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Economía política como teoría de la comunicación

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Ancízar Narváez M.

El estatuto de la economía política como teoría de la comunicación y la cultura ha sido siempre discutido, debido a que las dos últimas son parte de lo que en el conocido esquema marxista aparece como superestructura ideológica, mientras que la economía se ocuparía de la base económica o el proceso de producción (Marx, 1859/2008, pp. 3-9). Existe, sin embargo, una tradición que se puede reivindicar como una de las teorías de la comunicación, según Mattelart y Mattelart (1997), o de la comunicología histórica, según Galindo (2004a; 2004b).

En este texto pretendemos sintetizar los debates iniciales o los problemas sobre los que se ha construido este campo. Para ello, partimos de lo que se llamó en su momento el imperialismo cultural, pasando por la industria cultural y, posteriormente, las políticas de comunicación, para terminar con una breve referencia a los problemas abordados y por abordar en el caso colombiano.

La cultura como la enfermedad de la economía

En la economía clásica, la cultura y más tarde la comunicación no se consideraban actividades económicas por cuanto no eran productivas. Se concebía que el trabajo cultural era parte del tiempo de ocio o de los servicios personales, entendiendo por los segundos esa clase de trabajo que “no se manifiesta en ningún objeto que pueda valorarse y transferirse sin la presencia de la persona que ejecuta dicho servicio” (Malthus, 1820/1946, citado en Aguado et al., 2017, p. 205).

Incluso en la teoría económica se llegó a considerar a la cultura como su enfermedad, por cuanto no respondía a los patrones de medición que se aplicaban a los demás bienes y servicios o, en todo caso, no respondían a los patrones de rentabilidad, debido a “a) la brecha de ingresos: el incremento de los costos de producción no se puede cubrir con los precios” (Aguado et al., 2017, p. 200) y b) la brecha de participación. Esto puesto que los posibles consumidores “se [correspondían] con un perfil socioeconómico de altos niveles de ingreso y educación” (p. 200), lo cual constituía un mercado potencial demasiado restringido.

En otras palabras, no se podía responder a la pregunta “¿cómo se forman los precios en el mercado del arte?” (Stein, 1977, citado en Aguado et al., 2017, p. 206). Y, si se respondía, la respuesta era que, en el caso de las artes escénicas, “los costos de producir[las] crecían por encima de los demás sectores de la economía (enfermedad de los costos)” (Aguado et al., 2017, p. 200).

Según Aguado et al. (2017), solo a partir de 1966 se consolidó la economía de la cultura como una subdisciplina de la economía con una institucionalidad y herramientas teóricas propias, además de “un conjunto de ámbitos de análisis sobre el cual se despliegan las herramientas conceptuales y empíricas que se desarrollan (artes escénicas, artes visuales, patrimonio, industrias culturales y política cultural)” (p. 201). Los mismos autores concluyen con una afirmación y delimitación contundentes, al afirmar que, después de cincuenta años, la economía de la cultura

se presenta como un área dinámica de especialización perfectamente situada en la economía en temas como la formación del gusto por los bienes culturales (adicción racional, aprendizaje a través del consumo); las formas organizativas y de gestión de las instituciones artísticas y culturales (teatros, galerías, museos); el mercado de trabajo de los artistas y el análisis del proceso de creación de bienes culturales y la incorporación de los bienes culturales en los planes de desarrollo como un recurso estratégico capaz de generar riqueza y empleo. (p. 220)

Como se puede ver, este campo abarca un conjunto de corpus analíticos que coinciden con lo que en los estudios de comunicación se ha llamado economía política de la comunicación o economía de la comunicación y la cultura (Bolaño, 2006, p. 54). Esto sugiere que dicha consolidación va asociada a dos fenómenos que tienen que ver con la economía política. Por un lado, se relaciona con las posibilidades de industrialización o de reproducción técnica que hacen que la mercancía cultural supere “aquellos bienes y servicios culturales […] producidos en el mismo momento de su consumo, el cual requiere gran dedicación de tiempo y ocurre generalmente fuera del hogar, por ejemplo, el teatro, la ópera, la danza, la música clásica” (Aguado et al., 2017, p. 200), mediante la producción en serie para el consumo personal o mediante la radiodifusión (radio y televisión) para el consumo en el hogar. Por otro lado, se vincula a las políticas de comunicación y de cultura que se implementan a partir de los años 1950, asociadas a la ideología del desarrollo y aplicadas principalmente al patrimonio y a las industrias culturales.

¿En qué se diferencia entonces la economía de la cultura de la economía política de la comunicación y la cultura? La respuesta de Mosco (1996) es directa: “Economics (…) tends to ignore the relationship of power to wealth and thereby neglects the power of structures to control markets” (p. 63). Y agrega luego que “Where economics begins with the individual, naturalized across time and space, political economy starts with the socially constituted individual, engaged in socially constituted production” (p. 65). Esto quiere decir que la diferencia es enorme, pues mientras los economistas se plantean un problema técnico de costos y beneficios, la economía política se plantea, en el primer caso, un problema político y, en el segundo, un problema ético, como se verá a continuación.

La economía política o la incomodidad de la comunicación

Si para la economía clásica la cultura es una enfermedad y para el marxismo occidental la comunicación es un “agujero negro” (Smythe, 1977, p. 1), para la comunicología y la culturología la economía política es, por lo menos, una incomodidad. Ya hemos dicho lo que no es la economía política, pero para abordar el problema hay que partir de la pregunta de Mosco (1996): ¿qué es la economía política? A ella se responde, de manera más o menos consensuada: “the study of social relations, particularly the power relations, that mutually constitutes the production, distribution and consumption of resources” (p. 25). Sin embargo, la economía política como teoría crítica de la comunicación complejiza un poco más la respuesta, al sostener que esta

difiere de la corriente económica principal en cuatro aspectos centrales: primero, es holística; segundo, es histórica; tercero, está interesada principalmente en el balance entre empresa capitalista e intervención pública; y finalmente —y tal vez lo más importante de todo— va más allá de los asuntos técnicos de la eficiencia para involucrarse en las cuestiones morales básicas de la justicia, la equidad y el bien público. (Golding y Murdoch, 2000, pp. 72-73, traducción propia)

Como se dijo en otra ocasión (Narváez, 2012), la economía política no se reduce entonces a una interpretación teórica divergente sobre los fenómenos comunicativos. Por el contrario, se constituye en una verdadera alternativa epistemológica, en cuanto construye su propio objeto, que no son los medios y las tecnologías, sino su lugar en el desarrollo del capitalismo.

Así, el objeto formal construido por la economía política de la comunicación y la cultura es la pregunta por la relación entre capitalismo, por un lado, y medios y tecnologías de la información y la comunicación, por otro. Además, como se advierte en la historicidad situada de la consolidación tanto de la economía de la cultura como de la economía política de la comunicación, la hipótesis de trabajo sostiene la primacía del capitalismo como relación de producción sobre la tecnología como fuerza productiva. Esto es lo que constituye una dificultad para otros enfoques de la comunicación, situados ya sea en la cultura, en la tecnología, en la recepción o simplemente en el consumo, para los cuales estos son objetos autoevidentes y que no requieren elaboración epistemológica1.

Siguiendo con la delimitación propuesta, hay que precisar que la economía política de la comunicación aparece ocupándose de dos objetos específicamente capitalistas: el imperialismo cultural y la industria cultural (Mattelart y Mattelart, 1977). Más recientemente, son su objeto de discusión las relaciones Estado-mercado o las políticas de comunicación.

¿Imperialismo cultural o relaciones centro-periferia?

La teoría del imperialismo cultural es una posición crítica sobre el papel de los medios norteamericanos en el mundo como promotores de los intereses de los Estados Unidos, tanto de los Gobiernos como de las empresas, a través de la propaganda y la publicidad. Su documento más conspicuo es el libro de Schiller (1976), en el cual se pregunta: “¿Qué es lo que caracteriza la nueva era (la del siglo norteamericano)?”, a lo cual responde: “el volumen y la intensidad del tráfico cultural” (p. 22). Con ello se pone de presente el papel que habrán de asumir los medios y la cultura en la estrategia norteamericana de dominación comercial y política, la cual se presentaba “como benevolencias hacia naciones atrasadas hambrientas de capital para su desarrollo” (p. 24). Pero Schiller pone en tela de juicio dicha contribución al desarrollo, aduciendo que

[el] impacto de los medios de difusión sobre el desarrollo económico ha sido oscurecido por circunstancias históricas (…). Su utilización y expansión en el área del Atlántico norte ocurrió después y no paralela al crecimiento inicial de la economía nacional (…). La radiodifusión llegó en un momento en el que ya gran parte de la población sabía leer y escribir, y a países que ya estaban muy avanzados en su desarrollo. (p. 28)

Es decir, denuncia la creencia de que los medios y las tecnologías de comunicación podían remplazar la alfabetización y la industrialización como factores de desarrollo, señalando que más bien servían para convertir a los países subdesarrollados en meros mercados de consumo. En efecto, desde 1947,

Truman pedía un patrón de comercio internacional ‘muy favorable a la libertad de empresa’ (…), un patrón en el cual no son los gobiernos los que toman las decisiones más importantes sino los compradores y vendedores particulares en condiciones de competencia activa (…). Las transacciones individuales son asunto de elección privada. (p. 16)

Con ello, Estados Unidos estaba notificando la oposición a cualquier regulación interna, por parte de los países receptores, del flujo de información procedente de los países del norte. De esta forma, se garantizaba no solo la libre circulación de mercancías, sino también de la ideología del imperialismo.

Como es bien conocido, frente a esta pretensión se levantan los países del Tercer Mundo a través de los debates en la Unesco sobre el nuevo orden mundial de la información y la comunicación (Nomic), que dieron origen al Informe MacBride (MacBride et al., 1980/1993). Este informe defiende abiertamente el derecho de los países a tener sus propias políticas de comunicación, en oposición a la política del libre flujo de la información defendida por los Estados Unidos, en nombre del derecho a la libre expresión de las corporaciones, en vez del derecho a la libre expresión de los individuos (Schiller, 1997/2006, p. 175). El resultado de esta confrontación es que Estados Unidos y el Reino Unido, gobernados por Ronald Reagan y Margaret Thatcher respectivamente, abandonan y retiran los fondos a la Unesco.

Como alternativa o complemento teórico a la teoría del imperialismo cultural, la economía política ha elaborado algunas variaciones en las últimas décadas: por un lado, la teoría del capitalismo como el moderno sistema mundial (Wallerstein, 1979) y, por otro, la teoría de la regulación (Boyer, 1992). Estas permiten entender las relaciones entre el capitalismo como sistema mundial y sus características en cada país.

Según Mosco (1996), “[o]ne bridge between this traditional Marxian perspective and neo-marxian political economy is the work of the world system perspective” (p. 57). En efecto, desde el punto de vista de la teoría del sistema-mundo, los países se dividen —según sea más o menos exitosa su inserción en el capitalismo mundial— en países centrales, periféricos y semiperiféricos. Su posición es el resultado del desarrollo de eficiencias económicas (productivas, comerciales y financieras) y de eficiencias de integración, tanto políticas (aparato de Estado) como culturales (identidad nacional, lingüística y religiosa, por ejemplo).

Los Estados centrales y periféricos se diferencian, entre otras cosas, porque los primeros extraen una parte de la plusvalía obtenida por los segundos. Es decir, los primeros no solamente explotan a los trabajadores, sino a los propios explotadores de la periferia, lo cual hace que la brecha entre unos y otros tienda a ampliarse antes que a cerrarse, dada la desacumulación (desinversión) que se produce en la periferia, pues la plusvalía, en vez de reinvertirse, se trasfiere al centro.

En este sentido, se cuestiona seriamente la posibilidad del desarrollo, pues se muestra que la periferia es estructuralmente necesaria para el centro del sistema, por lo que el subdesarrollo tiene que existir para que existan los países que, supuestamente, nos ayudan al desarrollo. El subdesarrollo no es una etapa de la que podamos salir, sino una condición estructural. Desde luego, en las estructuras también se encuentran las estrategias de los agentes, en este caso de los Estados-nación, que pueden tomar rumbos distintos; no obstante, los que asumen el discurso del desarrollo de los países centrales no son los que van a superar la condición periférica.

Con la terminación de la Guerra Fría y la derrota de la Unión Soviética —lo que algunos consideraron el “fin de la historia”—, las palabras imperialismo, subdesarrollo e incluso periferia desaparecieron del lenguaje político —y, más aún, del académico—. Se impuso, en su lugar, la noción neutral de globalización, la cual coincide con la liberación de internet para usos civiles, con lo que parecía que se hacía realidad el libre flujo de la información en todos los países en condiciones de igualdad.

Para ello, el Gobierno norteamericano se propuso la implementación de dos grandes estrategias: la National Information Infrastructure (NII) y la Global Information Infrastructure (GII), comúnmente conocidas como “autopistas de la información”. Estas prometen, sobre todo, un acceso universal a la información, más participación de los ciudadanos, más libertad de expresión, etc. Sin embargo, a renglón seguido, las esperanzas se deshacían, pues “[e]l sector privado dirigirá el desarrollo de la NII (…) las empresas [son] las responsables de la creación y funcionamiento de la NII” (Brown, 1993, citado en Schiller, 1997/2006, p. 171).

A esta, que es la política interna de Estados Unidos frente al capital, se suma la todavía más brutal política exterior, pues aquí viene a revivir con toda crudeza lo que llamaríamos una política imperialista en materia de información, comunicación y cultura:

La política (…) para la Era de la Información pasa por establecer estándares tecnológicos, por definir estándares de programación, por producir los productos informativos más populares, y por liderar el desarrollo relativo a los servicios de comercio globales. (Rothkopf, 1997, pp. 46-47, citado en Schiller, 1997/2006, p. 170)

Hasta aquí se presenta el asunto casi de manera neutral, como si se tratara en verdad de la globalización como una simple estandarización técnica. Pero luego viene la parte del león:

es el interés político y económico de Estados Unidos asegurarse de que si el mundo se dirige hacia un idioma común, éste sea el inglés; de que si el mundo se dirige hacia normas en materia de calidad, seguridad y telecomunicaciones comunes, éstas sean americanas; de que si el mundo se está interconectando a través de la música, la radio y la televisión, su programación sea americana; y que si se están desarrollando valores comunes, sean valores con los que los americanos estén cómodos. (Schiller, 1997/2006, p. 170)

Si se plantea en términos culturales, esta todavía se podría asumir como una pretensión hegemónica a la que aspira cualquier país en un mundo abierto al “libre flujo de la información”. Sin embargo, las ilusiones se diluyen cuando en un documento oficial del Council of Foreign Relations se plantea el asunto en términos abiertamente imperiales:

El objetivo de la política exterior americana es trabajar con otros actores de ideas similares para ‘mejorar’ el libre mercado y reforzar sus reglas fundamentales, si es posible por propia elección, si es necesario por obligación, a través de la coacción, por ejemplo. En el fondo, la regulación [del sistema internacional] es una doctrina imperial en el sentido de que busca promover una serie de normas que nosotros apoyamos, algo que no debe confundirse con el imperialismo, que supone una política exterior de explotación. (Haass, 1997, citado en Schiller, 1997/2006, p. 168, énfasis propio)

Esta secuencia nos muestra un discurso que va escalando desde la simple estandarización (técnica) a una aspiración hegemónica (cultural), para pasar finalmente a una decisión de dominación (política). Para hacer más explícito el espíritu imperialista que guía la política norteamericana, el documento insiste en que “los gobiernos deben favorecer la autorregulación de la industria cuando sea necesario y apoyar los esfuerzos del sector privado para desarrollar mecanismos que faciliten el funcionamiento con éxito de Internet” (Schiller, 1997/2006, p. 174). Para ello, se deben evitar “áreas potenciales de regulación problemática” que “incluyen tasas e impuestos, restricciones sobre el tipo de información transmitida, control sobre el desarrollo de estándares técnicos, licencias de explotación y regulación de precios para los proveedores de servicios” (p. 174).

Estas premoniciones, formuladas a finales del siglo XX, con veinte años de anticipación a la guerra comercial del momento, no parecían realistas, puesto que nadie ponía en duda los postulados de la globalización y la liberalización como verdaderas realizaciones de la democracia. No obstante, a la vista de lo que ha sucedido con internet a partir de la aparición de las redes sociales en el 2005, la expansión de Google y Apple, el control de la información personal por parte de las majors llamadas GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) y, sobre todo, lo que pasa con la guerra económica declarada por Estados Unidos para favorecer a sus empresas contra sus competidores más serios como Huawei, deberíamos recordar que la política imperialista está en marcha y, por tanto, que la vertiente de la economía política de la comunicación que se ocupa del imperialismo2 cultural no está precisamente en desuso, como lo pretenden algunos teóricos.

En efecto, hay una escuela activa que se pregunta por las consecuencias de lo que se llama capitalismo digital. Dice Timcke (2017): “In 1999, when Dan Schiller wrote that ‘the arrival of digital capitalism has involved radical social, as well as technological, changes’ he was well aware of the historical forces that animate our current condition” (p. 7). El autor actualiza las sospechas de Schiller y concluye que los resultados del capitalismo digital son “security and rule, extraction and extortion, exploitation and dispossession” debido a “the close connections between Silicon Valley, entertainment and militarism” (Timcke, 2017, p. 9) luego de la aparición de Arpanet en 1969; esto es, una actualización del complejo militar-industrial, ahora con informática e industria cultural.

Pero donde el autor encuentra consecuencias más nocivas es en la relación capital-trabajo que se está imponiendo en esta era del capitalismo global y que él llama trabajo no-libre:

There are two problems here. The first is that the imposition of unfree labour means that it is difficult for workers to form a proletariat class-consciousness; instead, their subjugation means that they defer to social pre-political identities that ensure their particularity and otherness (…). There other identities are reifications that displace a politics of society for one of particularity. This is a form by which capitalists are successfully able to restructure and thwart opposition; it is successful class struggle ‘from above’. (p. 148)

En otras palabras, es este el peor de los mundos, pues mientras más aumentan las tasas de explotación, más despolitizados están los trabajadores asalariados, ocupados ahora en problemas de identidad en vez de los problemas de clase.

¿Qué hay de nuevo sobre industrias culturales?3

Hay aquí un concepto que subyace a las discusiones actuales de la economía política de la comunicación y la cultura y es el de industrias culturales en plural. El hecho de que sea en plural no significa que no posean unas características comunes que las hagan pertenecer al mismo sector, aquellas que las hacen industrias y, al mismo tiempo, culturales. La pregunta que nos plantea este segundo objeto de la economía política es la de la relación capital-trabajo y, por tanto, la de los procesos de valorización en dicha industria.

Al funcionar como industrias, varios autores les atribuyen características distintas. Por un lado, Garnham (1999) las define como

aquellas instituciones de nuestra sociedad, las cuales emplean los modos de producción y organización característicos de las corporaciones industriales para producir y distribuir símbolos en forma de bienes y servicios culturales, generalmente, aunque no exclusivamente, como mercancías. (p. 135)

Por otro lado, Thompson (1998) les atribuye las siguientes características: 1) la transformación de las instituciones mediáticas en empresas con intereses comerciales a gran escala; 2) la globalización de la comunicación; y 3) el desarrollo de formas de comunicación mediáticas electrónicas.

Aquí se puede percibir una divergencia en lo que se considera industria, pues casi siempre, desde el punto de vista económico, aparece el énfasis en la técnica o en el tipo de organización; es decir, la industria como producción técnicamente mediada —más exactamente, producción por medio de máquinas—, la industria como producción organizada en forma de empresa capitalista o las dos características juntas. Este último caso sería el tipo ideal, pero entonces dejaría por fuera del análisis las grandes producciones industriales que, rigurosamente hablando, no tienen un cálculo de capital y, por tanto, no producen bienes y servicios culturales como mercancías —típicamente, las instituciones del Estado—. Así mismo, excluiría grandes empresas de tipo mercantil que no tienen necesariamente que estar mediadas por tecnologías electrónicas de producción, sino que su función es más de intermediación (comercial).

Castells (1999) diferencia claramente las empresas u organizaciones de las instituciones en los siguientes términos: “Por organizaciones entiendo sistemas de recursos que se orientan a la realización de metas específicas. Por instituciones, organizaciones investidas con la autoridad necesaria para realizar ciertas tareas específicas en nombre de la sociedad” (p. 180). En este sentido, podemos hacer algunas observaciones a la definición de Garnham (1999).

En primer lugar, las instituciones solo pueden ser consideradas industrias en el sentido técnico, pues, por definición, son organizaciones encargadas de cumplir funciones en nombre de toda la sociedad y, por consiguiente, no pueden operar mercantilmente ni buscar fines privados de ganancia. Cuando esto ocurre, se convierten en empresas, es decir, en organizaciones que buscan obtener utilidades en el mercado y dejan, por tanto, de ser instituciones.

En segundo lugar, si no producen bienes y servicios en forma de mercancías, entonces dejan de ser industrias en sentido empresarial, mercantil. En este sentido, es más lo que confunde que lo que aclara. Sin embargo, cuando se habla de los modos de producción y organización, entonces sí podemos entender que los primeros consisten en la separación tajante entre el propietario y el productor, mientras que los segundos se refieren a una fuerte especialización, a una división técnica del trabajo. En tal caso, estamos hablando explícitamente de empresas capitalistas.

En cuanto a la caracterización que hace Thompson (1998), lo que está describiendo es exactamente el proceso de conversión de las instituciones en empresas y su posterior inserción en un mercado cada vez más extendido fuera de sus fronteras para las empresas más grandes, a través de unas posibilidades tecnológicas expansivas que pueden considerarse el producto de esa dinámica expansiva del capital. Estas aproximaciones siguen, de todas formas, aferradas al análisis sociológico y, por ende, a uno de sus objetos preferidos: la institución. Así que no son todavía, rigurosamente hablando, economía política.

Las industrias culturales no siempre hacen referencia al hecho económico de mercantilización e industrialización de la cultura. Parece que la primera referencia al tema en términos económicos tiene que ver más con la publicidad. En todo caso, es a partir del trabajo de Zallo (1988) cuando la economía política se ocupa de la comunicación y la cultura como un sector productivo relevante en el capitalismo. Explícitamente,

[s]e trata de concebir los mass media, no ya como aparatos ideológicos, sino, en primer lugar, como entidades económicas que tienen un papel directamente económico, como creadores de plusvalor, a través de la producción de mercancías y su intercambio, así como un papel económico indirecto, a través de la publicidad, en la creación de plusvalor dentro de otros sectores. (p. 10)

Para ello, Zallo (1988) hace un esfuerzo de descripción de los procesos de trabajo y valorización dentro de las industrias culturales:

Franjas crecientes de trabajo improductivo devienen productivo por extensión del modo de producción capitalista y de los marcos de valorización del capital de cara a la elevación de la tasa de plusvalor (…). Lo nuevo es que la información y la comunicación pasan a ser campos prioritarios de acumulación. (p. 9)

Con esto queda establecido, por lo menos en principio, un modo de abordar las industrias culturales en el cual la pregunta ya no es sobre los efectos de la propaganda y de la información de los países del norte sobre los del sur, o incluso sobre el valor pagado por esa información o sobre las ganancias obtenidas. Más bien, se ocupa de las características de la producción propiamente capitalista de comunicación y cultura, es decir, sobre la obtención de plusvalía.

Este proceso varía de unas ramas a otras. Con criterios puramente económicos capitalistas, es decir, según el grado de subsunción del trabajo al capital y según el control de este sobre la producción y la realización del valor, Zallo (1988) distingue los siguientes sectores: actividades preindustriales (espectáculos culturales de masas), edición discontinua (bibliográfica, discográfica, cinematográfica, videográfica), edición continua (prensa escrita), difusión continua (radio y televisión), segmentos culturales de las nuevas ediciones y servicios informáticos y telemáticos de consumo (programas informáticos, teletexto, videotex, bancos y bases de datos) (p. 71), además de la publicidad y algunas actividades de diseño.

Como se ve, está ya comprendida toda la gama actual de posibles industrias culturales, exceptuando tal vez las redes sociales. En esta concepción, las industrias culturales son ante todo capitalistas; son “simultáneamente un área de reproducción del capital y un área crecientemente dominante de reproducción social” (p. 192), esto es, del sistema. Pero además —diríamos nosotros— son un área de reproducción cultural.

En esta línea rigurosamente económica y después de hacer un recorrido por prácticamente todo el desarrollo de la economía política de la comunicación, tanto norteamericana como europea, Bolaño (2000) propone que hay que entender la industria cultural como la creación de dos clases de mercancía:

En la Industria Cultural el trabajo tiene un doble valor. Los trabajos concretos de los artistas, periodistas y técnicos crean dos mercancías de una vez: el objeto o el servicio cultural (el programa, la información, el libro) y la audiencia. (p. 222)

En este sentido, el trabajo cultural es un trabajo social como cualquier otro:

El trabajo del artista, del técnico o del periodista es un trabajo concreto que produce una mercancía concreta para llenar una necesidad social concreta (…). Pero para crear esa mercancía (el programa, el periódico, la película), esos profesionales gastan energía, músculos, imaginación, en una palabra, gastan trabajo humano abstracto. La subordinación de los trabajos concretos a las necesidades de valorización del capital los transforma en trabajo abstracto. Pero el trabajo cultural es diferente porque él crea no una, sino dos mercancías. (pp. 224-225)

Esta sería la especificidad del trabajo propiamente cultural: crear, no un valor de uso y un valor de cambio, sino dos valores de uso distintos, uno para la audiencia, que es el producto cultural, y otro para el anunciante, que es la audiencia. Pero aunque “la audiencia debe tener un valor de uso para el anunciante[,] [en] cuanto a la emisora, lo que interesa, evidentemente, es el valor de cambio de la audiencia” (p. 225). Efectivamente, como en toda producción capitalista, el valor de cambio se realiza en la medida en que el producto tiene un valor de uso para el consumidor. Lo decisivo es que el trabajador cultural crea los dos valores de uso.

Pero ¿cómo se produce ese tránsito entre un valor de uso y otro? En otras palabras, ¿cómo se convierte el valor de uso para la audiencia en valor de uso para el anunciante? En este caso, “[e]s la Industria Cultural (y la televisión muy especialmente) la que hace la articulación entre las estrategias de diferenciación de las firmas oligopolistas del sector de bienes de consumo y las estrategias de distinción del público” (p. 232). Es decir, la industria cultural tiene que jugar incesantemente el juego de la renovación aparente, algo así como cambiar para que nada cambie. A esta organización del cambio dentro de la continuidad, Bolaño la llama patrón tecnoestético y, según él, consiste en

una configuración de técnicas, de formas estéticas, de estrategias, de determinaciones estructurales, que definen las normas de producción cultural históricamente determinadas de una empresa o de un productor cultural particular para quien ese patrón es fuente de barreras a la entrada en el sentido aquí definido. (pp. 234-235)

Finalmente, este patrón permite mantener la fidelización de la audiencia, que es más que la lealtad a un programa o emisión cualquiera, pero también es menos que el consumo total de la producción o de la programación de una empresa: “El modelo tecnoestético es además el principal medio que cada emisora tiene para reducir al máximo el carácter aleatorio de la realización de los productos culturales, al garantizar la fidelización de una parte del público” (p. 239).

En otras palabras, la fidelización es algo así como un promedio que permite encajar dentro de previsiones razonables las pérdidas que necesariamente arrojan algunos productos cuando no logran convertirse en creadores de la segunda mercancía: la audiencia. Esta parece una muy razonable explicación, desde el punto de vista económico, de cómo funciona realmente la industria cultural.

Sin embargo, no todos los autores usan el mismo término ni hablan del mismo concepto. De hecho, hay una variedad de nombres para referirse a este, que implican una diversidad de actividades no necesaria ni estrictamente culturales y que lo han puesto en crisis, hasta el punto de que alguien incluso ya se ha atrevido a vaticinar la muerte de las industrias culturales (Aguirre, 2007).

En efecto, Bustamante (2009) da cuenta de las siguientes clasificaciones, cada una de las cuales tiene alcances distintos:

Industria del entretenimiento y el ocio. Incluye información comercial, parques temáticos, casinos y deportes (p. 77).

Copyright. Producción patentada de contenidos o derechos de autor (p. 77).

Industrias de contenido digital. Solo bits. Incluye industrias culturales más hardware y software para grabadores y reproductores y mercado de contenidos generados por los usuarios (pp. 77, 99).

Hipersector de la información. Solo hardware, software, telecomunicaciones e informática (p. 77).

Industrias creativas. Creación inmediatamente rentable en cualquier sector económico (p. 78). Incluye patentes industriales de cualquier tipo. Las más ortodoxas se refieren a industrias culturales: prensa y libros, fonogramas, radio y televisión abierta y de pago.

Media and entertainment

Como si esto fuera poco, Aguirre (2007) nos propone un nuevo nombre, el de industrias infomediáticas para la comunicación (IIC), definidas como aquellas que generan “productos simbólicos modularizados informacionalmente en procura de la eficacia comunicacional en el espacio y en el tiempo, a través de las fases de registro, transmisión e identificación textual” (p. 72). Aquí se incluirían tanto las industrias culturales tradicionales, como las del ocio y la diversión, que utilizan medios y tecnologías de información en cualquiera de sus fases de producción, circulación y consumo. Incluye, además, “entidades con o sin fines de lucro que se organizan siguiendo patrones industriales para rendir servicios con valores intangibles, no solamente de conocimiento sino de comunicación social” (p. 72).

En esta delimitación, lo que se advierte es un fuerte sesgo tecnicista en detrimento incluso de la producción mercantil, lo cual desliga tales industrias de su ambiente típicamente capitalista, para insertarlas en una sociedad de la información supuestamente neutral, regida por la eficiencia técnica y no por los intereses económicos y políticos. Tal vez en esta nueva designación lo nuevo sea mencionar la producción de conocimiento dentro de las industrias infocomunicacionales, pues, si recordamos a Wolton (2000), la información-conocimiento no es lo que predomina en la red4. Estaríamos ante una versión ampliada del hipersector de la información.

Finalmente, Guzmán (2009) propone lo que él llama un concepto de industrias culturales operativamente superior (p. 48), cuya descripción coincide más o menos con las definiciones tradicionales, pero cuyo valor consiste, a nuestro modo de ver, en que las sitúa como parte de las llamadas industrias creativas, que es en realidad el nuevo marco de análisis. Estas comprenden, además de las industrias culturales, las industrias creativas, las regidas por el derecho de autor, las industrias de contenido y los contenidos digitales.

Este es el asunto de la economía naranja que, como decía en otro lugar (Narváez, 2019), nace de un intento por resolver dos problemas del capitalismo: a) la desindustrialización de los países desarrollados y la no industrialización de los periféricos, y b) el desmonte del empleo y la seguridad social para los trabajadores. Ante esto, parece ponerse de moda la economía creativa, más amplia que la industria cultural (Bustamante, 2011; Ladeira, 2015). Esta se basa en el supuesto de que todos los países tienen entre su población algún tipo de talento susceptible de convertir en mercancía global (Ladeira, 2015). Sin embargo, los sectores que ella incluye no tienen indicios de superar la estructura actual (Tremblay, 2011, p. 125), pues son productos software, no hardware; son productos de derechos de autor y no de patentes; por tanto, son bienes de consumo que no resuelven el problema de la base productiva autónoma.

Pero si la economía naranja y las industrias creativas, incluyendo las culturales, se basan principalmente en el trabajo intelectual e incluso, como dice Bolaño (2006), si “la Industria Cultural representa la expansión del capital al campo de la cultura” (p. 55), entonces bien podría incluirse dentro de ellas toda la actividad de producción científica y académica. Sin embargo, ese sí es un sector en el que la relación entre costo de producción y la realización de mercado, entre valor y precio, es un completo desafío, excepto para investigaciones aplicadas en industrias de punta. Esa nueva línea de la economía política, llamada economía del conocimiento, está marcada hasta ahora por el problema de la subsunción del trabajo intelectual en el capital y viene siendo desarrollada, entre otros, por Bolaño (2005) durante el presente siglo. En otra línea se desarrolla la discusión sobre el capitalismo cognitivo, que es un objeto distinto (Sierra, 2016; Zukerfeld, 2017)5.

En todo caso, para efectos de la delimitación de un corpus de investigación, el carácter cultural radicaría en que estas industrias producen solo bienes y servicios simbólicos, es decir, conocimientos y valores, conceptos de lo verdadero, lo bueno y lo bello u objetos que se venden como tales. Esto es, incluirían tanto la información como el conocimiento y el entretenimiento ligados a los dos anteriores. A ellos agregaríamos también, en la versión de Bolaño, un producto considerado como útil, que sería la audiencia, pero esta solo puede ser producida por un valor de uso simbólico.

Ahora bien, las anteriores se diferencian del resto de las mercancías industrializadas por algunas características típicas de su propio objeto y funcionamiento, consignadas y desarrolladas en el trabajo de Enrique Bustamante (2003). Entre ellas, cabe destacar las siguientes:

• Su materia prima la constituye el trabajo intelectual.

• El valor de uso va ligado estrechamente a la personalidad de sus creadores.

• Los valores simbólicos requieren transformarse en valores económicos.

• Dichas industrias se ven obligadas a renovarse constantemente y a renovar sus productos, los cuales se vuelven obsoletos con inusitada rapidez, por lo que tienen que salirse de la lógica de estandarización obligada de toda industria.

• Presentan una estructura económica particular que va desde los elevados costes fijos de la producción, pasando por los relativamente reducidos costes de la distribución y la comercialización, hasta los costes marginales reducidos o casi nulos que tiene que asumir el consumidor.

• Una presencia intensiva, en notables y vertiginosos aumentos, en las economías de escala y su participación en el producto interno bruto (PIB) local, nacional y mundial.

Existe prácticamente un consenso en que son industrias culturales siempre que se trate de una producción y circulación de bienes y servicios cuyo valor de uso sea simbólico, ya sean producidos mediante técnicas industriales, porque se organizan como producción mercantil capitalista o por ambas características a la vez. En este punto, parece recomendable recordar que lo que las hace industrias en términos capitalistas (Narváez, 2008) es que son unidades económicas cuya fuente de financiamiento es el mercado, bien sea por tarifación o por publicidad, y no el presupuesto o el canon (Bustamante, 2004), pues el capitalismo es antes producción mercantil que industrial. Además, la producción mercantil es una relación social, mientras que la tecnología es contingente.

Colombia y las industrias culturales

Uno de los aspectos más difíciles para el estudio de las industrias culturales es el que tiene que ver con su delimitación conceptual, de la cual se derivan la extensión de las actividades económicas a medir y, finalmente, las unidades empíricas de observación. Estamos hablando genéricamente de algo sobre cuyo significado denotativo no hay aún completo acuerdo.

Sin embargo, para efectos prácticos, parece que las dos instancias internacionales más concernidas con el tema, la Unesco y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), así como el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) en Colombia, se han decidido por poner en la base de la delimitación las actividades que conllevan derechos de autor. De ahí se desprenden algunas actividades relacionadas, con diferentes grados de conexión, que dan origen, por tanto, a distintas estimaciones sobre la importancia de dichas actividades económicas, como se puede ver en la tabla 1.

Tabla 1. Alcances de las industrias culturales según la fuente

FuenteTipo de actividadesDescripción
Unesco Convenio Andrés Bello (CAB) MinCulturaTipo 1: producción y almacenamientoProducciones con derecho de autor Museos, bibliotecas y archivos
Tipo 2: conexas IDifusión e impresión
Tipo 3: conexas IIInsumos y transmisión
Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN)Directas• Edición de libros, revistas y periódicos• Producción y exhibición de cine• Edición y producción de música• Producción de televisión y radio• Representaciones de artes escénicas• Publicidad• Servicios de patrimonio• Servicios de investigación en ciencias humanas
Conexas I• Transmisión en radio y televisión• Servicios de impresión y papel• Comercialización de música, videos y libros
Conexas IIBienes de difusión: pantallas, televisores, VHS, radios
Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI)Dirección Nacional de Derechos de Autor (DNDA)Básicas (core)Creación, producción, representación, exhibición, comunicación, distribución y venta de material protegido por los derechos de autor: música, literatura, teatro, cine, medios de comunicación, artes visuales, servicios publicitarios y sociedades de gestión colectiva
Relacionadas• Producción, fabricación y venta de equipos para la creación, producción y uso del material protegido• Fabricación y venta de aparatos como televisores, grabadoras, CD, computadores, instrumentos musicales y fotográficos, etc.
Parcialmente dependientesJoyería, arquitectura, artesanía, etc.

Fuente: elaboración propia con base en Melo Torres (2003) y Castañeda Cordy (2008).

Con base en estas clasificaciones, se han hecho dos estudios que propongo como paradigmáticos para establecer la importancia económica de tales industrias en Colombia6. Dado su carácter general, no solo en cuanto industrias, pueden servir para actualizar o confrontar hacia futuro.

El principal estudio escogido por su alcance, El impacto económico de las industrias culturales en Colombia, fue realizado por el Ministerio de Cultura y el Convenio Andrés Bello (2003). Centrado en la relación entre economía y cultura, el trabajo se ocupa de cuantificar la contribución de las industrias culturales al PIB y al empleo en el periodo 1995-2002. Considerando la totalidad de las actividades, según este estudio, el sector cultural aporta en promedio 2,1 % al PIB del país en dicho periodo.

Aunque el título del trabajo habla de industrias culturales, su contenido no le hace completamente honor. Esto se debe a que, a pesar de que se consideren industrias culturales todas aquellas actividades regidas por los derechos de autor, se incluyen actividades conexas que no necesariamente se relacionan con tales derechos.

En efecto, la primera disonancia entre el título y el contenido aparece en el capítulo metodológico. Allí ya no se habla de industrias, sino del sector cultural como conjunto, en el cual aparecen tanto organizaciones empresariales como instituciones estatales y sin ánimo de lucro que no funcionan precisamente como industrias. En los subsectores cuantificados no se hace la diferencia entre las unidades de producción que funcionan como industrias y las que funcionan como actividades institucionales. Aun así, el estudio es el registro más completo que conocemos de las implicaciones económicas de la actividad cultural en el país, atendiendo a una suerte de justificación de su existencia ante las arremetidas del capital contra toda actividad social que no pueda ser inmediatamente cuantificada en términos de inversiones y utilidades.

Por otra parte, la OMPI y la DNDA (2008) hacen un estimativo sobre la contribución de las industrias regidas por el derecho de autor a la economía colombiana en tres aspectos: valor agregado o contribución al PIB, contribución al empleo y contribución al comercio exterior (exportaciones e importaciones). Esta medición implica dificultades, debido a la falta de datos desagregados sobre las industrias culturales o el sector cultural en general en las principales fuentes de información como la Superintendencia de Sociedades (Supersociedades), el DANE, el Banco de la República y la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN). A pesar de ello, la estandarización metodológica internacional propuesta por la OMPI permite un acercamiento más o menos riguroso a través de la depuración escrupulosa de las diferentes cifras para evitar duplicaciones.

Los datos construidos en el estudio indican que las industrias básicas (core) generaron el 1,9 % del PIB en 2005. Estas industrias están compuestas por 25 clases, pero son la edición de diarios y revistas (17 %) y la radio y la televisión (15 %) las que generan las dos terceras partes del valor (OMPI y DNDA, 2008, p. 54). Como es de suponer, según las fuentes ya mencionadas, el estudio solo incluye los grandes editores nacionales y regionales de periódicos y revistas, que son 48 en total, excluyendo prácticamente todos los editores locales (p. 56). Lo mismo sucede con la radio y la televisión, pues, aunque no hay datos en el estudio referido, este es un sector mucho más concentrado, como puede verse en otras fuentes (Narváez, 2013). Por otra parte, aunque la publicidad representa una proporción relativamente alta del valor agregado por los sectores básicos de las industrias relacionadas con los derechos de autor (7,3 %), este se concentra en un número bajísimo de empresas (28), a pesar del crecimiento global del sector a partir del año 2000 (OMPI y DNDA, 2008, p. 59).

Las fuentes utilizadas arrojan también corpus y resultados distintos. Así, la Encuesta Anual Manufacturera del DANE solo incluye establecimientos de la industria manufacturera con diez o más personas ocupadas. En 2005 registró 7524 empresas, de las cuales 2526 corresponden a las relacionadas con derechos de autor (pp. 36-37). A nuestro juicio, aquí hay una sobrerrepresentación de las industrias culturales, pues más del 33 % de las empresas tendrían que ver con el sector, lo cual se antoja bastante laxo.

Por su parte, la Supersociedades recoge información de los estados financieros de las sociedades con un mínimo de ingresos totales de dos mil millones de pesos para el 2005. El número total de sociedades inscritas fue de 19 729, de las cuales 3136 tienen algo que ver con los derechos de autor (p. 37). En este caso, estamos hablando del 16 % de las empresas, lo cual no se corresponde con su contribución al PIB, por ejemplo.

Para la economía política, lo importante es que, hasta el momento, la estructura de los medios en Colombia no ha cambiado sustancialmente, a pesar de la dinámica económica de las últimas décadas. En efecto, desde el estudio de Silva-Colmenares en 1977, pasando por su nueva versión del 2003, hasta la actualidad, permanecen prácticamente los mismos grupos controlando más o menos los mismos medios: el grupo Ardila Lülle y el grupo Bavaria. Las excepciones son Caracol Radio —ahora controlado por Prisa de España—, así como la Casa Editorial El Tiempo.

Como novedades, surge otra cadena radial del grupo Bavaria (Blu Radio) y, además, los dos grupos de medios que no tenían dependencia directa de un grupo económico pertenecen ahora a grupos financieros: Casa Editorial El Tiempo ahora pertenece al Grupo Aval y Publicaciones Semana ahora está unida al grupo Gilinski. Finalmente, otro nuevo elemento es que el primer lugar entre las industrias mediáticas, que hasta el año 2017 fue ocupado por Caracol TV, en el puesto 127 en la lista de las empresas más grandes por sus ventas, ahora es ocupado por DirecTV (“Las 100 empresas”, 2019). Esta, como se sabe, ya es una empresa del sector infocomunicacional y empieza a marcar una tendencia que analizaremos adelante.

Políticas de comunicación y cultura

Las políticas de comunicación y cultura son la forma de institucionalizar las dos relaciones anteriores (centro-periferia y capital-trabajo) bajo la síntesis que constituye la relación capital-Estado-mercado. Si la teoría del moderno sistema mundial nos mueve un poco de la versión unilateral —según la cual solo existe acción del imperio hacia los países dependientes y subdesarrollados— para llevarnos a una versión estructural de esa relación, la teoría de la regulación, por su parte, nos aparta un poco de la versión instrumental del Estado como aparato de dominación de una clase: nos sitúa en una relación también estructural entre capital y Estado, aunque muy dinámica, como lo muestra la larga historia del capitalismo y el papel de los agentes en su reestructuración permanente. En efecto, en palabras de Mosco (1996):

the regulation approach (…) examines successive developmental periods in capitalism that are based on combinations of regimes of accumulation and modes of regulation. Regimes of accumulation are stable and reproducible relationships between production and consumption. (p. 59)

Sin embargo, esa estabilidad es temporal, es decir, se mantiene mientras logra asegurar algún tipo de correspondencia entre producción y consumo, para evitar la crisis de superproducción. Por eso, se reconocen al menos los siguientes regímenes de acumulación:

There are four chief regimes identified in history of modern capitalism: extensive accumulation, Taylorism or intensive accumulation without mass consumption, Fordism or intensive accumulation with mass consumption, and emerging Post Fordist regime whose definition is unclear. (p. 59)

Estos regímenes muestran características únicas en cada economía nacional, dependiendo de su historia y de su posición en la división internacional del trabajo. Al mismo tiempo, esta posición depende más del modo de regulación, si nos atenemos a la afirmación de Mosco según la cual

The mode of regulation is made up of the institutional and normative apparatus that secures accommodation at the individual and group level to the dominant regime. According to this view, capitalism is undergoing a transition from monopolistic to flexible regulation. (p. 59)

Según la teoría de la regulación, es evidente que el capitalismo se estructura de manera diferente en cada país. Esto sucede de acuerdo a cómo se establecen varios tipos de relaciones: por un lado, según sea la relación entre el Estado y el capital y la relación política entre capital y trabajo (modo de regulación), es decir, de acuerdo a la capacidad de la política para regular la economía; y por otro lado, según sea la relación entre los diferentes sectores del capital y las relaciones entre estos y los sectores precapitalistas (régimen de acumulación).

El trabajo que se puede considerar pionero en sentar las bases teóricas y metodológicas para el estudio de la regulación de la comunicación en América Latina sería El mercado brasilero de televisión (Bolaño, 1988/2013). En este se combina la crítica teórica a los abordajes de la relación entre televisión, mercado y tecnología con un modelo propio de análisis aplicado a la realidad brasileña. Aquello da como resultado una periodización de la regulación que va del mercado competitivo al oligopólico y luego a la competencia oligopólica (pp. 107-120), para concluir con la fase de la multiplicidad de la oferta (p. 157 y ss.).

Para complementar lo anterior, Rede Globo, 40 años de poder y hegemonía, de Brittos y Bolaño (2015), describe cómo se configura la estructura oligopólica de los medios en Brasil, el mercado más grande de América Latina, en torno a Rede Globo:

En todo caso, la convergencia tiende a reducir las barreras de entrada, pero la inercia estructural, ligada al mantenimiento de compromisos institucionalizados definidos en el pasado, protege los intereses empresariales hegemónicos. Con la privatización de las telecomunicaciones (…) y con la televisión segmentada e (…) internet el enemigo armó sus trincheras en el territorio doméstico en el que Globo mantiene su imperio. Cada una de las industrias culturales y de la comunicación está marcada por su fuerte presencia: edición literaria, fonográfica, radio, prensa y nuevos medios. (p. 55)

Lo que se muestra en este caso es que la innovación tecnológica, que es el centro de casi todos los enfoques de la regulación en comunicación, está sometida a la inelasticidad institucional en la que priman los intereses de los agentes del poder.

Ahora bien, aunque la regulación sea una teoría, se explica mejor en términos políticos, esto es, observando cómo funciona en la práctica el modo de regulación. Hacia la primera década del presente siglo, en casi todos los países de América Latina había alguna manera de limitar no solo la centralización del capital mediático, sino también la apropiación privada y la participación extranjera. En efecto, grosso modo, según Marín et al. (2012), existen las siguientes regulaciones:

• Limitación a la participación extranjera en los medios nacionales.

• Prohibición de que un mismo grupo mediático concentre la propiedad de varios medios.

• Limitaciones a la oferta de paquetes que lleven un servicio ligado a otro (internet + televisión + telefonía).

• Prohibición de financiación pública a empresas privadas de medios.

• Prohibición de financiación pública a empresas extranjeras de medios o telecomunicaciones.

• Restricción del acceso del capital a una parte de del espectro electromagnético.

• Prohibición del control de medios por grupos económicos no mediáticos.

Todas estas medidas reales y potenciales no han podido, sin embargo, impedir que la concentración sea la regla, por lo menos en América Latina, muy especialmente durante los primeros quince años del siglo XXI.

La expansión de grupos conglomerales que potencia la dirección concentrada del sector infocomunicacional en América Latina en el lapso 2000-2015 se produjo, aunque parezca paradójico, en el mismo momento histórico en el que se desplegó una novedosa producción de regulaciones que postulaban una posición más activa por parte de los Estados y que invocaban a la concentración como un problema de política pública. (Becerra y Mastrini, 2017, p. 193)

Es evidente la importancia del surgimiento del sector llamado infocomunicacional, el cual, aunque se presenta como una convergencia tecnológica (fusión de telecomunicaciones, informática e industrias culturales) y una muestra de la inserción en el desarrollo, desde el punto de vista de la economía política no es más que un proceso de centralización de capital. Como bien lo afirman Becerra y Mastrini (2015), “en América Latina el efecto de la inserción de las telecomunicaciones en los medios refuerza la tendencia a la concentración y a una configuración oligopólica con escasos conglomerados con proyección regional” (p. 191). No es menos importante, para los efectos de la política, la implicación que esto tiene en el pluralismo informativo, en la libertad de expresión y en otros aspectos relacionados con la democracia, aunque sea formal (Coa, 2016).

Las políticas de comunicación en Colombia

La regulación en Colombia siguió caminos separados para las telecomunicaciones y para la radiodifusión durante lo que podemos llamar la modernización o periodo del desarrollo, posterior a la Segunda Guerra Mundial.

La regulación de las telecomunicaciones

Para el caso de las telecomunicaciones, desde la creación de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Telecom) en 1947, adscrita al Ministerio de Correos y Telégrafos, hasta 1994, cuando se adjudica a empresas privadas la operación de la telefonía móvil celular, podemos decir que hubo una regulación de tipo intervencionista. Esto en razón de que el Estado no se limita a cumplir funciones de árbitro, sino que asume funciones de agente económico y político.

A partir de 1994, empieza el proceso de desmantelamiento de las empresas estatales y de retiro paulatino del Estado de las telecomunicaciones en favor del sector privado. En ese año no se permitió la participación de Telecom en lo que era evidentemente el negocio del futuro, la telefonía móvil, aduciendo falta de capital. En 1997 se obliga a Telecom a prestar su infraestructura para que otros operadores puedan prestar servicios de larga distancia y se despoja a la empresa del monopolio sobre ese servicio. Con ello, se empiezan a menguar sus ingresos y utilidades para justificar su privatización. Aun así, la empresa seguía ganando mercado y produciendo ganancias, hasta que por fin en 2004, ya sin argumentos, pero con la decisión de beneficiar a un grupo económico, la empresa fue enajenada por el presidente Álvaro Uribe Vélez a Telefónica de España, que, a su vez, hacía poco había sido privatizada por el gobierno de José María Aznar. No hay ninguna coincidencia en esas dos operaciones, dado el papel de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), dirigida por Aznar, en la promoción del desmantelamiento de las empresas públicas en América Latina, en lo cual coinciden la ultraderecha colombiana y española (Arróniz, 2008).

A partir de ahí, pasamos a la regulación neoliberal, en la cual el Estado pretende ser solo el árbitro de la lucha de los capitales privados por explotar el negocio de las telecomunicaciones. El último golpe al patrimonio estatal es la adjudicación en 2013 del espectro para la operación de las tecnologías 4G a las mismas empresas de la telefonía móvil: Claro, Movistar, Tigo, Avantel y DirecTV.

En resumen, tenemos: a) un periodo de regulación con presencia del Estado entre 1947 y 1994; b) uno de coexistencia público-privada entre 1994 y 2003, cuando el Estado se despojó de su papel de agente en el sector; y, finalmente, c) un periodo de desregulación, a partir de 2004, en el que los agentes privados como oligopolios imponen su propia regulación, incluidas las barreras de entrada para la competencia.

La regulación de la radiodifusión: del Estado a la sociedad y al mercado

Respecto a la regulación de la televisión, consignamos en Narváez, Romero y Arbeláez (2016, pp. 142-143) lo siguiente: en lo que va de Inravisión a la Comisión Nacional de Televisión (CNTV) y de esta a la Autoridad Nacional de Televisión (ANTV), es decir, de la década de 1960 a la actualidad, hay una especie de retroceso en la relación entre el Estado y la nación. Esta puede sintetizarse diciendo que, mientras en el primer caso la televisión es un asunto exclusivo del Estado, en el caso de la CNTV hay un cierto viso de representación de la pluralidad de la nación, no solo por la autonomía de la Comisión, sino por la representación territorial (los canales regionales), la representación profesional (todos los agentes que intervienen en la realización y producción de la televisión) y la incipiente representación social que significa la participación de las asociaciones de televidentes y padres de familia, así como de la academia, y el carácter electivo de los representantes.

Sin embargo, la fuerte presencia del Ejecutivo, con dos de cinco comisionados, frente a la reducción de los tres sectores de la sociedad civil a un solo representante, deja clara la preeminencia del Estado sobre la sociedad. En el caso de la ANTV, el balance se hace aún más desfavorable, pues además de la misma presencia del Ejecutivo, ahora está el ministro de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, con voto, con lo que pasa a definir gran parte de la política; los canales regionales son remplazados por un representante de los gobernadores; y los miembros de la academia y la sociedad civil no son elegidos, sino nombrados.

Ahora bien, todo este proceso de privatización lleva implícito, por acción o por omisión, un proceso de regulación. No obstante, la regulación no es unívoca y en ello también hay un cambio. No solo se trata de la diferencia entre la regulación estatal y la autorregulación del mercado, sino que la regulación estatal tiene dos vertientes: aquella en la que el Estado solo funge como árbitro entre los agentes económicos y aquella en la que el Estado interviene como agente económico en la oferta de bienes y servicios. En la década de los sesenta, el Estado era un regulador del segundo tipo, pues Inravisión cumplía todas las funciones en cuanto a la propiedad, la administración, la prestación del servicio y la programación de televisión.

Con la CNTV se pretendió sustraer la regulación de la televisión de la influencia simultánea de las fuerzas políticas y de los grupos económicos, como si fuera posible una regulación no política de una institución. Sin embargo, esta pretensión se vio frustrada por la cooptación de la Comisión por los poderes combinados de la fuerza política, representada en la Presidencia de la República, y los grupos económicos, que lograron la privatización y luego cooptaron a los miembros de la Comisión, para dejarlos prácticamente sin regulación.

Por su parte, con la ANTV estas funciones de regulación se diluyen, debido a que la regulación se ejerce desde diferentes agencias: la Superintendencia de Sociedades vigila especialmente el cumplimiento de los contratos con los usuarios, es decir, regula el negocio; la Comisión de Regulación de Comunicaciones vigila el cumplimiento en la prestación del servicio en los aspectos técnicos; y la ANTV supuestamente vigila los contenidos y las franjas de programación, pero como este asunto está liberado a la autonomía de los canales, prácticamente no tiene nada que regular. La Agencia se limita, entonces, a garantizar las concesiones y a que el espectro electromagnético quede a disposición de los operadores privados, pues la RTVC —antes Radio Televisión Nacional de Colombia; ahora Sistema de Medios Públicos de Colombia— no es financieramente una competencia para los canales privados.

La regulación pasa, pues, por tres etapas: la del Estado, que interviene a través de Inravisión; la de la sociedad civil, a través de la CNTV; y la del mercado, en la que el Estado pretende ser solo un árbitro, a través de la ANTV.

Conclusión: la Ley de TIC y las empresas infocomunicacionales

Dijimos que la novedad en la actualidad es que DirecTV pasa a ser la primera empresa de medios en el ranking de las mil empresas colombianas más grandes por ventas. Pero esta posición se debe a que, en principio, esta funge como una empresa de medios, que luego pasa a ser una empresa infocomunicacional. Si la comparamos con las demás del mismo sector, pero que son originalmente de telecomunicaciones, entonces su rango es de los más bajos.

En efecto, en un trabajo anterior habíamos recogido una clasificación de 2002 en la que se establece la siguiente jerarquía entre los subsectores que componen el sector infocomunicacional: telecomunicaciones, industrias culturales (de contenido), informática e internet y los sectores intermedios entre ellos (Narváez, 2013). Señalábamos que esta jerarquía “se basa en su importancia económica y política. Entre la infraestructura y la producción de contenido se debaten las jerarquías en Colombia, es decir, se decide cuál es el sector más rentable y, por tanto, de mayor acumulación” (p. 52), lo cual constituye parte del régimen de acumulación.

Igualmente, hacíamos la diferencia en cuanto a las empresas que la Superintendencia de Sociedades registraba como de televisión, precisando que había por lo menos tres clases: a) programadoras, productoras y difusoras, los típicos canales privados y las programadoras concesionarias de espacios; b) productoras, lo que quedó de las antiguas programadoras que no tienen concesión de espacio; y c) difusoras, las típicas proveedoras de televisión cerrada (Narváez, 2013, p. 54). En primer lugar, entre estas últimas aparece DirecTV, pero la primera entre todas las de medios era RCN Televisión.

Con todo, al comparar el volumen de ventas y la rentabilidad de las empresas de medios con las de las empresas de telecomunicaciones, las diferencias eran abismales, como lo siguen siendo ahora. En efecto, DirecTV dejó de ser solo una empresa de televisión cerrada y por demanda y pasó a ofrecer servicios de internet e incluso de telefonía móvil, con lo que se fue convirtiendo en una empresa infocomunicacional y llegó a ocupar el puesto 143 entre las mil empresas más grandes de Colombia, con ventas de más de un billón de pesos colombianos en 2018. De esta manera, desplazó a Caracol TV, que fue la primera hasta el año 2017, ahora relegada al puesto 174, con ventas apenas superiores a 798 000 millones en 2018 (“Las 100 empresas”, 2019) (tabla 2).

Tabla 2. Empresas infocomunicacionales (proveedoras de contenido)

UbicaciónEmpresaVentas (millones de pesos)
35Claro Fijo3 753 099
687Telefónica2 056 000
143DirecTV*1 069 240
194Caracol TV798 079
293Cine Colombia531 664
433RCN Televisión347 111
443Casa Editorial El Tiempo339 836
706Caracol Radio197 989
708Cinemark Colombia197 426
810RCN Radio171 340
Total7 668 385

* Sin incluir el canal Win Sports.

Fuente: elaboración propia con base en el artículo “Las 100 empresas” (2019).

En comparación con la tabla 2, el grueso de los servicios infocomunicacionales proviene de las empresas clasificadas como de telecomunicaciones, las cuales ocupan el siguiente orden en el ranking de 2018 (tabla 3):

Tabla 3. Empresas de telecomunicaciones (telefonía móvil)

Puesto 2018EmpresaVentas (millones de pesos)
10Claro Móvil8 305 180
19Telefónica Movistar*3 060 000
24Une-epm-Telco4 810 880
Total15 176 067

* Sin telefonía fija y sus servicios agregados.

Fuente: elaboración propia con base en el artículo “Las 100 empresas” (2019).

La tabla 3 sugiere que estamos viviendo un periodo de transición significativo en cuanto a la consolidación de eso que se ha llamado sector infocomunicacional. Esto es, la fusión entre infraestructura de telecomunicaciones y transmisión de contenidos producidos por la industria cultural, tal como la definimos en los apartados anteriores.

En efecto, en la tabla 3 solo aparecen las empresas cuyo negocio es decididamente el de telecomunicaciones, pero con poca relación con la industria cultural y, como es lógico, están dedicadas a la transmisión móvil, por lo que su interés es el espectro. En cambio, en el segundo grupo (tabla 2) las empresas de telefonía fija y servicios agregados a ella utilizan principalmente cableado y una gran infraestructura, mientras que las demás empresas mediáticas, excepto las de cine, dependen también críticamente del espectro. Entre los dos subgrupos se sitúa DirecTV, que pretende prestar todos los servicios que prestan las otras, pero utilizando el espectro y la órbita geoestacionaria.

Es claro que las empresas del primer grupo se caracterizan por utilizar el espectro principalmente para el servicio de telecomunicaciones inalámbricas; las del segundo, el cableado para datos; las del tercero, el espectro para la radiodifusión. Entonces, técnicamente, la empresa que se perfila como integradora de todos los servicios es DirecTV. Es el punto de convergencia técnico entre las telecomunicaciones y las industrias culturales.

Pero lo que nos importa desde la economía política es su posicionamiento económico. Como se ve por las ventas, DirecTV es a la vez la más grande entre las empresas mediáticas y la más pequeña entre las de telecomunicaciones. No obstante, la tendencia en los últimos cinco años es a crecer en abonados y en ingresos; por tanto, puede amenazar la posición de las empresas de telefonía fija y sus servicios agregados. Si a esto le sumamos la oferta y las ventas, es decir, abonados e ingresos de la televisión por demanda a través de internet —sobre la cual, desafortunadamente, no tenemos datos—, es claro que las industrias culturales tradicionales —en cuanto empresas—, como las que aparecen en la tabla 2, están seriamente amenazadas por este nuevo tipo de empresa que está en camino de convertirse en la predominante: una megacorporación infocomunicacional.

Es en este contexto donde se inscribe la llamada Ley de TIC que se discute en el Congreso, pues ya no es posible separar las infraestructuras de telecomunicaciones de las de transmisión de contenidos y, por tanto, la regulación independiente de las telecomunicaciones y la radiodifusión se hace inútil. ¿Cuál es entonces el sentido de la Ley de TIC, si ya habíamos dicho que en 2013 se habían distribuido las frecuencias para la tecnología 4G? ¿Si ya se eliminó la Comisión Nacional de Televisión? ¿Si ya está privatizado prácticamente todo el espectro?

Precisamente, si existe un solo espectro radioeléctrico, una sola órbita geoestacionaria y un solo territorio, a la vez que existe una tecnología que puede unificar todos los tipos de señales (satelital, microondas, de cables, etc.), entonces todas las TIC se pueden unificar en una sola red de infraestructura. Esto las constituye en un monopolio natural, pero como monopolio natural debería estar en manos del Estado. Por tanto, abrir la competencia a la instalación de diversas redes, cada una de las cuales cumple una parte de la función o repite lo que hacen las otras, es técnica y económicamente irracional.

Luego la ley sí va en dirección a un monopolio natural, pero no estatal, sino privado. Por tanto, hay que garantizarlo y, para ello, esta ley otorga al menos tres ventajas al capital:

• Concesión a largo plazo, ya sea de veinte o treinta años, prorrogables, no importa cuánto. El caso es que con ello se pone una barrera de entrada legal al mercado a posibles competidores.

• El mercado del espectro. El mercado secundario del espectro sería una posibilidad del concesionario, es decir, una fuente de rentas, diríamos extraeconómicas (mafiosas), como las concesiones feudales de la Edad Media. Quien quiera acceder al espectro no tendría que entenderse con el Estado, sino con el dueño de la concesión. Esto facilita también las fusiones y las absorciones entre los concesionarios en el proceso de centralización que conducirá a las megacorporaciones.

• Facilita la unidad del mercado y, con ello, la unificación de facturación, con lo cual se reducen gastos logísticos y de transacción.

En síntesis, la Ley de TIC es la condensación política de todos los efectos perversos de la actual etapa de reestructuración capitalista sobre los países de la periferia, el sector público y los trabajadores, es decir, las tres problematizaciones que dieron origen a esto que llamamos economía política de la comunicación y la cultura. En primer lugar, es una clara entrega de los recursos (el espectro, la órbita y el territorio) y del mercado interno a los intereses del capital extranjero, con lo cual se renuncia a la soberanía. En segundo lugar, es una clara renuncia a la función del Estado de cuidar el territorio y la población, al entregar sus funciones a las empresas privadas, sin contraprestación, pues no pagarán por las concesiones a cambio de “ampliar la cobertura” voluntariamente. En tercer lugar, es una apertura a la competencia desleal de contenidos para distribuir en Colombia a través del monopolio de las redes (televisión por internet), con lo cual, como en otras ramas, pierden los trabajadores colombianos de la industria cultural y mediática.

Referencias

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1 Para un desarrollo en profundidad de la economía política como epistemología de la comunicación, ver Bolaño (2015), especialmente el capítulo 3 (pp. 81-111).

2 Recordemos que las dos últimas características que Lenin atribuye al imperialismo son el reparto de los mercados entre las grandes empresas monopólicas transnacionales y el reparto territorial del mundo entre las potencias imperialistas. La ruptura de estos equilibrios condujo a dos guerras mundiales.

3 Algunos fragmentos de este apartado se publicaron en Narváez (2013).

4 Wolton (2000, p. 101) plantea que lo que aparece como información en internet son por lo menos cuatro cosas distintas: información servicio, información ocio, información acontecimiento (noticias) e información conocimiento. Esto no basta para conformar una unidad teórica.

5 Para una crítica del concepto de capitalismo cognitivo desde la economía política, ver Narváez (2013, cap. 5).

6 Estas dos reseñas, junto con otras sobre el tema, fueron publicadas en Narváez (2012).

7 Si reportara independiente, ocuparía este puesto. Está separada de Telefónica Móvil.

Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia

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