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1. EL PROFESOR: DE PROFESIÓN ARTESANO*

En un ya clásico texto titulado Universidad sin condición, Derrida (2000) nos recordaba que profesar implica comprometer nuestra responsabilidad por medio de pruebas, es decir, mostrando actuaciones concretas. El llamado del filósofo nos invita a pensar en las profesiones como un asunto relacionado con el profesar algo y comprometerse con cierta clase de actuaciones mediadas por un tipo particular de conocimientos y destrezas. En este sentido, el profesional que practica el saber práctico —phrónesis, de la cual hablaremos más adelante— está más ligado a la ética que a los conocimientos técnicos que provienen de la práctica (Sellman, 2012). Sin embargo, esto parece haberse olvidado en nuestra sociedad, al punto que lo único que parece interesar es el título obtenido en una prestigiosa institución y la reflexión que se hace sobre las prácticas se encamina más al orden técnico, separando lo ético de lo moral.

La profesión y el olvido de sus raíces

En la actualidad, las profesiones se legitiman por el cumplimiento de ciertos estudios y ejercicios de simulación —que suelen llamarse prácticas— que administran las universidades; así, el profesional es reconocido como tal no en función de sus actuaciones, sino en relación con el título que ostenta. Sin embargo, se olvida que al consagrase a una profesión, el profesional se vincula a un oficio que se identifica socialmente por las prácticas que se derivan de este. Por otra parte, la pertinencia, la legitimidad técnica de los procedimientos y los fines de las prácticas de los profesionales intentan ser esclarecidos rigurosamente en el ámbito del conocimiento experto que reside en las universidades; de ahí la autoridad de enseñanza y el reconocimiento legal que permite emitir títulos. En este sentido, la manera como se entienden las profesiones tiene que ver con teorizaciones que provienen del mundo profesional, al punto que toda reflexión está dada, como lo enuncia Carr (2005), por una poiesis orientada por la tejne; es decir, acciones con una clara orientación técnica, pero sin suficiente reflexión ética y moral.

Así las cosas, nuestra sociedad confía en las profesiones, pero a la vez experimenta también una desconfianza creciente en quienes las ejercen. Tal desengaño se enmarca en la duda que emerge respecto a las acciones de los profesionales que reflejan los conocimientos requeridos para desarrollar su profesión, asunto que deriva en el compromiso ético de su ejercicio. En este contexto Donald Schön (1998) afirmará que es importante formar a los profesionales en el ámbito de la reflexión para así diferenciar qué es aquello que se entiende por práctica y cómo esta se encuentra ligada —inseparablemente— a la teoría, superando así las simples técnicas, para reflexionar durante y desde la práctica;1 es en ese espacio de confrontación con lo que acontece en el cual los profesionales pueden poner en ejercicio su saber hacer, no como una abstracción sino como algo concreto sobre lo que se reflexionaría en un sentido ético y moral (Kemmis, 2009). La profesión no trata solamente de la forma como una persona traslada los conocimientos aprendidos en una institución educativa al orden concreto de la realidad social; se emparenta más con el aprendizaje gremial y su vinculación —por reconocimiento social— a dicho colectivo.

En esto términos, aun cuando se busca la profesionalización a toda costa —títulos de mayor categoría, acreditaciones institucionales, investigación profesional—, la manera como se entiende la profesionalización tiene que ver más con la demostración de un conjunto de conocimientos y habilidades que, desde la teoría administrada por las instituciones educativas, puede ayudar a comprender mejor las prácticas que se desarrollan en el seno de estas. Comprendida así la profesión, se cae en una ignorancia sobre aquello que es lo práctico, lo cual se confunde con simples técnicas para dominar el mundo natural y el mundo social.

Un concepción de la profesión como la que parece imperar hoy separa los medios de los fines; es decir, aleja la ética de la técnicas y la práctica misma, generando empobrecimiento en los sistemas educativos pues se termina replicando modelos que buscan la formación solo para la productividad y el control social. El profesor, como profesional, no es ajeno a esta situación. La excesiva confianza en este tipo de profesionalización irreflexiva lleva a que se vea como lugar seguro las teorizaciones y las técnicas, más que el actuar mismo del maestro: sus prácticas. En consecuencia, el maestro que se entiende como profesional solo en virtud del título que lo acredita como tal, simplemente intenta explicar todo lo que le acontece en su práctica desde la colonización de la teoría: eso que le enseñaron en la universidad o aquello que puede encontrar en los libros, esperando explicar el mundo pedagógico o encontrar fuera de él la respuesta para aplicar técnicas que le permitan desarrollar una buena práctica. En oposición a lo anterior, podríamos argumentar que un profesor profesional estará más vinculado con el saber práctico —phrónesis— que con el técnico (Barragán, 2013a), pues sus actuaciones se sitúan más en campo de la reflexión en y sobre la acción que en la distancia metodológica respecto al hacer.

Pensar la práctica

En el campo la investigación social, la preocupación por los temas provenientes de la práctica ha llegado poderosamente, en especial al buscar la comprensión de aquello que consideramos práctico en el quehacer investigativo y la función concreta del investigador. Por ejemplo, para el danés Bent Flyvbjerg (2001) la investigación social ha derivado en una confianza excesiva en los métodos provenientes de las ciencias naturales, de acuerdo con los cuales la comprobación y la verificación son la única vía de comprensión de lo humano. En estos términos, la teoría coloniza la práctica y la relega al campo de la explicación teórica. Como consecuencia de esta comprensión de la práctica, pensar sobre estos temas no parece tener mayor relevancia ya que todo puede ser explicado desde el dominio teórico. De ahí la necesidad de pensar nuevamente en aquello que es práctico y su diferencia con lo técnico.

Siguiendo esta línea de reflexión, podemos decir que en el lenguaje cotidiano es frecuente decir que aquel conocimiento no es práctico y que este sí; es decir, el segundo llegará a servir para algo y el primero podrá servir, pero no tanto. También es común afirmar que una persona es muy práctica y por ello hace las cosas bien y rápido. Y qué decir del mundo académico, cuando tras una conferencia o un curso se afirma: “¡Muy interesante!, pero fue demasiado teórico, ¡eso no es práctico!”. Estas afirmaciones no son ingenuas y como mostraremos en las líneas siguientes, obedecen más bien a una compresión de lo que se hace dese un orden técnico y no propiamente práctico. La práctica (praxis) parece tener unas connotaciones diferentes a las que hoy asumimos como válidas.

En su obra Tras la virtud, Alasdair MacIntyre (2009) lleva a cabo, entre otras tareas, una crítica al concepto de práctica que se ha difundido en la actualidad. Así afirma, releyendo a Aristóteles, que cualquier práctica no se puede comprender solamente como una compilación de destrezas técnicas. Tal confusión parece tener que ver con la manera como Occidente, desde el giro copernicano, valoró más las destrezas técnicas que fueran controladas de forma rigurosa por un método con miras a la producción de algo concreto que fuera medible y manipulable. En sentido similar, el filósofo Hans-George Gadamer muestra que es imperativo asumir una re-compresión de la praxis, la cual ha sido cargada de una comprensión equívoca que se instauró sistemáticamente por parte de la lógica de la metodología de las ciencias naturales y que ha llevado a su degeneración teórica, puesto que en el ideal de certeza que pregona la ciencia “se ha visto despojado de su legitimidad […] de este modo el concepto de la técnica ha desplazado al de la praxis” (Gadamer, 2001, p. 647).

Desde estas perspectivas, en la actualidad cuando se habla de práctica, de cualquier tipo, parece que se hace referencia al saber específico que se manifiesta en unos procedimientos calculados de antemano, que son mensurables, comprobables, metodológicos, ordenados y que devienen en una acción concreta; es decir, son técnicas. Una comprensión como esta impera en el mundo tecnológico-científico que valora las actuaciones de los individuos desde lo que se hace puntualmente, se produce y se traduce en cosas concretas, llevando a que lo práctico, en el sentido de praxis, pierda valor y se olvide su relación con la phrónesis, φρóνησις: saber práctico.2

Entonces, ¿qué podemos entender por práctica? Definitivamente no podríamos comprender solo lo que se hace de manera específica, esto sería técnica; la práctica en el sentido que estamos escudriñando, es decir, a manera de la phrónesis, se puede comprender como ese acontecer de los individuos en el cual teorizar y ejecutar son complementarios, esto es, que la praxis se sitúa “entre los extremos del saber y del hacer” (Gadamer, 1998, p. 314). Así las cosas, un primer elemento que desmontar del imaginario colectivo es pensar que aquello que se hace es algo práctico solo por el hecho de la acción; no, eso sería algo técnico ya que se desarrollan unos procedimientos concretos guiados por unas orientaciones específicas; en consecuencia, no valdría decir simplemente que lo que hace una persona es más práctico que lo que hace otra, tal vez sea más técnico, pero no más práctico. Veamos un poco más el asunto.

Volviendo nuevamente a MacIntyre (2009), podemos decir que una práctica es una actividad humana estructurada de forma compleja y coherente que posee un carácter cooperativo, que al establecerse socialmente busca realizarse mediante unos modelos de excelencia. Esta propuesta invita a pensar en que la práctica intenta alcanzar un arquetipo instaurado previamente. Hasta aquí nada tendría de diferente con la acción técnica, pero el autor sigue diciendo que, adicionalmente, estos modelos de excelencia “le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva se extienden sistemáticamente” (p. 233); es decir, que la auténtica práctica busca la excelencia en la acción misma (técnica), pero de cara a unos fines y bienes que tienen que ver con lo humano, más que el producto o la acción concreta que se desarrolla, por ello se replica en lo social. Y agrega: “[las prácticas] se transforman y enriquecen mediante esas extensiones de las fuerzas humanas y por esa atención a sus propios bienes internos que definen parcialmente cada práctica concreta” (p. 237).

Desde este horizonte, entonces, algo práctico no es una hacer simplemente cosas, ya lo hemos dicho. Hacer un puente, clavar una puntilla, desarrollar destrezas para operar a un paciente, jugar al fútbol o actuar en una obra de teatro puede realizarse solo como acciones técnicas, ya que no necesariamente se piensa en las intencionalidades de lo que se hace. Lo práctico implica la técnica pero también la reflexión, es decir, necesita la teorización, no solamente sobre los procedimientos y los métodos (técnica, ciencia), sino también sobre los fines humanos de estas acciones. Como se empieza a advertir, lo práctico tiene que ver con la ética,

o lo que es lo mismo, pensar en los alcance de las acciones concretas (técnicas, método) en términos de lo que, nunca estable, ha establecido una sociedad por bueno o malo, desde un horizonte de legalidad: “las normas aparecen como el elemento distintivo de la comprensión ética del ser humano; en ese espacio, la acción práctica cobra validez. Las normas poseen un componente objetivo (que ha sido alcanzado y se transforma en las relaciones de validación de la cultura y la sociedad) y un espacio de imputabilidad subjetivo en que el individuo debe asumirse como artífice de sus propios actos” (Barragán, 2009, p. 140). Algo práctico es intencional, en el sentido epistemológico, pragmático, ético, moral y político. Así, entonces se emparenta con la phrónesis, es decir, con el saber práctico, que no es otra cosa que hacer las cosas con miras a un bien: “phrónesis es el nombre de Aristóteles para la sabiduría y la experiencia” (Flyvbjerg, 1991).

¿De los oficios específicos que realizan el músico, el arquitecto, el teólogo, el programador informático, el administrador, el albañil, el instru-

mentador quirúrgico, el pedagogo, el político, el ingeniero, el veterinario, el policía, el cocinero, el trabajador de fábrica o el chofer de taxi, podría-

mos decir quién realiza acciones más prácticas? La lógica de la ciencia nos parece llevar a inclinarlos por aquellas personas que tienen un producto o un servicio concreto al final, o que durante el proceso de ejecución de sus acciones pueden dar cuenta de los pasos seguidos a fin de ser replicables en mayor o menor medida. Lo que podemos decir sobre ello es que no es necesariamente cierto, pero sí afirmar que esos profesionales pueden ser, tal vez, mas técnicos; sus procedimientos son más eficaces al reproducir un sistema conceptual y metodológico que los lleva a tener algo que mostrar. Desde la perspectiva que nos hemos impuesto, parece entonces que lo práctico de estos profesionales no sería la destreza técnica, sino la capacidad de reflexionar sobre sus acciones y actuar de acuerdo con sus conocimientos teóricos, o el perfeccionar sus destrezas técnicas no por la simple repetición, sino por la repetición mejorada por la teorización con miras a un fin humano que se enmarca dentro de lo ético, con independencia del nivel de escolaridad en el que se encuentre la persona que desarrolla las acciones.

Este es el punto crucial. Se es arquitecto, albañil, profesor, veterinario, sacerdote, cocinero, etc., no solamente —como lo promulga el mundo de hoy— por las actividades desarrolladas en las que se evidencian habilidades de índole técnico, sino que a la vez es necesario decir que sus destrezas técnicas deberían estar alimentadas por su opción fundamental de asumir lo que hace de manera concreta desde sus horizontes existenciales; es decir, que deberían practicar un oficio en el que empeñen la existencia y que se manifieste de una manera específica. Eso es lo auténticamente práctico de cada uno de los oficios que la sociedad impone a los individuos, allí se deberían considerar los fines éticos, morales, axiológicos, epistemológicos y políticos, entre otros tantos. Este es el auténtico saber práctico que se pone en operación como phrónesis. Igual ocurre con acciones que desarrollamos en la vida cotidiana: montar en bicicleta, jugar con nuestros hijos, leer un libro, conducir, retirar dinero de un cajero automático, hacer un favor a un vecino, o dentro del ser del maestro cuando afirmamos

que un colega es más práctico que otro.

Ahora bien, tal como lo presenta Josep Maria Puig-Rovira (2003), hemos de distinguir —no de forma definitiva— diferentes tipos de prácticas: culturales, educativas formales, educativas informales, curriculares, profesionales, morales, de encuentros interpersonales, solo por mencionar algunas cuantas, y decir también que las prácticas, además de ser objeto de interpretación y comprensión, introducen en la cotidianidad de la vida de sus protagonistas aspectos que, gradualmente, se hacen más palpables por medio de la educación.

Las prácticas de los profesores

Una vez clarificado qué entendemos por práctica, pasemos ahora al plano educativo. En general, las prácticas “son espacios de experiencia formativa, son el lugar de la educación. De ahí se deriva la necesidad de estudiar con cuidado los procesos educativos que se producen en su interior” (Puig-Rovira, 2003, p. 260), en ello estriba la importancia de pensar nuevamente el concepto, a fin de revitalizar los estudios filosóficos, educativos y pedagógicos, entre otros tantos. Las prácticas no son, en consecuencia, solamente dominio exclusivo de lo que se hace en un contexto laboral, sino que involucran también cualquier acción humana que sea intencionada y que apunte a pensar los fines humanos de esa acción particular. Por ello, son un tema obligado de la reflexión educativa. Las prácticas pedagógicas —como una de tantas prácticas— serán ese conjunto de acciones que se convierten en espacio de reflexión de la pedagogía y que por extensión son propias de los profesores, pues les posibilitan la identificación como especialistas del saber educativo. Son las prácticas pedagógicas un constructo socialmente constituido, que permite identificar si esta o aquella acción de un profesor es admisible dentro de un sistema de representaciones constituido históricamente e institucionalizado por medio de las acciones concretas de los currículos.3

Un profesor es clasificado como bueno o malo por sus prácticas. Como sucede en todas las profesiones, esa parece ser la única categorización permitida. Tal juicio, que normalmente realizan los estudiantes, determina en lo fundamental su vida profesional y hasta la propia autocomprensión como persona y maestro. Lo que resulta claro es que al calificar a una persona a partir de estas categorías se hace exclusivamente con base en aquello que en concreto realiza; es allí donde se juega el universo de significaciones: en la relación enseñanza-aprendizaje. La práctica del profesor es entonces aquello que lo define; pero no se trata de aquellos procedimientos que fundamentan su quehacer, sino, como hemos visto, de la implicación de esas acciones con la praxis, elevando eso concreto al nivel de práctica pedagógica como conjunto de procedimientos y actuaciones con en el que se piensa lo humano en relación con las intencionalidades éticas que subyacen a su actuar phronético, por encima del conocimiento científico, pero considerándolo un aliado poderoso.

Por ello resulta imperativo no hablar solamente del conocimiento de expertos de los profesores, cuestión que ahondaría en la eficacia técnica de su saber educativo y pedagógico, en el que se referencia la labor profesional del profesor, o si se desea, la profesionalización de este, donde el vigor de sus actuaciones está dado por los elementos verificables en la capacidad de experticia que demuestre; es decir, “una cultura de lo experto, de individuos dotados de habilidades y know-how cada vez más sofisticados” (Barcena, 2005, p. 19). Por el contrario, debe teorizarse más allá del conocimiento de experto aludiendo a uno de los aspectos fundacionales de su razón de ser como subjetividad que le constituye como profesor: la práctica. Es en ella que el profesor es quien es, allí se juega su ser y la calificación como buen o mal profesor, que es en últimas lo que importa en cualquier sociedad, independientemente de si el sistema educativo le es adverso o favorable, pues los hay quienes, en contra de todo, se han distinguido por su labor docente.

No se trata simplemente de enseñar matemáticas, ciencias naturales, lenguaje, o cultivar la tierra, hacer una buena pieza de metal, o enseñar buenas costumbres democráticas. Un proceso de enseñanza-aprendizaje de corte instrumental como ese reforzaría solamente el carácter técnico del aprendizaje, vigorizando con ello la simple profesionalización del maestro y la tecnificación de las habilidades del estudiante. Eso sí, podría ser muy útil al momento de presentar y superar pruebas regionales, nacionales e internacionales en las que se mide el nivel de profundidad técnico-científico y no se habría ganado mucho en el desarrollo de habilidades críticas, que en este esquema también simplemente pueden convertirse en seguir la voz de la mayoría. Por ello, la práctica pedagógica debe estar cargada de significación, al punto que se valore la comprensión de praxis que existe en ella. Una práctica pedagógica real insiste en los procesos, en las significaciones, comprende las formas de conocer, valora conocimientos acumulados históricamente, pero sobre todo, considera sus fines humanos con miras a la transformación social, en cuanto sabiduría practica: phrónesis. La práctica pedagógica define al profesor y a su vez se encarna en él, pero no es simplemente la sumatoria de una miscelánea de desempeños; de manera específica, tiene que ver con una opción que va más allá de lo simplemente metodológico y la verificabilidad científica de sus actuaciones.

Ser profesor parece comportar el que se asuma la existencia más allá del profesionalismo, del cumplimiento normativo y metodológico de la ciencia y de la idealización de teoría educativa y pedagógica. Implica que si para aprender matemáticas se debe hacer ejercicios, para aprender a dibujar se debe dibujar, para jugar cualquier deporte se debe entrenar, entonces también se debe hacer algo similar para realizar una buena docencia.

El profesor artesano

En su libro El artesano, el sociólogo Richard Sennett (2009) invita a pensar sobre la forma como Occidente ha construido el conocimiento. Llama poderosamente la atención que el autor muestre la importancia de recobrar la comprensión sobre quien desarrolla actividades artesanales, especialmente porque esa labor —tal como fue gestada en la tradición occidental— va más allá del producto concreto que resulta al final. Alrededor del artesano se consolidó una comprensión del mundo que valoraba la tradición teórica, la técnica, la práctica, la relación maestro-discípulo y el espacio mismo donde se realizaba el oficio. Sennett reinterpreta la categoría artesano, la cual “abarca más que la del artesano artista; hombre o mujer, representa en cada uno de nosotros el deseo de hacer algo bien, concretamente y sin ninguna otra finalidad” (Sennett, 2009, p. 181). En la obra en mención el autor pone el acento en la manera como la cultura ha olvidado que lo simple y lo laborioso son algo importante, que no ha de buscar necesariamente ser validado y legitimado por un conjunto de métodos canónicos como los de la ciencia.

De los postulados de Sennett concentraremos la atención en lo que

él ha llamado la conciencia material, que es finalmente aquello por lo que el artesano sabe que puede cambiar la materia con la que trabaja, de acuerdo con sus intencionalidades técnicas y sus fines éticos y morales. Un joyero, por ejemplo, involucra todo su ser en modelar los materiales con que crea su extraordinaria pieza; pacientemente moldea, da forma, calienta, enfría, tuerce, recorta, lima, pule; si es necesario deshace y vuelve a fundir. En la dedicación de este individuo se nota su conciencia material, por la que es capaz de saber que puede cambiar las cosas a él confiadas utilizando unas técnicas específicas, pero además que esa joya tiene un fin último, en este caso la belleza. De igual forma, un grupo de profesionales de la salud —aquí nos apoyamos en los ejemplos de Sennett— quienes al observar en una convención las fotografías o videos de una intervención quirúrgica, saben que lo que allí se hace es posible, pues su conciencia material les ha mostrado que es viable cambiar las cosas, en este caso, cambiar la enfermedad por salud. En este contexto, la categoría conciencia material, introducida por Sennett de la que hablaremos también en el capítulo noveno, permite vislumbrar cómo las acciones concretas de los individuos deberían pasar por una interiorización de las capacidades técnicas y sus fines humanos, ya que “los seres humanos dedican el pensamiento a las cosas que pueden cambiar” (Sennett, 2009, p. 151), en un sentido muy similar a la forma que, líneas atrás, hemos caracterizado las prácticas y, adicionalmente, considerando que esas transformaciones tienden a los fines humanos y al bien, que es según Aristóteles: “… aquello hacia lo que todas las cosas tienden” (Ética nicomáquea, I,1, 1094a1).4

Pero en el campo de la educación, ¿sobre qué recaería propiamente la conciencia material?, es decir, ¿qué es aquello sobre lo que se debe actuar, con la certeza de que se puede cambiar? El ser humano, como artesano, puede transformar las acciones con intencionalidades técnicas o de fines. De igual forma, si asumimos también como valedero que “Éste es el campo de conciencia propio del artesano; todos sus esfuerzos por lograr un trabajo de buena calidad dependen de su curiosidad por el material que tiene entre las manos” (Sennett, 2009, p. 151), cabría preguntarnos sobre el material que tiene entre las manos el profesor y la curiosidad sobre este de cara a la educación.

El profesor puede llegar a ser un artesano; él representa el compromiso con lo humano por medio de la cristalización de actuaciones en las que desde su interpretación de los conocimientos y los ideales de la cultura, posibilita la trasformación de los individuos que son confiados a su tutelaje en el marco de los sistemas educativos. Si se mira con detenimiento, y más allá de acepciones románticas, el maestro es un individuo que se atreve a reflexionar curiosamente sobre cómo hacer posible la relación enseñanza-aprendizaje. La conciencia material, de la que hemos hablado en los párrafos anteriores, se encarna en la confianza en que es posible la mediación pedagógica y unos productos que pueden ser observables en términos de actuaciones de los estudiantes, tanto en el campo cognoscitivo como en el estético, el ético y el moral. El profesor es un artesano de la práctica pedagógica en la que se involucran prácticas de diversos tipos.

Siempre en los recuerdos están las imágenes de aquellos buenos profesores que marcaron nuestra existencia. Esos individuos son perpetuados en la memoria por lo que nos enseñaron, especialmente por aquellas actuaciones virtuosas en las que un gesto amable, un consejo a tiempo o unas metodologías nos permitieron aprender existencialmente que el bien es posible en el universo de las desigualdades humanas. Muchos de ellos ni siquiera eran propiamente profesores de educación moral, filosofía o ética, tal vez tenían que ver más con química, matemáticas, ciencias o educación física, pero con independencia de su origen epistémico imprimieron en los estudiantes, de manera artesanal, esa marca indeleble que hace que lo humano sea reproducible. Debe recordarse que cuando hablamos de lo artesanal en modo alguno podemos entender algo improvisado o que es producto del azar; por el contrario, el artesano se constituye mediante un arduo proceso de aprendizaje, desarrolla unas técnicas rigurosas y sobre todo piensa en los fines últimos de lo que hace. La visión del artesano atribulado o asistemático es una conquista renacentista y de la época industrial, periodo en el cual la confianza en lo metodológico y en la racionalidad moderna ilustrada imperó. Así se instauró el reino de la técnica. El artesano es ante todo un hombre de bien que considera su obra como un producto nunca acabado, sino susceptible de trasformación, siempre en relación con el principio de cooperatividad como se vincula a una tradición de conocimiento.

El lugar de las prácticas: el taller

Los profesores son profesionales, es cierto, pero fundamentalmente, por encima de ello, son individuos que ejercitan de forma práctica sus destrezas al permitir la formación de lo humano en los seres humanos, de acuerdo con lo que el orden sociocultural les insinúa como rutas de configuración. Es en este sentido que el profesor es un artesano, y todo artesano se procura un taller. El taller se opone al laboratorio o a la fábrica, donde la producción en serie, la asepsia y el purismo metodológico imperan en los procedimientos para crear algo, al punto que su razón de ser tiene que ver con la calidad procedimental para llegar a un producto final, llevando a olvidar el disfrute de hacer algo simplemente por hacerlo bien. El taller no es solo el lugar físico, “es un espacio productivo en el que las personas tratan las cuestiones de autoridad en relaciones cara a cara” (Sennett,

2009, p. 73), y podemos complementar esta definición diciendo que también se le puede llamar así a “una situación social formada por un grupo de aprendices, o iguales, y una persona normalmente mayor de edad que sobre todo cuenta con una experiencia superior, un especialista” (Puig-Rovira, 2003, p. 150). El taller, como situaciones de aprendizaje y lugar físico, permite que la relación enseñanza-aprendizaje se configure articulando el reconocimiento de destrezas técnicas del maestro, de su repetición constante, de la innovación posterior de los aprendices, el dominio de técnicas y fines éticos, donde la autoridad y la autonomía están mediadas por la relación interpersonal. El taller es por excelencia un campo de transferencia de habilidades.

El profesor como artesano que es también posee su taller. En él se generan situaciones significativas en las que el conocimiento práctico no se reduce solamente al desarrollo de destrezas técnicas. El taller del maestro no está limitado por el espacio físico, y sus herramientas son, entre otras tantas, el arsenal didáctico que desde una reflexión pedagógica permite potenciar el aprendizaje mediante una enseñanza que sobrepasa los simples desempeños y hunde sus raíces en los fines últimos de la educación: formar en lo humano. Es en el ejercicio tallerístico en donde el profesor desarrolla la práctica, allí recupera la tradición de sus conocimientos y actuaciones y a la vez innova de cara a formar en el aprendizaje. Adicionalmente, también aquello que el profesor presenta con la máscara del conocimiento introduce a los estudiantes en multitud de prácticas en las que se imitan y desarrollan los elementos que han de considerarse propios de lo humano: respeto a la palabra, responsabilidad, honestidad, tenacidad, compasión, bondad, fraternidad, entre otros tantos. Todas estas manifestaciones humanas —que bien podemos catalogar como virtudes, actitudes o valores, según sea el caso— entran en operación en cualquier clase de espacio formativo: desde el laboratorio más especializado, pasando por las clases de matemáticas, química, cálculo, ética o historia, o la forma de comer durante el almuerzo. Pero no es un espacio de adoctrinamiento simple o de transmisión llana de conocimientos, las acciones en el taller siempre han de ser dinámicas y enseñan a resolver problemas de forma alternativa, aun cuando se asuman los modelos preestablecidos: “siempre que resolvemos prácticos espinosos, por pequeños que sean, hacemos algo original” (Sennett, 2009, p. 103); esto vale también para las prácticas de los profesores. El profesor, volcado en su taller, ha de configurar los saberes que le son propios como pedagogo. A él le está confiada la creación de la obra de su propia práctica en virtud de sus relaciones con los estudiantes, los currículos, la política pública, el saber pedagógico, los conocimientos disciplinares, la investigación y, sobre todo, en sus actuaciones en las que aplica sus conocimientos, solucionando los problemas in situ, e investiga sobre ello.5 Tales actuaciones serán más del orden del saber práctico phrónesis que del técnico, ya que se emparentan con la disponibilidad ética de hacer las cosas bien. Si estas actuaciones develan su ser, entonces el profesor podrá evidenciar con sus actuaciones aquello que profesa con su profesionalismo. Es en este contexto que el profesor es, de profesión, artesano.

Cibercultura y prácticas de los profesores

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