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Capítulo I

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El señor Verloc, al salir por la mañana, dejó nominalmente la tienda a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había escaso movimiento a cualquier hora y prácticamente nulo antes del anochecer. Al señor Verloc apenas le importaba su actividad visible. Y, además, el cuñado estaba al cuidado de su esposa.

La tienda era pequeña, lo mismo que la casa. Era una de esas sucias construcciones de ladrillo que existían en grandes cantidades en Londres antes de que sobreviniera la época de la reconstrucción. La tienda era como una caja cuadrada, con la fachada formada por pequeños paneles de cristal. De día, la puerta permanecía cerrada; al anochecer quedaba discreta, aunque sospechosamente entreabierta.

En el aparador había fotos de jóvenes bailarinas más o menos desvestidas; todo tipo de paquetes con envoltorios que parecían de medicamentos de marca; unos sobres sumamente delgados de un papel amarillento, cerrados y marcados con un dos y un seis en gruesos trazos negros; números atrasados de revistas pornográficas colgados de un cordel, como puestas a secar; un sucio tazón de loza azul, un estuche de madera negra, frascos de tinta indeleble y sellos de caucho; algunos libros con títulos que sugerían cosas indecentes; ejemplares notoriamente viejos de periódicos de escasa difusión, mal impresos, con títulos tales como La Antorcha o El Gong; títulos provocativos. Y los dos mecheros de gas en el interior estaban siempre al mínimo, fuera por economía o en beneficio de la clientela.

Dicha clientela la formaban, tanto hombres muy jóvenes, que se demoraban un rato frente al aparador antes de deslizarse súbitamente al interior, como hombres más maduros, pero por lo general con un aspecto que indicaba pobreza. Algunos de los de esta última categoría llevaban el cuello del abrigo levantado hasta la altura del bigote y tenían manchas de lodo en la parte inferior de los pantalones, cuyo aspecto era de haber sido muy usados y no valer casi nada. Tampoco las piernas dentro de aquellos pantalones parecían, por regla general, muy portentosas. Con las manos hundidas profundamente en los bolsillos del abrigo, se introducían de lado, un hombro por delante, como temerosos de hacer sonar la campanilla.

Esta última, unida a la puerta por medio de un aro en espiral, era difícil de evitar. Estaba irreparablemente rota; pero por las tardes, a la menor provocación, sonaba en forma ruidosa con impúdica mordacidad a espaldas del cliente.

Sonaba, y a esa señal el señor Verloc emergía presuroso de la sala del fondo, atravesando la polvorienta puerta de cristal que había detrás del mostrador pintado. Sus ojos estaban hinchados; tenía el aspecto de haber estado todo el día revolcándose, vestido, en una cama sin hacer. Otro hombre habría notado una clara desventaja si apareciera de aquel modo. En una transacción comercial de tipo minorista, mucho depende del aspecto agradable y la simpatía del vendedor. Pero el señor Verloc sabía a qué atenerse y permanecía firme ante cualquier duda del tipo estético respecto a su apariencia. Con invariable e inconmovible descaro, que parecía contener la advertencia de alguna terrible amenaza, procedía a vender sobre el mostrador un objeto que obvia y escandalosamente no parecía valer el dinero que pasaba de un lado a otro en la transacción: por ejemplo, una cajita de cartón que en apariencia no contenía nada en su interior, o uno de aquellos delgados sobres amarillentos cerrados de forma cuidadosa, o un volumen manchado con cubierta de papel y título sugestivo. De vez en cuando ocurría que una de las pálidas bailarinas era vendida a un aficionado como si hubiera sido una joven llena de vida.

A veces la señora Verloc era quien acudía a la llamada de la campanilla rota. Winnie Verloc era una joven de busto generoso, ajustado corpiño y amplias caderas. Llevaba el cabello muy cuidado. De mirada firme como su esposo, conservaba tras la muralla del mostrador un aire de inescrutable indiferencia. Cuando esto sucedía, el cliente al parecer de edad más tierna, se veía de pronto confuso por tener que tratar con una mujer, y con rabia contenida pedía conbrusquedad un frasco de tinta indeleble, cuyo precio de venta era de seis peniques (en lo de Verloc, costaba un chelín y seis peniques), el cual, una vez fuera, dejaba caer con disimulo en la alcantarilla.

Los visitantes vespertinos —aquellos hombres de cuello levantado y sombrero encajado hasta las cejas— hacían sencillamente una inclinación de cabeza a la señora Verloc y murmurando un saludo alzaban el extremo móvil del mostrador con el objeto de pasar a la sala trasera, que daba acceso a un corredor y a una escalera empinada. La puerta de la tienda era la única vía de acceso a la casa en la que el señor Verloc tenía su negocio de vendedor de mercancía deshonrosa, ponía en práctica su vocación de protector de la sociedad y cultivaba las virtudes hogareñas. Estas últimas eran evidentes. Era una persona totalmente doméstica. Ni sus necesidades espirituales, ni las mentales, ni las físicas eran del tipo que requiere salir al exterior. En su casa encontraba el reposo corporal y la paz de su conciencia, así como las atenciones maritales de la señora Verloc y la respetuosa consideración de la madre de la señora Verloc.

La madre de Winnie era una mujer rolliza, con una amplia cara morena y que respiraba de forma trabajosa. Llevaba, bajo el gorro blanco, una peluca negra sin brillo. La gordura de sus piernas la orillaba a la inactividad. Se consideraba de ascendencia francesa, lo cual podría ser cierto; y al cabo de muchos años de vida matrimonial con un tabernero del tipo más vulgar, proveía sus años de viudez alquilando cuartos amueblados a caballeros en las proximidades de Vauxhall Bridge Road, en una plaza que en algún momento tuvo cierto esplendor y continuaba estando incluida en el distrito de Belgravia. Este hecho topográfico le otorgaba cierta ventaja a la hora de anunciar sus cuartos; pero los inquilinos de la digna viuda no pertenecían exactamente al tipo distinguido. Su hija Winnie la ayudaba a ocuparse de ellos tal como eran. Señas de la ascendencia francesa de que hacía gala la viuda resultaban perceptibles también en Winnie. Lo eran en el arreglo bello y artístico de su lustrosa cabellera oscura. Winnie contaba además con otros encantos: su juventud, sus formas llenas y redondeadas, la tez clara, la provocación de su indescifrable reserva, que nunca llegaba tan lejos como para imposibilitar la conversación, llevada adelante con animación por parte del inquilino, y con una serena afabilidad por parte de ella. Con toda seguridad el señor Verloc sentía inclinación por tales elementos de encanto. El señor Verloc era un inquilino intermitente. Venía y se iba sin ninguna razón aparentemente ostentible. Por lo general llegaba a Londres desde el continente, como la gripe, si bien lo hacía sin anuncio previo de la prensa, y sus rutinas comenzaban con gran rigor. Desayunaba todos los días en la cama y permanecía perezoso en ella con expresión de sereno disfrute hasta mediodía, y a veces incluso hasta más tarde. Pero cuando salía parecía experimentar una gran dificultad en encontrar el camino de regreso a su hogar temporal en la plaza de Belgravia. Lo abandonaba tarde y regresaba temprano, esto es, como a las tres o cuatro de la madrugada. Y al despertarse, a las diez, se dirigía a Winnie —quien traía la bandeja del desayuno— con juguetona y agotada cortesía, con la voz quebrada y ronca de quien ha estado hablando de manera impetuosa y de corrido durante mucho tiempo. Sus ojos saltones se movían amorosa y lánguidamente bajo los pesados párpados, la sábana y la manta subidas hasta el mentón y el bigote suave y oscuro cubriéndole los gruesos labios, capaces de abundar en melosos chistes.

Según la opinión de la madre de Winnie, el señor Verloc era un caballero muy fino. De su experiencia de la vida, acumulada en diversas “casas comerciales”, la buena mujer se había llevado al retiro como el ideal de la caballerosidad la exhibida por los que frecuentan bares privados. El señor Verloc se aproximaba a ese ideal; o mejor dicho, lo personificaba.

—Por supuesto, nos haremos cargo de tus muebles, madre —había afirmado Winnie.

Se tuvieron que deshacer de la casa de pensión. Al parecer no habría sido provechoso conservarla. Le habría dado demasiados problemas al señor Verloc. No habría sido favorable para su otro negocio. Cuál era su negocio, nunca lo dijo; pero a partir de su compromiso con Winnie se tomó el trabajo de levantarse antes de mediodía y bajar por las escaleras al sótano, mostrarse agradable a la madre de Winnie abajo en el comedor donde se servía el desayuno y donde ella instalaba su inamovible humanidad. Acariciaba al gato, avivaba el fuego, se hacía servir allí la comida. Abandonaba aquella comodidad ligeramente asfixiante con evidente desgano, pero de todos modos permanecía fuera hasta bien avanzada la noche. Jamás invitaba a Winnie al teatro, como era de esperar de tan fino caballero. Sus noches siempre estaban ocupadas. Su trabajo era en cierto modo político, le dijo una vez a Winnie. Le advirtió que tendría que ser muy amable con sus amigos políticos. Y ella, con su mirada fija e insondable, le respondió que, naturalmente, lo sería.

Qué tanto más le contó el señor Verloc a su hija sobre sus ocupaciones, era algo que a la madre de Winnie nunca podría descubrir. La pareja recién casada se la llevó junto con los muebles. El miserable aspecto de la tienda la sorprendió. El cambio de la plaza en Belgravia a aquella estrecha calle del Soho afectó de forma desfavorable a sus piernas, que adquirieron un tamaño muy grande. Por otro lado, se vio por completo liberada de preocupaciones materiales. La pródiga gentileza de su yerno le inspiraba una sensación de absoluta seguridad. El futuro de su hija estaba evidentemente asegurado, e incluso en lo referente a su hijo Stevie no tenía que albergar ninguna ansiedad. No había podido dejar de pensar que el pobre Stevie era una carga tremenda. Pero considerando el afecto de Winnie hacia su tierno hermano y la amable y generosa disposición anímica del señor Verloc, sentía que el pobre muchacho estaba a salvo de este violento mundo. Y en el fondo de su corazón tal vez no le disgustara el hecho de que los Verloc no tuvieran hijos. Ya que tal circunstancia parecía no importarle al señor Verloc, y puesto que Winnie encontraba en su hermano un objeto de afecto casi maternal, quizá el hecho no le viniera mal al pobre Stevie.

Pues no era tarea sencilla ocuparse de aquel chico. Era un ser delicado y también atractivo en su fragilidad, excepto por el labio inferior que le colgaba inútil. Al amparo de nuestro excelente sistema de enseñanza obligatoria —y a pesar del aspecto desfavorable de dicho labio inferior— había aprendido a leer y a escribir. Pero como chico de los recados no había logrado un gran éxito. Olvidaba los mensajes; se desviaba fácilmente del recto sendero del deber atraído por gatos y perros vagabundos, a los que seguía por las callejuelas hasta el interior de hediondos solares; por las representaciones callejeras, que se paraba a contemplar con la boca abierta, en detrimento de los intereses de su patrón; o por los caballos que se caían, reiterado drama cuyo patetismo y violencia lo inducían a veces a soltar alaridos en medio de una multitud, a la que desagradaba que unos sonidos tan angustiosos vinieran a perturbar su plácido disfrute del espectáculo nacional. Cuando un circunspecto y protector agente de policía lo apartaba de allí, solía ponerse en evidencia que el pobre Stevie había olvidado su dirección, al menos momentáneamente. Una pregunta brusca lo hacía tartamudear al extremo de sofocarse. Ante cualquier cosa que le causara perplejidad, se asustaba y solía bizquear de un modo espantoso. Sin embargo, nunca sufrió un ataque (lo cual era alentador); y ante los naturales estallidos de impaciencia por parte de su padre siempre pudo —en los días de su infancia— correr a protegerse tras las cortas faldas de su hermana Winnie. No obstante, podría haber sido sospechoso de un fondo de temeraria perversidad. Cuando alcanzó los catorce años un amigo de su difunto padre, representante de una compañía extranjera de leche en polvo, le dio una oportunidad como mandadero de oficina; y una tarde de niebla, en ausencia de su jefe, lo descubrieron en las escaleras ocupado en encender fuegos de artificio. Prendió en rápida sucesión una serie de tremendos petardos, furiosas ruedas catalina y ruidosos buscapiés explosivos, y el asunto pudo haber resultado muy grave. Un espantoso pánico se extendió por todo el edificio. Los empleados salieron de estampida con los ojos desorbitados y tosiendo por los corredores llenos de humo; se vieron chisteras y ancianos comerciantes bamboleándose sin asidero escaleras abajo. No pareció que Stevie obtuviese gratificación personal alguna de lo que había hecho. Sus motivos para aquel acceso de originalidad fueron difíciles de descubrir. Poco después, Winnie logró de él una brumosa y confusa confesión. Parece que otros dos mandaderos del edificio habían estado excitando gradualmente sus sentimientos con historias de injusticia y opresión, y habían acabado por conseguir que su compasión se exacerbara hasta aquel grado. Pero desde luego el amigo de su padre lo despidió sin contemplaciones ante la posibilidad de que le arruinase el negocio. Después de aquel acto de altruismo, pusieron a Stevie como ayudante a lavar platos en la cocina del sótano, y a dar betún a las botas de los caballeros que se alojaban en la mansión de Belgravia. Es obvio que semejante trabajo no ofrecía ningún futuro. Los caballeros le daban de vez en cuando un chelín de propina. El señor Verloc se reveló como el más generoso de todos los inquilinos. Pero en conjunto todo eso no sumaba mucho, ni en ganancias ni en perspectivas, de modo que cuando Winnie anunció su compromiso con el señor Verloc su madre no pudo evitar preguntarse, con un suspiro y una mirada hacia el fregadero, qué iba a ser ahora del pobre Stevie.

Al parecer el señor Verloc estaba dispuesto a hacerse cargo de él lo mismo que de la madre de su esposa y de los muebles, que eran toda la fortuna visible de la familia. El señor Verloc lo abrazó todo como venía junto a su amplio pecho bonachón. Los muebles fueron distribuidos por la casa con el mayor provecho posible, pero la madre de la señora Verloc fue confinada a dos habitaciones traseras en la primera planta. El infortunado Stevie dormía en una de ellas. Para esa época una leve pelusa había empezado a desdibujar, como una dorada neblina, el marcado contorno de su pequeña mandíbula inferior. Ayudaba a su hermana en las tareas domésticas con un amor y una docilidad ciegos. El señor Verloc consideró que le sería provechoso tener alguna ocupación. El muchacho ocupó su tiempo libre en dibujar círculos con lápiz y compás en un trozo de papel. Se dedicaba a aquel pasatiempo con gran aplicación, doblado sobre la mesa de la cocina con los codos abiertos y la cabeza gacha. A través de la puerta abierta de la sala al fondo de la tienda, Winnie, su hermana, ejercía su maternal vigilancia echándole de tanto en tanto una mirada.

El agente secreto

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