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4 DEMOCRACIA Y DISENSO
Оглавление«¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden».
A. Camus, El hombre rebelde
En sentido estricto, el disenso debería ser una virtud constitutiva de las políticas democráticas. Tanto que, tal vez sin equivocarnos demasiado, la democracia podría definirse, en términos ideal-típicos, como el gobierno que no solo acepta y no reprime el disenso, sino que encuentra en él su fuerza y no su debilidad.
Este es el horizonte de sentido dentro del cual se orienta Spinoza, el primer gran teórico moderno de la democracia y, a la vez, el primer sistematizador del disenso como virtud peculiar de esta forma de gobierno. Mediante la categoría de libertas philosophandi, en las páginas del Tratado teológico-político (1670) hallamos la primera reclamada apología del disenso político en Occidente, posterior al ius resistentiae codificado por el pensamiento medieval1.
Según un entramado de geometrías variables de rebelión y tolerancia, cada cual debe ser libre, a juicio de Spinoza, de expresar sus propias ideas, aun cuando vayan contra el orden constituido, y de filosofar sobre cualquier tema, sin incurrir en la censura o en la persecución a manos del poder religioso.
Lo importante es que se respeten siempre las leyes vigentes y el orden constituido, aunque se cuestione en el plano teórico. En ello radica la «libertad de filosofar y decir lo que cada uno piensa»2 (libertas philosophandi dicendique quae sentimus), como escribió Spinoza en una famosa carta. En la estela del pensador de la Ética, podríamos afirmar justamente que la democracia realizada es la forma política que permite una coexistencia armónica entre el individuo y la comunidad, la mayoría y la minoría, evitando que la persona sea aplastada por la tiranía de la mayoría, y pueda reivindicar abiertamente su derecho a pensar de otra manera ante la presencia del consensus generalizado.
Desde esta perspectiva, el disenso no corrompería el poder democrático, más bien lo fortalecería. Activaría prácticas de diálogo sobre temas importantes y pondría en tela de juicio, una y otra vez, las geometrías de todo lo existente y la estructuración de las formas políticas.
Surgiría así un poder constituido y, al mismo tiempo, que debe constituirse continuamente en el juego de la legitimidad dialógica, y en el espacio de una comunidad integrada por individuos igualmente libres y solidarios, capaces de entablar un diálogo y enfrentarse con la fuerza dócil de la razón. El derecho a disentir, que el poder intenta tradicionalmente amortiguar porque constituye un factor debilitante, con el advenimiento de la democracia se convertiría en un elemento de fuerza y consolidación del orden político. El debate público libre, marcado por la alternancia de disenso y consenso fortalecería la comunidad democrática, mitigando la tendencia fatal a la uniformidad del despotismo; reforzaría la fe en la regla democrática como método basado en el conocimiento consciente tanto de la falibilidad de los juicios como de su legitimidad gracias a la igual participación en su elección.
El acto de disentir no significa necesariamente una oposición incondicional al poder. En una comunidad democrática también puede darse una forma de disenso que reconozca que toda deci- sión necesita de un actuar comunicativo, que toda ley, lejos de ser definitiva, puede ser dialógicamente evaluada, sin que esto perjudique a la estabilidad de la comunidad.
De ello resulta que —con Spinoza, más allá de Spinoza— el disenso es coesencial con una verdadera comunidad fundada sobre relaciones democráticas horizontales entre individuos libres, iguales y solidarios. Al igual que la sustancia de la Ética, en el plano ontológico, existe en la pluralidad infinita de sus atributos, así la comunidad democrática del Tratado teológico-político prospera en la libre manifestación infinita de sus formas de ser y pensar. En los espacios de la comunidad democrática, el disenso favorece un poder que no es ni estático ni laxo, sino in fieri, siempre mejorable gracias a un disentir que no se reprime, al contrario, se admite y toma en la debida consideración por su labor constante de perfeccionamiento de la comunidad a la que pertenece.
En el marco de una democracia fundada sobre relaciones entre individuos libres, iguales y solidarios, el objetivo no es una sociedad sin oposición —que produciría una recaída en lo «práctico-inerte» criticado por Sartre3—, sino una estructura sociopolítica donde la oposición sea una práctica compartida y reconocida como fundante del ser social.
En este sentido podemos afirmar con justicia que «la democracia es una forma de gobierno que se basa en el disenso»4 y que, para existir de forma estable, no puede renunciar ni a él ni a su libre expresión.
Por paradójico que pueda parecer a primera vista, el consenso no es el rasgo peculiar del régimen democrático: lo necesita pero no es suficiente. Incluso la dictadura más brutal, en efecto, puede gozar del más amplio consenso. El quid proprium de la estructura democrática debería ser el disenso como figura no solamente tolerada, sino reconocida, practicada y promovida libremente por una comunidad de individuos igualmente libres. Una dictadura sangrienta y cruel puede apoyarse en el consenso, pero nunca va a tolerar la supervivencia de formas de disenso en su propio marco sociopolítico5.
A la luz de estas rápidas consideraciones, se puede afirmar con certeza que la democracia sigue siendo una orientación teleológica, una meta a la que aspirar y no una forma política ya realizada en las estructuras de lo existente.
Si bien es cierto que «cuando el disenso se calla, para una democracia debería sonar la alarma»6, esto supone que las configuraciones actuales de la sociedad de masas aparecen cada vez menos genuinamente democráticas, debido a una triple tendencia: a) el vaciamiento de la soberanía popular (reemplazada por las imposiciones sistémicas, por la voluntad de los mercados y el eficiente automatismo de los gobiernos técnicos); b) la desigualdad cada vez mayor entre el vértice y la base que conduce a la polarización hiperbólica de la sociedad; c) la atrofia generalizada de las formas de disenso, así como la negación de los espacios del pensamiento antagónico y no alineado con el orden simbólico imperante. Esta última tendencia es la que queremos abordar en las páginas siguientes.
En el contexto de la moderna civilización tecnológica, donde las masas actúan cada vez más como cajas de resonancia de la ideología y son manipuladas para construir un consenso pasivo, la capacidad para disentir está fisiológicamente debilitada y, cuando todavía existe, se obstaculiza mediante formas que van desde el silenciamiento hasta la persecución a través de la prensa y los medios de comunicación de masas.
Lejos de vivir de disensos y descansar en el acto comunicativo entre individuos igualmente libres y solidarios, las estructuras políticas (que se declaran incesantemente democráticas), después de 1989 están a una distancia sideral del concepto de democracia también en este sentido.
El acto de disentir es sancionado con nuevas formas de demonización o condenas al ostracismo, impidiendo su propia génesis y fomentando, al mismo tiempo, la proliferación planetaria de un pensamiento único homologado que, falsamente pluralista, promueve siempre y solo el orden simbólico legitimador de las auténticas relaciones de fuerza centradas en la muy concreta abstracción que solemos llamar capitalismo.
En el mundo premoderno y en gran parte de la aventura moderna, tal como la conocemos, el acto de disentir fue castigado y perseguido; sus protagonistas a menudo —desde los herejes a Giordano Bruno— pagaron con sus propias vidas. En la Atenas democrática del siglo IV a. C., por ejemplo, el disenso estaba prohibido y condenado al ostracismo, al considerarse peligroso para la estabilidad de la comunidad.
Y desde la antigua Roma hasta la época de las comunas italianas, muchos autores afirman que el disenso provoca la decadencia y el colapso de la estabilidad política. En la obra Res gestae (XV, 3), Amiano Marcelino nos dice que en sus tiempos incluso daba miedo contar los sueños por temor a ser demandado a causa del contenido potencialmente no alineado con el orden dominante.
A lo largo de la historia occidental, el disenso, si no quiere pasar a la figura del martirio, debe disciplinarse y permanecer aprisionado en la conciencia del yo individual, de acuerdo con esa convivencia aporética entre la contestación secreta y la aceptación simulada del poder codificada por los pensadores «libertinos» del siglo XVII y resumida en la máxima foris ut moris, intus ut libet (exteriormente como se acostumbra, interiormente como se quiera).
En el modelo del Leviatán (1651) de Thomas Hobbes, el poder absolutus del Estado se extiende ubicuamente, pero, al mismo tiempo, no puede acceder a la conciencia del yo individual, quia cogitatio omnis libera est (pues el pensamiento es libre)7. La conciencia, siendo estructuralmente incoercible es, en el dispositivo teórico de Hobbes, un rincón del estado de naturaleza que ningún poder o contrato social puede corromper o forzar. Constituye, pues, la base para pensar diferente que, aunque solo in interiore homine, ya plantea, en perspectiva, la posibilidad de un derrumbe del orden establecido.
La Revolución francesa, a fin de cuentas, puede verse justamente como el resultado de la dinámica de extensión y socialización del disentir individual que el Leviatán había reconocido como la dimensión inquebrantable por parte del poder absolutus de la máquina estatal8.
En sus formas actuales, impropiamente llamadas democráticas, el poder ha cambiado de cara. Ya no reprime el disenso como en el pasado. Actúa simplemente para que no pueda constituirse. No recurre a la represión ni a la tortura, puesto que, en ausencia de cabezas realmente discrepantes y de espíritus rebeldes, ya no es necesario.
El poder no castiga los cuerpos, se apodera de las almas. Procura que el siempre elogiado pluralismo de las múltiples voces que animan a la aldea global se resuelva en un monólogo de masas que dice siempre lo mismo: todos elogian igualmente —aunque aparenten criticarlo— el orden real y simbólico de la realidad existente, de acuerdo con lo que la Sociedad del espectáculo de Debord define como el «monólogo elogioso» (§ 24) del orden dominante.
Este anula la posibilidad de que se forme la cogitatio libera (libertad de pensamiento) en la interioridad del individuo a la sombra del poder. El poder absolutus se cumple cuando conquista y administra incluso el espacio mínimo de la conciencia individual como célula genética del disenso. El sistema electoral de las modernas democracias occidentales ofrece, tal vez, la prueba más deprimente de esta pluralidad ficticia en la que la elección es libre y falsa a la vez, puesto que, cualquiera que sea el resultado, sale ganando «la ideología de lo mismo», fragmentada en una multiplicidad organizada.
Esta es la peculiaridad de la cultura del consumo y su remolino de posibilidades y estilos de vida que confirman siempre y solo la misma sociedad de consumo, prevalece la abstención con respecto a una auténtica elección.
Esta última no consiste en la opción por el producto x en lugar del producto y, sino en el disenso opositor frente a esa elección predeterminada, en oponerse a un orden que todo lo resuelve con alternativas que no hacen más que reconfirmarlo y que, secretamente, apunta a eliminar toda posibilidad real de elección.
En el contexto de la suave, persuasiva, «democrática» ausencia de libertad occidental9, se cumple totalmente lo que las trágicas experiencias de los regímenes totalitarios del siglo XX, con sus acciones sangrientas y sus atrocidades, no pudieron llevar a cabo: suprimir el disenso y uniformar totalmente todo sentir y pensar diferente.
Es lo que ya John Stuart Mill en Sobre la libertad (1859) describió con perspicacia y previsión como «despotismo de la costumbre»10 (despotism of custom), una especie de conformismo generalizado según el cual todo el mundo piensa y desea del mismo modo y nadie es capaz de sentir y pensar diferente.
Contra esta pesadilla parcialmente realizada con los totalitarismos del siglo XX y destinada a hacerse realidad solo en la moderna sociedad de consumo —el único totalitarismo superviviente—, Mill abogaba por una sociedad capaz de dar voz también a las excentricidades extremas y a la espontaneidad creativa más radical.
Ya Tocqueville, en las páginas de su obra maestra La democracia en América (1835) hablando de los Estados Unidos, había claramente prefigurado una paradoja que solo ahora, en la sociedad de mercado, parece haberse realizado plenamente: somos habitantes de una realidad que es democrática en el sentido peyorativo de democracia de masas, donde solo el dinero funge como el elemento discriminante, capaz de combinar la igualdad formal con las formas más radicales de desigualdad material que jamás se han registrado en la historia. Se da la circunstancia de que, por un lado, dominan las diferencias cuantitativas más macroscópicas (en el marco histórico posterior a 1989, la brecha entre los que poseen lo superfluo y los que carecen de lo necesario ha alcanzado niveles nunca experimentados); y, por otro, se va imponiendo cada vez más radicalmente una igualdad cualitativa de tipo conformista.
En virtud de esta «igualdad de la irrelevancia», como la llamó Hegel, todos sienten, piensan y quieren del mismo modo: la humanidad se divide en una multiplicidad caleidoscópica de átomos en serie, cualitativamente iguales e intercambiables, sin identidad ni personalidad, cada vez más diferentes uno de otro según su distinto «valor de cambio». El hombre sin identidad se convierte en la nueva figura antropológica hegemónica, coherente con la norma de la valorización ilimitada, del consumismo absoluto y de la homologación planetaria. La precarización de las masas es una etapa esencial, puesto que no solo conduce a la supresión de los derechos que el esclavo conquistó en el pasado con sus luchas —empleando el vocabulario de Hegel—, sino que, además, prepara el nuevo material humano homologado para nuevas y cada vez más intensas formas de plusvalía a favor del amo.
El hombre flexible debe, por esta razón, ser un hombre sin identidad, sin familia, sin conciencia opositora, desarraigado de la tierra y de sus raíces, sin trabajo estable: debe rebajarse al rango de átomo consumidor single y nómada, incapaz de comprender y contrarrestar la enajenación y la explotación que sufre, siempre dispuesto a migrar en nombre de la deslocalización de la producción. En consonancia con la movilización total provocada por el tecnocapitalismo, la movilidad se convierte en la prerrogativa por excelencia del homo instabilis: estructuralmente «des-ocupado» y nómada, es decir, sin lugar fijo ni estable tanto en lo ético como en lo familiar, laboral y territorial.
En este sombrío escenario se cumple la profecía de Tocqueville11. La «nueva imagen» del despotismo se corresponde de manera impresionante con lo que él temía: una muchedumbre de hombres cualitativamente iguales e intercambiables que solo piensan en disfrutar —los «últimos hombres» profetizados por Nietzsche12—, cada uno de ellos indiferente al destino de sus semejantes, totalmente absorto en sí mismo y en su propio goce acéfalo, sin identidad ni tradiciones, sin vis (fuerza) crítica ni espesor cultural.
Y, por encima de ellos, casi imperceptible, un «poder inmenso y tutelar», laxo y permisivo, blando y previsor que los mantiene ilimitadamente en la etapa de la infancia y la inmadurez, de manera que se diviertan continuamente, «con tal de que solo piensen en divertirse» y en disfrutar de las formas más desinhibidas, aliviados del esfuerzo de pensar. El sistema totalitario se transforma en algo atractivo y permisivo, pero sus barrotes no son menos fuertes que los de los regímenes anteriores13.
Día a día, los ciudadanos de la democracia de masas perciben como innecesario el uso del libre albedrío y de la voluntad, satisfechos y felices en los perímetros de esta «servidumbre regulada y tranquila» que ha anulado el disenso sin reprimir sus manifestaciones, eliminando simplemente la más mínima posibilidad de que llegue a constituirse.
1. Cf. R. Laudani, Disobbedienza, il Mulino, Bolonia, 2010, pp. 45 ss.
2. B. Spinoza, «Carta a H. Oldenburg» [octubre de 1665], en Correspondencia completa, Hiperión, Madrid, 1988, Carta XXX, p. 100.
3. J.-P. Sartre, Critique de la raison dialectique, Gallimard, París, 1960, p. 349 [Crítica de la razón dialéctica, Losada, Buenos Aires, 2004].
4. G. M. Chiodi, Tacito dissenso, Giappichelli, Turín, 1990, p. 144.
5. Cf. R. H. Dahl, Political Opposition in Western Democracies, Yale UP, New Haven, 1966.
6. G. M. Chiodi, Tacito dissenso, cit., p. 146.
7. Es el tema central de C. Schmitt, Il Leviatano nella dottrina dello Stato di Thomas Hobbes [1938], ed. de C. Galli, en Scritti su Thomas Hobbes, Giuffrè, Milán, 1986, pp. 61-143 [El Leviatán en la doctrina del estado de Thomas Hobbes, Fontamara, México, 2008].
8. Cf. R. Koselleck, Crítica y crisis. Un estudio sobre la patologénesis del mundo burgués [1959], Trotta, Madrid, 2007.
9. Cf. H. Marcuse, El hombre unidimensional [1964], Austral, Madrid, 2016, p. 41.
10. J. S. Mill, On Liberty [1859], III, 11.
11. A. de Tocqueville, La democracia en América, Trotta, Madrid, 22018, Cuarta Parte, cap. VI [«Qué especie de despotismo deben temer las naciones democráticas»], pp. 1148-1160.
12. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 91981, pp. 39-40.
13. J. G. Ballard, Super-Cannes, ed. de M. Pareschi, Feltrinelli, Milán, 2000, p. 132 [Super-Cannes, Minotauro, Madrid, 2002].