Читать книгу El último de la fiesta - Dioni Arroyo - Страница 5
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ОглавлениеDentro de unos años
Decenas de chicos salieron en desbandada gritando de alegría al terminar las clases. Las puertas del Centro Educativo Escritor Domingo Santos se abrieron y una algarabía de adolescentes en estampida alcanzó la calle entre voces y canciones. Marco, rezagado y remolón, echó un último vistazo al patio, como si buscase a alguien, pero impulsado por el torbellino de sus compañeros, se vio obligado a acelerar el paso sin poder volver la vista atrás.
Llevaba en la espalda una mochila repleta de libros y cuadernos. Su peso le obligaba a encorvarse mientras avanzaba titubeante. Se abrochó los botones de su abrigo y se alejó del bullicio por una calle peatonal. Dobló la esquina y se apresuró hasta detenerse en el punto exacto donde solía quedar con su grupo: una pequeña plaza en la que una vieja fuente de piedra había dejado de manar hacía mucho tiempo.
—¡Marco, siempre eres el último! —le reprochó su amigo Luis, un chico desgarbado y con los cabellos hirsutos, que le advirtió con un gesto que ya se habían puesto en camino—. Tomé ha dicho que vamos a la acequia, que tiene cigarrillos.
—Siempre hacemos lo mismo, ¿no podíamos ir a otro sitio? —Marco se quejó resignado, sabiendo que su opinión casi nunca se tenía en cuenta.
—Pues se lo dices a él, a ver si te hace caso. ¡Vamos, tío, date prisa! Me ha tocado retroceder para decírtelo, así que ahora no te entretengas con chorradas.
Ambos aceleraron por una angosta calle sin aceras, que desembocaba en una avenida por la que cruzaron, igual que hacían siempre, como locos sin prestar la menor atención a los semáforos. Mirándose de reojo, echaron a correr compitiendo para ver quién llegaba antes, alcanzando una callejuela empedrada y empinada, riendo sin parar por el esfuerzo del ascenso que les hacía resoplar. El peso de sus mochilas les dificultaba el paso, pero entre risas, llegaron a la zona más elevada, donde por fin pudieron detenerse y recuperar el aliento.
—¡Como ayer, sigo siendo más rápido que tú! ¡He ganado! —Luis se señaló con aire triunfal, respirando entrecortado. La pequeña ciudad les saludaba desde la privilegiada atalaya, con una corona negruzca que se alzaba al firmamento, como si quisiera engullir la urbe, amenazante y sucia. Edificios grises y abandonados hablaban de otra época, con sus diminutas ventanas y los escasos árboles secos. El frío les cortaba la respiración y los cielos encapotados anunciaban la llegada de una tormenta.
—Aún nos queda una tremenda caminata hasta el pinar, ¿qué te apuestas a que esta vez te gano? —Marco no lo dijo muy convencido, pero su exclamación irreflexiva fue suficiente para que los dos se volvieran y reanudaran la carrera por calles vacías del viejo polígono industrial, a las afueras de la decadente ciudad.
En pocos minutos, el terreno se convirtió en un pinar con suelo de tierra, incómodo para correr con los zapatos que llevaban. Y en la acequia, como de costumbre, se encontraba su pandilla encabezada por Tomé, el más alto y corpulento de todos y que se había arrogado con el liderazgo.
—¡Llegáis tarde! Siempre sois los últimos —les reprobó otro chico más alto que ellos que se acababa de encender un cigarro.
—Que compartan uno, pero no de estos, que sea tabaco negro, que es mucho mejor. —Tomé, que se encontraba en medio del grupo de los seis adolescentes, les miró con gesto irónico, y siguió cuchicheando con los demás.
—Tomad, ¿quién tenía por ahí un mechero? —preguntó otro de los muchachos al tiempo que les acercaron un cigarrillo. Pronto apareció otra mano con un encendedor transparente, por el que apenas quedaba gas.
—Marco, te toca encenderlo a ti, así que esta vez no te escaquees —le desafió con sorna Tomé, provocando las miradas sarcásticas del resto.
Marco sostuvo el cigarrillo con sus dedos temblorosos. Encenderlo le repugnaba, siempre inhalaba una inmensa bocanada de humo que le hacía toser. No le gustaba fumar, no le veía la gracia. Si se tragaba el humo, tosía y provocaba la burla de sus amigos, y si no lo hacía, le recriminaban por desperdiciar una buena calada. Sabía que, hiciera lo que hiciera, encontrarían la forma de reírse de él. Veía a Tomé inhalando el humo con gesto serio, parecía el protagonista de una antigua película francesa, jactándose de ser el líder de la manada, como si se tratase del héroe de una aventura. Los demás le imitaban y observaban con absurda admiración; sin embargo, cuando escrutaban a Marco, lo hacían con desprecio, con gesto desafiante, sabiendo que no era capaz, y aguardaban a que tosiera para mofarse sin contemplaciones. Marco sabía que a Luis y a él les daban siempre tabaco negro, tan fuerte que entraba en tromba por la garganta, a diferencia del rubio, que iba más directo a los pulmones y no provocaba la incómoda tos. A pesar de no disfrutar en absoluto de aquella experiencia, encendió el cigarrillo.Lo sostuvo en los labios y aspiró con fuerza, conteniendo el humo en la boca para expulsarlo con suavidad, intentando evitar el espasmo y que esta vez todo fuera bien. Luego se lo pasó a Luis y así hicieron todos, como un ritual entre chicos de catorce y quince años orgullosos de imitar los actos de los mayores, los actos que les estaban vetados. Romper las reglas, llevar la contraria, atravesar la línea roja y probar lo prohibido era importante en sus cortas vidas, era un ritual de paso del que nadie escapaba por la insoportable presión del grupo. Era el momento de sentirse que formaban parte de los gallitos de un corral.
—¿Os acordáis cuando hicimos una presa y cortamos la acequia? —Óscar era el chico obeso, con una barriga que sobresalía por la camisa y que sonreía con las mejillas coloradas—. Vinieron los agricultores vociferando y tuvimos que largarnos para que no nos cazaran, ¡y los dejamos con un palmo de narices!
Todos rieron al unísono, aunque nadie quiso recordar que la idea había partido precisamente de Marco, que había visto en un documental la construcción de una presa. Buscaron piedras y ladrillos que colocaron en un punto de la acequia, para impedir que el agua pasase y se desbordara en ese lugar, inundando el pinar. Luego se pusieron a buscar renacuajos y ranas que vivían allí y que sin agua se mostraban tan torpes que los atraparon a placer. Aquello fue divertido; pero entonces eran muy críos, y ahora ya tenían otra edad, la de fumar y la de llamar la atención de las chicas, era lo que tocaba.
—Sí, fue la leche, nos piramos justo cuando se acercaban y les tocó a ellos solitos levantar todas las piedras. ¡Menuda panda de pringaos! —exclamó otro entre aspavientos y evitando toser a duras penas.
—¡No podían con el culo de tantas patatas como comen! —sentenció Luis, sin querer reconocer que en su casa aquel era el alimento diario.
—Tíos, he oído un chiste que es la leche, ¡escuchad! —exclamó Tomé de repente y todos le rodearon con interés y en un silencio que denotaba sumisión—. Dicen que han encontrado una cura definitiva contra el cáncer que jode a los padres. ¿Sabéis cuál es? ¡Venga, estrujaos la mollera, pensad un poco! —El grupo negó con la cabeza y siguieron prestándole atención—. ¡Pues matar a todos los padres! —Entonces estalló en una risa hilarante que terminó con carraspera y con varios escupitajos.
Cuando se terminaron los cigarros, contaron varios chistes verdes con los rumores de las alumnas más populares, y se fueron desperdigando por el pinar. A algunos les sonaban las tripas, lo que provocaba la burla del resto, siempre esperando una oportunidad para pitorrearse. Marco y Luis buscaban piñas para patearlas como si fuesen balones, y siguieron la ruta de la acequia, que desembocaba en un enorme pilón del tamaño de una piscina en el que había unas compuertas con esclusas para regular el nivel del agua. A lo lejos, se veían los edificios altos de la ciudad, con esa característica capa grisácea que la sepultaba, por la polución de los coches y de las fábricas. A ambos les recordaba a la silueta de un brócoli, y siempre era un motivo de sorna comentar a los demás que vivían en una ciudad-brócoli.
—Creo que me he tragado el humo del cigarro varias veces y me he mareado un huevo. —Marco tenía el gesto serio y un sudor frío recorría su frente—. Luis, no se lo digas a los demás, no me gusta fumar... ¡Lo odio con todas mis fuerzas!
—A mí tampoco me gusta, pero ni de coña se lo diría a Tomé y a los otros. Retén el humo en la boca como hago yo y luego lo expulsas con tranquilidad, pero no te lo tragues porque es asqueroso y luego la cabeza te da vueltas como en un tiovivo.
—Eso es lo que intento —dijo suspirando con melancolía, al mismo tiempo que sentía arcadas—. Jope, encima me huele el aliento y mi madre me va a pillar.
—Oye, Marco —cambió su amigo de tema de forma abrupta—, ¿por qué andabas tan despistado a la salida? ¿No estarías buscando a esa, verdad?
—¡No! ¡Claro que no! ¿Por quién me tomas? He coincidido con ella alguna vez por casualidad pero no me interesa lo más mínimo y nunca hemos hablado. —Se hizo el silencio. Sus palabras habían sentenciado la conversación, y ambos, satisfechos, se concentraron en el sonido del agua que corría veloz por la acequia, inundada de algas—. ¿Serán estas las algas que nos dan como verduras para comer?
—¡Qué asco, tío! Espero que no, tonto. ¿Cómo nos van a dar de comer estas cosas? Oye, nos estamos alejando mucho, volvamos.
—Vale, adelántate, que ahora voy yo. —Marco se hizo el interesante con la mirada huidiza, sin ganas de echar a correr.
—Como quieras, pero si estás a punto de potar, no metas la gamba y lo haces aquí, bien lejos para que no te vean. ¡Y no te retrases!
Luis se marchó confundido en dirección al grupo que, a lo lejos, entre los pinos, se habían vuelto a congregar. Marco tragó saliva y se sentó en el pilón; el mareo no había pasado y su cabeza seguía dando vueltas. Era lo que necesitaba, unos minutos de concentración y silencio para recuperar la normalidad. Su corazón latía a mil por hora, y se imaginó que tenía en su pecho a un grupo de rock duro aporreando la batería con un rimo frenético, y su barriga le confirmó lo revuelto que se sentía. Intentó focalizar la atención en un punto del pinar para no desviar la mirada y que el mareo se fuese marchando, al tiempo que sentía arcadas ascendiendo por la garganta. De repente escuchó un ruido, como si fueran pasos que retumbaban en la tierra, y del susto casi se cae al agua. Se volvió y tuvo que ponerse de pie ante lo que se le venía encima.
A tan solo unos cien metros, un caballo que había aparecido de la nada, movía sus crines galopando hacia él, desbocado, sorteando los pinos a su paso. ¿De dónde había salido? Se frotó los ojos sin poder aceptar lo que veía. Tenía que ser un producto de su recalcitrante imaginación, pero los volvió a abrir y el caballo seguía cabalgando hacia él. No se lo podía creer... Pasó a su lado, casi rozándole, con sus enormes y profundos ojos negros, sintiendo su aliento, y se detuvo en seco a unos pocos metros con increíble agilidad, resollando y jadeando.
Marco se quedó paralizado, intentando dominar el pánico mientras las piernas le temblaban. Observó cómo entre las crines, se escapaban lágrimas que resbalaban por la cabeza del animal, lo que le produjo una punzada en el corazón. ¡El caballo sollozaba! Nunca había visto nada igual; contemplaba de cerca y por primera vez a un enorme caballo, que además refulgía por el sudor, que incluso lloraba y que le estaba sondeando con sus penetrantes ojos. Entre ambos se creó un profundo silencio, interrumpido por el silbido del viento y la respiración exaltada del equino, mientras los dos no dejaban de clavarse la mirada.
De repente, y cuando Marco había decidido huir de aquel escenario, el caballo despertó de su aparente parálisis, avanzando varios pasos para dar un asombroso salto y caer al pilón, sumergiéndose en las turbias aguas. No hubo relinchos ni gemidos; el caballo solo asomó la cabeza unos segundos para buscar los ojos de Marco, inhaló oxígeno y, después, con un mutismo estremecedor y resignado que anunciaba la muerte, se hundió lentamente, inerte, hasta desaparecer de su vista. Se quedó impactado ante un hecho tan insólito, sin poder reaccionar, contemplando cómo aquel animal pletórico de vida apenas unos segundos antes, aquel asombroso caballo radiante y fornido que había surgido de la nada, se había sumergido en el agua con la intención de morir. Sin luchar, rindiéndose ante la vida y la muerte.
Nunca imaginó que el final pudiera llegar a ser tan venerable.
—¡Marco! ¡Nos vamos! ¡Baja de las nubes! Ahí te quedas. —Los gritos de su amigo le llegaron en sordina, porque lo que acababa de presenciar le había dejado helado, incapaz de despertar. Presenció aterrorizado cómo se formaban algunos remolinos y sospechosas burbujas salían a la superficie, aunque poco después, dejaron de aparecer. El mortal mutismo se había cobrado su presa. Solo restaba esperar que su cuerpo ascendiera flotando, pero aquello era algo que por nada del mundo estaba dispuesto a presenciar, no quería ser testigo de una muerte tan espeluznante. Había oído que los animales ahogados ascienden hinchados como globos por el agua engullida, así que cortó de un hachazo sus pensamientos y recobró la atención abandonando el lugar maldito.
Lo último que recordaría de aquellos momentos, era la mirada triste del animal, esos ojos enormes y acuosos que le observaban antes de decidir su propio final. Ese último adiós. Una imagen que jamás podría olvidar, que se había grabado a fuego en sus entrañas, una escena que le devolvería la memoria durante las largas noches de insomnio en forma de pesadilla.
Se alejó con un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal, sabiendo que en breve el animal asomaría la cabeza convertido en un ser rígido, en un cadáver que le seguiría mirando con los ojos abiertos pero ya vacíos, con el rostro hierático, impávido, aterrador y con el cuerpo tumefacto. Como en una película de terror.
Echó a correr sin querer alcanzar a su grupo, sintiendo los regueros de lágrimas que caían por sus mejillas. Al menos el viento frío alivió levemente la intranquilidad que ascendía por su estómago; le angustiaba la sensación de saber que no existía una respuesta ni una explicación a lo que acababa de presenciar, y además tenía la certeza de que lo que había vivido, había ocurrido para que él lo presenciara. Por alguna extraña razón, solo él debía de estar presente. ¿Por qué le llegaba ese pensamiento con tan poco sentido? ¿Por qué estaba convencido de aquello?
Se frotó la frente y tomó la determinación de no contárselo a nadie. A fin de cuentas, ¿quién se lo iba a creer? Sería una manera muy ingenua de hacer zozobrar su ya frágil destino.
Aún no había llegado a su casa cuando comenzó la tormenta, una lluvia revitalizadora que, por lo menos, disimularía sus lágrimas.