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Capítulo II

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Así eran la casa, la familia y la tienda que el señor Verloc dejó atrás para ponerse en camino hacia el oeste a las diez y media de la mañana. Era extrañamente temprano para él; toda su persona emanaba el encanto de un frescor casi de rocío; llevaba el abrigo de paño azul abierto; sus botas brillaban; sus mejillas, recién afeitadas, lucían una especie de barniz brillante; y hasta sus ojos hinchados, descansados después de una noche de sueño tranquilo, emitían unas miradas más o menos vivaces. A través de las rejas del parque esas miradas contemplaban hombres y mujeres que cabalgaban en El Row, parejas que pasaban de manera cadenciosa a medio galope, otras que avanzaban tranquilas al paso, ociosos grupos de tres o cuatro, jinetes solitarios de apariencia antisocial, y solitarias mujeres seguidas a buena distancia por un sirviente con un rosetón en el sombrero y un cinturón de cuero sobre la ceñida chaqueta. Pasaban carruajes rodando velozmente, en su mayoría berlinas de dos caballos, con alguna que otra victoria forrada por dentro con la piel de algún animal salvaje y con un rostro y un sombrero femeninos emergiendo de la capota recogida. Y un peculiar sol londinense —contra el cual no se podría alegar nada, excepto que parecía ensangrentado— ensalzaba todo aquello bajo su intensa mirada. Estaba suspendido a moderada altura sobre Hyde Park Comer con aspecto de respetuosa y benévola vigilancia. El mismo pavimento que pisaba el señor Verloc tomaba un tono de oro viejo bajo aquella luz difusa en la que ni pardes, ni árboles, ni animales ni personas proyectaban sombra alguna. El señor Verloc iba hacia el oeste por una ciudad sin sombras, en una polvorienta atmósfera de oro viejo. Había reflejos de un rojo cobrizo en los techos de las casas, en las esquinas de los muros, en los paneles de los carruajes, en el mismo pelaje de los caballos y en la amplia espalda del abrigo del señor Verloc, donde producían el efecto de un desvaído color de moho. Pero el señor Verloc no consideraba en absoluto haberse llenado de moho. A través de las rejas del parque comprobaba con ojos de consentimiento las señales de la opulencia y el lujo de la ciudad. Era necesario proteger a toda aquella gente. La protección constituye la primera de las necesidades de la opulencia y el lujo. Había que protegerlos. Sus caballos, sus carruajes, sus casas, sus sirvientes, debían ser protegidos, y la fuente de su riqueza debía ser protegida en el corazón de la ciudad y en el corazón del campo. Todo el orden social favorable a su higiénica ociosidad debía ser protegido contra la superficial envidia del antihigiénico trabajo. Así debía ser. Y el señor Verloc se habría frotado las manos de satisfacción si no hubiera sido por naturaleza contraria a todo esfuerzo superfluo. Su propia ociosidad no era higiénica, pero le sentaba muy bien. De cierta manera se dedicaba a ella con una especie de fanatismo inerte, o acaso más bien con fanática inercia. Hijo de padres trabajadores y por ello destinado a una vida dura, había adoptado la pereza respondiendo a un impulso tan profundo, inexplicable e imperioso como el que guía la inclinación de un individuo hacia una determinada mujer entre mil. Incluso para ser un orador, un líder obrero, o cabecilla de los trabajadores era demasiado perezoso. Era demasiada molestia. Él necesitaba una forma de ocio más perfecta; o puede que fuera víctima de un filosófico ateísmo en lo referente a la eficacia de todo esfuerzo humano. Semejante forma de indolencia requiere —y lleva implícito— un cierto grado de inteligencia. Al señor Verloc no le faltaba inteligencia, y ante la idea de un orden social amenazado tal vez se hubiera hecho a sí mismo un guiño, si no hubiera exigido un esfuerzo efectuar esa señal de escepticismo. Sus grandes ojos saltones no eran muy aptos para hacer guiños. Eran más bien del tipo que al cerrarse para dormir provocan un majestuoso efecto.

Nada expresivo y rechoncho como un cerdo engordado, el señor Verloc, sin frotarse las manos de satisfacción ni hacerse un guiño de escepticismo ante sus propios pensamientos, continuó su camino. Iba pisando fuerte el pavimento con sus botas lustrosas, y su aspecto general era el de un próspero trabajador independiente. Podría haber sido cualquier cosa, desde un fabricante de marcos para cuadros hasta un cerrajero; o un patrono de mano de obra en pequeña escala. Pero poseía asimismo un indecible aire que ningún mecánico podría haber adquirido en la práctica de su oficio, por más deshonestamente que lo ejerciera: el aire característico de los hombres que viven de los vicios, de las locuras, de los miedos más primarios de la humanidad; un aire de nihilismo moral que comparten los encargados de garitos y lenocinios; los detectives privados y los pesquisidores; los vendedores de licores y yo diría que los vendedores de cinturones eléctricos vigorizantes y los inventores de medicinas patentadas. Aunque de esto último no estoy seguro, por no haber llevado mis investigaciones más a fondo. Hasta donde yo sé, el rostro de estos últimos puede ser perfectamente diabólico. No debería sorprenderme. Lo que quiero decir es que el rostro del señor Verloc no tenía nada de diabólico.

Antes de llegar a Knightsbridge, el señor Verloc dio un giro a la izquierda saliendo de la ajetreada vía principal —que bullía con el tránsito de los bamboleantes autobuses y los furgones que trotaban— para incorporarse en la casi silenciosa y ágil corriente de los cabriolés. Bajo el sombrero, un poco echado hacia atrás, mostraba el cabello cepillado cuidadosamente para lograr una respetable lisura, pues se dirigía a una embajada. Y el señor Verloc, firme como una roca —un tipo de roca blanda—, en seguida cogió una calle que con toda propiedad podría describirse como privada. En anchura, vacuidad y extensión, poseía la majestad de la naturaleza inorgánica de la materia imperecedera. El solo recordatorio de la mortalidad era la berlina de un médico aparcada en augusta soledad, cerca del bordillo de piedra de la acera. Brillaban los bruñidos llamadores de las puertas hasta donde alcanzaba la vista, las limpias ventanas relucían con un oscuro lustre mate. Y todo estaba en silencio. Aunque lejos, al fondo, un carro de lechero cruzó rodando ruidosamente; un repartidor de carnicería, que conducía con la noble temeridad de un auriga en los Juegos Olímpicos, dio la vuelta a la esquina a gran velocidad sentado en lo alto de un par de ruedas rojas. Un gato de mirada culpable salió como de debajo de las piedras y corrió por un momento delante del señor Verloc, para luego zambullirse en otro sótano; y un grueso agente de policía, al parecer ajeno a cualquier emoción —como si él también formara parte de la naturaleza inorgánica—, brotó de pronto del poste de un farol, sin prestar la más ligera atención al señor Verloc. Dando un giro a la izquierda, el señor Verloc continuó su camino por una calle estrecha al costado de un muro amarillo que, por alguna razón inescrutable, tenía escrito en él, en letras negras, N°1 Chesham Square. Chesham Square quedaba por lo menos a sesenta yardas de allí, y el señor Verloc, suficientemente cosmopolita como para no ser engañado por los misterios topográficos de Londres, prosiguió imperturbable, sin muestras de sorpresa o indignación. Por fin, con decidida perseverancia, llegó a la plaza y cruzó en diagonal hacia el número 10. Éste correspondía a una puerta de imponente aspecto ubicada en una alta y lisa pared entre dos casas, de las cuales una, con bastante lógica, lucía el número 9, y la otra estaba numerada con el 37; pero un rótulo, colocado sobre las ventanas de la primera planta por la eficiente alta autoridad encargada de la tarea de seguirle el rastro a las extraviadas casas de Londres, proclamaba el hecho de que esta última pertenecía a Porthill Street, una calle bien conocida en la vecindad. Por qué no se reclaman del Parlamento (una breve disposición legal sería suficiente) poderes para compeler a esos edificios a retornar a donde pertenecen, es uno de los misterios de la administración municipal. El señor Verloc no ocupaba su mente con esas cosas, puesto que su misión en la vida era la protección del mecanismo social, no su perfeccionamiento, y ni siquiera su crítica.

Era tan temprano que el portero de la Embajada salió rápido de su garita todavía luchando con la manga izquierda de la chaqueta de su librea. Su chaleco era rojo, y llevaba calzones hasta las rodillas, pero su aspecto era de aturdimiento. El señor Verloc, advertido del alboroto a su lado, lo ahuyentó simplemente con mostrar un sobre con el escudo de la Embajada, y siguió adelante. Exhibió el mismo talismán ante el lacayo que le abrió la puerta y retrocedió para permitirle entrar en el vestíbulo.

Un fuego inmaculado ardía en una alta chimenea, y un hombre de edad madura, de pie y de espaldas a ella, en traje de etiqueta y con una cadena alrededor del cuello, levantó la vista del periódico que sostenía extendido con ambas manos delante de su rostro sereno y grave. No se movió; pero otro lacayo, de pantalón marrón y casaca ribeteada con cordón amarillo, se aproximó al señor Verloc y al escuchar el nombre musitado por éste giró en silencio sobre sus talones y empezó a andar, sin mirar ni una vez para atrás. El señor Verloc, guiado de tal suerte por un pasillo de la planta baja situado a la izquierda de la gran escalera alfombrada, recibió súbitamente la indicación de introducirse en una habitación bastante pequeña, provista de un sólido escritorio y algunas sillas. El sirviente cerró la puerta, y el señor Verloc se quedó solo. No se sentó. Con el sombrero y el bastón sostenido en una mano echó una mirada en derredor, mientras se pasaba la otra mano regordeta por la lustrosa cabellera descubierta.

Se abrió sin ruido una segunda puerta, y el señor Verloc, fijando la mirada en aquella dirección, sólo vio al principio una vestimenta negra, la calva cúspide de una cabeza y unas colgantes patillas de un gris oscuro a cada lado de un par de manos arrugadas. La persona que había entrado sostenía delante de los ojos un puñado de folios y caminó hasta la mesa con paso más bien melindroso, mientras repasaba aquellos papeles. El Consejero Privado Wurmt, Canciller de Embajada, era bastante corto de vista. Al dejar los papeles sobre la mesa, el meritorio funcionario dejó al descubierto un rostro de tez pálida y melancólica fealdad, con abundantes cabellos —finos, largos, de color gris oscuro— y poderosamente subrayado por unas espesas y pobladas cejas. Se colocó unos quevedos de montura negra sobre la nariz roma e informe, y pareció sorprendido por la aparición del señor Verloc. Bajo las enormes cejas, sus ojos débiles parpadearon de forma patética a través de las gafas.

No hizo gesto alguno de saludo. Tampoco el señor Verloc, quien ciertamente sabía cuál era su lugar; pero un sutil cambio en el contorno general de los hombros y la espalda sugirió una leve inclinación dorsal del señor Verloc bajo la vasta superficie del abrigo. El efecto fue el de una moderada deferencia.

—Tengo aquí algunos de sus informes —dijo el burócrata en un tono inesperadamente suave y de cansancio, con la punta del índice apoyada con fuerza en los papeles. Hizo una pausa. Y el señor Verloc, que había reconocido a la prfección su propia escritura, esperó en silencio, casi sin respirar—. No estamos muy satisfechos con la actitud de la policía de aquí —continuó el otro, con todos los signos del cansancio mental.

Aunque sin verdadero movimiento, los hombros del señor Verloc insinuaron un encogimiento. Y por primera vez desde que hubo abandonado esa mañana su casa, se abrieron sus labios.

—Cada país tiene su policía —dijo con tono filosófico. Pero como el funcionario de la Embajada continuaba dirigiéndole su constante parpadeo, se sintió constreñido a añadir—. Permítame señalar que no dispongo de ningún medio para influir sobre la policía local.

—Lo que se requiere —dijo el hombre de los papeles— es que ocurra algo definido que estimule en ella la vigilancia. Eso está dentro de su esfera de acción, ¿no es así?

El señor Verloc no respondió más que con un suspiro, que se le escapó sin querer, ya que al instante procuró dar a su rostro una expresión animada. El funcionario parpadeó con incertidumbre, como si la tenue luz de la habitación lo molestase. De forma vaga, repitió:

—La vigilancia de la policía... y la severidad de los magistrados. La generalizada indulgencia de la justicia de aquí y la total ausencia de medidas represivas son un escándalo para Europa. Lo que se desea ahora mismo es un incremento de la inquietud, del fermento que sin duda existe...

—Sin duda, sin duda —interpuso el señor Verloc en un tono grave y respetuoso de bajo con cualidades oratorias, tan diferente en todo sentido del que había empleado antes, que su interlocutor siguió profundamente sorprendido—. Existe hasta un grado peligroso. Mis informes de los últimos doce meses lo dejan bastante en claro.

—Sus informes de los últimos doce meses —empezó diciendo el Consejero de Estado Wurmt en su tono manso y desapasionado— los he leído en persona. No he logrado comprender para qué se tomó la molestia de escribirlos.

Por un momento reinó un pesado silencio. El señor Verloc parecía haberse tragado la lengua, y el otro examinaba con atención los papeles sobre la mesa. Al final les dio un leve empujón.

—El estado de cosas que expone ahí es el que se da por sentado como primera condición para emplearlo a usted. Lo que se requiere en el momento presente no es escribir, sino el sacar a luz un hecho insoslayable, significativo: casi diría un hecho alarmante.

—No hace falta que diga que todos mis afanes estarán encaminados a ese fin —dijo el señor Verloc, con modulaciones imbuidas de convicción en su ronco tono de conversación informal. Pero la sensación de que detrás de los reflejos cegadores de aquellas gafas lo observaban parpadeando desde el otro lado de la mesa lo desconcertaba. Se detuvo, de súbito, en una actitud de total devoción. Aquel útil —aunque oscuro— miembro de la Embajada tenía aspecto de estar impresionado por algo que se le acababa de ocurrir.

—Es usted muy corpulento —dijo.

Esta observación, de naturaleza realmente psicológica y formulada con la vacilante modestia de un oficinista más familiarizado con la tinta y el papel que con los requerimientos de la vida activa, le chocó al señor Verloc como si fuese una descortés observación personal. Dio un paso atrás.

—¿Eh? ¿Qué ha querido usted decir? —exclamó con sequedad.

El Canciller de Embajada, a quien se había encargado conducir aquella entrevista, pareció encontrar excesiva su misión.

—Creo que será mejor que vea usted al señor Vladimir —dijo—. Sí, creo en definitiva que debería ver al señor Vladimir. Tenga la bondad de aguardar aquí —añadió, y se retiró con su paso melindroso.

Al mismo tiempo, el señor Verloc se pasó la mano por los cabellos. Una leve transpiración había brotado en su frente. Dejó escapar el aire por entre los labios fruncidos como quien sopla la sopa caliente en la cuchara. Pero cuando el sirviente de marrón apareció sin hacer ruido en la puerta, el señor Verloc no se había apartado ni una pulgada del lugar en el que había permanecido durante toda la entrevista. Se había mantenido inmóvil, como si se sintiera rodeado de trampas.

Avanzó por un pasillo iluminado por la solitaria llama de una espita de gas, subió por una escalera de caracol y atravesó un alegre corredor acristalado en la primera planta. El criado abrió una puerta y se hizo a un lado. Los pies del señor Verloc percibieron una gruesa alfombra. La estancia era espaciosa, con tres ventanas. Y un joven cariancho y afeitado instalado en un amplio sillón le dijo en francés al Canciller de Embajada, que salía con los papeles en la mano:

—Tiene mucha razón, mon cher. Es gordo... el animal.

El señor Vladimir, Primer Secretario, tenía en los salones la reputación de ser un hombre agradable y ameno. Era en sociedad una especie de favorito. Su agudeza estribaba en descubrir jocosas relaciones entre ideas incongruentes; y cuando se expresaba en esa vena se sentaba bien adelante en el asiento, con la mano izquierda en alto, como si exhibiese sus demostraciones de ingenio entre el pulgar y el índice, mientras su redonda cara bien rasurada adquiría una expresión de divertida perplejidad.

Pero no hubo vestigio alguno de diversión o perplejidad en el modo en que miró al señor Verloc. Recostado en el mullido sillón, con los codos extendidos y una pierna echada por encima de una gruesa rodilla, poseía —con aquel semblante liso y sonrosado— el aire de un bebé anormalmente precoz que no tolerase bobadas de nadie.

—Supongo que entiende usted el francés —dijo.

El señor Verloc manifestó de forma seca que sí. Toda su vasta humanidad estaba inclinada hacia adelante. Se hallaba de pie sobre la alfombra en medio de la habitación, con el sombrero y el bastón aferrados en una mano; la otra le colgaba inerte a un costado. En un murmullo surgido de las profundidades de la garganta dijo algo acerca de haber hecho el servicio militar en la artillería francesa. De inmediato —con desdeñosa perversidad—, el señor Vladimir cambió de idioma y se puso a hablar en un inglés coloquial, sin la menor traza de acento extranjero.

—¡Ah! Sí. Por supuesto. Veamos. ¿Cuánto le cayó por conseguir el diseño del obturador perfeccionado de su nuevo cañón de campaña?

—Cinco años de confinamiento riguroso en una fortaleza —respondió el señor Verloc de un modo imprevisto, pero sin la menor señal de emoción.

—No fue demasiado —fue el comentario del señor Vladimir—. Y en todo caso, lo tenía merecido por dejarse atrapar. ¿Qué le hizo meterse en ese tipo de cosas, eh?

Se oyó la voz ronca del señor Verloc hablando coloquialmente de la juventud, de su infausto enamoramiento de una indigna...

—¡Ajá! Cherchez la femme —lo interrumpió en tono indulgente el señor Vladimir, relajado pero sin afabilidad; al contrario, hubo un dejo de inflexibilidad en su condescendencia—. ¿Cuánto hace que está usted al servicio de esta Embajada?

—Desde la época del difunto Barón Stott-Wartenheim —respondió el señor Verloc en tono sumiso y proyectando los labios unidos en un gesto de tristeza, para señalar su pesadumbre por la desaparición del diplomático. El Primer Secretario observó atentamente aquel juego fisonómico.

—¡Ah!, desde entonces... Y bien, ¿qué tiene que decir en su favor? —preguntó, cortante.

El señor Verloc contestó algo sorprendido que no era consciente de tener algo en particular que decir. Lo habían citado por carta... Y hundió con empeño la mano en el bolsillo lateral del abrigo; pero ante la burlona y cínica actitud de vigilancia del señor Vladimir, optó por dejarla allí.

—¡Bah! —dijo este último—. ¿Qué se propone con estar tan fuera de forma? Carece usted hasta del físico de su profesión.

¿Usted, un miembro del proletariado, hambriento? ¡Jamás! ¿Usted un exasperado socialista, o anarquista?, no sé...

—Anarquista —declaró el señor Verloc con voz apagada.

—Y un jamón —continuó el señor Vladimir, sin levantar la voz—. Usted sorprendió al mismo viejo Wurmt. Usted no engañaría a un idiota. Todos lo son, con el tiempo, pero usted a mí me parece sencillamente imposible. Así que inició su relación con nosotros robando los planos del cañón francés. Y lo descubrieron. Eso debe de haber resultado muy desagradable para nuestro gobierno. No parece usted muy listo.

El señor Verloc intentó roncamente exculparse.

—Como he tenido oportunidad de expresar antes, mi fatal enamoramiento de una indigna...

El señor Vladimir alzó una mano grande, blanca, regordeta.

—Ah, sí. Esa infortunada relación de su juventud... Se apoderó del dinero y después lo vendió a usted a la policía, ¿no?

El doloroso cambio en la fisonomía del señor Verloc, el momentáneo derrumbamiento en toda su persona, fueron la confesión de que aquél, por desgracia, había sido el caso. La mano del señor Vladimir se posó sobre el tobillo que reposaba sobre la rodilla. El calcetín era de seda, azul oscuro.

—¿Sabe?, eso no fue muy avispado de su parte. Puede que sea usted demasiado vulnerable emocionalmente.

El señor Verloc sugirió, en un velado murmullo gutural, que él ya no era joven.

—Oh, ése es un achaque que no se cura con la edad —comentó el señor Vladimir con una familiaridad siniestra—. Pero no, usted está demasiado gordo para eso. No podría haber llegado a tener ese aspecto si hubiera tenido alguna inclinación romántica. Le diré de qué se trata en mi opinión: usted es un individuo perezoso. ¿Cuánto hace que recibe una paga de esta Embajada?

—Once años —fue la respuesta que siguió a un hosco momento de vacilación—. Se me encargaron varias misiones en Londres mientras Su Excelencia, el Barón Stott-Wartenheim era aún embajador en París. Después, bajo instrucciones de Su Excelencia, me establecí en Londres. Yo soy inglés.

—¡Conque inglés, ¿eh?!

—Súbdito británico nativo —dijo el señor Verloc en tono flemático—. Pero mi padre era francés, de modo que...

—Déjese de explicaciones —lo interrumpió el otro—. Supongo que legalmente podría usted haber sido a un tiempo mariscal de Francia y miembro del Parlamento británico. En tal caso le hubiera sido en realidad de cierta utilidad a nuestra Embajada.

Aquella imaginaria posibilidad provocó algo semejante a una débil sonrisa en el rostro del señor Verloc. El señor Vladimir conservó una imperturbable seriedad.

—Pero como he dicho antes, usted es un individuo perezoso: no hace uso de sus oportunidades. En la época del Barón Stott-Wartenheim teníamos a un montón de débiles mentales al frente de esta Embajada. Fueron los que hicieron que las gentes como usted se formasen una falsa opinión de la índole del presupuesto de un servicio secreto. Mi cometido es corregir ese malentendido aclarándole lo que el servicio secreto no es: no es una institución filantrópica. Lo he hecho citar a propósito para decírselo.

El señor Vladimir observó la forzada expresión de desconcierto en el semblante de Verloc, y sonrió con ironía.

—Veo que me entiende perfectamente. Supongo que tiene usted suficiente inteligencia para su trabajo. Lo que ahora necesitamos es actividad: ¡actividad!

Al repetir esta última palabra, el señor Vladimir apoyó un largo índice blanco sobre la arista del escritorio. Todo vestigio de aspereza desapareció de la voz del señor Verloc. La gruesa nuca se le puso purpúrea por encima del cuello de pana del abrigo. Los labios le temblaron antes de quedar con la boca bien abierta.

—Si tan sólo tuviera usted la amabilidad de examinar mis informes —bramó con voz clara y oratoria de bajo—, verá que hace apenas tres meses, con ocasión de la visita del Gran Duque Romualdo a París, formulé una advertencia que fue telegrafiada desde aquí a la policía francesa, y...

—Bah, bah —espetó el señor Vladimir, con una mueca de desagrado—. A la policía francesa no le sirvió de nada su advertencia. No necesita bramar de ese modo. ¿Qué se piensa?

Con una nota de orgullosa humildad, el señor Verloc se disculpó por su pérdida de control. Su voz, famosa durante años en los mítines al aire libre y en las asambleas obreras en grandes recintos cerrados, había contribuido —dijo— a su reputación de buen camarada digno de confianza. Era, por lo tanto, parte de su utilidad. Había inspirado confianza en sus principios.

—En los momentos críticos, los dirigentes siempre me escogían a mí para hablar —declaró el señor Verloc con evidente satisfacción. Añadió que no había tumulto sobre el que no pudiera hacerse oír; y de pronto, hizo una demostración.

—Permítame —dijo. Con la frente baja, sin levantar la mirada, de manera ágil y poderosa, atravesó la habitación hasta una de las ventanas de dos hojas. Como cediendo a un impulso incontrolable, la abrió un poco. El señor Vladimir, saltando asombrado desde las profundidades del sillón, miró por encima de su hombro; y abajo, al otro lado del patio de la Embajada, bastante más allá de la puerta de rejas abierta, se pudo ver las anchas espaldas de un policía ocioso que observaba el suntuoso cochecillo de un bebé rico al que llevaban ostentosamente por la plaza.

—¡Guardia! —dijo el señor Verloc, sin más esfuerzo que si estuviese susurrando; y el señor Vladimir lanzó una carcajada al ver que el policía giraba en redondo como si lo hubiesen pinchado con un instrumento punzante. El señor Verloc cerró la ventana sin hacer ruido y retornó al centro de la habitación.

—Con una voz como ésta —dijo, recobrando la sequedad de tono—, es natural que confiaran en mí. Además, yo sabía qué decir.

El señor Vladimir se arregló la corbata, mientras lo observaba en el espejo que había encima de la repisa de la chimenea.

—Se diría que maneja usted bastante bien la jerga social revolucionaria —dijo con desdén—. Vox et... Ni siquiera ha estudiado latín, ¿verdad?

—No —gruñó el señor Verloc—. No esperaría usted que lo supiese. Yo pertenezco a la masa. ¿Quiénes saben latín? Sólo unos cientos de imbéciles incapaces de cuidar de sí mismos.

Durante unos treinta segundos más, el señor Vladimir estudió en el espejo el perfil carnoso, la corpulencia del hombre que estaba a sus espaldas. Y con la ventaja de ver al mismo tiempo su propio rostro, afeitado y redondo, sonrosado alrededor de la papada, y con los delgados labios sensitivos formados exactamente para la emisión de aquellas delicadas muestras de ingenio que habían hecho de él un favorito en los más elevados ambientes de sociedad. Después se volvió y avanzó por la estancia con tal determinación que hasta los extremos de su curiosamente anticuada corbata de lazo parecieron encresparse con indecibles amenazas. Aquel movimiento fue tan súbito y enérgico, que el señor Verloc, lanzando una mirada de soslayo, se acobardó en su interior.

—¡Ajá! Conque osa usted ser insolente —empezó diciendo el señor Vladimir, con una entonación ya no sólo no inglesa, sino en absoluto europea, y sorprendente incluso para la experiencia del señor Verloc con el cosmopolitismo de los barrios bajos—. Se atreve a eso. Pues bien, voy a hablarle con claridad. La voz no sirve. No nos interesa su voz. No nos hace falta. Lo que queremos son hechos, hechos llamativos, maldita sea —añadió con una especie de discreción feroz, en la propia cara del señor Verloc.

—No intente avasallarme con sus modales hiperbóreos —se defendió el señor Verloc ásperamente, con la mirada en la alfombra. Ante lo cual su interlocutor, sonriendo burlón por encima del encrespado lazo de su corbata, cambió su conversación al francés.

—Se tiene usted por un agent provocateur. La tarea propia de un agent provocateur es provocar. Hasta donde puedo juzgar por los antecedentes suyos que conservamos, en los últimos tres años no ha hecho usted nada para ganarse el dinero.

—¡Nada! —exclamó el señor Verloc, sin mover un músculo ni levantar la vista, pero con una nota de sincero sentimiento en el tono de voz—. Varias veces he impedido lo que podría haber sido...

—En este país hay un proverbio que dice que vale más prevenir que curar —le interrumpió el señor Vladimir, dejándose caer en el sillón—. En términos generales, es una estupidez. La prevención no lleva a ninguna parte. Pero resulta típico. En este país no gusta lo definitivo. No sea usted demasiado inglés. Y en este caso particular, no sea usted absurdo. El mal ya está aquí. No nos hace falta la prevención, sino la cura.

Hizo una pausa, fue hasta el escritorio y tras revisar unos papeles allí depositados habló ahora en un tono diferente, con naturalidad, sin mirar al señor Verloc.

—Está enterado, por supuesto, de la reunión del Congreso Internacional en Milán...

El señor Verloc dio a entender de forma brusca que tenía por costumbre leer los periódicos. A una pregunta ulterior, su respuesta fue que, por supuesto, entendía lo que leía. A lo cual el señor Vladimir, sonriendo levemente sin dejar de mirar los documentos que estaba revisando uno tras otro, murmuró:

—Siempre que no estén escritos en latín, imagino.

—O en chino —agregó inconmovible el señor Verloc. —Humm... Los desahogos de algunos de sus amigos revolucionarios están escritos en una charabia tan incomprensible como si fuera chino. —El señor Vladimir, despectivo, dejó caer una hoja verde escrita—. ¿Qué son todos estos folletos encabezados con las letras F. P., con un martillo, una pluma y una antorcha cruzadas? ¿Qué significa lo de F. P.? —El señor Verloc se aproximó a la imponente mesa escritorio.

—El Futuro del Proletariado. Es una sociedad —explicó gravemente, de pie junto al sillón— no anarquista en principio, sino abierta a todos los matices de opinión revolucionaria.

—¿Está usted en ella?

—Soy uno de los vicepresidentes —dijo el señor Verloc respirando pesadamente, y el Primer Secretario de la Embajada levantó la cabeza para mirarlo.

—En ese caso debería avergonzarse —dijo incisivo—. ¿Su sociedad no es capaz de otra cosa que de imprimir esta palabrería profética en toscos caracteres sobre un papel inmundo? ¿Eh?

¿Por qué no hacen algo? Mire usted: ahora tengo esta cuestión en mis manos, y le digo con toda claridad que el dinero tendrá que ganárselo. Se acabaron los tiempos del buen viejo Stott-Wartenheim. El que no trabaja no cobra.

El señor Verloc experimentó una extraña sensación de debilidad en sus robustas piernas. Dio un paso atrás y se sonó ruidosamente la nariz.

Estaba sorprendido y alarmado de veras. El herrumbroso brillo del sol londinense, que luchaba por librarse de la niebla, iluminaba sin entusiasmo la estancia privada del Primer Secretario: y en el silencio, el señor Verloc oyó contra un panel de la ventana el leve zumbido de una mosca —la primera del año para él— anunciando mejor que cualquier cantidad de golondrinas la proximidad de la primavera. El ajetreo inútil de aquel diminuto y enérgico organismo afectó desagradablemente a aquel hombrón amenazado en su indolencia.

Durante la pausa, el señor Vladimir formuló en su mente una serie de desdorosos comentarios acerca del semblante y la figura del señor Verloc. El sujeto resultaba insólitamente ordinario, tardo e insolentemente falto de inteligencia. De forma curiosa tenía el aire de un maestro fontanero que hubiera venido a presentar la cuenta. El Primer Secretario de la Embajada se había formado, a partir de sus ocasionales incursiones en el terreno del humor americano, la idea específica de que aquel tipo de personal era la encarnación de la incompetencia y de una solapada pereza.

¡Aquél era, pues, el famoso y confiable agente secreto, tan secreto que jamás era nombrado de otro modo que con el símbolo en la correspondencia oficial, semioficial y confidencial del barón Stott-Wartenheim; el celebrado agente cuyos avisos tenían el poder de modificar los planes y fechas de los viajes de reyes, emperadores y grandes duques, y a veces dar lugar a que fuesen suprimidos por completo! ¡Aquel individuo! Y el señor Vladimir se permitió en su interior un inmenso y despectivo acceso de risa, provocado en parte por su propio asombro, que juzgaba ingenuo, pero sobre todo a expensas del universalmente lamentado Barón Stott-Wartenheim. Su Excelencia, el difunto, a quien el augusto favor de su amo imperial había nombrado embajador superando la renuencia de varios ministros de asuntos exteriores, había gozado en vida de fama por una credulidad presuntamente sabia para lo pesimista. Su Excelencia estaba obsesionado con la revolución social. El diplomático se creía escogido por dispensa especial para contemplar el fin de la diplomacia —y prácticamente el fin del mundo— en un horrendo levantamiento democrático. Sus despachos, proféticos y lúgubres, habían sido durante años centro de las bromas en las Cancillerías. Se decía que en su lecho de muerte (acompañado por su amigo y amo imperial) había exclamado: ”¡Desdichada Europa! ¡Perecerás por culpa de la insanía moral de tus hijos!” Estaba destinado a ser víctima del primer bribón farsante que se le presentase, pensó el señor Vladimir, sonriendo vagamente en dirección al señor Verloc.

—Usted debería venerar la memoria del barón Stott-Wartenheim —exclamó de pronto.

Los abatidos rasgos fisonómicos del señor Verloc expresaron una sombría y fatigada irritación.

—Permítame hacerle notar —dijo— que yo he venido porque me han citado por medio de una carta perentoria. En los once años precedentes he estado aquí sólo dos veces, y por cierto nunca a las once de la mañana. No es muy razonable convocarme de esta manera. Existe la posibilidad de que alguien me vea. Cosa que no sería para mí ninguna broma.

El señor Vladimir se encogió de hombros.

—Destruiría mi utilidad —continuó el otro en tono acalorado.

—Eso es cosa suya —murmuró el señor Vladimir, con moderada rudeza—. Cuando deje usted de ser útil cesaremos de emplearlo. Sí, de inmediato. Cortaremos con usted. Lo... —con el ceño fruncido, sin encontrar una expresión lo bastante coloquial, el señor Vladimir hizo una pausa, y acto seguido su rostro resplandeció, con una sonrisa que dejó ver sus hermosos dientes blancos—. Lo echaremos a patadas —le espetó con ferocidad.

Una vez más, el señor Verloc tuvo que reaccionar con toda la fuerza de su voluntad contra esa sensación de debilidad que le baja a uno por las piernas y que una vez inspiró a algún pobre diablo la feliz expresión de “se me cayó el alma a los pies”. El señor Verloc, conciente de aquella sensación, irguió con valentía la cabeza.

El señor Vladimir soportó con absoluta serenidad el intenso interrogante en su mirada.

—Lo que necesitamos es administrar un tónico al Congreso de Milán —dijo con soltura—. Sus deliberaciones sobre una acción internacional para la supresión del crimen político no parecen conducir a ninguna parte. Inglaterra remolonea. Este país es absurdo, con su sentimental consideración por la libertad del individuo. Resulta intolerable pensar que todos sus amigos no tienen más que acercarse para...

—De esa manera los tengo a todos bajo control —interrumpió con sequedad el señor Verloc.

—Sería mucho más adecuado tenerlos a todos bajo siete llaves. Hay que disciplinar a Inglaterra. La imbécil burguesía de este país se hace cómplice de la propia gente cuyo objetivo es sacarla de sus casas y llevarla a morir de hambre en las cunetas. Y todavía cuenta con el poder político, que ojalá tuviera el sentido de utilizar para mantenerse donde está. Supongo que estará usted de acuerdo en que la clase media es estúpida...

El señor Verloc asintió con brusquedad.

—Lo es.

—Carece de imaginación. Le ciega una vanidad idiota. Lo que le hace falta ahora mismo es un buen sobresalto. Está en el momento psicológico para poner a sus amigos a trabajar. Si lo he hecho llamar ha sido para exponerle mi idea.

Y el señor Vladimir expuso su idea con superioridad, con desdén y condescendencia, exhibiendo al mismo tiempo un caudal de ignorancia en cuanto a los verdaderos propósitos, pensamientos y métodos revolucionarios, que llenó al señor Verloc de íntima consternación. Confundía las causas con los efectos más allá de lo excusable; a los más distinguidos propagandistas con los impulsivos portadores de bombas; imaginaba una organización allí donde por la naturaleza de las cosas no podía existir; de pronto hablaba del partido social revolucionario como de un ejército perfectamente disciplinado, en el que la palabra de los jefes era decisiva, y en otro momento como si hubiera sido la más laxa de las asociaciones de temerarios bandoleros que jamás acampara en un paso de montaña. En una ocasión, el señor Verloc abrió la boca para protestar, pero fue disuadido por una blanca mano grande y bien formada alzada ante él. Muy pronto estuvo demasiado abrumado incluso para protestar. Escuchaba con la inmovilidad del sobrecogimiento, que pasaba por la de una profunda atención.

—Una serie de atentados —continuó el señor Vladimir calmosamente— ejecutados aquí en este país. No nada más planeados aquí: eso no serviría, no les importaría. Sus amigos podrían pegar fuego a medio Continente sin mover a la opinión pública de aquí a favor de una legislación represiva universal. Aquí nadie mira fuera de su patio trasero.

El señor Verloc carraspeó, pero le falló el ánimo y no dijo nada.

—Esos atentados no tienen por qué ser cruentos —prosiguió el señor Vladimir, como si diera una conferencia científica—, pero han de ser bastante alarmantes... eficaces. Que sean contra edificios, por ejemplo. ¿Cuál es el fetiche de moda reconocido por toda la burguesía? ¿Eh, señor Verloc?

El señor Verloc mostró las manos abiertas y se encogió ligeramente de hombros.

—Es usted demasiado indolente para pensar —fue el comentario del señor Vladimir ante aquel gesto—. Preste atención a lo que le digo. El fetiche actual no es ni la realeza ni la religión. En consecuencia, palacio e iglesia deben dejarse en paz. ¿Comprende lo que le digo, señor Verloc?

La consternación y el desprecio del señor Verloc hallaron cauce en un intento de frivolidad.

—Perfectamente. Pero ¿qué hay de las embajadas? Una serie de ataques a varias embajadas —empezó diciendo; pero no pudo soportar la mirada fría y vigilante del Primer Secretario.

—Veo que puede usted ser gracioso —observó este último, sin darle importancia—. Eso está muy bien. Puede dar vivacidad a su oratoria en los congresos socialistas. Pero esta habitación no es el lugar adecuado. Sería mucho más seguro para usted seguir con atención lo que le estoy diciendo. Como lo que se le pide son hechos en lugar de patrañas, le conviene tratar de sacar provecho de lo que me estoy tomando el trabajo de explicarle. El fetiche sacrosanto es hoy en día la ciencia. ¿Por qué no consigue que algunos de sus amigos arremetan contra ese mascarón de proa, eh? ¿No forma parte de esas instituciones que hay que barrer para que el F. P. prospere?

El señor Verloc no dijo nada. Tenía miedo de abrir los labios por si se le escapaba un gemido.

—Eso es lo que deberían intentar. Un atentado contra una testa coronada o un presidente es bastante sensacional en cierto modo, pero no tanto como solía. Ha ingresado en la concepción general de la existencia de todos los jefes de Estado. Resulta casi convencional, sobre todo dado que tantos presidentes han sido asesinados. Ahora bien: supongamos un atentado contra, digamos, una iglesia. Bastante horrible a primera vista, sin duda, y sin embargo no lo bastante eficaz como una persona de mente corriente podría pensar. Por revolucionario y anarquista que sea en principio, habría suficientes tontos como para dar a un atentado de esa naturaleza el carácter de una manifestación religiosa. Y eso en detrimento del particular significado de alarma que pretendemos darle al acto. Un intento de asesinato en un restaurante o un teatro podría igualmente sugerir una pasión no política; la exasperación de un sujeto hambriento, un acto de venganza social. Todo eso está gastado; ya no resulta instructivo, como lección objetiva, en el anarquismo revolucionario. Todo periódico cuenta con frases hechas para dar a tales manifestaciones una explicación convincente. Me dispongo a explicarle la filosofía del atentado con bomba desde mi punto de vista; desde el punto de vista al que usted pretende haber estado sirviendo los últimos once años. Intentaré hacerme entender. La sensibilidad de la clase a la que ustedes atacan se debilita pronto. La propiedad les parece una cosa indestructible. No se puede contar por mucho tiempo con sus emociones, sean de lástima o de miedo. Para que un atentado con bomba tenga en la actualidad cierta influencia sobre la opinión pública, debe ir más allá de la intención de venganza o de acto terrorista. Debe ser puramente destructivo. Debe ser eso, y sólo eso, ajeno a la más leve sugerencia de todo otro motivo. Ustedes los anarquistas deben dejar claro que están cien por ciento resueltos a barrer en su totalidad la estructura social. Pero ¿cómo lograr que esa idea tan absurda penetre en la cabeza de la clase media de tal manera que no haya confusión posible? Ésa es la cuestión. Dirigiendo los golpes a algo ajeno a las pasiones corrientes de la humanidad: ésa es la respuesta. Está, naturalmente, el arte. Una bomba en la National Gallery provocaría cierto ruido. Pero no sería lo bastante grave. El arte no ha sido nunca para ellos una obsesión. Sería como romperle a un hombre algunas ventanas traseras de su casa, cuando para ponerlo realmente en vilo habría que intentar cuando menos volarle el techo. Por supuesto que habría un cierto escándalo, pero ¿por parte de quién? De los artistas, los críticos de arte y semejantes, gente que apenas cuenta. A nadie le importa lo que digan. En cambio, está el saber, la ciencia. Cualquier imbécil que cuente con ingresos cree en ella. Ignora por qué, pero cree que importa de algún modo. Es el fetiche sacrosanto. Todos los malditos profesores son en su fuero íntimo radicales. Hagan que se enteren de que también su gran figurón ha de irse para dejar sitio al Futuro del Proletariado. Un clamor por parte de todos esos idiotas intelectuales ayudará seguramente al progreso de los trabajos del Congreso de Milán. Escribirán a los periódicos. Su indignación estará por encima de toda sospecha, al no haber intereses materiales en juego, y el atentado hará que se agiten todos los egoísmos de la clase a la que se debe asustar. Ellos creen que, de un modo misterioso, la ciencia está en el origen de su prosperidad material. Lo creen. Y la absurda ferocidad de una demostración semejante los afectará más hondo que el arrasamiento de una calle —o un teatro— colmada de los suyos. Ante tal cosa siempre pueden decir: “¡Oh!, se trata de simple odio de clase.” Pero ¿qué cabe decir frente a un acto de ferocidad destructiva tan absurdo que resulta incomprensible, inexplicable, punto menos que impensable, en realidad, demencial? Sólo la locura es verdaderamente aterradora, en cuanto que no se la puede aplacar con la amenaza, la persuasión, el soborno. Por otra parte, yo soy un hombre civilizado. Jamás soñaría con encomendarle la organización de una carnicería, incluso si esperase sacar el mejor partido de ello. Tampoco esperaría de una carnicería el resultado que deseo. El crimen está siempre con nosotros. Es casi una institución. La demostración debe ser contra el saber, contra la ciencia. Pero cualquier ciencia no servirá. El ataque debe poseer toda la chocante insensatez de la blasfemia gratuita. Puesto que las bombas son su medio de expresión, sería bastante elocuente poder arrojarle una a la matemática pura. Pero eso es imposible. Intentando educarlo, le he expuesto la filosofía superior de su utilidad y le he sugerido algunos argumentos aprovechables. La aplicación práctica de mi enseñanza le interesa principalmente a usted. Pero desde el momento en que convine en entrevistarlo he dedicado también cierta atención al aspecto práctico del asunto. ¿Qué le parece si hace una prueba con la astronomía?

Ya hacía un rato que la inmovilidad del señor Verloc junto al sillón se parecía a la postración de un estado de coma, una especie de pasiva insensibilidad interrumpida por leves arranques convulsivos, como la que puede observarse en el perro doméstico que está sufriendo una pesadilla mientras duerme sobre la alfombrilla delante del hogar. Y fue con un inquieto gruñido perruno como repitió aquella palabra:

—Astronomía.

Todavía no se había recuperado por completo del estado de aturdimiento suscitado por el esfuerzo de seguir la rápida e incisiva exposición del señor Vladimir. Esta última había superado su poder de asimilación. Lo había irritado. Una irritación incrementada por la incredulidad. Y de súbito se le ocurrió que todo aquello era una estudiada broma. El señor Vladimir exhibía su blanca dentadura en una sonrisa de autosatisfacción, con hoyuelos en su redondo rostro lleno inclinado por encima del encrespado lazo de la corbata. El favorito de las señoras de sociedad inteligentes había adoptado la actitud de salón con que acompañaba el alumbramiento de sus finas agudezas. Sentado bien adelante, la blanca mano en alto, parecía sostener de forma delicada entre el pulgar y el índice la sutileza de su sugerencia.

—Nada podría ser mejor. Una atrocidad como ésa combina la mayor de las consideraciones posibles por la humanidad con la más alarmante muestra de feroz imbecilidad. Desafío el ingenio de los periodistas para persuadir a su público de que un miembro cualquiera del proletariado pueda tener un agravio personal contra la astronomía. Sería difícil traer a colación el hambre de los trabajadores, ¿eh? Y hay otras ventajas. Todo el mundo civilizado ha oído hablar de Greenwich. Hasta los limpiabotas del subsuelo de la estación de Charing Cross saben algo al respecto. ¿Se da cuenta?

Los rasgos del señor Vladimir, tan bien conocidos en la mejor sociedad por su cortés gracejo, resplandecieron con una cínica satisfacción, que hubiera asombrado a aquellas inteligentes mujeres a las que su ingenio entretenía tan exquisitamente.

—Sí —prosiguió, con una sonrisa despectiva—, la voladura del primer meridiano levantará con toda seguridad un clamor de execración.

—Un asunto difícil —farfulló el señor Verloc, sintiendo que era el único comentario inocuo posible.

—¿Qué pasa? ¿No tiene usted a toda la banda bajo control? ¿A la flor y nata? Está aquí el viejo terrorista Yundt. Lo veo casi a diario andando por Piccadilly con su cogotera verde. Y no me diga que no sabe dónde está Michaelis, el apóstol en libertad condicional. Porque en ese caso, yo puedo decírselo —continuó el señor Vladimir en tono amenazador—. Si se imagina que es usted el único que está en la lista del fondo secreto, se equivoca.

Esta insinuación tan gratuita hizo que el señor Verloc moviera levemente los pies en ademán de impaciencia.

—Y la banda completa de Lausana, ¿eh? ¿No se han estado congregando aquí ante el primer indicio del Congreso de Milán? Este país es absurdo.

—Costará dinero —dijo el señor Verloc, casi por instinto.

—De eso nada —replicó el señor Vladimir con un acento asombrosamente inglés—. Usted tendrá su paga todos los meses y nada más hasta que ocurra algo. Y si no ocurre nada muy pronto, ni siquiera eso. ¿Cuál es su ocupación visible? ¿De qué se supone que vive?

—Tengo una tienda —respondió el señor Verloc.

—Una tienda! ¿Qué clase de tienda?

—Papelería, periódicos. Mi esposa...

—¿Su qué? —lo interrumpió el señor Vladimir en su gutural tono centroasiático.

—Mi esposa —el señor Verloc levantó un tanto su ronca voz—. Estoy casado.

—¡Que me cuelguen de un hilo! —exclamó el otro con auténtico asombro—. ¡Casado! ¡Nada menos que usted, un anarquista profesional! ¿Qué significa este disparate? Pero supongo que no es más que una manera de hablar. Los anarquistas no se casan. Es bien sabido. No pueden. Sería como apostatar.

—Mi esposa no lo es —musitó con rudeza el señor Verloc—. Además, no es cosa suya.

—Oh, sí que lo es —replicó cortante el señor Vladimir—. Estoy empezando a convencerme de que usted no es en absoluto el hombre indicado para el trabajo que tiene encomendado. Como que con ese matrimonio debe usted haberse desacreditado por completo en su propio mundo... ¿No podía haberse pasado sin él? Es su vínculo virtuoso, ¿eh? Lo que pasa es que entre vínculos de una u otra clase está usted acabando con su utilidad.

El señor Verloc hinchó de aire las mejillas, lo dejó escapar de manera violenta, y sanseacabó. Se había armado de paciencia y no se le podía poner a prueba por mucho más tiempo. El Primer Secretario se volvió de pronto sumamente tajante, distante, definitivo.

—Ahora puede irse —dijo—. Hay que provocar un atentado con dinamita. Le doy un mes de plazo. Las sesiones del Congreso se encuentran suspendidas. Antes de que se reanuden tiene que haber ocurrido algo aquí, o cesará su relación con nosotros.

Con perturbadora ductilidad varió el tono una vez más.

—Reflexione sobre mi filosofía, señor... señor... Verloc —dijo con una suerte de burlona condescendencia, señalando la puerta con un ademán—. Ataque ese primer meridiano. Usted no conoce a la clase media tan bien como yo. Tienen la sensibilidad estragada. El primer meridiano. Nada mejor, y nada más fácil, diría yo.

Se había puesto de pie y con los finos labios sensitivos contrayéndosele en una mueca divertida observó por el espejo de encima de la repisa de la chimenea al señor Verloc, que con torpeza retrocedía de espaldas para abandonar la habitación, sombrero y bastón en mano. La puerta se cerró.

El lacayo de pantalón marrón, que apareció de pronto en el pasillo, condujo al señor Verloc por otra salida y a través de una pequeña puerta en una esquina del patio. El portero, de pie en la entrada principal, no prestó la menor atención a su salida; y el señor Verloc rehizo el sendero de su peregrinaje matutino como sumido en un sueño: un sueño colérico. Su aislamiento del mundo material fue tan completo que, aunque la envoltura mortal del señor Verloc no se había dado una prisa indebida por las calles, aquella parte de él, a la cual sería injustamente descortés negarle la inmortalidad, se encontró de repente ante la tienda, como si hubiera sido transportada de oeste a este en alas de un gran viento. Se encaminó directamente a la parte de atrás del mostrador y se sentó en una silla de madera que allí había. Nadie se presentó a perturbar su soledad. Stevie, con un gran delantal de bayeta verde, se encontraba en ese momento arriba concentrado en barrer y quitar el polvo a conciencia, como si aquello fuera un juego; y la señora Verloc, advertida en la cocina por el martilleo de la campanilla rota, se había limitado a acercarse a la puerta acristalada de la sala del fondo, apartar un poco la cortinilla y atisbar el interior de la tienda en penumbras. Viendo allí a su esposo sentado, sombrío y voluminoso, con el sombrero echado hacia atrás, en la parte posterior de la cabeza, había retomado de inmediato a la cocina. Transcurrida una hora o más, le quitó a su hermano Stevie el delantal de bayeta verde y lo mandó a lavarse las manos y la cara, en el tono perentorio que venía empleando en tales menesteres desde hacía unos quince años, de hecho, desde que dejara de ocuparse ella en persona de las manos y la cara del chico. Poco después apartó por un momento la vista de su tarea para inspeccionar aquella cara y aquellas manos que Stevie, aproximándose a la mesa de la cocina, le exhibía para su aprobación con un aire de seguridad que ocultaba un perpetuo residuo de temor. Antiguamente la ira del padre era la sanción máxima en estos asuntos rituales, pero la placidez del señor Verloc en la vida doméstica habría hecho que la mera mención de una reacción colérica resultase increíble, incluso para el pobre y aprensivo Stevie. Se suponía que cualquier deficiencia en materia de limpieza a la hora de las comidas habría apenado y sorprendido inexpresablemente al señor Verloc. Tras la muerte de su padre, Winnie halló considerable consuelo en sentir que ya no tenía que temblar por el pobre Stevie. No soportaba ver sufrir al chico. La sacaba de quicio. De niña, con frecuencia se había enfrentado con ojos de furia al irascible tabernero, en defensa de su hermano. Ahora, nada en el aspecto de la señora Verloc inducía a suponer que fuese capaz de expresar apasionamiento.

Terminó de servir los platos. La mesa estaba puesta en el salón. Fue hasta el pie de la escalera y gritó:

—¡Madre! —después, abriendo la puerta acristalada que conducía a la tienda—... iAdolf! —El señor Verloc no había cambiado de postura; al parecer había estado hora y media sin mover siquiera un poco un solo miembro. Se levantó pesadamente y fue a cenar con el abrigo y el sombrero puestos, sin pronunciar palabra. Su silencio en sí no tenía nada de insólito en aquella casa, oculta en las sombras de una sórdida calle, rara vez visitada por el sol, en el cuarto trasero de aquella tienda mal iluminada, con un deleznable tipo de mercancía. Pero aquel día el talante taciturno del señor Verloc era tan evidentemente pensativo que impresionó a las dos mujeres. Ellas mismas permanecieron calladas, con un ojo vigilante sobre el pobre Stevie, no fuera que a éste le viniese uno de sus accesos de locuacidad. Enfrentado al señor Verloc al otro lado de la mesa, el muchacho se mantuvo muy compuesto y callado, con la mirada perdida. La tarea de evitar que mereciese cualquier tipo de objeciones por parte del amo de la casa no dejaba de causar considerable ansiedad en la vida de aquellas dos mujeres. “El chico”, como quedamente lo llamaban entre ellas, había sido una fuente de esa clase de ansiedad casi desde el propio día de su nacimiento. La humillación del difunto tabernero por tener por hijo a tan peculiar criatura se manifestaba por una propensión a tratarlo de forma brutal; porque él era una persona delicadamente sensible, y su mortificación como hombre y como padre era genuina. Más adelante hubo que impedir que Stevie resultara una molestia para los caballeros inquilinos que constituyen también ellos una curiosa especie y se enojan con facilidad. Y estaba siempre presente el temor por su mera existencia. Las visiones de la enfermería de un hospicio para su hijo siempre habían atormentado a la anciana en el sótano de los desayunos de la deteriorada casa de Belgravia. Solía decirle a su hija: “Si tú no hubieras dado con un esposo tan bueno, querida, no sé qué hubiera sido de ese pobre chico.”

El señor Verloc prestaba tanta atención a Stevie como la que un hombre no especialmente amante de los animales puede prestar al gato mimado de su esposa; esa atención, benevolente y superficial, era en esencia de la misma índole. Ambas mujeres admitían en su fuero íntimo que no cabía esperar de manera razonable mucho más. Alcanzaba para que el señor Verloc se ganase la reverente gratitud de la anciana. Al principio, con el escepticismo propio de las tribulaciones de una vida sin amigos, ella solía preguntar ansiosamente de vez en cuando: “¿No crees, querida, que el señor Verloc se está cansando de ver a Stevie a su alrededor?” A lo cual Winnie solía responder con una leve sacudida de cabeza hacia atrás. Una vez, sin embargo, replicó, con una vivacidad bastante ruda: “Primero tendrá que cansarse de mí.” A lo que siguió un largo silencio. La madre, con los pies en alto apoyados en un taburete, parecía estar tratando de llegar al fondo de aquella respuesta, cuya femenina profundidad la dejaba perpleja. Ella nunca había entendido en realidad porqué Winnie se había casado con el señor Verloc. Había sido muy sensato de su parte, y evidentemente había sido para bien, pero habría sido natural que la muchacha tuviese esperanzas de encontrar a alguien de una edad más adecuada. Había habido un joven formal, hijo único del carnicero de la calle adyacente, que ayudaba a su padre en el negocio y con quien Winnie había estado saliendo con visible complacencia.

Es verdad que él dependía de su padre; pero el negocio era bueno y las perspectivas del muchacho excelentes. Había llevado a su niña al teatro varias noches. Y entonces, precisamente cuando empezaba a temer que le dijeran que se comprometían (pues ¿qué podría haber hecho ella sola con aquella gran casa, con Stevie a su cargo?), el romance tuvo un final brusco, y Winnie anduvo aparentemente muy desanimada. Pero con la providencial aparición del señor Verloc que ocupaba el dormitorio de frente en la primera planta, la cuestión del joven carnicero se extinguió. Aquello fue claramente providencial.

El agente secreto

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