una casa grande e importante. Toda la familia pasaba el día ahí. Era una familia grande, mi abuela tenía hermanas, mi abuelo tenía hermanos. Yo martirizaba a todo el mundo haciendo de peluquera y me dejaban porque era la mimada.

Me acuerdo de un amiguito cuyo papá era el director técnico de la fábrica de al lado. Como nosotros teníamos una pileta, una especie de tanque australiano, venía a jugar conmigo. Era judío, como muchas de las relaciones de mis padres.

Estaba bautizada, porque muchos judíos húngaros en la década del 30 se habían bautizado y cambiado el apellido. Me bautizaron en 1935. Mi apellido original es Hartenstein. Todos nos cambiamos el apellido. Se acostumbraba y no era un tema secreto, todos lo sabíamos.

Fui a una escuela estatal y el ser judía nunca me causó problemas. Por el contrario, tenía un lugar preferencial porque mi papá era el director técnico de una fábrica grande y muchos de los hijos de los obreros iban al mismo colegio que yo, así que yo era la hija del doctor. Me discriminaban, pero al revés.

Cris Marie D´Argent6 (1933, VIENA, AUSTRIA)

Cuando tenía un año nos mudamos a París donde pasé mi infancia. Nos fuimos a Francia por dos razones. Una era que papá había quedado muy golpeado por la Primera Guerra; cuando supo por un amigo dueño de una fábrica textil en Viena que Alemania había contratado cientos de miles de metros de tela para paracaídas, supuso que había otra guerra en puerta en la que él se rehusaba a participar. La otra razón era que papá en Viena era empleado de un banco, o sea que sus aspiraciones de ascenso eran limitadas. Una vez en París se puso su propio banco.

Mi padre decía que no le gustaba Viena porque todos eran nazis. Mis recuerdos son tanto de París como de Viena, porque ahí íbamos a pasar las vacaciones con mi bisabuela materna, de cuya casa me acuerdo muy bien.

Vivíamos como católicos. Supe que no lo éramos –y solo parcialmente– recién en la Argentina durante mi adolescencia. Una vez, cuando tenía siete años, les mostré a mis papás una estampita de la Virgen que había cambiado por una lapicera. No dijeron nada, solo se miraron, ahí percibí algo raro.

Mi mamá era húngara, había nacido en 1910 y su apellido era bien judío, pero nunca lo reconoció así. Mi apellido para mí es francés. Yo no sabía en mi infancia que éramos judíos y todavía hoy es un tema conflictivo.

Alberto Danon (1935, BIELINA, YUGOSLAVIA)

Bielina significa blanco y está en la frontera de Serbia. Era una ciudad de 30 ó 40 mil personas, cerca del río Drina, donde la gente se bañaba.

Era una zona montañosa. Mi papá, el menor de trece hermanos, había hecho el secundario en Viena y tenía un comercio de géneros que se llamaba Manufacturas Danon. Mamá era de Turquía, de origen búlgaro. Su padre fue un judío búlgaro, Behar, nacido en Salónica. Somos sefaradíes. En casa se hablaba yugoslavo, pero cuando los grandes querían que no entendiera hablaban dyudeo o alemán [ver recuadro p. 43].

De chico me decían tchifut, una manera despectiva de decir judío. También me decían abesinats, abisinio, porque era negrito. La mayoría de los yugoslavos son morochos, pero los croatas son rubios.

Mi papá era religioso pero no usaba la kipá,7 en casa se practicaba la comida kasher, y él tenía su asiento en el templo donde siempre me llevaba. Mi mamá prendía las velas los viernes y me acuerdo que en cada ventana que daba a la calle se ponía una vela en un vaso con trigo.

No llegué a ir a la escuela en Yugoslavia. Era el hijo mimado, era sano, me cuidaban mucho. Mi comida favorita eran los tomates y morrones rellenos, los filovany paprike. Ahora que recuerdo, fueron las últimas palabras de mi padre. Cuando lo llevaron donde reunían a los hombres para deportarlos al campo de concentración, yo fui con él y desde adentro de una cabaña me dijo: “Decile a mamá que me haga filovany paprike”. Será que por eso me gusta tanto esa comida.

Irene Dab (1935, VARSOVIA, POLONIA)

Vivíamos en pleno centro, en un departamento. Nuestro edificio estaba al lado del famoso Hotel Polonia, un hotel antiguo, señorial, que todavía existe. A pesar del bombardeo que destruyó casi por completo a Varsovia, este hotel, como alojaba a la alta jerarquía nazi, quedó intacto.

Papá vendía productos farmacéuticos al por mayor y también instrumental de cirugía. Solía viajar bastante. Sé que había estado en Rusia y en Alemania.

En casa se hablaba polaco, mamá no sabía idish. Vivíamos con mi abuela y tía maternas, porque mi abuelo se había separado de mi abuela y había emigrado hacia la Argentina. De la familia de papá casi no me acuerdo. Vivían en Kielce y nos veíamos muy poco. Sé que eran religiosos, que mi abuelo se casó dos veces y que tuvo en total trece hijos, pero que solo sobrevivieron dos, mi papá y un hermano suyo.

Mis padres eran socios de un club de bridge y los fines de semana jugaban a las cartas. No eran religiosos y eran abiertos: no restringían sus relaciones al mundo judío.

Michel Neuburger (1936, PARÍS, FRANCIA)

Nací dos años antes de que empezara la guerra. No recuerdo nada de mi vida antes de que escapáramos al sur de Francia. No me acuerdo nada de mi casa. Lo único que tengo es una foto del edificio donde vivíamos. Cada vez que voy a París voy allí, saco la foto y toco la pared. No sé qué espero encontrar.

Mi papá era alemán, de Nüremberg, era ingeniero y había estado empleado en una compañía alemana. En el 33 lo despidieron y emigró a Francia. Mi mamá nació en Kiev, Ucrania. En el 18 huyó a Danzig –hoy Gdansk– Polonia y en el 26 se refugió en Francia. Se conocieron y casaron en París. Mis abuelos paternos dejaron Nüremberg después de la Kristallnacht,8 y llegaron a la Argentina en el 40.

No tengo ningún recuerdo de mis primeros años. La primera vez que volví a Europa, en noviembre del año 70, fui a la clínica en la que nací. Cuando llegué me atendió una anciana que me explicó que aunque todavía estaba el cartel, Accouchement, que quiere decir parto, la clínica ya no funcionaba más. Fui porque quería buscar el fichero de los nacimientos. Quería ver si figuraba, quería ver mi nombre, apellido y la fecha de nacimiento, el nombre de la doctora que me trajo al mundo. No porque no supiera estos datos, los tengo en mi partida de nacimiento. Es una cuestión sentimental. No me lo puedo explicar. Lamentablemente no lo pude encontrar.

Maurice Aizensztajn (1938, SEDAN, FRANCIA)

Tenía un hermano seis años mayor. Mis padres tenían un auto, eran comerciantes bastante adinerados.

En Sedan vivíamos en el 5 Rue De L´Horloge y cuando nos instalamos en Niort, donde fuimos a refugiarnos, mis padres alquilaron un departamento que tenía dos dormitorios, una cocina comedor y era en el 5 Rue Du Soleil. Recuerdo que mi papá salía con mi hermano y yo me metía en la cama con mi mamá y me acuerdo de tomar la teta como hasta los dos años. Mi madre me tenía adoración, para darme de comer me tenía en brazos. Recuerdo que mi padre era muy severo y tenía un cinturón, así que cada tanto le daba a mi hermano. También me acuerdo cuando empecé el jardín de infantes, que mi papá quería que yo fuera y yo lloraba porque no quería ir, mi mamá le decía que me dejara pero me llevó igual.

Supongo que el idioma que se hablaba en casa era idish porque cuando llegué con mis padres adoptivos decía muchas palabras en idish. Por ejemplo les pedía schmaltz, grasa, y ellos no sabían lo que era. Mis padres también hablaban francés. Eran de Polonia y habían llegado a Francia en los años 20.

Claudia Piperno (1938, ROMA, ITALIA)

Sé que nos tuvimos que ir de Roma porque papá consiguió un trabajo en Milán. En Roma nos conocían y sabían que éramos judíos y además a papá lo habían echado de su trabajo en la compañía de tranvías de Roma debido a las leyes raciales. Mi apellido es judíoromano, muy conocido en Roma, un apellido muy común. Los italianos saben que un Piperno es judío. Todos los apellidos con nombres de las ciudades de Italia son judíos.

Mi mamá no era judía, mi abuelo y ella se llevaron mal toda la vida. Por un lado por la religión y por otro, por lo cultural. Mi abuelo era un hombre de la ciudad, culto, y mi mamá era del campo, casi sin estudios. Mi abuelo hablaba y escribía perfecto en hebreo, que no sé si es el mismo que se habla en Israel. Tenía un libro de rezos en donde se registraban los nacimientos y las muertes de la familia por varios siglos. Ahí está anotado el mío. Una tía también se casó con un católico. Hasta donde yo sé, los judíos habían vivido tranquilos en Italia, no tenían por qué convertirse, nunca se mató ni se persiguió a ninguno.

“Niña seria, tranquila, observadora, la primera de mi generación” era lo que oía de mis padres, abuelos y tíos. Un día brumoso del invierno de Milán, me llevaron al zoológico por primera vez. Paseé entre jaulas de cebras, leones, elefantes, antílopes. Finalmente elegí quedarme frente a una foca de piel lustrosa y bigote negro que resoplaba cerca de la reja. La amé por cercana, torpe, grande, segura. De improviso, la foca se tiró al agua. Enmudecí. Se dieron cuenta unas horas después, durante la cena. Creyeron que era un capricho, pero no había pedido nada. Algo me pasaba, y se desató una competencia para estimularme, mimarme, retarme, todos y cada uno a su modo. Todos menos el abuelo Marcos.Al día siguiente llamaron al pediatra. Me revisó a fondo y dictaminó que estaba “tan sana como un pez”. El sábado el abuelo anunció que me llevaría de nuevo al zoológico. Juntos y de la mano recorrimos nuevamente las jaulas y nos paramos frente a las focas. Los animales casi no se distinguían porque estaban semidormidos nadando en el agua. Parecía una postal. El anciano delgado y elegante, de sobretodo y sombrero de fieltro, inmóvil, al lado de su minúscula nieta de tapadito, gorro y guantes de angora blanca tejidos a mano. El tiempo quedó suspendido en la niebla. Estábamos solos y en silencio. De pronto una foca salió del agua, sana y salva, resoplando y sacudiéndose.

Miré al abuelo y comencé a reír. Luego le pedí castañas calientes. Desde entonces el abuelo fue mi cómplice. Me acompañó muchas veces frente a distintas jaulas. Sólo él conocía el volcán que anidaba en mí. Cuando el abuelo murió, a los 94 años, quedé más sola y en dolorosa erupción.

Es el primer recuerdo. Decantado por el tiempo, amasado con hechos posteriores, parece nadar en mi memoria flotando de cara al cielo. Marca un surco tan profundo que cubre de oscuridad los años siguientes.

Los judíos italianos eran tan ciudadanos como cualquier otro, por eso y por ser fundadores del Partido Socialista Italiano, tantos judíos apoyaron a Mussolini. Siempre fue así en Roma, por siglos. Los judíos están en Italia desde el Imperio Romano, financiaron por ejemplo las guerras de la Galia de Julio César. El estar perseguidos fue un suceso novedoso en nuestra familia y en nuestro entorno, para el que no estábamos psicológicamente preparados.

Me acuerdo que una vez fuimos a buscar a unas amigas de mi tía para avisarles que iba a haber una redada, para que se pudieran escapar. Fui con mi papá porque andar con un chico de la mano era más seguro, levantaba menos sospechas. Estas señoras decían que los iban a agrupar en un campo de concentración hasta que terminara la guerra. No sabían de qué se trataba en realidad, por lo cual no se escaparon. No había idea en Italia del verdadero peligro de muerte.

Los idiomas

Era muy común que los judíos europeos de entreguerras se manejaran indistintamente con dos o tres idiomas, expresión de la movilidad constante de las fronteras, de la historia familiar, de las migraciones recientes y de la forma en que se relacionaban con el medio circundante. El mapa de Europa había cambiado dramáticamente después de la Primera Guerra Mundial. Aparecieron nuevos países, otros recuperaron sus fronteras históricas, cambiaron las escuelas, los programas, la historia que se enseñaba, el idioma oficial en el que se dictaban las clases.

Los judíos ashkenazíes –provenientes de Ashkenaz, Alemania– se comunicaron entre sí durante casi diez siglos en idish, su lengua materna. En contextos habitualmente hostiles, amenazados explícita o implícitamente con la expulsión, su per tenencia estaba signada por dos elementos por tátiles: el libro, es decir la Biblia, y un idioma, el idish.

Casi todos los “niños” relatan que en sus casas, ya sea entre sus padres o entre sus abuelos, se hablaba idish. Entre los que vivían en los países orientales (Polonia, Rusia, Bielorrusia, Rumania) era común el conocimiento del ruso además del idioma correspondiente al lugar (polaco, ucraniano, rumano). Los que vivían o procedían de países per tenecientes al Imperio Austrohúngaro, tenían al alemán como su idioma adicional, además del que se hablaba donde vivían. En cambio, en países más occidentales como Francia, Bélgica u Holanda, tenían al francés como su idioma habitual pero mencionan que el idioma del intercambio familiar íntimo solía ser el idish, en especial si se trataba de familias de reciente emigración. Incluso en el testimonio del “niño” yugoslavo (Alber to Danon), el único sefaradí de este grupo, se advier te la cantidad de idiomas que menciona: dyudeoespañol o dyudezmo o dyidío (el conocido como “ladino” y que para los sefaradíes –provenientes de Sefarad, España– tiene el mismo valor de identidad que el idish para los ashkenazíes), yugoslavo, alemán, turco, y eso para empezar, cuando tan solo tenía cinco años.

Pedro Boschán (1939, BUDAPEST, HUNGRÍA)

Nací en Ujpest, un suburbio de Budapest, en el seno de una familia judía y agnóstica, pero no atea del todo, aunque no eran practicantes. Mi papá tenía tres hermanos varones y cinco mujeres, los cuatro hermanos varones eran socios en una fábrica de zapatos. Mi abuelo había sido zapatero en un pueblito llamado Ada, que está en una zona entre Hungría y Yugoslavia. Mi papá y sus tres hermanos varones fundaron esta fábrica de zapatos, después se asociaron con un hombre que no era de la familia, que era el padre de mi último amigo del colegio primario.

Vivíamos en una casa grande, con un jardín. Recuerdo muy pocas cosas de antes de la guerra. Conservo dos escenas de la casa, en una yo tendría tres años y medio y, jugando con mi hermana mayor, mojábamos hojas y nos salpicábamos con el agua. En la otra habían dejado una vez una escalera contra un árbol de cerezas, entonces yo subí por la escalera y me caí, la escalera cayó arriba mío, aparentemente me fracturé el cráneo porque me quedaron los huesos desparejos. Otra cosa que recuerdo fue cuando mi abuelo materno estaba muriendo, que me llevaron a su cama cuando estaba en las últimas horas. No me acuerdo nada de mi abuela materna, que para mi mamá fue un personaje importante. Con nosotros vivían mis abuelos maternos, mis padres, mi hermana nueve años mayor que yo y la niñera.

Mi familia directa tenía poca conexión con la comunidad judía. Entre los hermanos de mi papá eran todos socialistas. En casa se cocinaba comida judía, pero con tradición húngara. No recuerdo haber visto a ninguno de mis primos o tíos con la kipá, ni nada por el estilo. Hablábamos en húngaro, no en idish.

Sofía Ordinanc / Noëlly (1939, BRUSELAS, BÉLGICA)

Sé muy poco del momento en que nací. Sé que me pusieron de nombre Sofía, que mi mamá biológica se llamaba Adèle, igual que mi mamá adoptiva, que se llamaba Adela. Hace muy poco conseguí mi partida de nacimiento.

No conozco la historia de mis padres, no sé si estaban casados, no sé nada de esa vida previa que debo haber tenido. Tengo unos papeles que mencionan a una Madame Bonnef en cuya casa estuve antes de los tres años, pero no tengo ni la menor idea de quién es.

Después parece que estuve en un castillo, Mademoiselle Saurelle era la directora, y allí fui recogida cuando al parecer mi mamá, acosada por los nazis, se enfermó. De antes no sé nada. Después de muchos años supe cuál había sido la dirección de mis padres biológicos, o sea, mi lugar preciso de nacimiento. Sé que el nombre Sofía me lo puso mi mamá.

Hélène Goldsztajn (1940, PARÍS, FRANCIA)

Mis padres eran polacos oriundos de Serock, un pueblo distante unos 35 kilómetros de Varsovia. Siempre hablaban de Serock con nostalgia. El Narew allí se echa en el Bug formando un gran espejo de agua donde los jóvenes solían pasear en bote en el verano y patinar cuando, en el invierno, la superficie quedaba hecha una gran extensión helada. Allí se casaron y tuvieron su primera hija que falleció al poco tiempo de nacer. Después nació Hersz Maier, mi hermano, que hoy se llama Henri. En busca de mejores condiciones de vida y de mayor tolerancia, papá emigró a Francia en el año 1936. Dos años más tarde, mi madre y mi hermano abandonaron Polonia para reunirse con él.

Mamá hablaba con orgullo de su padre, un estudioso, un talmudista. Mi papá, quien provenía de una familia pobre y numerosa, debió empezar a trabajar desde muy chico, y solo pudo ir al jeder, a la escuela judía. En París empezó a trabajar en la carnicería de un pariente, luego alquiló un local y abrió su propia carnicería.

El tema de no tener ningún recuerdo de mis primeros seis años es lo que más me preocupa. Después de que mis padres fallecieron (mi mamá murió hace treinta años y mi papá hace casi veinte), sentí el dolor de querer saber y ya no tener a quién preguntar... ¿Cómo era posible haberlos escuchado hablar tantas veces de sus familias y de su vida durante la guerra y haberme quedado con tan pocos registros de sus relatos? Lo único que sé es que ambos tenían una gran familia y que las dos juntas podrían haber sumado unas cien personas. También sé que de estas cien personas solo quedaron cinco con vida después del horror de la guerra.

Josette Laznowski (1940, PARÍS, FRANCIA)

Nací tres días después de la ocupación alemana. Tenía una hermana que había nacido en el 37. Mis padres eran polacos, mamá era de un pueblo cercano a Varsovia y papá era de Tomaszow Mazowiecki. Fueron a Francia unos años antes de la guerra. No eran religiosos, era gente de trabajo que no quería tener problemas, como el 80 por ciento de los extranjeros, y luchaban para ganarse la vida. Se casaron en Francia donde nació Adèle, mi hermana mayor. Mi papá era sastre y mamá lo ayudaba.

Mi mamá me contó que cuando estaba en el trabajo de parto se cortó la luz y en la clínica le pedían que se aguantara. Pero parece que yo no me quise retrasar.

Rosa Rotenberg / Rosi (1941, VARSOVIA, POLONIA)

Nací en el gueto de Varsovia y son muchas las cosas que no sé de mi propia vida. A mamá nunca la conocí, ni siquiera por fotografía. Sé que era divorciada y que no había tenido hijos de su primer matrimonio. Papá pertenecía a una familia muy religiosa que consideraba vergonzoso que se hubiera casado con una mujer divorciada. Ignoro qué edad tenían cuando se casaron. Nada sé de mi mamá. Papá nunca me dio detalles de cómo la conoció, pero decía que estaba muy enamorado de ella. Se casaron en el momento menos indicado,9 con los nazis en Polonia y los judíos viviendo en el gueto. Sé que sentían vergüenza de estar esperando un hijo en esa época tan adversa y papá me contó que ella había hecho intentos para abortar.

Etel Kirsz10 (1941, PODKAMIEN, POLONIA)

Nací en plena guerra. Según mis padres, mi nacimiento produjo mucha alegría en mi familia y fue un factor de reconciliación con mis abuelos. Perdonaron entonces a mi mamá el haber tenido la osadía de no casarse con la persona designada y elegir ella sola a su pareja. Me contaron que el parto fue con una partera en mi casa.

Según tengo entendido, al poco tiempo de mi nacimiento, en octubre, los nazis se llevaron a mis abuelos. Mi abuelo era el daien del pueblo, que vendría a ser el juez, una persona de respeto, una figura importante en la comunidad. Mi papá tenía campos y gente que trabajaba en ellos. Gracias a muchos de sus empleados católicos conseguimos escapar y escondernos durante la guerra.

Pero de eso no recuerdo nada. Mi memoria comienza cuando la guerra terminó.

1 Partido Socialista Judío que aspiraba a la igualdad de derechos para la población judía, sin perder la identidad cultural e idiomática.

2 Levantamiento popular violento en la Rusia zarista contra los judíos. Por extensión, matanza en masa de una minoría religiosa, racial o nacional.

3 El Shabat es a la vez señal y símbolo del cuidado de los preceptos del judaísmo. Durante la larga historia del pueblo de Israel los judíos enfatizaron el cuidado del Shabat. Tomando como base al judaísmo, se aceptó el Shabat como un día de descanso en el mundo entero.

4 Comida preparada según las normas rituales judías.

5 Festividad judía que celebra la liberación de la esclavitud y la búsqueda de la tierra prometida y la libertad. La celebración de la Pascua cristiana coincide en general con la celebración del Pésaj ya que la última cena de Jesús con sus discípulos, ocurrida dos días antes de la resurrección que se celebra en la Pascua, era precisamente una celebración judía del Pésaj. Para los judíos, es la fiesta de la libertad, la lección que se transmite a los hijos sobre el deber de proteger al necesitado y luchar por la justicia, una celebración alegre. Para los católicos es el dolor máximo porque se recuerda la crucifixión, una conmemoración de duelo. “Asesinos de Cristo” era la forma en que se llamaba a los judíos en esos días. Al salir de las iglesias, inflamados por la arenga del sacerdote, los cristianos veían tras las ventanas de los hogares judíos, gente sonriente, comiendo, brindando. En este malentendido trágico, se confirmaban las acusaciones: no solo no estaban de duelo, sino que celebraban, e inferían entonces que la muerte de Cristo los alegraba. Borrachos de vodka, resentimiento y venganza, los campesinos polacos y rusos desataron muchos pogroms (persecuciones) en estas circunstancias ante una complacida pasividad de las autoridades.

6 No es el verdadero nombre. Los motivos por los cuales Cris Marie no revela su identidad quedarán claros a lo largo de su testimonio.

7 En castellano, solideo. Trozo de tela que cubre la coronilla. Usado por los judíos observantes.

8 La Noche de los Cristales Rotos. Ocurrió entre 9 y 10 de noviembre de 1938 en toda Alemania y Austria. Fue el mayor brote de antisemitismo previo a la guerra. Todos los comercios judíos amanecieron con sus vidrieras apedreadas. Fue el comienzo de una escalada de violencia que ya no pararía.

9 Los nazis prohibieron expresamente el oficio de matrimonios judíos en el gueto de Varsovia. Sin embargo, como expresión de resistencia, muchos jóvenes decidieron casarse, para lo cual se realizaron varias ceremonias colectivas.

10 No es su verdadero nombre. No quiso revelar su identidad para que sus hijos no conocieran su difícil relación con sus propios padres. El deseo de proteger a sus descendientes de ciertas informaciones dolorosas quizás exprese en un punto el mandato que todos los “niños” recibieron para poder sobrevivir: callar, pasar inadvertidos, ocultarse, no generar problemas.

Los niños escondidos

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