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Capítulo 1

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CONSEGUÍ el trabajo! —precipitándose al interior de la pequeña librería situada en el centro del pueblo, Catrina Mitchell Jordan bailoteó llevando de la mano a la propietaria alrededor de las estanterías —. ¡Conseguí el trabajo, conseguí el trabajo, conseguí el trabajo! —finalmente completó la estrafalaria danza imitando los movimientos que realizan los jugadores de fútbol tras marcar un gol.

—Claro que has conseguido el trabajo —dijo Gracie Applegate satisfecha, colocándose un mechón de pelo plateado en su moño—. Nunca tuve la menor duda.

—Bueno, pues yo sí que lo dudaba. Si no hubiese sido por la sugerencia que me hiciste, todavía seguiría buscando en las ofertas de empleo mientras me preguntaba cómo iba a pagar el alquiler del próximo mes —de pronto, sintiéndose inundada por una intensa sensación de alivio, Catrina se apoyó contra el mostrador tratando de contener las lágrimas. Había estado sin trabajo durante semanas, y su cuenta de ahorros estaba casi sin fondos—. No sé a quién habrás llamado, ni qué es lo que has tenido que hacer para conseguir que se produjera este milagro, pero te estaré siempre agradecida. Muchas gracias.

—Qué bobada, niña. Es la empresa Arquitectura Blaine la que debe estarme agradecida por haberle enviado a la mejor contable que jamás hayan visto. Estoy segura de que mi querida amiga Martha del departamento de personal coincidirá conmigo.

—¿Existe alguna persona en Los Ángeles a la que no conozcas personalmente?

—Bueno, me imagino que habrá algunos tipos que se me habrán escapado, pero una de las ventajas de poseer la mejor librería de libros antiguos de la ciudad es que te permite conocer a muchas personas maravillosas e inteligentes. Por cierto… ¿has tenido la oportunidad de conocer al propio jefe?

—¿El señor Blaine? —Catrina negó con la cabeza, todavía algo nerviosa ante la posibilidad de tener que encontrarse con el personaje al que todas las personas que le habían presentado describían en los más elogiosos términos—. Aparéntemente un grupo de directivos han negociado un contrato muy lucrativo para remodelar un complejo de oficinas del centro de la ciudad, así que como recompensa les invitó a comer.

—Qué amable. ¿Por qué pones esa cara de sorpresa, querida?

—Les ha llevado a comer a San Francisco Gracie. Los ha metido en un avión alquilado que ha pilotado él mismo —explicó Catrina—. La gente rica me pone nerviosa. Mi hermana Laura cometió la equivocación de casarse con un hombre rico, y casi acaba con ella.

Claro está que otro hombre rico se lanzó al rescate, como si se tratara del propio príncipe del cuento de Blancanieves, pero Catrina pensaba que no se trataba más que de un caso de pura suerte.

—Vamos, vamos, querida, no puedes juzgar a todos los hombres ricos por las acciones de unos pocos. Además, si Rick Blaine fuera tan rico como se rumorea no tendría por qué alquilar un avión, ¿no crees?

Catrina no pudo evitar una sonrisa:

—No, supongo que no —los finos labios de la mujer mayor dibujaron una sonrisa, y sus ojos azules brillaron de una forma peculiar, como si supiera algo que nadie más conocía. Y probablemente era así. Gracie Applegate reunía a partes iguales la sabiduría de una abuela con la capacidad de predicción de una vidente. Catrina la adoraba. Y también la adoraba Heather. Un gorgeo llamó la atención de Catrina. Atravesó la puerta abierta y entró en la oficina de la tienda para tomar en brazos a su pequeña hija que estaba todavía adormilada—. Ya, ya, bonita, ¿has dormido una buena siesta?

El bebé tenía el pelo húmedo y revuelto y una marca rojiza atravesaba su pómulo derecho. Abrazó y besuqueó la cara de Catrina:

—Abu Gracie me da mazana.

—¿De verdad? —Catrina abrió los ojos fingiendo cariñosamente un desmedido interés por aquel comentario trivial—. Qué buena es Abu Gracie ¿no es cierto?

Mientras Heather asentía con la cabeza, Catrina dirigió una mirada curiosa hacia la mujer que se encontraba parada junto al quicio de la puerta.

—Ya que mi hijo ha decidido ser un solterón de por vida, la única forma que tengo de poder oír a un niño llamarme abuela es por medio del chantaje. Espero que no te moleste.

—Por supuesto que no me importa. Todos los niños necesitan tener una abuela. Mi propia madre falleció hace varios años, y los abuelos paternos de Heather viven a mil quinientos kilómetros de distancia.

—Ya. Eso es una lástima.

—Es lo mejor que podría pasar. Supongo que son buena gente, pero nunca se hicieron a la idea de que eran abuelos. Tengo la impresión de que se sintieron suficientemente aliviados de haber sobrevivido a la experiencia de criar a un hijo, y no tenían ningún deseo de comprometerse en criar a otro —estrechó a la niña entre sus brazos acercando la cara a su piel e inhalando con fuerza su fragancia—. Dado el desastroso resultado de su experiencia como padres, no se lo reprocho.

Gracie sonrió, pero en sus ojos había tristeza:

—El hombre debía tener alguna virtud, o una mujer inteligente como tú jamás se habría casado con él.

Un escalofrío recorrió la espalda de Catrina. El divorcio había sido complicado y amargo, y todavía sentía en su boca el desagradable sabor del fracaso:

—Dan siempre fue un hombre triste y desgraciado. Pensé que podría cambiar eso, pero no pude.

Cerrando con fuerza los ojos, abrazó a la criatura que tenía en sus brazos con tanta fuerza que protestó. Aflojó la presión, mientras le susurraba al oído palabras de consuelo.

Catrina había crecido sin padre. Él les había abandonado cuando ella era muy pequeña, y esa pérdida siempre la había marcado. Ahora marcaría a su hija, ya que Dan ni siquiera había solicitado el derecho a las visitas. En realidad nunca quiso un hijo. Y como se pudo comprobar tampoco quiso nunca una esposa. Quería una mujer de la limpieza, un chivo espiatorio y una compañía en la cama. Oyó el murmullo de unos suaves pasos, y supo que Gracie estaba a su lado antes de sentir el suave contacto de su mano en el hombro:

—A veces tenemos que pasarlo mal para saber disfrutar de los buenos momentos.

Catrina sorbió, y con una mano se limpió una lágrima que descendía por su mejilla.

—Lo sé. Pero el pensar que mi hija va a crecer sabiendo que a su padre no le importa, me rompe el corazón.

Gracie abrió la boca. Volvió a cerrarla y volvió a pensar durante un instante lo que iba a decir. Cuando por fin habló, su tono de voz era serio.

—Tal vez es que algunos hombres necesitan descubrir que es lo realmente importante en la vida. Algún día encontrarás al hombre adecuado. Es cuestión de tiempo, querida.

—No quiero un hombre. No causan más que problemas y preocupaciones, y antes o después siempre se marchan. Así que ¿por qué molestarse?

—¿Por qué? ¡Por amor!

—El amor es un mito

Gracie chasqueó la lengua.

—Demasiado joven para estar tan hastiada.

—No creo en cuentos de hadas, si a es a eso a lo que te refieres.

—Por supuesto que no crees —los ojos azules de Gracie brillaron—. Por eso te has pasado innumerables horas en mi tienda devorando las más grandes novelas de amor de todos los tiempos.

Notando cómo se sonrojaba, Catrina cambió a su hija de brazo y se colgó del hombro la bolsa de los pañales.

—Muchas gracias por cuidar de Heather. Gracias por todo. Tu amistad supone mucho para mí.

Gracie respondió con una cálida sonrisa y le apretó el hombro cariñosamente, pero según iba avanzando entre las estanterías llenas de maravillosas historias de amor y gloria, Catrina recordó una advertencia:

«No puedes contar más que contigo misma, Catti, querida. Si se lo permites, el mundo te romperá el corazón».

«Tenías razón, mamá», murmuró, «tenías toda la razón».

—Por favor, no juegues conmigo. Haré lo que quieras. Cualquier cosa —arrodillada frente a aquel ser poderoso, Catrina se inclinó, acercándose, susurrando con voz suave, mientras hacía descender los dedos suavemente—. Lo que quieras, lo que necesites, satisfaré tus deseos más inconfesables. Solo tienes que hacerme este único favor, y puedes pedirme lo que quieras —apretó la mejilla contra el frío plástico—. Seis copias, encuadernadas, antes de la reunión de las tres de la tarde. Tu manual de funcionamiento dice que puedes hacerlo. Por favor, te lo estoy suplicando. Te limpiaré el cristal y limpiaré el polvo de tu interior. Colocaré el papel con cuidado y me aseguraré a diario de que todo está en orden.

La máquina emitió un sonido chirriante, y después enmudeció.

Catrina estalló.

—O, por el contrario, puedo echar grasa sobre tu cristal, poner pegamento en tus engranajes, y llamar a desaprensivos mecánicos. La opción es tuya, compañero. Si cooperas vivirás. Si no, tengo un destornillador en mi escritorio y sé cómo usarlo.

—No sé lo que pensará la máquina, pero a mí sin duda me has convencido —Catrina se levantó de un salto, con tanta rapidez que se enganchó la falda con la máquina desgarrándosela. Él alzó las manos sobre su cabeza—. No me hagas daño —Catrina se encontró con una deslumbrante sonrisa y unos ojos azul cielo en los que brillaba la curiosidad y el humor—. Mira, estoy desarmado.

En una circunstancia normal, Catrina habría sabido apreciar lo cómico de la situación, pero aquella estaba lejos de ser una circunstancia normal. Ella estaba tensa, se sentía presionada por las expectativas de un nuevo trabajo que todavía no era del todo suyo, y avergonzada por el hecho de haber sido descubierta amenazando a una máquina:

—Si no quieres verte envuelto en un crimen, te sugiero que te vayas de aquí lo antes posible.

El hombre levantó una ceja:

—¿No hay ninguna otra salida? No pareces el tipo de persona que acabaría con una máquina indefensa.

—¿Indefensa?, ja —le ardían las mejillas, y sospechaba que debía tener el color de un tomate fluorescente—. Eso es lo que quiere que pienses

—¿Está en juego toda tu carrera?

—Si no logro presentar estos informes ante el comité de presupuestos dentro de quince minutos, es muy posible que lo esté.

—Hum, parece serio —dijo pensativo—. Tal vez pueda ayudar. Tengo cierta experiencia con máquinas.

—¿De verdad?

—Una vez reparé una podadora.

—Qué impresionante —por la vestimenta informal que llevaba se diría que aquel hombre era o bien un vendedor o un técnico de maquinaria de la empresa—. ¿Trabajas aquí?

La pregunta le sorprendió:

—De hecho, sí. ¿Por qué?

—Porque me extrañaría que a mis jefes les gustara que permitiera que un extraño metiera mano al material de la empresa. Si te cargas este dichoso trasto, yo no lo sentiré, pero la compañía puede o bien descontármelo del sueldo o despedirme, y ninguna de las dos opciones me atrae demasiado.

—Entonces tendré que ser especialmente delicado, ¿no es cierto?

A pesar de la tensión que sentía, Catrina sonrió. Aquel hombre tenía cierto carisma que era capaz de traspasar las defensas de cualquiera. Antes de poder contenerse se oyó a sí misma decir:

—Susúrrale algo dulce al oído, puede que te siga hasta tu casa.

Las pupilas de él se dilataron mostrando un interés sensual que hizo que ella se pusiera inmediatamente en guardia:

—¿Basta con eso?

Avergonzada y enfadada consigo misma por haber caído en su propia trampa aclaró:

—Si puedes hacer que esta máquina funcione, te lo agradeceré. Si no, tendrás que disculparme. No tengo tiempo para dedicarme a otras cosas.

Él comprendió su deseo de despersonalizar la conversación, y lo aceptó:

—Veré lo que puedo hacer.

Adelantándose, abrió el compartimento lateral y echó un vistazo en el interior de la máquina. Gruñó, y acercándose a una balda tomó un paquete de espirales de encuadernar y los introdujo por una ranura. A Catrina le llevó solo un instante comprender qué era lo que estaba haciendo, y al instante se sintió profundamente avergonzada.

—Por favor, no me digas que la bandeja de canutillos estaba vacía.

—Está bien, no te lo diré. Pero te recomendaría que la próxima vez que quieras que una máquina siga tus instrucciones, te asegures de que contiene todo lo necesario para poder satisfacer tus órdenes.

Tras decir eso, apretó un botón y al momento la máquina revivió. Un minuto después, el primer informe aparecía perfectamente encuadernado en la bandeja correspondiente.

Catrina deseó que la tierra se la tragara:

—Gracias.

—De nada.

Ella no necesitó mirarlo para saber que estaba sonriendo. Al levantar la vista comprobó que él había tomado uno de los informes y lo estaba ojeando.

—¿Eres un miembro del comité de presupuestos?

Él la miró como si de pronto se hubiese convertido en un marciano.

—No exactamente.

—Entonces no puedo permitirte que veas esto. Es un documento confidencial.

—No creo que al comité le importe que eche un vistazo

—Lo siento, pero la política de la empresa prohibe que cualquiera que no trabaje en el departamento de contabilidad o que no sea del comité de presupuestos vea los documentos relativos al presupuesto.

—¿De verdad?

—Sí.

—Hum. Tendré que volver a echar un vistazo a ese reglamento

—Es una buena idea —apiló todos los informes y se los puso bajo el brazo, suspirando aliviada. Había concluido su tarea, y todavía le sobraban cinco minutos. La vida era bella—. Supongo que debo llevar esto a la sala de conferencias.

—Sí, creo que debes.

Ella dudó, sin saber por qué:

—Gracias, otra vez, por tu ayuda.

Había algo extraordinariamente atractivo en la forma en la que sus ojos brillaban cuando sonreía:

—Otra vez, de nada.

Tras un instante, ella exhaló un suspiro, consiguió sonreír y salió de la habitación de fotocopiadoras, casi chocando contra un hombre de traje gris que llevaba bajo el brazo un abultado documento. Se trataba del director financiero de la compañía. Al percatarse de la presencia de Catrina le preguntó:

—¿Has visto a Rick?

—¿Qué Rick?

Él pestañeó, y después se rio como si aquella pregunta hubiese sido un buen chiste:

—Esa sí que es buena… —miró por encima del hombro de ella, hacia la sala de fotocopiadoras de la que acababa de salir—. Ah, ahí estás. Mira, los abogados del ayuntamiento están en tu oficina, y necesito tu firma en estos contratos.

—¿Ha revisado esto el departamento jurídico?

El director financiero asintió con la cabeza:

—Sí, todo lo que necesitamos es tu aprobación, y el trato está cerrado.

—Déjame que primero le eche un vistazo. Haré que Marge te lo lleve a la oficina en cuanto termine.

Catrina tuvo que apoyarse en uno de los archivadores metálicos. En la semana que llevaba trabajando allí, había conocido a docenas de empleados de la compañía, incluyendo a la mayoría de los jefes de departamento y a los altos directivos. Solo había conocido a una mujer que se llamara Marge. Era la secretaria particular del gran jefe, una de las pocas personas a las que todavía no le habían presentado… el escurridizo Rick Blaine.

Rick alzó la vista del contrato el instante suficiente para ver cómo el color desaparecía de las mejillas de la mujer. Él se había percatado minutos antes de que no se había dado cuenta de quién era, y a él, de hecho no le había importado, era consciente de que con el atuendo que llevaba tras su partido de golf parecía más el encargado de repartir el correo que el fundador de una multimillonaria empresa de arquitectura. Sin embargo, él se preciaba de conocer personalmente a todos sus empleados y no comprendía cómo era posible que no se hubiese fijado en aquella deslumbrante mujer.

La vergüenza que inicialmente reflejaron los ojos de Catrina, fue reemplazada por una furia que Rick apenas pudo percibir, antes de ver cómo se dirigía hacia la sala de conferencias.

—¿Quién es esa mujer?

—¿Qué mujer? —Frank Glasgow parpadeó, y después volvió la vista hacia donde él miraba—. Oh, ella es nuestra nueva contable. Jordan, creo que… Catherine, Caitlin… o algo así.

—Entérate.

—¿Qué me entere de qué?

Incluso después de que la ofendida señorita Jordan hubiese desaparecido en el interior de la sala de conferencias con su paquete de informes sobre el presupuesto bajo el brazo, Rick siguió mirando a la puerta fijamente esperando verla salir.

—Su nombre. Quiero saber su nombre.

—¿Por qué?

—Porque resulta de muy mala educación llamar a los empleados con un «eh, tú».

—Oh —Frank lo miró con extrañeza y aclarándose la garganta añadió—. Volviendo al contrato, creo que deberíamos negociar una clausula más favorable en…

—Sí, sí, tienes toda la razón —masculló Rick en el momento en el que la preciosa señorita Jordan volvía a aparecer por la puerta.

Ella dudó por un instante, notando su presencia, y después se dirigió rápidamente a su escritorio, donde se sentó dándole premeditadamente la espalda.

—Rick, ¿tienes un momento?

Una familiar voz de mujer atrajo su atención.

—Buenas tardes, Sandra. Me he enterado de que el equipo de fútbol de tu hijo ha ganado la liga. Enhorabuena.

—Gracias. Ha conseguido una beca deportiva en la Universidad de California en Los Ángeles.

—¿De verdad? Ese es un gran logro. Debes de estar muy orgullosa.

—Oh, sí, lo estoy.

—Te has hecho algo en el pelo.

—Oh, sí —tocándose el pelo le dedicó una sonrisa de agradecimiento—. Ni siquiera mi esposo se ha dado cuenta. ¿Te gusta?

—Muy atractivo. Resalta la belleza de tus ojos y destaca tu encantadora sonrisa.

—Adulador.

—Yo no tengo la culpa de que la verdad sea aduladora.

Sandra se sonrojó, después se aclaró la garganta, y echando hacia atrás los hombros agregó:

—Cuando por fin te cases vas a romper millones de corazones

—Bueno, pero no puedo casarme cuando la mujer más maravillosa del mundo ya está casada —dijo, levantando la mano de ella hasta sus labios—. Espero que tu marido sepa lo afortunado que es.

—Le diré lo que piensas.

—Hazlo.

Rick no dejó de mirar a la mujer hasta que esta se dio la vuelta para marcharse.

—Casi se me olvida. El personal de mi departamento me ha elegido como portavoz para que te agradezca la bonificación que nos has concedido esta semana. Has sido muy generoso.

—Yo soy el que está agradecido. Por favor, transmite mi gratitud a tus colegas por el trabajo bien hecho. Gracias a sus esfuerzos, la compañía ha podido renovar un contrato muy lucrativo que nos beneficia a todos.

Sandra estaba resplandeciente de placer:

—Se lo diré.

—Por favor, hazlo —Rick se quedó mirando a la mujer hasta que esta giró en una esquina y desapareció de su vista. Entonces, su mirada se volvió de inmediato hacia la fascinante señorita Jordan, justo a tiempo para comprobar cómo ella volvía a darle la espalda.

—Parece que por alguna razón no le he caído bien a nuestra nueva empleada —dijo a media voz sin dirigirse a nadie en particular.

—¿Hum? —Frank, a su lado, dirigió la vista hacia donde él miraba y comentó—. Probablemente está tan solo preocupada por adaptarse a su nuevo trabajo. El departamento financiero es uno de los más complejos e importantes de la firma.

Sin hacer mucho caso del comentario de Frank, Rick se dirigió hacia el escritorio de la señorita Jordan.

—Me he dado cuenta de que hemos sido interrumpidos antes de poder hacer las presentaciones de rigor —dijo jovialmente—. Soy Rick Blaine.

—Ya me he dado cuenta —dijo mirando la pantalla del ordenador como si estuviera hipnotizada por ella. Sus dedos se desplazaban por el teclado con increíble rapidez—. Encantada de conocerlo, señor Blaine —le dijo sin mirarlo.

Rick se sintió algo incómodo:

—¿Y tú eres…?

—Catrina Jordan.

—Catrina. Un nombre muy bonito. Mira, me gustaría disculparme por lo que pasó antes. No quería avergonzarte. Quiero decir, que si te sentiste avergonzada, no tenías por qué. Esta es una empresa en la que todos los empleados mantienen una relación muy cordial, nos tuteamos. No debes sentirte intimidada solo porque mi nombre aparezca en lo alto de la lista.

De pronto los dedos dejaron de teclear, y respirando hondo, ella se volvió para mirarlo.

—No estaba intimidada, señor Blaine, ni tampoco estoy interesada en flirtear en la oficina, ni con el jefe, ni con nadie. Me tomo el trabajo muy en serio, y lo hago bien. Necesito este trabajo y seré una valiosa empleada para su compañía, pero eso es todo lo que seré.

El impacto no habría sido mayor si ella le hubiese hecho tragar el teclado del ordenador.

—Exactamente, ¿cuál es la fama que tengo entre mis empleados?

—Tiene muy buena reputación —confesó ella—. Todos aquellos con los que he hablado piensan muy bien de usted.

—¿O sea, que no se me conoce como un mujeriego?

—Al contrario, todo el mundo le considera generoso y amable.

—¿Y a ti, por definición, te cae mal la gente generosa y amable?

Aquella pregunta dibujó en los labios de Catrina un amago de sonrisa que reprimió rápidamente mordiéndose el labio.

—Pido perdón por mi descortesía. La verdad es que tiene razón, me sentí avergonzada porque no sabía quién era usted y por haberme comportado como una estúpida en su presencia. Pensé que se estaba riendo de mí a propósito. Tal vez me equivoqué.

—¿Tal vez? —él movió la cabeza con un gesto deliberadamente infantil—. Volvamos a empezar de nuevo, ¿vale? —extendió la mano—. Mi nombre es Blaine, Rick Blaine. Trabajo aquí.

Ella dudó, y finalmente le estrechó la mano:

—Catrina Jordan. También trabajo aquí.

—Espero que podamos llegar a ser amigos, Catrina.

—Estoy segura de que lo seremos, señor Blaine.

—Rick.

—Está bien, Rick —y dicho esto, giró la silla y volvió a enfrentarse al ordenador.

Rick se quedó plantado junto a ella. Sabía que debía irse, pero como acostumbraba, no hizo lo que debía hacer, sino que optó por dejarse llevar por su instinto, y aprovechó la oportunidad para estudiar a aquella original mujer. La firme curva de su mandíbula, la determinación que mostraba su barbilla. Había visto el miedo dibujado en sus ojos cuando lo miraba, un miedo que le entristecía y le intrigaba a un mismo tiempo. Reconoció que Catrina Jordan representaba un reto, no solo para su ego masculino, sino también para su humanitarismo. Algo la había herido, algo a lo que todavía temía, algo que aparentemente ella detectaba en él. A pesar de que aquello le preocupaba profundamente, Rick decidió no adentrarse demasiado por aquel camino.

Quería saber más cosas sobre aquella encantadora mujer, quería saberlo todo sobre ella, qué cosas le gustaban y cuáles la disgustaban, qué la hacía reir, qué hacía brillar aquellos gloriosos ojos marrones.

Un vistazo a su escritorio le dio algunas pistas. No había fotografías familiares, ni objetos personales. No había anillo en su dedo anular, detalle del que ya se había percatado cuando la vio amenazando a la máquina. Vio una planta en el extremo de su escritorio. Era pequeña, pero estaba bien cuidada. Al lado había un vaso de papel con el anagrama de un café cercano a la oficina. Le gustaban las plantas y el buen café. En el suelo, al lado de la silla había una bolsa de deportes, con un par de zapatillas de correr atadas al asa. Probablemente hacía jogging, y él supuso que aprovecharía la hora del almuerzo para ir a correr a un parque que había cerca. Estaba todavía escrutando los objetos que la rodeaban cuando de pronto ella se volvió y le preguntó:

—¿Quiere alguna otra cosa más, señor Blaine?

—Eh… bonita planta.

—Gracias.

Sintiéndose echado, se retiró hasta llegar a donde estaba Frank Glasgow que lo miraba con expresión de claro reproche.

—No es de mi incumbencia —dijo Frank—, pero creí que tenías normas muy estrictas en contra de, bueno, de mezclar el trabajo con el placer, para expresarlo de alguna manera.

—¿Es tan evidente?

—Me temo que sí.

Frank tenía razón, las reglas eran las reglas, pero había algo en Catrina Jordan…

—Las normas son como los espejos. Nunca quieres romperlos, pero a veces los rompes.

Frank movió la cabeza:

—Espero que sepas lo que estás haciendo.

—Yo también lo espero —respondió Rick en voz baja—. Yo también lo espero.

Placer y negocios

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