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Jordi Amat y Jordi Gracia VIDA PRIVADA DE UN CONSPIRADOR

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Un buen puñado de las mejores cartas de Dionisio Ridruejo fueron escritas para ser usadas. Cuando cuenta en 1941 sus peripecias en la División Azul, cuando escribe a dos ministros o a la mismísima Junta de Falange en 1956 para explicar su deserción del sistema (antes y después de que el sistema lo eche a él) o cuando predica la socialdemocracia a sus jóvenes e impulsivos aliados, sabe que esas cartas van a circular entre los amigos y colegas, y van a ser leídas en voz alta por muchos más que sus explícitos destinatarios.

Las cartas que reunimos en este breve volumen pertenecen, en cambio, a una cuerda epistolar distinta, íntima y privada, incluso a veces puramente doméstica. Son treinta cartas destinadas a su mujer, Gloria de Ros, escritas sin público y sin cálculo político: nacen de la necesidad de contarle su vida a lo largo de los casi dos años en que Ridruejo prefirió el exilio a la cárcel o el destierro en Canarias. Sólo hemos excluido unas pocas, casi siempre muy breves y alguna sólo reiterativa. La mayoría se escriben desde París: la primera es del día 14 de junio de 1962 y la última está redactada el 22 de abril de 1964, al día siguiente de su regreso a Madrid. Había pasado las primeras horas escondido, al parecer, en casa nada menos que de su viejo jefe de la División Azul, y en ese momento vicepresidente del Gobierno, Agustín Muñoz Grandes. Obviamente, ni es un conspirador típico ni es un exiliado normal ni la rectificación de su pasado fascista es fácil de trazar en dos prontos.

Ridruejo permaneció en París desde junio de 1962 porque fue uno de los represaliados por su asistencia al IV Congreso del Movimiento Europeo y, sobre todo, por el resultado de ese Congreso. Desde la óptica franquista, allí sucedieron fundamentalmente dos cosas: quedó bloqueada para mucho tiempo la pretensión del régimen de iniciar negociaciones para su ingreso en el Mercado Común (tal como había pedido desde febrero de 1962) y, en segundo lugar y más importante, por primera vez tuvo visibilidad pública y mediática la unidad de una oposición antifranquista de nueva generación y múltiples variantes ideológicas y políticas. Porque el Congreso empezaba el día 7 de junio, pero los españoles habían sido convocados por el secretario general del Movimiento Europeo, Robert van Schendel, en el Hotel Regina de Múnich desde dos días antes, los días 5 y 6. Los impulsores del encuentro previo eran un puñado de españoles comprometidos con el movimiento europeísta, encuadrados en las familias políticas más comunes de la Europa democrática de posguerra (socialdemócratas, liberales y democratacristianos). Básicamente fueron Enrique Gironella, ideólogo español del Movimiento Europeo; Salvador de Madariaga, presidente del Consejo Federal Español del Movimiento Europeo; José María Gil Robles, presidente por entonces de la Asociación Española de Cooperación Europea, y el alma de aquella asociación, José Vidal-Beneyto. La estrategia consistió en aprovechar ese IV Congreso para forzar la reunión, por primera vez después de la guerra, de los sectores políticos que a la altura de 1960 estaban situados en posiciones cada vez más antifranquistas, tanto si procedían de la victoria como de la derrota o incluso del exilio. La idea de reunir a los unos y a los otros coincidía con los planteamientos políticos de otros cómplices del encuentro, Julián Gorkin —antiguo poumista como Gironella— y el propio Ridruejo.

Las condiciones impuestas por Gironella presagiaban un éxito rotundo para ese atrevidísimo invento. Se trataba de que la delegación formada por quienes vivían en España doblase en número la del exilio, como en efecto sucedió, sin intervención alguna de los exiliados en la elección de los participantes del interior, y dos exigencias más: la presencia de representantes de la derecha monárquica y la ausencia oficial de los comunistas (cuya presencia oficiosa sería tolerada). El exilio clásico estaba obligado a entenderse con la nueva resistencia que operaba desde dentro de España para fortalecerla y, sobre todo, para aparecer como alternativa a la única oposición conocida hasta entonces y perseguida ferozmente: el Partido Comunista. Pero más aún: se trataba de lograr el reencuentro del exilio con parte de sus enemigos armados veintitantos años atrás, y arrancar de ese encuentro una declaración conjunta que reclamase sin tapujos la «instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas» en España como condición inexcusable de su integración en Europa (tal como exigía el Movimiento Europeo). La frase procede de la declaración aprobada en la clausura del Congreso de Múnich.

Entre las ochenta personas procedentes del interior habría desde resistentes y derrotados históricos hasta familias políticas que se sentían cada vez menos representadas en la Victoria. El contacto físico y el alojamiento conjunto en el Hotel Regina debían servir para vencer las reticencias y los recelos forzosos e impulsar negociaciones casi inimaginables, incluidas sorpresas como la inesperada fluidez de trato que fue fraguándose entre un fascista rematado en 1939 como Ridruejo y el entonces secretario general del PSOE en el exilio, Rodolfo Llopis [1]. Las distintas comisiones y subcomisiones formales e informales, reunidas desde el día 5 (cuando Ridruejo y sus acompañantes todavía no habían llegado a Múnich), tras encuentros y desencuentros más o menos casuales, lograron pactar una breve declaración conjunta netamente democrática y obviamente reconciliadora. En la multitudinaria asamblea de clausura y en presencia de Gil Robles, Salvador de Madariaga hizo entrega formal de la declaración a van Schendel. La lectura de ese acuerdo y su aclamación fue el momento más simbólico y emocionante, y explica que Madariaga pronunciase la célebre frase que remataba, quizá prematuramente, el significado de Múnich: «hoy ha terminado la guerra civil».

Las represalias de la dictadura contra los participantes fue un grave error político y táctico del franquismo y acabó arruinando la menor posibilidad de una integración europea a corto plazo. Franco suspendió el artículo 14 del Fuero de los Españoles, lo que implicaba para los participantes, además de una cascada de detenciones, la obligación de escoger entre la deportación a las islas Canarias o el ingreso en la cárcel de Carabanchel. De hecho, Gil Robles no fue autorizado ni a descender del avión que lo traía de París, mientras que Ridruejo y sus amigos abortaron el retorno clandestino en tren al conocer la peripecia de quienes habían regresado con sus pasaportes en regla. El efecto último fue que Satrústegui o Gil Robles parecían ser objeto del trato conferido a los descamisados, rebeldes o subversivos tradicionales (lo que desde luego tampoco era verdad). El «contubernio de Múnich» fue la fórmula demonizadora, festiva y equivocada que la propaganda franquista acuñó a través de Arriba desde los mismos días 8 y 10 de junio para desacreditar la actividad de esos grupos, aunque hubiese entre ellos miembros del liberalismo democratacristiano o de la derecha monárquica o, peor aun, traidores puros como Ridruejo. En Arriba aludían a él y a otros, sin mencionar a nadie, porque bastaba con hablar de los «tránsfugas que gozaron y adularon al Poder», además de «jugadores de ventaja con cartas marcadas» y «compañeros de viaje de los comunistas», cuando precisamente ahí, en Múnich, no pudieron ni abrir la boca.

Ridruejo optó por establecerse temporalmente en París junto con sus más íntimos aliados en la aventura del minúsculo partido socialdemócrata que habían empezado a montar poco después de salir de la cárcel en 1956: el Partido Social de Acción Democrática. Con él estuvieron en París durante más o menos tiempo Pablo Martí Zaro, Fernando Baeza, Vicente Ventura, Jesús Prados Arrarte, José Suárez Carreño o Enrique Ruiz García. Pero el equipo habitual es más numeroso, porque cuenta con quienes residen en París desde tiempo atrás, como el propio Gorkin, como Paco Farreras, como el generoso matrimonio formado por Víctor Hurtado y María Elisa o como el ubicuo y crucial urdidor de tantas gestiones y reuniones, Pepín Vidal-Beneyto. Y es que desde finales de la década de los cincuenta Ridruejo venía consolidando una relación fructífera con equipos intelectuales de la oposición del interior (incluidos comunistas como Jorge Semprún o Javier Pradera) y del exilio. Habían sido muchas semanas y muchos meses de conspiración largamente meditada. De hecho, la redacción de Escrito en España se dilata entre 1959 y 1961 y en buena medida cabe entenderlo como una suerte de manifiesto razonado de las posiciones mayoritarias en Múnich, favorables al desmantelamiento del régimen franquista y a la conducción hacia una democracia constitucional y europea. Se publicó en Buenos Aires justo cuando Ridruejo empezaba su exilio en París y allí pudo hojear los primeros ejemplares.

Incluso antes de 1956 y de su encarcelamiento en febrero, había buscado (y obtenido) el respeto del exilio socialista (desde Max Aub a Indalecio Prieto) y había empezado a buscar aliados de la causa democrática en el entorno del Congreso por la Libertad de la Cultura, como Pierre Emmanuel, poeta francés con lazos afectivos con España y que en aquel momento ocupaba cargos de responsabilidad en el Congreso. Esa plataforma de actividades culturales había nacido en 1950, auspiciada por la inteligencia norteamericana y concebida para combatir o, al menos, contrarrestar la hegemonía ideológica del comunismo en la Europa de la posguerra y el existencialismo sartriano. En París intensificó la relación personal y cómplice con el periodista y agitador Julián Gorkin, que era el cerebro gris del Centro de Documentación y Estudios, la base de operaciones hispánicas del Congreso (con varias publicaciones y sobre todo la revista Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura). Se trataba de un modesto think tank antifranquista que dependía económicamente del mismo Congreso y que aspiraba a ser, en palabras de Ridruejo, no mucho más que una «fabriquita de propaganda» subversiva. En junio del 62, tras Múnich, Ridruejo se integraría profesionalmente en esos círculos y emprendería una actividad propagandística que desembocó en una revista valiosa y original, Mañana, entre 1965 y 1966. Como el resto del tinglado, la revista también se vino abajo tras la publicación en The New York Times en 1966 y 1967 de varios reportajes sobre la financiación que la CIA había proporcionado al Congreso por la Libertad de la Cultura a través de prestigiosas universidades y fundaciones filantrópicas.

Pero esta selección de más de treinta cartas inéditas, escritas entre junio de 1962 y abril de 1964, no es la crónica en primera persona de una campaña política y voluntariosa. Es más bien la crónica íntima de una aventura imprevista que empieza como empiezan las aventuras: tan accidentadamente que tanto él como sus acompañantes estuvieron a punto de no llegar ni siquiera a Múnich, porque primero había que llegar a los Pirineos desde Barcelona en un coche que no estaba donde debía estar, ni el corazón de Ridruejo daba para subir montañas a toda marcha, ni las citas convenidas con los contactos salieron como debían. Por eso llegaron tan tarde, el día 6 por la tarde, aunque ese retraso justificó también una ovación estruendosa (la emoción se revive leyendo el dietario del poeta Marià Manent) que ratificaba lo que había de heroico y de pintoresco en aquella expedición en la que iban dos hombres maduros, Ridruejo y José Suárez Carreño, y otros tres algo más jóvenes, Fernando Baeza, Antonio Villar y José Federico de Carvajal, los dos últimos militantes socialistas.

La militancia política es la causa por la que Ridruejo vivió exiliado, y el antifranquismo fue el motor de su actividad durante aquel periodo. Pero lo que esta correspondencia revela a cada instante no es esa actividad, sino sus consecuencias personales. Por ello su atmósfera primordial es íntima y familiar, privada y casi costumbrista. Lo que en primera instancia cuentan las cartas es precisamente aquello de lo que casi nadie debía hablar cuando por aquellas fechas se hablaba de Ridruejo. Cuando va a los Estados Unidos con Gorkin no comenta sus reuniones con exiliados señalados (Victoria Kent, Joaquín Maurín, Juan Marichal) o figuras clave de los sindicatos y la Administración norteamericana (que es la de J. F. Kennedy). Eso era lo que le importaba a Franco, como sabemos por una de sus conversaciones privadas con su primo Pacón. A Gloria le contaba otras cosas. En la carta escrita desde Nueva York prefiere describir sus impresiones de Washington y despachar por encima las razones reales del viaje. Y lo mismo sucederá cuando pasee arrebatado por la ciudad de Roma o por un Copenhague primaveral. Los viajes tenían objetivos conspiratorios, pero a casa y para sus hijos mandaba noticias de turista rejuvenecido.

Sólo en una ocasión el compromiso político de Ridruejo chocó con la actuación de Gloria. La madrugada del 20 de abril de 1963, en Madrid, un pelotón de soldados de reemplazo disparó veintisiete tiros para ejecutar al dirigente del PCE Julián Grimau, que había sido detenido medio año atrás. De nada habían servido las denuncias de las torturas ni la posterior campaña internacional para conseguir el indulto (enviaron telegramas desde el Vaticano hasta el líder soviético Nikita Jrushchov). Cuando faltaba menos de un año para que el franquismo bombease sobre la población sus «Veinticinco años de paz» (urdidos y organizados por el impetuoso y joven ministro de Información Manuel Fraga Iribarne), el Consejo de Ministros acordó por unanimidad condenar a Grimau por crímenes cometidos en tiempos en que, como escribió Ridruejo, «la violencia era la ley de todos los españoles militantes», es decir, en plena guerra civil. Ridruejo reaccionó escribiendo el conmovedor artículo «La guerra continuada», publicado el 24 de abril en Le Monde. Un día después el diario Arriba volvía a ocuparse de él en un par de párrafos anónimos que reproducimos en esta edición. Aconsejada seguramente por Joaquín Ruiz-Giménez, Gloria mandó un texto de réplica a Arriba que disgustó a su marido porque lo presentaba como un reformador desde dentro del sistema cuando por entonces Ridruejo ya sabía que no había reforma posible de la dictadura y que la única solución real era su desmantelamiento. Aquellas cartas de la primavera del 63 son uno de los momentos más intensos de este epistolario.

Aquí y allá, en especial después de las primeras semanas de Múnich, porque el impacto todavía era muy reciente, Ridruejo alude al significado de tal reunión o el objetivo de tal panfleto, pero la política era lo accidental en este diálogo epistolar: «por debajo de todo esto me preocupo mucho por ti». Por ella y por sus hijos: su hija Gloria contaba por entonces quince años y supo que su padre no estaba de viaje, sino exiliado, a través de la televisión… Y precisamente porque se preocupaba por los suyos lo mejor era poner por escrito poco o nada de su actividad como conspirador, porque aquellas cartas, si las interceptaba la policía española (o la francesa), podían convertirse en pruebas acusatorias contra él. La estrategia para esquivar indiscreciones era mandarlas a casa de familiares o, todavía mejor, buscar la ocasión de hacerlas llegar a Gloria a través de amigos de paso por París con regreso a Madrid, donde se las podrían entregar en mano.

Lo que las cartas no abandonan casi nunca, implícita o explícitamente, es la reflexión sobre el regreso: no volverá a cualquier precio ni lo hará asumiendo riesgos suicidas, pero tampoco permanecerá indefinidamente en el exilio por razones de cautela y seguridad. Camilo José Cela, que mantiene una amistad muy próxima tanto a Manuel Fraga como a Carlos Robles Piquer —y al parecer sobrevive un jugoso epistolario fuertemente custodiado en la Fundación Cela en Iria Flavia—, no vacila en aconsejar crudamente a Ridruejo, a través de Eduardo Pons Prades, que «no venga», con el mensaje subrayado y en carta urgente fechada el 21 de marzo de 1964. Pero ya no le hará caso: las condiciones no son sustancialmente distintas a las de meses atrás, pero por esas fechas se han acumulado los motivos de naturaleza familiar como las razones políticas y se decide a volver.

Casi todo el exilio clásico ha empezado a asumir, y Ridruejo lo sabe desde hace mucho tiempo, que la actividad más útil y fértil puede y debe realizarse desde el interior. En su caso, además, casi a cara descubierta porque también es el mejor protegido por su pasado y por algunos de los contactos que mantiene entre el personal del Régimen, pese a las represalias, las multas y los castigos. Es verdad, sin embargo, que nada de eso va a librarle de ser objeto de un libelo groseramente confeccionado en las dependencias del Ministerio de Información que dirigen Fraga y su cuñado Robles Piquer, titulado Los nuevos liberales. Florilegio de un ideario político. El retrato que se hace en ese librito de Ridruejo y Aranguren, Laín, Tovar o José Antonio Maravall pretende desvirtuar su nuevo liberalismo a través de sus viejos artículos de guerra y posguerra netamente fascistas (o puramente franquistas), tacharlos de traidores y sobre todo sembrar de arribismo oportunista el perfil moral de cada uno de ellos. Con razón declaraba Ridruejo ese mismo 1966 a la revista Élite que Fraga «entró en el Gobierno con bandera de liberal, pero tan pronto como le tocó la crítica externa se convirtió en un subdirector toscamente represivo».

Las cartas se van convirtiendo inevitablemente en el sismógrafo de la añoranza, de la preocupación por sus hijos y el estado de ánimo de Gloria, ya azacaneado y muy alicaído tiempo antes del exilio de Ridruejo. En las cuartillas garabatea con letra a veces indescifrable su día a día y descubre el territorio solitario en el que la lucha política se transmuta en responsabilidad personal («sigo con las preocupaciones reales, de las que no quiero esconderme, sobre los problemas que mi alejamiento representa»), un espacio en el que tramar encuentros posibles y retomar la charla siempre pendiente sobre las motivaciones de un proyecto de vida arriesgada. Todo ello cosido al relato de una cotidianeidad precaria, extraña y provisional, donde tan urgente era notificar algún que otro achaque de salud como pedir que le mandase esa o aquella chaqueta, esos y no otros zapatos, tal juego de pañuelos o esas otras camisas sastre. O escribir de nuevo un «te quiero» al final de la cuartilla antes de que el amigo que ocultaría la carta en su maleta perdiese el tren.

La expresión del cariño tampoco pospone la inquietud por la economía doméstica, que es el estribillo de tantas cartas de Ridruejo, casi siempre con soluciones precarias, a excepción de los cuatro o cinco últimos años de su vida. Pero lo que le esperaba de inmediato a su vuelta en la primavera de 1964 era un nuevo procesamiento judicial a todas luces buscado: por eso cerramos este epistolario con la carta que redacta recién vuelto y destinada al entonces director general de Seguridad, Carlos Arias Navarro. Lo último que deseaba hacer Ridruejo era precisamente ocultarse cuando se había ganado la batalla de la visibilidad de una nueva oposición, y por eso forzó su entrada clandestina: para hacerla pública y seguir erosionando tanto la credibilidad como la legitimidad del franquismo por vía judicial, por vía periodística, por vía política y por vía literaria.

En realidad, la empresa en la que se embarca de inmediato a lo largo de ese verano de 1964 es la revista Mañana. Publicada en París desde enero de 1965, casi no es ya una revista del exilio porque los editoriales sin firma son suyos y porque más de la mitad de los colaboradores son del interior, viejos y nuevos. Además, cada número es concebido a medias desde el despacho de Ridruejo en su casa de Ibiza, 33 (o en la sede disimulada de su micropartido, en San Lucas, 21) y el de Gorkin en París. Queda fuera ya de este librito ese nuevo voluntarismo y su punto de fantasía —la que podía poner un aliado político del temple de Juan Benet, por ejemplo—. Se trataba esta vez de mostrar el reverso íntimo de un conspirador público y ofrecer el testimonio sin estridencias, adulto y realista, de la conciencia autocrítica de un hombre de cincuenta años que aprende con resignación el precio de los errores y las rectificaciones: su compromiso ético y político dañará cada día que pase sus responsabilidades familiares como marido, como padre y quizá, incluso, como escritor.

J. A. y J. G.

[1] El primer relato sobre todo aquello lo hicieron los propios organizadores, Enrique Gironella, Julián Gorkin y Ridruejo en un folleto bajo el título de Múnich, 1962, que firmaron como Consejo Federal Español del Movimiento Europeo (París, 1963). La segunda edición de Escrito en España, de 1964, incorpora numerosas llamadas en nota acerca de la trascendencia política y simbólica de aquel encuentro.

Cartas íntimas desde el exilio (1962-1964)

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