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Capítulo 1 ANSIAS DE SABER
Оглавление–Mira, hermana, me voy para encontrar una escuela en la que pueda, por lo menos, aprender a leer y escribir; yo...
–Ten paciencia, Alfredo, ten paciencia. Por ahora, quédate aquí, en la granja. Recuerda lo que prometió el tío Juan.
–Sí, lo recuerdo. Pero eso fue antes de que papá muriera. Ahora se ha olvidado por completo de su promesa.
Alfredo Barbosa de Souza tenía 15 años ¡y todavía no había pasado un solo día en la escuela! Su tío Juan había prometido enviarlo a una escuela y pagarle todos los gastos, en reconocimiento por lo que el padre de Alfredo había hecho para ayudarlo a comprar su rancho y su hato de vacas.
–El tío Juan siempre dice: “Cuando sea rico”. Ha tenido suficiente tiempo para hacerse rico, pero nunca ha venido ni siquiera a vernos –refunfuñó Alfredo en voz baja–. ¡Promesas olvidadas! ¡Yo haré algo por mi cuenta!
El señor Francisco, como le decían al padre de Alfredo, había sido un próspero ganadero en la zona sudeste del estado de Mato Grosso. El Mato Grosso se extiende por más de mil quinientos kilómetros a lo largo de la frontera occidental de la Rep. del Brasil. Su nombre significa “jungla densa” y abarca casi una sexta parte del territorio de dicho país.
En 1908, cuando Alfredo nació, el Mato Grosso era tierra de nadie. Solamente un puñado de valientes se internaba en la selva, infestada de jaguares, para apropiarse de enormes extensiones de tierras. Cada pionero era su propio juez y legislador.
El señor Francisco estaba orgulloso de sus veinte hijos; catorce eran de su primer matrimonio y seis del segundo. Sentía verdadera ansiedad por inculcar en cada uno el espíritu independiente del pionero.
Alfredo tenía tan solo 6 años cuando murió su padre. Belmiria, una hermana mayor, casada con un joven ganadero, lo invitó a que viviese con ellos por un tiempo. En ese entonces tenía 10 años, y podría transformarse pronto en un buen vaquero.
Le encantaba la vida silvestre y libre de los campos y los bosques, pero nunca olvidó la meta que se había propuesto desde pequeño: estudiar. Los libros, los pocos que había visto, siempre lo habían fascinado. Sus pocas visitas a “la ciudad”, el pueblo de Campo Grande, de diez mil habitantes, situado a unos sesenta kilómetros de su casa, le habían inspirado un vivo deseo de aprender.
“Algún día, algún día, voy a ir a la escuela”, repetía Alfredo para sí mientras cabalgaba de aquí para allá en la estancia.
Cierto día, el señor Luciano, cuñado de Belmiria, condujo un hato de vacas hacia el interior de San Pablo y se fue por varios meses. Cuando regresó, venía entusiasmado por una nueva religión que había encontrado.
–La religión es muy buena –admitió Alfredo mientras Luciano les contaba todo lo que recordaba de las personas que se denominan a sí mismas adventistas–; pero lo que yo necesito en primer lugar es una educación.
–Exactamente, Alfredo –repuso con calma Luciano–; los adventistas tienen en alta estima la educación y poseen un colegio en San Pablo.
Pero, aparentemente, Alfredo no se impresionó con el comentario.
Sin embargo, unos pocos días más tarde habló seriamente con su hermana sobre su deseo de estudiar y, después de conversar con uno de los estancieros que trabajaba en la propiedad vecina, tomó su decisión.
–Hay un hombre en la estancia Brijao que enseña a algunos a leer y escribir –anunció, en la sobremesa, Alfredo–. Me resulta duro salir de aquí, pero voy a partir tan pronto como pueda.
–¿De dónde conseguirás el dinero? Dudo que te tomarán sin que pagues algo –le preguntó el esposo de Belmiria.
–Eso es un verdadero problema. Todavía no tengo el primer cruzeiro [unidad monetaria brasileña de entonces]. Aunque tengo a Mauro, mi caballo. Es realmente mío, ¿no es verdad? No quiero desprenderme de él, pero un tropeiro [hombre que se dedica a las faenas ganaderas] me dijo que me daría trescientos cruzeiros por él. El señor Brijao me tomará por cincuenta cruzeiros por mes, incluyendo pieza, comida, enseñanza y todo lo demás. Por supuesto, tendré que trabajar algo también.
–Eso es por seis meses. Y entonces, ¿qué harás? –repuso Belmiria sin levantar la vista del plato.
–No lo sé. Pero, para entonces, tendré que saber algo más que ahora. Si tengo que desistir allí de mis propósitos... bien; por lo menos, habré comenzado.
Hacer el cambio no fue fácil. A Alfredo le resultó especialmente difícil separarse del fiel Mauro. Había sido su compañero de andanzas durante más de tres años. Pero llevó adelante sus planes tal y como lo había decidido.
Tomó un saco, o bolsa, de arpillera, lo llenó de sus pocas posesiones e inició su camino.
“No saben que voy ahora”, se decía para sus adentros al comenzar la caminata de seis kilómetros hasta la estancia Brijao, “pero seguramente me tomarán”.
El señor Brijao se alegró de tener otro ayudante en la estancia. Pronto, Alfredo ataba su hamaca junto a la de sus compañeros y condiscípulos, en la habitación de techo de paja cercana al establo de los caballos. Se sintió aliviado al descubrir que todos los alumnos eran muchachos de su edad o mayores. Había temido que le tocase ir a la escuela con niños menores que él.
El maestro, el señor Caetano, de ascendencia africana, era un hombre de distinguido aspecto. Alfredo comprendió que estaba capacitado para enseñarles perfectamente lectura, escritura y aritmética a un grupo de toscos muchachos campesinos.
El nuevo alumno se levantó temprano a la mañana siguiente, para ayudar en los trabajos que había que hacer: ordeñar varias vacas, darles agua, alimentarlas y llevarlas a pastar. Después de terminado el trabajo, los muchachos iban juntos a una pequeña pieza, para comenzar sus lecciones.
“El trabajo está primero”, se le informó a Alfredo, “No importa la cantidad de tiempo que insuma”. Aunque había ocasiones en las que la atención del ganado ocupaba la mayor parte del día, el horario de clases de la escuela era de 1 a 5 de la tarde.
El equipo escolar era lo más simple que se pueda imaginar. Una larga mesa ocupaba el centro de la habitación, con bancos de madera igualmente largos a ambos lados; un banco para los jóvenes y otro para las niñas. El señor Caetano se sentaba al frente, detrás de una mesita, hacia el rincón derecho. No se enseñaban sino los elementos más simples de lectura, escritura y aritmética.
Cuando el señor Caetano golpeaba con su lápiz sobre el improvisado escritorio, todos debían atender. El primer día que Alfredo asistió a clase, surgió un problema.
–Antes de comenzar las lecciones, repitamos el “Ave María” –ordenó el maestro.
–Perdóneme, por favor, señor Caetano –pidió Alfredo cortésmente–, pero yo no puedo. Creo en la Biblia.
La influencia del esposo de Belmiria y sus conocimientos, aunque parciales, de la nueva fe, le había hecho mella. –Si ese es el caso, usted no puede estar aquí. Puede retirarse inmediatamente, porque aquí todo estudiante tiene que repetir las oraciones católicas.
La voz del maestro era severa. Alfredo comprendió que había tenido un mal comienzo; y quizá ni siquiera terminaría su primer día de clases.
Los demás rezaron, pero él guardó silencio.
Durante el transcurso de la clase, cada mirada del maestro le daba a entender que no era bienvenido. “¿Por qué no te mantuviste callado?” se preguntaba. “No había necesidad de hablar en ese momento”. Pero la franqueza y la valentía caracterizaban a este joven, cuya vida tendría que soportar una prueba particularmente difícil.
Las clases terminaron alrededor de las cinco de la tarde, y Alfredo fue a hablar inmediatamente con el señor Brijao, contándole en detalle lo que había sucedido.
–Podrías haber usado un poco más de tacto, hijo mío –le reprendió el ranchero colocando la mano suavemente sobre su hombro–. Pero, por una falta tan insignificante como la de no decir las oraciones con los demás no tienes que salir de aquí. Hablaré con el maestro. Coopera todo lo que puedas con él en la escuela y muéstrale que estás de parte de él, y que no eres rebelde a su autoridad.
Alfredo le agradeció, y fue a unirse con sus condiscípulos en la tarea de llevar los novillos a uno de los campos de pastoreo que estaba distante. Al día siguiente, todo marchaba bien en la escuela. Pronto le demostró Alfredo al señor Caetano que tenía verdadero fervor por aprender. No todos los muchachos estaban dispuestos a estudiar y sacrificarse por una educación, como lo estaba Alfredo, y a menudo hacían observaciones críticas e irónicas respecto del maestro.
Cierta tarde, al plegar los muchachos sus hamacas y disponerse a salir de la “escuela”, la conversación se centró en el maestro. Los alumnos, uno tras otro, lo criticaron duramente. Lanzaron contra él todas las censuras imaginables mientras repasaban sus recuerdos, para ubicar los errores que consideraban que había cometido. Para dar remate a sus andanzas, comenzaron luego a menospreciarlo porque era negro.
–¡Basta, compañeros! –dijo Alfredo entonces, en un tono dominante de voz–. Claro que es de color. Pero está tratando de ayudamos a aprender algunas cosas que necesitamos saber. ¡No tenemos derecho a hablar mal de él!
Desde entonces, no se dijo nunca algo malo del maestro en presencia de Alfredo. La razón por la que desde ese día el maestro fue tan amable con él tan solo la descubrió cuando se preparó para abandonar la escuela.
Los seis meses pasaron demasiado rápidamente. Se le había terminado el dinero y había solamente una cosa que podía hacer: regresar a la casa o ir a un lugar donde pudiese encontrar un empleo. Estaba seguro de que, por el momento, su educación había terminado.
–Gracias, profesor Caetano, por todo lo que usted ha hecho por mí. Aprecio muchísimo lo que me ha enseñado –dijo cuando se acercó por última vez a su ahora querido maestro.
–Ustedes esperen aquí un minuto mientras hablo con Alfredo –ordenó el maestro mientras salía con su alumno al patio, para darle un mensaje de despedida.
Dominando a duras penas su emoción, el señor Caetano expresó su pesar al ver que Alfredo partía.
–¿Recuerda aquella noche poco después de que usted llegara, Alfredo, cuando los muchachos estaban hablando en contra de mí? –preguntó.
–Sí, profesor...
–Bien, yo estaba a pocos metros de distancia y oí todo lo que se dijo. Oí y aprecié lo que dijo para defenderme. Desde ese día hasta hoy, usted me ha demostrado cuál es su verdadero valor. Sinceramente, puedo decirle que usted, Alfredo, es el mejor alumno que yo he tenido.
Las lágrimas rodaban abundantemente por sus mejillas mientras, en típico estilo brasileño, lo abrazaba dándole la despedida.
Dominando otra vez con firmeza sus sentimientos, pidió a Alfredo que regresara al aula un momento. Allí, en presencia de todos los demás, aventuró una profecía.
–Algunos de los que están aquí serán siempre bueyes, y otros serán conductores de bueyes. Alfredo será uno de los grandes conductores.
Con su bolsa de pertenencias al hombro, Alfredo tomó el camino que lo conducía a la casa de su madre, a unos 15 km de distancia. La visitaría por un corto tiempo, tal vez hasta que pudiese conseguir recursos y decidir algo más en cuanto a su futuro.
Su madre se sintió contenta de tenerlo otra vez en la granja, pero notaba su impaciencia. Nunca dejaba de hablar de su estadía en la escuela.
Cierto día, casi un año más tarde, el tío Juan pasó por la granja con un hato de vacas, con miras de venderlo en San Pablo.
–Ven conmigo y ayúdame con los animales, Alfredo. Quizás encontremos allí una escuela donde puedas estudiar. El viaje nos llevará casi veinte días.
“No sé si me daré por satisfecho con cualquier escuela”, reflexionó Alfredo durante unos instantes. Su confianza en la fe adventista había aumentado firmemente durante el último tiempo.
–Me gustaría asistir a ese colegio adventista que hay en la ciudad de San Pablo –sugirió Alfredo.
–Yo no tengo dinero para enviarte tan lejos. Pero encontraremos alguna escuela en el interior del Estado.
Alfredo estaba perplejo. Aunque el tío Juan estaba dispuesto a cumplir con su palabra, Alfredo no estaba dispuesto a ir a cualquier escuela. Durante ese año de permanencia en su hogar había obtenido informaciones adicionales sobre el colegio adventista, y su corazón le decía: “O la escuela adventista o ninguna”. Al día siguiente, el tío Juan arreaba solo su hato de vacas a través de los campos.
Pocos días más tarde, algunos forasteros, que trataban de encontrar a una familia que vivía por esos lugares, se detuvieron en la casa de los Barbosa. El señor Ernesto Matías estaba guiando a los ministros adventistas Max Rhodes y Godofredo Ruf hasta el sitio donde vivía una familia adventista aislada: los Asunción.
–Nosotros también somos adventistas –anunció Alfredo; aunque esta era la primera vez en su vida que conversaba con pastores adventistas.
–¡Maravilloso! –respondió el señor Matías–; entonces tú podrás decirnos cómo llegar a casa de la familia Asunción. Sin duda tú los conoces.
–En realidad, no los conozco; pero con los informes que ustedes tienen yo los voy a hacer llegar hasta la casa.
–¿Vendrías con nosotros para mostramos el camino? ¡Magnífico! –dijeron los misioneros.
–Sería mejor que nos quedáramos aquí esta noche, y mañana temprano podremos iniciar nuestro viaje. Nos llevará un par de días llegar hasta allá, porque en la mayor parte del trayecto no hay buenos caminos.
Había muchas preguntas en su mente, la mayoría referentes al colegio adventista cercano a la ciudad de San Pablo. Por otro lado, los Barbosa conocían tan poco acerca de las creencias y las normas de la iglesia que casi hasta medianoche cada minuto fue dedicado al estudio de las verdades de la Biblia.
Tal como Alfredo lo suponía, emplearon más de dos días en encontrar la casa de la familia Asunción. El padre había fallecido, dejando solas a su esposa y a su hija Aurea, de 16 años.
–¡Por fin llegaron, señor Matías! –exclamó Aurea–. Esta es la visita que usted nos ha estado prometiendo tanto tiempo.
–Y esta vez no he venido solo. Aquí están el pastor Ruf y el pastor Rhodes.
–Apenas los vi tuve la seguridad de que ellos eran los pastores que usted nos había dicho que vendrían. Pero, ¿quién es el joven que está allí, bajo el árbol? Vino con ustedes, ¿verdad?
–Oh, ese es un joven amigo que yo traje para ti, Aurea –repuso bromeando el señor Matías, quien era, para Aurea, casi como un padre. El rostro de Aurea se sonrojó un tanto mientras procuraba aparentar indiferencia. Alfredo era tan tímido para tratar con extraños, especialmente con señoritas, que inmediatamente se había separado de los tres hombres. La curiosidad de Aurea era demasiado fuerte. Con un almohadón bajo el brazo, caminó hasta el plátano a cuya sombra se había recostado Alfredo para descansar.
–El suelo es un poco duro. Aquí tienes un almohadón, que ayudará un poco –le sugirió amablemente.
–Estoy bien, no necesito el almohadón –replicó, huraño, Alfredo.
Ella se quedó a poca distancia, tratando de entablar una conversación. Pero él se negaba a entrar en tema. No era que no le interesase, sino que nunca había hablado con señoritas fuera del círculo de su familia.
–Alfredo es un buen muchacho, Aurea. ¿No conseguiste relacionarte con él? –le preguntó más tarde el señor Matías, en un tono medio burlón.
–Yo hice mi parte, pero él no quería hablar –repuso la niña riendo entre dientes–. Quizás una buena cena lo haga sentirse mejor.
Ni una buena cena, ni una noche de descanso ni un abundante desayuno pudieron ahuyentar la timidez de Alfredo. Durante el día y medio que estuvo en la casa de los Asunción, se volvió tan invisible e inaudible como pudo.
–Alfredo, ¿no te agrada Aurea? –le preguntó el señor Matías mientras hacían el viaje de regreso–. Realmente es una niña preciosa... ¡y buena!
–¡Es una señorita hermosa! –exclamó Alfredo–. Pero ahora no puedo pensar en chicas. ¡Debo pensar en una educación! Quizás algún día nos encontremos otra vez; quién sabe...