Читать книгу Placer y negocios - Diana Whitney - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеUN café solo en vaso grande, para llevar, por favor.
Empujada por la multitud que se agolpaba frente al mostrador, Catrina trató de sacar el dinero que necesitaba para pagar la compra, cuando un cliente la golpeó el brazo, lanzando el monedero al suelo. Al agacharse para recogerlo comprobó que estaba bajo una gran bota. Definitivamente iba a ser uno de esos días…
—Perdóneme señor. ¿Señor? —dudó, después tiró del extremo inferior de los pantalones vaqueros que cubrían la bota culpable. Un hombre de barba rala la miró con extrañeza. Catrina tragó saliva e intentó sonreír—. Está pisando mi monedero.
Él parpadeó, frunció el ceño y se echó a un lado. Con un murmullo de agradecimiento, Catrina recogió su monedero, ahogando un chillido de horror al comprobar cómo se abría y un puñado de monedas salía rodando por el suelo. El pretender meterse en aquel bosque de piernas para recuperarlas era tarea para masoquistas. Catrina se pudo de rodillas y trató desesperadamente de recuperar tantas como pudo. Cuando finalmente pudo depositar sobre el mostrador las monedas, junto a su último billete de un dólar, estaba toda despeinada, con el rostro sudoroso, un agujero en sus medias, a la altura de la rodilla, del tamaño del estado de Wyoming, y la certeza de que su desodorante le había fallado.
Apenas eran las siete y media de la mañana.
Se colgó el bolso al hombro, tomó su café, y se abrió paso entre la multitud con la secreta esperanza de que se hubiese terminado su racha de mala suerte, cuando se dio de narices contra un musculoso pecho envuelto en un jersey deportivo que desprendía un aroma a jabón y cedro.
—Bueno, qué casualidad encontrarte aquí —dijo Rick Blaine abriendo mucho los ojos como alucinado por la coincidencia—. ¿La señorita Horton? ¿Catherine, no es cierto?
Ella consiguió esbozar una sonrisa, y corrigió entre dientes:
—Jordan, Catrina Jordan.
—Por supuesto, ahora recuerdo —sonrió, y abriendo la puerta de cristal la sostuvo para dejarla pasar.
Ella masculló su agradecimiento y rozándole, salió a toda prisa del establecimiento. No le sorprendió nada, cuando él se colocó a su lado.
—Veo que ambos tenemos un gusto excelente en lo que a café se refiere —y echando una ojeada al recipiente cubierto que llevaba en la mano preguntó—. ¿Café con leche, descafeinado?
—Café solo, con cafeína.
—Ah, eso lo explica todo.
—¿Explica qué?
—Tu actitud tensa y enérgica.
Ella se volvió a mirarlo:
—¿Perdón?
—No he pretendido ofenderte, por supuesto. Todo el que empieza el día con suficiente cafeína como para resucitar a un muerto, tiene derecho a estar un poco atacada de los nervios, eso es todo.
—No estoy atacada de los nervios.
—Todavía no has tomado el café.
—Con café o sin café no soy una persona nerviosa —aquel hombre era increíble, pensó Catrina, aun siendo un completo extraño se consideraba con derecho a hacer comentarios acerca de su personalidad—. Es ridículo por su parte hacer un juicio tan categórico sobre una persona que no conoce.
—En eso tienes toda la razón. Y la única manera en la que puedo reconsiderar mi absurdo juicio es rectificando esa situación. ¿Qué te parece si cenamos juntos esta noche?
Tan solo entonces se percató ella del brillo de sus ojos y comprendió que había caído en la trampa.
—No, gracias.
—¿Mañana por la noche?
—No. Gracias.
—¿Alguna vez?
—Probablemente no.
—Ah, ese «probablemente» deja una puerta abierta.
—No, no la deja —se recordó a sí misma que aquel hombre tenía el poder para quitarle el trabajo, un trabajo que necesitaba desesperadamente para poder hacerse cargo de su hija—. Por favor, no te lo tomes como algo personal. Simplemente no estoy en disposición de establecer una relación romántica, o cualquier otro tipo de relación, de hecho.
—¿Ni siquiera una amistad?
—Por mi experiencia puedo decir que la palabra «amistad» no es nada más que el término que emplean los hombres cuando quieren referirse a sexo sin compromiso.
Él se atragantó con el café, y tosió hasta que le salieron lágrimas. Cuando finalmente pudo volver a hablar, se quedó mirándola fijamente realmente asombrado:
—No te reprimas, dime lo que pienses.
Ella no pudo evitar sonreír en aquella ocasión. Él era realmente un hombre encantador, y atractivo además… En otras circunstancias, se habría sentido halagada por su interés, e incluso podría haber respondido de manera favorable—. Te pido perdón si te he insultado. Tengo la desgraciada tendencia de soltar todo lo que se me pasa por la cabeza.
—No, no, agradezco la franqueza —se paró, y le lanzó una mirada—. Es mentira, odio la franqueza.
—Les ocurre a la mayoría de los hombres.
—También es algo que les ocurre a las mujeres. Por ejemplo, ¿te gustaría que te dijeran que el agujero que tienes en las medias hace que parezca que tienes una verruga del tamaño de un puño? —sonrió al ver que ella se paraba y lo miraba fijamente—. Me imaginaba que no.
El asombro se mezcló con la diversión en el rostro de Catrina.
—Tocado, señor Blaine.
—Rick.
—Tocado, Rick.
Habían llegado al edificio de oficinas de Arquitectura Blaine. Él amablemente abrió la puerta para que ella pasara:
—Y ahora que nos conocemos lo suficiente como para ser brutalmente honestos el uno con el otro, ¿saldrás conmigo?
—No —dijo amablemente—. Pero lo sentiré más de lo que lo sentía hace diez minutos.
—Es por mis cejas, ¿no es cierto?
—¿Tus qué?
—Mis cejas. Sé que son feas, y hace que tenga cara de perro.
—Me encantan los perros.
—¿Entonces por qué no quieres salir conmigo?
Exasperada, entró en el ascensor, giró sobre sus talones y puso la palma de la mano sobre el pecho de él para impedir que la siguiera:
—Porque eres rico, arrogante y avasallador. ¿Te parece que está suficientemente claro?
Él parpadeó
—Sí, creo que sí.
El sol del mediodía era cálido, el aire del otoño fresco, y el parque estaba rebosante de actividad. Rick, situado convenientemente detrás de un cedro, veía cómo la esbelta rubia terminaba de hacer los ejercicios de calentamiento. Giró los brazos a la altura de los hombros, dejando ver un chándal con rodilleras, en el que se clareaban los codos. También las zapatillas de deporte eran viejas
No importaba, aunque hubiese estado envuelta en harapos, Rick habría seguido pensando que era la mujer más atractiva de la tierra. No sabía por qué. Fascinado, continuó mirándola mientras ella calentaba los músculos de las pantorrillas, doblándose hasta tocar con la frente los tobillos. Todos los movimientos eran fluidos y graciosos. Él siguió todos estos con avidez, cada giro, cada flexión, y tan pronto como comprobó que estaba lista para salir corriendo, salió de detrás del árbol, poniéndose justo en su línea de visión. A ella le llevó un instante reconocerlo. Él sonrió, y la saludó alegremente con la mano. Aunque estaba a varios metros de distancia, él pudo comprobar cómo fruncía en ceño en señal de sospecha. Al principio había pensado en correr a su lado, tratando de entablar conversación, pero la mirada que ella le dirigió le hizo replantearse la cuestión. En lugar de eso, simplemente dijo:
—Bonito día para ejercitarse, ¿no es cierto?
Ella lo miró sin decir nada. Rick sintió que la mandíbula se le había vuelto de piedra. Nunca en su vida se había tenido que esforzar tanto por conseguir atraer el interés de una mujer, ni tampoco había estado nunca tan decidido a conseguirlo. Era obvio que ella no se mostraba muy accesible en aquel momento, así que Rick decidió llevar su farsa un poco más lejos y comenzó a imitar los ejercicios que acababa de verla hacer. Poniendo las manos sobre las caderas, giró el torso varias veces. Por el rabillo del ojo pudo comprobar que ella seguía mirándolo. Complacido, le dirigió una de sus seductoras sonrisas, y después estiró una de las piernas tal y como ella había hecho, y lanzó su cuerpo hacia delante con la intención de tocarse el tobillo con la frente. Algo sonó en su espalda. La columna se le paralizó, y dejó de sentir la pierna que tenía estirada, mientras la otra comenzó a temblarle peligrosamente. Se percató de lo desesperado de la situación segundos antes de aterrizar de golpe con todo el cuerpo sobre el suelo. Estaba sufriendo una contractura en la pierna, y el dolor era intenso. Se agarró la pantorrilla con ambas manos y comenzó a girar sobre la hierba como una peonza sin importarle las miradas de asombro de los viandantes.
Cuando finalmente logró recuperar la compostura, el espacio que había junto al banco estaba vacío. Catrina se había ido. Rick volvió renqueando a la oficina, dolorido pero decidido. Tanto si Catrina lo quería como si no, se había convertido en un reto.
Le dolían todos los huesos de la espalda desde el coxis hasta los omoplatos. Rick exhaló un suspiro mientras escuchaba el ruido que hacía el agua al caer en las duchas del vestuario femenino. Había pensado que ella utilizaría los servicios del club deportivo que había en lo alto del edificio para ducharse y cambiarse después de correr en el parque. Comprobó que no estaba equivocado al ver su bolsa bajo uno de los bancos de la sala de aparatos.
También se imaginaba que ella habría presenciado su patética actuación en el parque, y que le habría resultado divertida. Su ego no le permitía dejar que ella creyera que él era tan inepto como para haberse hecho daño de verdad, así que se había decidido a subir allí, dispuesto a mostrarle un nuevo acto de machismo.
Ella, sin duda, sabría valorar su esfuerzo. Las mujeres siempre apreciaban las muestras de poderío masculino. Y a Rick le gustaba que ellas le admiraran. Incluso aunque no lo mereciera.
Lentamente, dolorosamente, se agachó hacia un banco de levantamiento de pesas, y estiró sobre el su cuerpo mientras apoyaba los pies en el suelo. Una percha sobre su cabeza sujetaba una barra con pesas a los extremos. No se había ejercitado demasiado en los diez años anteriores, pero en la universidad era capaz de levantar con facilidad más de cincuenta kilos, así que no se le ocurrió mirar el peso de aquel aparato. Además, aunque hubiese querido, la realidad era que no se podía mover.
Inspiró hondo, puso los dedos en torno a la barra de pesas que tenía sobre la cabeza y esperó. Minutos después, Catrina salió del vestuario con ropa de calle, y llevando la ropa de deportes bajo el brazo. Rick comprobó que se había quitado las medias rotas, y mostraba sus piernas desnudas, blancas y exquisitamente atractivas. Ella ni siquiera lo miró, y dirigiéndose hacia donde estaba su bolsa de deportes, guardó la ropa, después sacó las zapatillas de debajo del banco y las ató al asa de la bolsa. Se notaba que estaba claramente preocupada. Los labios apretados, el ceño fruncido en señal de concentración. Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas por el contacto con el agua caliente. Rick pensó que era probablemente la mujer más bella que había visto en su vida. Se aclaró la garganta:
—Hola otra vez —ella se dio la vuelta llevándose la mano al cuello por la sorpresa, en un gesto de vulnerabilidad que él encontró sorprendentemente atractivo—. Nuestros caminos continúan cruzándose —asió con fuerza la barra de las pesas y fingió una sonrisa mientras su espalda protestaba de dolor—. Asombroso, ¿no es cierto?
Ella movió la cabeza y lo miró:
—Sí, asombroso.
—Te habría acompañado en el parque, pero no quería que te sintieras mal si comprobabas que no eras capaz de seguir mi ritmo.
Ella entonces sonrió.
—Estoy segura de que me habrías hecho tragar el polvo, suponiendo, por supuesto, que hubieses conseguido mantenerte en pie.
Bueno, al menos aquello demostraba que le había estado mirando, pensó él tratando de consolarse.
—Un pequeño contratiempo. ¿Nunca has tenido una china en el zapato?
—¿Una china?
—Endiabladamente punzante. Se metió justo debajo de mi talón. Ya sabes cómo son estas cosas.
Entre los labios de Catrina apareció un destello blanco como si estuviera mordiéndose el labio para tratar de contener una sonrisa.
—Por supuesto.
—Y además de hacer jogging, ¿qué más haces para pulirte?
—¿Pulirme?
—Ya sabes, tonificar los músculos.
—Ah, bueno, me gusta jugar al tenis. O al menos me gustaba. Ahora tengo poco tiempo.
Una pista. Rick se agarró a ella:
—Eso es asombroso. El tenis es mi especialidad —tomar una pelota, golpearla con una raqueta. ¿Qué dificultad podía tener?—. Tal vez podríamos echar una partida alguna vez.
—Tal vez.
Ella se estaba ablandando. Él podía comprobarlo en sus ojos.
—Deberías probar a levantar pesas, también. Es estupendo para el sistema cardiovascular —como para probar su afirmación levantó con un gruñido la barra de pesas, y sintió que algo crujía en la base de su espina dorsal. Los brazos se le desplomaron con si fueran espaguetis cocidos y la barra le cayó sobre el pecho.
—¿Te encuentras bien?
Él abrió la boca consiguiendo introducir algo de aire en sus pulmones:
—Quería… —sus palabras iban acompañadas de un extraño siseo que provenía de algún lugar en su interior— …hacer eso.
—¿Por qué? —preguntó ella sorprendida.
Le llevó unos segundos poder contestar:
—Bajar las pesas… —siseó— …y después levantarlas —volvió a sisear—. Así es… como funciona.
—Ya veo —murmuró ella, claramente escéptica—. Bueno, te dejo con tu calentamiento.
Rick sonrió, y consiguió con dolor asentir con la cabeza.
—Si ves a Frank Glasgow, ¿podrías… decirle que suba?
—Por supuesto —volvió a echarle una ojeada, después levantó algo más su bolsa y se fue.
Tras lo que le pareció una pequeña eternidad, Frank asomó la cabeza en el gimnasio.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Podrías quitarme esta… maldita cosa de encima —dijo entre dientes—, y después, llévame al hospital… creo que me he roto una costilla.
—Te lo aseguro, Gracie, es absolutamente enervante. Cada vez que me doy la vuelta, ahí está él. Y además me envía regalos.
—¿Regalos? —Gracie abrió desmesuradamente los ojos—. ¿Quieres decir diamantes, perfumes y abrigos de pieles?
—Bueno, no —Catrina se aclaró la garganta y miró hacia otro lado—. Ejem, unos panties —unas medias caras en un paquete atado a una docena de globos de helio de colores que le habían llegado directamente a su casa de la mano de un mensajero uniformado que se había enfadado cuando ella rechazó el envío.
Gracie parpadeó.
—Oh, Dios mío, eso suena muy personal.
—De hecho fue una especie de broma personal. Verás, es que se me cayeron las monedas en la tienda de café, y me hice un agujero en la rodilla de mi… —poniéndose colorada de pronto, Catrina cerró la boca de golpe al ver la mirada jocosa de Gracie—. No tiene importancia, lo que importa es que creo que me está acechando.
—¿Acechándote? —bromeó Gracie—. Tal vez se trate tan solo de que le gustas. Después de todo, eres una chica muy atractiva.
—Bueno, pero a mí no me gusta.
Ella levantó una ceja:
—¿Ni siquiera un poquito?
—Tengo que reconocer que es un hombre atractivo, pero no se trata de eso. No estoy interesada en ningún hombre, atractivo o no.
—¿Te van más las mujeres?
—¡Gracie! —Catrina se rio y agitó la cabeza—. Sabes bien lo que quiero decir. Acabo de salir de una mala relación, y desde luego no tengo intención de meterme en otra.
—¿Entonces por qué no te metes en una buena relación?
La sonrisa de Catrina se desvaneció:
—Ese tipo de relaciones no existen —dijo con firmeza y convencimiento—. Mi madre vivió dos horribles matrimonios. Dos hombres la utilizaron, abusaron de ella y después la abandonaron. Mi hermana mayor se divorció de un hombre tan egoísta y narcisista que prefirió marcharse a Europa antes de tener que hacerse cargo de su propio hijo, y yo terminé con un tipo que creía que las mujeres deberían haber nacido con plumeros en lugar de brazos, y con una nevera para cervezas pegada a la espalda. Muchas gracias, pero Heather y yo estamos mejor solas.
—No todos los hombres son gallinas adolescentes.
—Claro que no, solo los que yo conozco —suspirando, puso a Heather en la trona, y le ofreció una taza con jugo para contentarla hasta que estuviera lista la cena—. Comprendo que no es justo juzgar a todos los hombres por el comportamiento de unos pocos, pero la realidad es que no puedo permitirme cometer otro error. Tengo una hija en la que pensar, una hija que significa muchísimo para mí. No puedo arriesgarme a que sufra, a que vea su confianza rota por otro papá que la decepcione y la abandone.
—Hay hombres buenos por el mundo, Catrina, hombres que son merecedores de tu amor y de tu respeto.
—¿Entonces por qué no pudiste tú encontrar ninguno? —Catrina se arrepintió de sus palabras en el mismo instante en que las estaba pronunciando—. Lo siento, no he querido decir…
—Por supuesto que has querido —Gracie había palidecido, pero intentó sonreír—. Soy la primera en admitir que cuando se trata de encontrar marido, yo no soy la más ejemplar.
—Gracie…
—No, no, tienes razón. No soy exactamente lo que se dice una experta en relaciones —desvió la mirada hacia la olla de salsa de espaguetis que hervía en la cocina de Catrina—. El hecho de que me invites a venir a cenar a tu casa una vez por semana no me da derecho a decirte cómo debes vivir tu vida. Estoy segura de que no te interesa lo más mínimo mi estúpida opinión.
—Claro que me interesa —le aseguró Catrina—. Si no hubiese querido saber tu opinión, no te habría comentado nada.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura.
—No querría entrometerme…
—¡Gracie! Dime qué crees que debería hacer.
En el rostro distendido de Gracie se esbozó una sonrisa.
—Bueno, ya que me lo preguntas, creo que debes seguir haciendo lo que has hecho hasta ahora.
—He estado ignorándolo y esquivándolo.
—Exactamente.
Catrina frunció el ceño. Por alguna razón, había tenido la impresión de que Gracie pensaba que debía dar al persistente Rick Blaine una oportunidad.
—De momento esto no le ha gustado mucho.
—Dale tiempo. Simplemente sigue aparentando que no te interesa…
—¿Aparentando? Gracie, no tengo que aparentar. ¿No me has estado escuchando? No estoy interesada en Rick Blaine. ¡No, no y no!
—Por supuesto, querida, lo entiendo. En cualquier caso, continua como hasta ahora y antes o después conseguirás exactamente lo que quieres.
—Exactamente lo que quiero —repitió Catrina paladeando las palabras—. Eso sería perfecto, claro está, suponiendo que tuviera una ligera idea de qué es exactamente lo que quiero. Lo cierto es que no tengo ni idea. ¿Quiere eso decir que estoy loca?
—No, querida —respondió Gracie con una risita—. Simplemente significa que eres humana.