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Capítulo 3 DOS VIDAS EN BUSCA DE UN IDEAL

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Entrevistar a las personas, aprender a presentar libros y conseguir que la gente los comprara demandó a Alfredo diligente aplicación. Más que todo, lo obligó a pasar días saturados de duras dificultades. Hacia el término del verano, Alfredo dominaba los secretos fundamentales del colportaje, o venta de libros, y se sentía todo un hombre. Dios lo había bendecido y Alfredo lo reconoció repetidamente cuando regresó al colegio y anunció que había ganado todo lo necesario para un año escolar y ¡aún algo más!

Como llegó al colegio muy tarde en la noche, no tuvo oportunidad de ver a todos los nuevos estudiantes que habían llegado.

–Oye, Alfredo –le comentó uno de sus viejos amigos–, ¿viste a tu conciudadano?

–¿Mi conciudadano? ¿No somos todos brasileños los que venimos aquí?

–Me refiero a otro estudiante que viene, como tú, de ese lugar que queda al fin del mundo: el Mato Grosso.

–¡Magnífico! Ahora seremos dos los que defenderemos nuestro Estado. ¿Quién es? ¿De qué ciudad viene? ¿Cómo se llama?

–Es una señorita. ¿Su nombre? No lo recuerdo. ¡Pero no te excites tanto! Mañana la verás en el desayuno.

Después de más de cinco años, Alfredo veía nuevamente a Aurea. Se saludaron, y más tarde hablaron más extensamente y recordaron algunos de los incidentes ocurridos desde el día en que Alfredo la había visitado en su granja, al acompañar a dos pastores. Ahora podía entablar una buena conversación, y no se mostraba apocado e inhibido en presencia de una señorita.

Ella le contó cómo estuvo a punto de morir poco después de que Alfredo y los misioneros la hubieron visitado. La fiebre tifoidea la había obligado a guardar cama durante semanas. Su madre, ante la gravedad de la enfermedad, se arrodilló junto a la cama de su hija y prometió solemnemente que si ella se sanaba la dedicaría al servicio de Dios.

Dos años antes, el mismo verano de 1931 en que Alfredo había llegado al colegio, Aurea también había resuelto estudiar. Su hermano mayor la llevó hasta Campo Grande, y desde allí el pastor Max Rhodes la debía acompañar hasta San Pablo. Cuando llegó a la casa del pastor Rhodes, se sintió demasiado enferma como para continuar el viaje. Después de varios días de espera, tuvo que regresar a su casa, allá en los montes, y esperar instrucciones posteriores de las autoridades del colegio. Ahora, después de dos años, se habían hecho los arreglos para que viajase a San Pablo.

Alfredo y Aurea estaban ansiosos de aprovechar al máximo su estadía en el colegio. Con el tiempo se convirtieron en alumnos destacados, verdaderos líderes en las actividades espirituales y misioneras. Se trataban como amigos, manteniendo siempre mucho respeto.

–¿Qué pasa, Alfredo, que tú puedes hablar con Aurea siempre que quieras y los profesores nunca te llaman la atención? –le preguntó, intrigado, cierta vez un condiscípulo–. ¡En el momento que yo hablo con mi chica ya estamos en dificultades! Me parece que ellos ni siquiera saben que ustedes son novios.

–No sé. Creo que nos conducimos como corresponde.

Y en verdad ésa era la sencilla explicación.

Tanto Alfredo como Aurea dedicaron sus veranos a la obra del colportaje, y siempre en Mato Grosso. Ambos se sentían moralmente obligados a evangelizar su Estado natal, mediante los libros religiosos y elevadores que vendían. Aunque les habría resultado más fácil trabajar en las pobladas ciudades del litoral, escogieron el difícil territorio del interior de Brasil.

Durante cinco años, desde 1933 a 1937, trabajaron y estudiaron. Cada verano ganaron lo necesario para el siguiente año escolar.

Precisamente antes de terminar el año escolar de 1936 y de partir para Mato Grosso para el trabajo del verano, la directora del internado de niñas los interrumpió mientras estaban conversando.

–Para satisfacer mi curiosidad, me agradaría preguntarles algo. ¿Qué parentesco hay entre ustedes? Siempre pensé que probablemente ustedes eran primos, pero nunca he estado segura.

–No –dijo Alfredo–. No tenemos ninguna relación de parentesco. Sencillamente, somos buenos amigos.

–Bien, ustedes me han engañado –repuso bromeando–. Sabía que ambos eran de Mato Grosso y, a juzgar por su proceder, pensé que debían ser del mismo tronco familiar.

Pocos días más tarde, Alfredo y Aurea, tomaron el mismo tren e iniciaron, en su quinto verano consecutivo, el viaje de 48 horas hasta Mato Grosso. El día era caluroso, y los viejos y desvencijados vagones se sacudían y bailoteaban sobre los desparejos rieles de trocha angosta. Pero, como nunca habían viajado en trenes modernos, el viaje fue interesante y agradable, especialmente porque iban en dirección a sus casas.

Finalmente, a las siete de la tarde llegaron a la estación terminal en la ciudad de Baurú.

–Aquí estamos una vez más, Alfredo –comentó Aurea–. Ahora, debemos esperar tres horas hasta que venga el “transatlántico” que nos lleva a Mato Grosso... si es que continúa en servicio.

Tales esperas eran una parte inevitable del viaje hacia el interior. Los bultos y las maletas estaban amontonados contra la pared de la estación al extremo del edificio, y los jóvenes se dirigieron al banco más apartado del gentío que había en el amplio salón.

Lustrabotas, vendedores de golosinas, masas y café, todos niños mal vestidos, sucios y descalzos, procuraban constantemente y a grandes voces conseguir clientes. Las locomotoras arrojaban nubes de espeso humo, mientras maniobraban con vagones de carga y de pasajeros. La atmósfera no era del todo apropiada, pero Alfredo reunió suficiente valor como para dirigir la conversación hacia el tema que deseaba y presentar el plan que, hasta entonces, había sido un secreto personal.

–Aurea –comenzó a decir en forma vacilante–, seguramente Dios va a bendecirnos en nuestro trabajo de este verano.

–Tengo fe en que lo hará, Alfredo –respondió Aurea.

–Bien, he pensado que... si hacemos bien nuestro trabajo y cada uno de nosotros gana, por lo menos, lo suficiente para pagar el año escolar, bien podríamos casarnos al fin del verano. ¿Qué te parece, Aurea?

–Sí, Alfredo. Siempre te he querido, y he soñado con ese día.

Las horas parecían minutos mientras hacían los planes que concretarían sus mutuos sueños.

En la agencia de la editorial que había en Campo Grande, Alfredo y Aurea hicieron los arreglos finales concernientes a territorio, libros y revistas. Luego, se dirigieron a una habitación contigua a la oficina, inclinaron la cabeza y pidieron la bendición de Dios sobre el trabajo que realizarían en las próximas diez semanas.

–Dios mediante, te veré en Campo Grande en la primera semana de enero –confirmó Alfredo mientras se separaban–. Aurea, oraré cada día pidiendo que tengas éxito.

–Y yo haré lo mismo por ti, Alfredo –le contestó ella, al decirle adiós.

Aurea trabajaría en Campo Grande y en las cercanías. Su prometido iría primeramente a Aquidauana, una ciudad situada a unos 170 km, y luego se dirigiría hacia el límite con la Rep. del Paraguay. El costo, además de la dificultad para viajar, les haría totalmente imposible siquiera pensar en verse antes de terminar el trabajo del verano.

Ambos eran vendedores veteranos y jóvenes consagrados, y Dios bendijo sus esfuerzos. No estuvieron ociosos ni un momento, ya que ese año la recompensa del éxito iba a ser más grande que nunca.

La familia Matías le había pedido a Aurea que estuviese con ellos durante el verano. Fielmente, ocho horas al día, visitaba los hogares con una niña menor que estaba aprendiendo el arte de vender. A menudo hasta medianoche, sus dedos trabajaban en la preparación del ajuar. El 6 de enero entregó su último libro. Ese mismo día le dio los toques finales a su vestido de novia. En realidad, había ganado lo suficiente para pagar por dos alumnos: ella y su compañera, que era aprendiz. ¡Había sido su mejor verano!

Dos días más tarde, llegó Alfredo a Campo Grande con el dinero para un año de estudios y algo más. También había sido su mejor verano, rico en incidentes extraordinarios. Con el sentimiento de satisfacción que proporciona una tarea bien hecha, caminaron unas pocas cuadras hasta la casa del pastor Alfredo Meier, para hacer los planes de casamiento.

–Queremos un casamiento muy sencillo, pastor Meier –explicó pronto Aurea–. Tenemos por delante dos años más de estudios y debemos ser cuidadosos con nuestra economía.

Los siguientes tres días, Alfredo ayudó en algunas de las actividades de la iglesia e hizo los arreglos legales para su boda.

El 11 de enero de 1937, Aurea fue con amigos y testigos al Registro Civil. Allí esperaba Alfredo. Juntos, firmaron donde correspondía mientras se desarrollaba la ceremonia. Luego, el grupo fue a la iglesia.

Personas amigas habían ayudado a decorar la capilla con blancos claveles, especialmente en el pasillo central. El frente estaba adornado con calas, siempre abundantes en el Brasil. Alfredo, aunque no habituado a su nuevo traje negro y al cuello duro, tenía un aire de realeza.

Cuando el pequeño órgano tocó los acordes familiares, Aurea avanzó con toda gracia y dignidad por el pasillo, para saludar a su radiante novio. En presencia del Creador, que instituyera en el Edén el matrimonio, se prometieron solemnemente amor y fidelidad mutua, “en adversidad y en prosperidad, en enfermedad y en salud...”.

Afortunadamente para ambos, no podían saber de antemano que les tocaría vivir años oscuros y tristes. Pero, la experiencia de ellos beneficiaría corporal y anímicamente a centenares; más aún, a miles de personas.

En el colegio, ocuparon uno de los pequeños departamentos reservados para estudiantes casados. Alfredo se dedicó a sus estudios y Aurea tenía, como principal tarea, el ayudar a su esposo y preparar lo necesario para el pequeño Nelson, quien llegó un año más tarde.

Durante el año siguiente, el último que pasaron en el colegio, ella enseñó en la escuela primaria para aumentar los ingresos que su esposo había logrado durante el verano con la venta de libros. Dejaron el colegio libres de deudas.

–Aurea –dijo Alfredo a su esposa unos pocos días antes de que comenzaran las ceremonias de graduación–, estoy preocupado... Estoy terminando mis estudios de Teología, ¡pero todavía no se me ha hecho ninguna invitación oficial para trabajar!

–Quizá la Misión no pueda emplear nuevos misioneros, Alfredo. Pero Dios sabe que nos hemos preparado para hacer su obra; y si es en el Mato Grosso, mejor.

–Hay otros campos donde se necesitan misioneros. Si se nos llamara a otra región, ¿no debiéramos aceptar la invitación?

–Estoy segura de que Dios nos dirigirá. No nos preocupemos de antemano.

No era fácil abandonar el tema. Alfredo estaba impaciente pensando en su futuro, pues estaba en la última semana previa a la graduación y todavía no había recibido ninguna invitación.

–Alfredo, ¿dispone de un minuto? Debo hablar con usted –le dijo una tarde el pastor Manuel Soares, director de Colportaje de la Asociación de San Pablo–. Como estoy ansioso de volver al trabajo evangélico pastoral, la Asociación de San Pablo necesitará un buen director de Colportaje. No conozco a nadie a quien pueda recomendar, sino a usted. Pero, antes de todo, debo saber si usted está dispuesto a aceptar ese cargo.

–No veo cómo podré hacerlo –comenzó a contestar Alfredo. –¿Ya ha aceptado alguna invitación?

–No, todavía no, pero...

–Recuerde, Alfredo, que usted tendría uno de los mejores puestos de nuestra organización, dentro del campo misionero más grande y más sólido en todo sentido. Además, usted viviría aquí, en San Pablo, ¡la mejor ciudad de todo el Brasil! No solo eso, sino también su sueldo sería mucho mejor que el que pudiese tener en cualquier otra parte.

Ventaja tras ventaja le eran presentadas rápidamente. ¿Qué más podía esperar un joven graduando, especialmente cuando tenía libertad para aceptar la primera invitación que se le hiciera?

–Todavía no le he explicado mi problema, pastor. Usted verá: Aurea y yo nos hemos consagrado a la obra en Mato Grosso. Sabemos bien que la Misión de esa zona es pobre y que el trabajo allí es duro. Pero debemos ir allí. Otros no irán. No podemos quebrantar nuestra promesa hecha a Dios.

–Comprendo su argumento, Alfredo –repuso el pastor Soares–. Lo admiro por la decisión que ha tomado. No todos harían lo que usted acaba de hacer. No conocía sus planes. Seguramente, Dios lo bendecirá.

Alfredo fue rápidamente al encuentro de Aurea y le relató la conversación. Estaba seguro de que ella estaría de acuerdo en que había procedido correctamente. Se afianzó más en su convicción cuando Aurea lo felicitó por mantenerse fiel a su meta original. Luego, escuchó este oportuno consejo:

–No te impacientes tanto por nuestro futuro. Recuerda que Dios nos ha guiado hasta aquí y lo seguiría haciendo. Descansa un poco, mientras preparo la cena. Esta es la gran noche de nuestra carrera como estudiantes, y quiero que te sientas perfectamente cuando marches por el pasillo para ir a recibir tu diploma.

Pero esa noche Alfredo recibió algo más que un diploma. Poco antes de la ceremonia de graduación, al entrar en el vestíbulo del edificio principal, se le dijo que estaba buscándolo el pastor E. H. Wilcox, presidente de la Unión Sur del Brasil (campo misionero que comprende el Mato Grosso).

–Por fin lo encuentro –expresó el pastor Wilcox mientras saludaba a Alfredo–. Durante esta última media hora estuve buscándolo. La junta de la Unión decidió invitarlo a trabajar como misionero en la Misión de Mato Grosso, y tengo el gran privilegio de entregarle esta carta oficial. ¡Bienvenido al cuerpo de obreros y misioneros del sur del Brasil! –agregó, abrazando a Alfredo–. La Misión desea que usted vaya a Cuiabá, para iniciar allí la predicación del evangelio. Es un verdadero desafío, porque todavía no se ha hecho nada allí. Dios lo bendecirá, estoy seguro, y le dará una experiencia misionera maravillosa.

Le hubiera resultado imposible disimular su felicidad. El rostro de Alfredo resplandecía mientras le agradecía al pastor Wilcox por la confianza manifestada.

–Por favor, comunique a los miembros de la junta de la Unión mi aprecio por la invitación, y dígales que he aceptado el desafío de iniciar obra misionera en Cuiabá.

Luego, corrió a su departamento para contarle las novedades a Aurea.

–¡Todas nuestras cosas ya están empacadas, querido! –exclamó ella–. ¡Mañana mismo podemos viajar hacia nuestro destino!

La ceremonia de entrega de diplomas de esa noche tuvo un significado especial para Alfredo. Estaba más seguro que nunca de que verdaderamente iniciaba una vida de servicio para Dios.

Fuego salvaje

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