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SAPO

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Mi papá me avisó que el domingo íbamos a ir a la quinta de mis tíos Luis y Estela, en Don Torcuato. Yo me había quedado con el auto muleto de mi primo Javier. Un día lo di vuelta, lo desarmé, vi bien cómo estaba armado y decidí preparar mi propio autito. Esa misma tarde, después del colegio compré la carrocería de plástico en la librería, fundí unos soldaditos y con un molde armé un rectángulo de plomo. Sacrifiqué varios soldaditos y quemé el jarrito de la leche que usaba mamá para preparar el desayuno y que un día desapareció misteriosamente. Para darle peso y estabilidad pegué el plomo adentro del auto con plastilina. Para armar la suspensión, calenté el propio eje de las ruedas del auto al fuego y quemé el soporte para que las ruedas pudieran subir y bajar. Después tensé los ejes a lo largo con dos elásticos, que clavé con cuatro chinches.

En realidad, debo decir que los primeros intentos no fueron exitosos porque los cortes que hice con los ejes calentados al rojo vivo o fueron desparejos y el auto tenía una inclinación que le impedía andar en línea recta, o fueron demasiado grandes y la suspensión no sostenía el peso del plomo, o ambas asimetrías a la vez. Después de varios intentos y de sacrificar varios autitos y de quemarme con el eje caliente, pude armar uno que tuvo los ejes cortados de manera simétrica y del largo justo para que los elásticos funcionaran bien. Para la presentación de mi autito en sociedad, agarré una caja de mocasines de Guido de mi padre que durante la carrera sería mi box. Puse en la caja el autito “preparado”, dos paquetes de plastilina, un rollo de elásticos, una cajita de chinches y un plomo de repuesto. La caja durmió conmigo todas las noches.

Cuando llegó el domingo, busqué la caja de zapatos y probé el autito, que corría derecho, muy firme, amortiguado por la suspensión. Me puse la campera, agarré un pañuelo y lo guardé en el bolsillo de atrás de mi blue jean, y esperé a mis padres sentado en el living. Mis padres no aparecían. Fui a buscarlos a su cuarto, que estaba al fondo del pasillo. La puerta de su cuarto estaba cerrada y por el tono de las voces supe que discutían. Entré y los noté incómodos.

Bajamos al garaje con papá y me senté en el asiento delantero del Peugeot 403 que había comprado ese año. Con cuidado, coloqué la caja de zapatos en el asiento de atrás. Papá puso la radio y con el encendedor del auto prendió un Chesterfield. Abrí la ventana. Papá bajó y abrió el portón del garaje. Esperamos un rato eterno a que mamá terminara de peinarse, pintarse y vestirse. Finalmente llegó.

—Te parece, viejo, justo llegar a la hora del almuerzo —dijo mamá mientras se sentaba en el asiento de atrás, al lado de la caja de zapatos—. Queda mal.

Papá no contestó. Puso el cebador del auto y lo prendió. Esperó un rato que se calentara el motor y dio marcha atrás. Sacó el auto del garaje y lo dejó en marcha sobre la vereda. Bajó y cerró el portón. Se subió y salimos.

Tomamos Libertador hacia el norte. Yo conocía parte del camino porque era el que tomaba para ir al colegio. Era día de carreras; al llegar al hipódromo se acercó un vendedor que gritaba “la verde, la verde”. Había árboles enormes, palos borrachos, tipas y plátanos que proyectaban su sombra sobre la avenida. Me gustaba esa zona de las afueras de Buenos Aires donde ya se perdían los edificios y parecía que la vida era más linda. Las casas estaban escudadas en altos setos y apenas se divisaban sus techos. Me imaginé los grandes jardines y envidié las piletas. Una concesionaria tenía autos descapotables estacionados en la vereda.

A lo largo del camino había afiches pegados en los postes, árboles y paredes. Unos medio rotos decían Acuña-Zubiri, Acuña subirá. UCRI. Otros eran de la Unión Popular. Me gustó más el de la UCRI porque tenía rima.

Al tomar la ruta 202 todo cambió y el tráfico se hizo más lento. Paramos en una esquina y en un árbol había un cartel pegado que decía “magia negra” y tenía un número de teléfono.

Adentro del auto hacía calor.

—Podemos abrir el techo —dije.

—No, por acá es peligroso, no podemos —contestó papá.

Antes de llegar a la quinta, mamá le dijo a papá que estacionara adentro, que era más seguro. Papá dobló y paró frente al portón de madera de doble hoja con remaches de bronce que daba a las cocheras de la quinta. Paró y tocó bocina. Tío Luis abrió el portón. Entramos y papá estacionó detrás del Valiant IV de la tía Estela.

La mesa estaba puesta en el quincho, cerca de la pileta.

—Hola, Sebi, qué alto estás —me dijo tía Estela y me dio un beso que intenté esquivar disimuladamente sin lograrlo.

Al fondo se veía la casa de los caseros, donde vivían Segunda y Susanita. Me senté en la punta de la mesa, al lado de Javi y Robi.

—Ah, llegaron justo para la hora del almuerzo, qué suerte, ¿no? Hay goulash, lo preparé yo —dijo tía Estela.

Goulash en verano, qué suerte —dijo mamá y se sentó.

—Vieron que viene De Gaulle en octubre —comentó tío Felipe.

—Seguro que los peronistas van a aprovechar para hacer lío —dijo tío Luis.

—Bueno, tenemos derecho, ¿no? Después de tantos años, viene otro que apoya una tercera posición —dijo tío Felipe.

De repente apareció Susanita con una bandeja. Los vasos hacían un ruidito al golpearse entre sí. Caminaba despacio hacia la mesa. Susanita dejó los vasos.

—¡Vení, no te quedes ahí parada, nena! ¡Vení a buscar el pan! —le gritó Segunda. Susanita no le hizo caso.

—Vení a ayudar, ¿querés? No te quedes viendo a los chicos que te va a pasar lo mismo que a la Joly, que engordó de solo mirarlos y se tuvo que ir a La Banda de lo redonda que estaba.

Susanita volvió corriendo a la cocina, agarró las paneras y las llevó a la mesa con los miñones que su mamá había comprado esa mañana en la panadería de la ruta 202.

En la cocina, Segunda hizo un volcán de harina, puso dos huevos en el cráter y lo tapó con más harina. Amasó la mezcla y la envolvió en un repasador.

—¿Qué hacés, Seba, acá en la cocina? Volvé a la mesa con tus primos.

Me quedé parado en la cocina y vi cómo Susanita se subía a una silla y bajaba un molde para el postre. Segunda lo limpió con el repasador y lo puso en la mesada.

—Pero qué tercera posición ni tercera posición. Eso les importa un pito, lo único que quieren es que vuelva el que te jedi para acomodarse —dijo tío Luis.

—No seas grosero, querés —dijo tía Estela.

—¿Grosero? Pero ¿qué dije?

—Vos, porque creés que no tenemos ideales, que somos todos como vos. A mí me parece que el que se viene es el viejo, y eso es lo que los asusta a ustedes —dijo tío Felipe.

En ese momento, Segunda apoyó otra fuente de goulash en la mesa. Tía Estela aprovechó la interrupción y dijo:

—Bueno, bueno, ahora sí, cambiemos de tema. ¿Vieron que Tom Jones ganó el Oscar?

—En realidad a mí me había gustado mucho más Cleopatra. Elizabeth Taylor estaba preciosa y Richard Burton es un churro bárbaro, ¿no?

Tía Estela pidió que le pasaran los platos y empezó a servir con dos cucharones de madera, uno para el goulash y el otro para los ñoquis.

—A mí me gustó mucho la actuación de Rex Harrison, ¡qué elegante es!

—La que más me gustó fue Ese mundo está loco, loco.

—Pero si te quedaste dormido a los cinco minutos. Vos, siempre igual.

—Los chicos se están aburriendo. Vayan a jugar que los llamamos cuando esté el postre.

—Vamos al garaje —dijo Javi y todos mis primos salieron corriendo desparramando las sillas de la mesa.

Corrimos hasta el garaje. Cuando entré la vi instalada sobre las dos mesas de ping-pong, no me la había imaginado, nunca había pensado que existía algo así. Apoyé mi caja de zapatos en el piso tratando de esconderla y me quedé mirando la pista. Era una pista de carreras para autos Scalextric en forma de óvalo con cuatro carriles, uno para cada uno de mis primos.

—Vos, Sebi, parate en la curva esa y volvé a poner en la pista cualquier autito que descarrile.

Susanita estaba sentada en la puerta de los caseros, mirando hacia el garaje.

—Ponete vos en la otra curva y con Sebi pongan en la pista los autos que se descarrilen —le gritó Javi a Susanita, que se acercó corriendo.

—¿Quién cuenta? —preguntó Facundo.

—Yo —dije para hacer algo y conté uno, dos y tres.

—No, no así no. Contá desde diez para atrás y cuando llegues a cero decí “largaron”.

—Bueno. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero, ¡ya! —dije.

—No, no, “ya” no, decí “largaron”.

—Bueno, está bien —dije, y conté de nuevo y terminé con un “largaron”.

Los autos salieron a gran velocidad, menos el de Facundo, que no estaba bien ubicado en el riel y no arrancó. El auto de Javi iba primero.

—De nuevo, de nuevo, larguemos de nuevo que mi auto no estaba encarrilado.

—Bueno, está bien, vamos de nuevo —dijo Javi resignado—. Contá bien esta vez.

Conté de nuevo y terminé con un “largaron” y esta vez sí salieron todos los autos, doblaron parejos la primera curva y llegaron a la chicana, donde se juntaban y no podían pasar todos al mismo tiempo. El auto de Robi descarriló. Susanita lo agarró y lo puso de nuevo en la pista, y el auto siguió corriendo algo retrasado. Llegaron a la curva, primero el de Javi, después el de Facundo, más atrás el de Juan y el de Robi. El auto de Javi se salió de la pista y lo pasaron los otros tres.

—Dale, dale, ponelo de nuevo que me pasaron —me dijo Javi. Puse el auto en el carril de la pista pero no arrancó.

—Lo hacés a propósito —me gritó—. Ponelo, gil.

Lo moví un poco y levanté las ruedas traseras mientras Javi aceleraba. Lo apoyé de golpe y el auto salió disparado sin control y se volvió a salir en la curva siguiente. Javi perdió la primera carrera.

Después de varias carreras me aburrí y me fui. Di la vuelta al garaje y vi de espaldas a tía Estela y a tía María que caminaban hacia el lavadero con una canasta de ropa. Ellas no me vieron.

Seguí caminando y vi el sapo. Estaba en el alero, al lado de la puerta del garaje, como abandonado y con la boca abierta a la espera de que alguien se acercara a jugar. En el centro de la tapa había un sol con la boca enorme de mil puntos, un sapo de seiscientos y un molinete de trescientos puntos. A los costados había dos sapitos más chicos de cien puntos y seis agujeros, tres de cada lado, de veinte puntos. Los tejos eran pesados y me costaba tirarlos con puntería.

Busqué un cajón de madera de Coca-Cola, lo di vuelta y me subí. Jugué un rato pero no pude embocar ningún tejo ni en la enorme boca del sol, ni en el sapo, ni en el molinete. Solo pude meter los tejos en los otros agujeros.

Al rato apareció Susanita.

—¿Puedo jugar? —me preguntó.

—Bueno. ¿Vos también te aburriste? —y le di las fichas.

Susanita era más alta que yo y un poco gorda. Tenía el pelo largo y oscuro. Por el contorno de la blusa noté sus tetitas firmes. Además, tenía un vaquero que le ajustaba.

Tiré todas las fichas al sapo, emboqué alguna en los agujeros de los costados y logré sumar algunos puntos.

—Viste, es fácil. Probá vos —le dije.

Ella se dio vuelta, se agachó, apuntó al sapo y tiró pero no hizo puntos.

—Pero no embocás ni una. Mirá cómo emboco yo —le dije y seguí tirando al sapo.

—¿En qué grado estás? —me preguntó.

—En quinto, ¿y vos?

—En séptimo. Este año termino el cole.

—¿Qué vas a hacer después?

—¿Y qué voy a hacer? Voy a seguir la secundaria y después quiero ser enfermera. ¿Vos qué vas a hacer?

—No sé… Me gustaría ser piloto de turismo carretera… pero mi papá me dijo que primero hay que ser copiloto y entonces no sé todavía.

—¿Sabés lo que es la paja?

—No, no sé —le contesté, y ella salió corriendo hacia la casa del fondo donde vivía con su madre.

—Chicos, chicos, vengan, vamos a comer el postre, hay torta con helado —gritó tía Estela. Corrimos al patio y nos volvimos a sentar en la mesa.

—Pero no se lo coman todo, tienen que dejar para Segunda y Susanita —dijo la tía Estela.

—Yo les llevo, tía, yo les llevo —dijo Javi.

—¿Quién quiere jugar al billar japonés? —pregunté.

—Yo quiero —dijo Robi—, pero dame ventaja.

—¿Por qué ventaja?

—¿Por qué te parece? Porque ganás siempre.

—Bueno, está bien, te doy cinco fichas de ventaja.

Busqué el tablero y lo apoyé en la mesa del patio.

—¿Qué fichas querés, las verdes o las rojas?

—Las verdes.

—Bueno, te saco las cinco de ventaja y además empezá vos. Ahí va, adentro la primera.

Robi embocó otra más pero a la tercera gritó de dolor por el choque de su dedo índice con el tejo y erró.

—Ahora me toca a mí —le dije.

Gatillé mi dedo índice con el pulgar y lo acerqué al tejo blanco. Tiré y emboqué mi primera ficha roja y después otra y otra sin parar, hasta ganar el partido.

En ese momento vi a Javi que venía caminando de la casa de los caseros y al pasar a mi lado dijo:

—Boludo, no estás avivado.

El libro infinito

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