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Prólogo

Bienvenidos, de nuevo

Larry Summers era todavía rector de la Universidad de Harvard, aunque en ese momento le preocupaba la posibilidad de perder el cargo, cuando decidí pedirle una cita para presentarle un resumen de mi propuesta «Iniciativa Agentes Culturales», con la que buscaba reincorporar la responsabilidad ciudadana a la educación humanística. A raíz de sus declaraciones públicas sobre las escasas aptitudes de las mujeres para las ciencias, muchos colegas, preocupados por el futuro de las carreras científicas en la universidad, calculaban los días que le quedaban en la rectoría. Entonces, algunos de nosotros añadimos una nueva preocupación a este ambiente de zozobra. Además del sexismo, temíamos por el futuro de las humanidades. Mientras las discusiones sobre la participación femenina en las carreras científicas estaban generando un escándalo internacional, la reducción presupuestaria en las artes y las humanidades levantaba algunos pataleos apenas audibles. Nos preo­cupábamos por el futuro de las humanidades precisamente porque no eran una prioridad de la agenda institucional. Los campos empíricos efervescían de manera explosiva, mientras que las áreas creativas se enfriaban agonizando. A pesar de que habíamos sido capaces de despertar un tibio entusiasmo para defender las artes y la interpretación, no habíamos logrado descongelar el gélido clima corporativo de la educación superior. Mi jugada táctica con el rector Summers fue convencerlo de encender la discusión sobre la educación humanística con un argumento pragmático-responsable, quizás inesperado para él. No había nada que perder, en realidad, más allá de las aprensiones de colegas humanistas frente a conjugar las palabras arte y responsabilidad. Por último, sabía que podía contar con la actitud pragmática de Larry y su capacidad para resolver problemas. Y podía apoyarme también en una larga tradición democrática que se había desarrollado en colaboración con la filosofía estética1.

–Usted sabe mucho sobre América Latina –le dije para comenzar.

–Así es –admitió.

–Muy bien. Ahora imagínese que lo eligen alcalde de Bogotá, Colombia, en 1995, que en ese momento era la ciudad más violenta, corrupta y caótica en el hemisferio. ¿Qué haría usted?

Summers lo pensó largamente: el estímulo económico no funcionaría en esa situación caótica, porque las nuevas inversiones terminarían en los bolsillos de los traficantes de drogas. Una policía más numerosa y mejor armada tampoco, porque la policía corrupta estaba también en manos de los traficantes y lo único que harían las inversiones en la policía sería aumentar los niveles de violencia. Al final me admitió que los remedios convencionales y conocidos no servirían. Y luego dijo algo inusitado en él:

–Yo no sé qué hubiera hecho.

Fue entonces que le conté sobre el genial alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, y también sobre el ya legendario artista brasileño Augusto Boal. Mockus había atacado situaciones de crisis aparentemente insuperables con una pregunta creativa que convirtió en consigna: «¿Qué haría un artista?». Si esa pregunta le fallaba, tenía a mano otra salida, más intelectual y humanista que artística: «Cuando estás bloqueado, reinterpreta». Lo primero que hizo Mockus fue reemplazar a los policías de tránsito corruptos por mimos que convirtieron los semáforos y los pasos de peatones en escenarios de una performance participativa y divertida. Después pintó las calles con estrellas fugaces que señalaban los lugares en los que habían caído las víctimas de los accidentes de tránsito. «Vacunó» a los ciudadanos contra la violencia y siguió acudiendo a fórmulas performativas para inventar una cultura cívica que pudiera sanear la ciudad. Entre los efectos acumulados por la invitación que les hizo a los ciudadanos por toda Bogotá para participar en los escenarios de juego, estuvieron la reducción a la mitad de las muertes causadas por accidentes de tránsito, un descenso en los homicidios de casi el 70%, y un aumento en la recaudación de impuestos que triplicó la suma recolectada para financiar obras públicas2. Mockus fue un alcalde que se convirtió en artista e intérprete con el fin de recuperar una gran ciudad. Trabajó desde arriba hacia abajo.

Augusto Boal, por su parte, hizo su magia de abajo hacia arriba como artista y teórico del teatro. Al ser elegido concejal de Río de Janeiro, Boal montó en la ciudad coproducciones teatrales sobre la vida urbana, que incluían su «teatro legislativo». También se multiplicó en la escena internacional capacitando a facilitadores para no actores que representaran sus problemas más graves (incluyendo la enfermedad mental y las leyes injustas), para después improvisar soluciones a los conflictos. Tanto en sus talleres como en sus libros, Boal demostró que se podían abstraer principios generales sobre el desarrollo social y psicológico a partir de sus experiencias en el escenario. El alcalde Mockus y el artista Boal trabajaron en direcciones opuestas –de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba– estableciendo vínculos entre la creatividad y la interpretación humanística, lo que los hace agentes culturales. Son maestros en el doble sentido de la palabra: artistas y expertos en un oficio, creadores y filósofos. En el momento en el que decidieron usar el espacio de ciudades enteras como salones de clase, tanto Mockus como Boal sabían que el arte y la interpretación se entrecruzan con la educación ciudadana.

Larry Summers quedó afectado con estas historias. Espero que ustedes también sientan su impacto y el deseo de explorar vías poco convencionales para alcanzar un desarrollo ciudadano positivo. No se trata solo de las historias de aquellos artistas que promueven cambios desde arriba o desde abajo, sino también de coartistas en campos adyacentes, que son los que ayudan a convertir estas excelentes ideas en prácticas duraderas.

Un comienzo

El arte obra en el mundo se inspira en proyectos artísticos que ameritan una reflexión más sostenida de la que hasta ahora han tenido. Se trata de obras creativas a gran y pequeña escala, que se transforman en innovaciones institucionales. Pensar estas obras es una tarea humanística, ya que las humanidades enseñan a interpretar el arte para identificar puntos de vista, ocuparse de las técnicas, del contexto, identificar los mensajes que compiten entre sí, y evaluar los efectos estéticos. Como parte de su tarea, las humanidades deben entrenar la capacidad de juicio de una manera libre y desinteresada. Esta facultad que conlleva hacer pausas, dando un paso atrás para evaluar mejor una obra determinada, es fundamental para todas las disciplinas. Pero el mejor terreno para la formación del juicio, según la filosofía de la Ilustración, es el despreocupado espacio de la estética. La razón es sencilla: decidir si algo es hermoso requiere dar respuesta a una experiencia intensa y sorprendente, algo que no obedece a principios ni a conceptos establecidos. Por lo tanto, esta decisión estaría libre de prejuicios. Fuera de la estética, los motivos de excitación (económicos, morales, sentimentales e intelectuales) conllevan estructuras y lógicas preexistentes. El juicio estético es un ejercicio de evaluación desprejuiciada, una destreza que la ciencia y la educación ciudadana necesitan tanto como el arte. Por eso la formación humanística contribuye de manera fundamental a la investigación en general y al desarrollo social3. (Al respecto ver el capítulo 3, «Arte y responsabilidad pública»).

El entrenamiento de libres pensadores se desprende de la enseñanza de la apreciación artística, así como del cuidado de ese mundo que el arte ayuda a construir y realzar. De ahí que la interpretación del arte, la capacidad de valorar su poder para darle forma al mundo, impulsa y sostiene una serie de cambios que son urgentes y necesarios. No se trata de desviar la atención humanística del estudio de los mecanismos de producción y de recepción del arte. Es, más bien, proponer un corolario de la educación cívica y un regreso al origen de la formación humanística y estética.

A todos nos haría bien considerar el efecto de onda expansiva del arte, que va desde producir placeres inquietantes hasta desencadenar innovaciones. Y reconocer la obra –quiero decir, el quehacer artístico– nos convierte a todos en agentes culturales: los que hacemos, comentamos, compramos, vendemos, reflexionamos, ubicamos, decoramos, votamos, no votamos, o que de cualquier otra manera vivimos vidas que son construidas socialmente. Pero son los humanistas quienes pueden cumplir una misión especial poniendo la estética en el foco de atención, deteniéndose con los estudiantes y los lectores en aquellos momentos mágicos en los que se siente ese placer gratuito que suscita percepciones refrescantes y promueve nuevos pactos sociales. Hay personas aparentemente más pragmáticas, que se apresuran y pasan por alto el placer, como si se tratara de una tentación que nos pudiera desviar del avance de la razón. Parece ser que nos persigue una superstición weberiana –el espectro del protestantismo radical– que supone que el goce es pecaminoso y que obstaculiza el progreso4. Pero una lección que aprendimos de Mockus y de otros agentes culturales nos demuestra, por el contrario, que el placer es una instancia necesaria para alcanzar un cambio social duradero (ver capítulo 1, «Desde arriba»). De hecho, la neurociencia ha confirmado en los últimos años que el placer (la producción de dopamina) también sostiene el aprendizaje de un modo profundo y duradero.

La pregunta fundamental con respecto a la agencia no es si la ejercemos o no, sino qué tan intencionalmente lo hacemos, para qué fines y con cuáles efectos. El concepto de agente reconoce los pequeños cambios culturales identificados por Antonio Gramsci como armas en la guerra de posiciones donde los intelectuales orgánicos –incluyendo a artistas e intérpretes– lideran movimientos a favor del progreso político y social5. No es suficiente dejarnos llevar por el sueño romántico de un arte capaz de rehacer el mundo. Tampoco tiene sentido renunciar a soñar del todo y dejarnos atrapar por un cinismo irresponsable. Entre las fantasías frustradas y el desengaño paralizante, el activismo creativo es un llamado modesto pero persistente al cambio cívico que se realiza paso a paso.

El arte, por supuesto, no tiene la obligación de ser constructivo, o de ser bueno o malo en términos éticos. Y, en términos políticos, los artistas han sido progresistas, retrógrados o centristas6. Sin ser necesariamente útil o inútil, el arte es en cambio siempre provocativo, un poco ingobernable, con una energía cuyos efectos son difíciles de predecir. El arte estimula muchas y variadas aproximaciones, lo que permite al crítico amplia libertad para decidir entre ellas a menos que consideraciones extraartísticas interfieran. Si el conflictivo mundo en el que vivimos, azotado por guerras, hambre, desplazamiento, no tuviera la urgente necesidad de intervenciones constructivas, y si las tensiones explosivas no estuvieran apuntando a mayores conflictos (de raza, género, clase, religión, lenguajes, drogas, fronteras, bancos, agua o petróleo), el activismo cultural no estaría, quizás, en primera plana de mi trabajo interpretativo. Si las circunstancias fueran mejores, los proyectos artísticos que se presentan en este libro quizás no existirían, ya que responden creativamente a condiciones que aparentemente no tienen remedio. Pero aquí están estos proyectos intrépidos que interrumpen esas condiciones y estimulan la colaboración entre los ciudadanos. Los invito a disfrutar estas movidas brillantes, lo que implica también participar emocional y éticamente en proyectos que atraviesan y vuelven a cruzar los límites entre el arte y todo lo demás.

Así como los textos de crítica de arte de Lucy Lippard se identifican con las ambiciones revolucionarias del movimiento de arte conceptual de Nueva York, El arte obra en el mundo se acompaña de grandes artistas para descubrir modelos que inspiran un aprendizaje creativo y público7. De acuerdo con la pragmática recomendación de John Dewey de promover la creación artística entre las mayorías, con el fin de reforzar la democracia desde la base, este libro acoge las contribuciones creativas de muchos participantes activos, que van desde filósofos de la estética hasta cultivadores de vegetales en los jardines de las azoteas urbanas8. Pero es esa cercanía con los grandes maestros lo que les ofrece a los nuevos agentes culturales una experiencia procesada de ensayos y errores y que les da filo provocador a las preguntas que puedan hacer los intérpretes humanistas. Muchos artistas reconocen hoy el vínculo entre arte y responsabilidad, como se puede ver en los casos ejemplares de Alfredo Jaar, Krzysztof Wodiczko y Tim Rollings, por mencionar solo tres de los más destacados. Admirables maestros como ellos toman en cuenta las respuestas prácticas del público a su arte. ¿No deberíamos pedir lo mismo a los intérpretes de las humanidades? Si los humanistas investigamos los procesos creativos y reconocemos el carácter creativo de la interpretación, ¿tiene sentido acompañar a los artistas para preguntarnos cómo actúa la interpretación en el mundo?9 Hay tantas cosas que dependen del modo cómo leemos la literatura, los objetos y los acontecimientos, que es finalmente el comentario el que determina con frecuencia los efectos del arte: «Nada hay bueno ni malo sino en razón de los pensamientos» (Hamlet, 2.2)10.

Hace más de una década, cuando me di cuenta de que un número cada vez mayor de estudiantes con talento abandonaba la literatura para estudiar algo más «útil» (economía, política, medicina), me detuve a pensar sobre su desamor. Pero para los profesores humanistas, la pérdida del estudiantado, del público o de los recursos, es un sentimiento conocido y al pensar en ello me preguntaba por qué nos estábamos quedando atrás. ¿Es inútil lo que enseñamos? Por supuesto que podemos defender, y de hecho lo hacemos, la enseñanza de la literatura como un asunto serio. Al igual que otras artes, la escritura creativa le da forma a nuestras vidas porque suscita opiniones, deseos privados y ambiciones públicas. En el centro de las prácticas humanas –desde la construcción de naciones hasta el cuidado de los enfermos, desde las relaciones íntimas hasta los derechos y recursos humanos– el arte y la interpretación generan intereses prácticos y exploran nuevas posibilidades. Estas respuestas respetables –pero demasiado conocidas– no impedían que los estudiantes insatisfechos desertaran de los programas de humanidades ni convencían a los administradores a que les asignaran nuevos recursos.

Las respuestas que se me han ido ocurriendo a partir de tal crisis profesional y colectiva son, lo admito, necesariamente personales y responden a la forma particular de este libro. Aquellos admirables proyectos que tuve la fortuna de conocer, y las modestas contribuciones que trato de desarrollar a partir de ellos, constituyen la exploración individual de una oportunidad colectiva: la posibilidad de vincular la interpretación con las artes comprometidas y, por lo tanto, recuperar la vocación cívica de la educación humanística. Los agentes culturales se forman de manera individual y mi caso se presenta aquí porque es el que mejor conozco, como un Bildung en proceso, uno entre muchos. Uno a uno era el método que Friedrich Schiller aconsejaba para capacitar a los artistas e intérpretes en la construcción de la libertad política, indirectamente, a través de prácticas estéticas. Schiller dirigió sus Cartas sobre la educación estética del hombre (1794) a un lector (su joven mecenas) y publicó este programa de tutoría personal con el fin de interpelar a múltiples lectores únicos, a generaciones de aprendices particulares. Yo me cuento entre ellos. Desde el primer capítulo de este libro que ahora tiene el lector en la mano, hasta el último, es posible rastrear una línea teórica que atraviesa los comentarios sobre una gran variedad de proyectos, pero que culmina en una apreciación renovada del maestro Schiller, el artista y profesor. Nada de esto les había parecido obvio a los estudiantes que abandonaban las humanidades en busca de un campo más útil y práctico. La pérdida se debe tal vez a que las maneras de obrar en el mundo a través del arte no son, todavía, una preocupación central en un ámbito académico que se mantiene escéptico y pesimista frente a la posibilidad de cambio social y que además defiende el arte por el arte.

El pesimismo ha sido intelectualmente bien recibido en un mundo en el que, en efecto, las desigualdades crecen, las guerras se multiplican y los recursos naturales son cada vez más escasos. Resulta siempre agradable tener la razón. Pero el optimismo de la voluntad (concepto gramsciano) va más allá de su contraparte, el pesimismo de la razón anima a los seres vivos a buscar compromisos sociales y a hacer contribuciones creativas11. Enseñar a los jóvenes a desesperar no solo me parecía predecible y tedioso, sino también irresponsable, sobre todo si se compara con la oportunidad de explorar la agencia cultural. El estudio de los casos invita a aprender de aquellos intelectuales que asumen riesgos. Sin arriesgarse, difícilmente se siente una voluntad de cambio. En una de mis exploraciones pedagógicas, armé un programa de alfabetización basado en las artes para comunidades desfavorecidas, a partir de obras clásicas de la literatura como Pre-Textos, para elaborar una pintura, un poema o una pieza musical. Sin importar si se trataba de niños de primaria, de estudiantes graduados o de ciudadanos de la tercera edad, los participantes del taller alcanzaron a experimentar la cercanía entre las obras de creación y el pensamiento crítico (ver capítulo 4, «Pre-Textos»).

Otra aventura que hemos liderado es el curso «Agentes culturales», que hoy hace parte del currículo «General Education» de los estudiantes de pregrado en la Universidad de Harvard. El curso invita a una serie de líderes de una amplia gama de disciplinas que combinan el arte con otras profesiones (medicina, derecho, negocios, ingeniería, ciencias políticas) para realizar trabajos admirables que relacionan la desfamiliarización estética con la naturaleza del liderazgo para cambiar paradigmas, percepciones y prácticas. Resulta que ser líder es producir arte y generar admiración12. La admiración, según aprendí del alcalde Mockus, es el sentimiento fundamental de la ciudadanía, término que utilizo en el sentido de participar en una sociedad y no como estado legal, susceptible de exclusión (ver capítulo 1, «Desde arriba»). Por ejemplo, una destacada médica y fotógrafa «se enamora de nuevo» de sus pacientes a través de los retratos que les hace. Un abogado defensor de los derechos humanos se convierte en diseñador de jardines para abrirle una alternativa sostenible a los que venden drogas en las calles. Un ingeniero en biomecánica inventa un laboratorio de arte y ciencia para demostrar que las dos actividades pueden funcionar juntas. El curso incluye organizar una feria en la que los artistas-activistas locales y los estudiantes lanzan ideas para solucionar problemas, armar colectivos y codiseñar intervenciones para alentar reformas legales, fomentar la distribución de productos locales, abogar a favor de la conservación energética o en contra de la creación de perfiles de categorías raciales, denunciar las violaciones sexuales que se producen durante una cita, y muchos otros problemas.

Proyectos como estos, inspirados en las artes, están reestructurando los planes de estudio de los programas de las humanidades comprometidas, así como también de las escuelas de medicina y de negocios, incluso los nuevos programas de liderazgo público. Es evidente que las humanidades tienen una importante labor por cumplir en estas y otros proyectos colaborativos en las universidades y las instituciones ciudadanas. Es que la vida cívica depende de un entrenamiento estético para desarrollar el juicio y la imaginación. Esta formación en el libre pensamiento es precisamente la labor de los humanistas. Es hora de recomenzar, en serio, como partícipes –directos e indirectos– de los procesos de desarrollo cívico.

Bordeando el límite

La gran variedad de proyectos que menciono en las páginas siguientes (que incluyen los mimos que dirigen el tráfico, el teatro legislativo, las orquestas de música clásica conformadas por jóvenes en estado de pobreza crítica, una campaña de afiches que rompió el silencio en torno al sida, la revitalización de una ciudad gracias a la pintura de sus casas, los recogedores de basura que se convierten en editores, y muchos más que seguramente ustedes conocerán y podrán agregar a la lista) tienen un aire de familia. Todos comienzan como obras de arte que llaman la atención sobre temas sociales particulares, pero ninguno se queda en la denuncia sin más13. Además de concientizar a los ciudadanos, generan un efecto cascada que se extiende a lo largo de las instituciones y las prácticas extraartísticas. La interpretación humanística tiene entonces la oportunidad de rastrear esos efectos multiplicadores del arte y de especular sobre sus dinámicas con el fin de estimular más movimiento. Esto implica participar en actividades que se desvían del «texto» o de la obra de arte, sin perder el rigor intelectual del método humanístico en las lecturas minuciosas (close-reading) ni su agilidad liberadora.

Entre las realizaciones artísticas que requieren una lectura en profundidad, como libros, cuadros, sinfonías, etc., están los proyectos prácticos (en derecho, medicina, prevención del delito, desarrollo económico) que se se encienden de esa energía transformadora que se llama arte. Rigoberta Menchú, por ejemplo, ha sido celebrada como activista, feminista, defensora de los derechos humanos, en términos totalmente temáticos o antropológicos que no se plantean la pregunta de por qué su testimonio acerca de la guerra civil en Guatemala, publicado en 1984, resultó tan eficaz en términos políticos. Pero leer con atención sus tácticas retóricas revela una estratega literaria formidable, que es una dimensión significativa de su liderazgo persuasivo. Vale la pena aprender esta lección de estilo14.

Un activismo cultural consciente, necesariamente híbrido, requiere de varios tipos de habilidades para enchufar los modelos sociales desgastados e improductivos al motor de intervenciones poco convencionales. Es evidente que los medios mixtos del arte, siempre impredecibles, y las instituciones extraartísticas cuando se asocian y logran tener intervenciones culturales constructivas, no tienen cabida en las disciplinas preestablecidas. Por un lado, las ciencias naturales y sociales quizás puedan reconocer estos sorprendentes y efectivos programas; pero por otro, posiblemente pasen por alto los aportes que ha hecho el arte a las transformaciones económicas, jurídicas o de la salud. De esta manera, las ciencias se estarán perdiendo de uno de los móviles de la eficacia social15. Por su parte, los humanistas preocupados por la defensa de la autonomía del arte tienden a saltarse o a considerar fuera de lugar los efectos sociales del arte, aun cuando estos dan fe del valor estético.

Esta discordia entre la estética y la pragmática debilita doblemente lo «adyacente posible» porque solo se produce a partir de una combinación de arte y ciencia16. El desarrollo científico y social necesita de la imaginación y del juicio que las artes cultivan; y las artes florecen con los desafíos de adaptación que surgen cuando los sistemas entran en crisis y se necesitan nuevas formas. Seguir el rastro de estas creaciones híbridas significa bordear las prácticas establecidas para explorar lo adyacente y crear vínculos a partir de experimentos creativos. Es hora de animar a los intérpretes a correr riesgos y a aprender la lección del quehacer artístico sobre el valor que tiene ensuciarse las manos practicando el método de ensayo y error. «Inténtelo otra vez. Fracase otra vez. Fracase mejor». Ese es uno de los mantras del artista (en la formulación de Samuel Beckett). Los verdaderos maestros deben tomar riesgos, recomendaba Paulo Freire a partir de una audaz cita de Hegel: «Solo arriesgando la vida se obtiene la libertad»17.

Uno de los incentivos para persuadir a los intérpretes del arte de salir de sus confines solitarios y abrirse a la colaboración con otros colegas y comunidades es la oportunidad de obtener un amplio respaldo para la educación humanística. Nos hace falta. La interpretación humanística servirá como el patio interior donde se comunican residentes de diferentes alas (la política, la economía, la ecología, la medicina, etc.), y donde las habilidades particulares sean reconocidas como aliadas necesarias en colaboraciones híbridas que puedan construir cambios sociales. El éxito en el arte y en todo lo demás depende de la coproducción.

Un enérgico movimiento académico todavía inconexo llamado Humanidades Comprometidas en los Estados Unidos ha aceptado el reto de explorar lo que significa el civismo para la educación liberal18. Más allá de los programas de humanidades públicas, que llevan servicios y eventos culturales universitarios a las comunidades vecinas, los programas de Humanidades Comprometidas y de investigación compartida con comunidades siguen el ejemplo de colaboración que han dado los artistas. Hoy en los Estados Unidos docenas de programas universitarios –coordinados a través de la asociación nacional «Imaginar América: Artistas y académicos en la vida pública»– promueven coproducciones con diversos aliados19. (Así como Community Arts Network y Animating Democracy’s Project Profile Database). Una de las maneras de apartarse de lo convencional consiste en promover proyectos artísticos que tienen un impacto social real pero que difícilmente encajan en las disciplinas académicas existentes. Otra manera es aprender de aquellos proyectos en los que la actividad creadora –como por ejemplo la enseñanza– conlleva consecuencias que nos obligan a ser responsables.

Abra paréntesis

Prestar atención a la obra del arte en el mundo solía ser un asunto básico y formativo para la educación. Por encima de los cambios en la suerte de las humanidades, el humanismo comprometido seguía siendo una pieza central de la educación ciudadana hasta una reciente y prolongada ola de pesimismo (ver capítulo 3, «Arte y responsabilidad pública»). Para ponerlo en términos sencillos, hace cincuenta años los efectos instrumentales del arte se convirtieron en anatema para muchos humanistas que dejaron de lado las preocupaciones sociales y se replegaron, huyendo de la terrible realidad de una posguerra atravesada por crudos intereses e ideologías. Para salvaguardar la libertad estética, la belleza y el desinterés, las humanidades dejaron atrás ese optimismo riesgoso que le da impulsos a la responsabilidad ciudadana y a la educación. La falta de propósito se convirtió en el signo de autenticidad del arte. Los defensores del arte por el arte invocaron a Immanuel Kant para defender la apreciación desinteresada de la belleza. Pero utilizar a Kant para excluir el propósito social del arte trunca su ambicioso proyecto. Porque este era a fin de cuentas un proyecto cívico en donde el desinterés no era sino el primer momento en el camino hacia nuevas instancias de negociaciones en aras de un propósito colectivo. Para su discípulo, Friedrich Schiller, los desvíos del proceso estético eran también una invitación –y una obligación– a producir nuevas formas, cuando las viejas causaban conflictos. Nadie en el inestable mundo moderno se safa con solo ser observador.

Los paréntesis que separan a la estética de la educación cívica se abren por las provocaciones de proyectos modelos y de algunos textos clásicos de la interpretación humanística, comenzando por las Cartas de Schiller. Escritas durante la Revolución francesa, las Cartas nos advierten de los peligros de entregarnos en alma y cuerpo a la razón, porque la libertad se alcanza solo de manera indirecta, a través del arte y la belleza. La educación estética universal permitirá que el público general imagine, juegue, se detenga a ejercer su juicio desinteresado para luego «cortejar acuerdos»20. Producir arte y pensar acerca de las obras de arte podría entonces sobreponerse a la inflexible razón, que con frecuencia no es más que un disfraz de la ideología. Los artistas-ciudadanos juiciosos saben extraer las nuevas creaciones de magma de los conflictos. Schiller, que era al mismo tiempo poeta y filósofo, se movía entre la obra artística y la interpretación, la imaginación y la comprensión teórica, para construir un tejido social colaborativo y resistente. Aunque mencionaré otros mentores e intérpretes del arte que obra en el mundo –incluyendo a Wilhelm von Humboldt, Viktor Shklovsky, John Dewey, Hannah Arendt, D. W. Winnicott, Paulo Freire, Antonio Gramsci, Jürgen Habermas, Edward Said, Jacques Rancière, Martha Nussbaum, Grant Kester, Paul Bloom–, es Schiller quien ata todos los hilos con sus atrevidas Cartas en las que la creatividad y el juicio estético son la urdimbre del tejido social en las democracias modernas. ¿Están listos para inscribirse como aprendices?

El arte obra en el mundo es un libro que pudo haber presentado solo proyectos artísticos fascinantes y dejado de lado la interpretación. Algunos lectores del manuscrito hicieron, de hecho, esa recomendación. Los proyectos creativos serían seguramente suficientes para captar el interés, debido a la sorpresa y el placer que los hace estética y socialmente efectivos, mientras que los comentarios carecerían de brillo en comparación. Poner el énfasis en la interpretación humanística puede parecer impropio de la estación (para decirlo con las palabras de Schiller al hablar de la educación estética durante el periodo del Terror) en momentos como el actual, cuando los departamentos de humanidades se reducen o desaparecen del todo. Para agravar las amenazas externas debidas a los cortes presupuestarios, las bajas matrículas de estudiantes inscritos y los escasos puestos de trabajo, las campañas internas de los estudios culturales y de las artes performativas aumentan nuestra impaciencia con el análisis formalista (retórico, genérico y estilístico) de todo lo que es propio de la interpretación humanística. Pero vale la pena resucitar el compromiso con las humanidades en su acepción más clásica. Si resulta útil o interesante leer un libro sobre las intervenciones artísticas en la problemática social, es porque los libros acumulan casos y abstraen principios generales, así como lo hace el artista Boal en sus publicaciones. Los buenos catálogos lo hacen también.

«Solo captamos la plena importancia de una obra de arte cuando reproducimos en nuestros propios procesos vitales los procesos del artista al producir la obra. Es el privilegio del crítico participar en la promoción de estos procesos activos. Su condena es que muy a menudo los obstaculiza»21. Estas son las últimas palabras que articula John Dewey en El arte como experiencia. ¿Por qué «obstaculizar» esa obra de crítica creativa cuando es su ejercicio el que sostiene las relaciones democráticas con el arte? Como hombre pragmático, Dewey comprendió que el pragmatismo en una democracia requiere una educación masiva; después comprendió que la educación necesita al arte, y que el arte precisa de la interpretación. A través del arte reformulamos la experiencia, contrarrestamos los prejuicios y refrescamos nuestra percepción de lo que existe, de manera que todo nos parece nuevo y digno de atención. Y a través de la interpretación humanística compartimos los efectos cívicos del arte. Las destrezas interpretativas conducen a juicios informados, a la apreciación del contexto histórico y una comunicación efectiva.

Los artistas piensan de manera crítica cuando interpretan los materiales existentes para darles nuevas formas. ¿De qué otra manera podría uno imaginarse y luego realizar proyectos incluyendo los de desarrollo social, político y económico? La interpretación humanística es el agente publicitario del arte, el que recorre los caminos irregulares que van de la libertad artística al bien público, para estimular con ello más viajes. Esos caminos de ida y vuelta entre la creatividad y los objetivos cívicos incluyen ahora las tecnologías digitales, la investigación aplicada y las alianzas con instituciones públicas. También abren nuevos puntos de entrada, rutas y rodeos, que son parte de la intervención artística en aquellas geografías que son al mismo tiempo familiares y desconocidas para la Europa ilustrada.

El pensamiento crítico es tanto una condición como un complemento del quehacer artístico –de la fabricación del mundo en el sentido pragmático y democratizador en que lo utiliza Dewey para hablar del arte como experiencia– que suscita más indagaciones y más experiencias. Inspirándose en Schiller, a quien cita entre sus muy escasos mentores, Dewey consideraba que todos los ciudadanos activos eran artistas creadores. Este, que era un pensamiento radical en el siglo XVIII, lo fue también en los años treinta, cuando Dewey ayudó a inspirar el programa de empleo masivo de Franklin Delano Roosevelt que contemplaba contratar pintores, actores, escritores y músicos (ver capítulo 1, «Desde arriba»). Hoy en día, la línea de pensamiento que vincula al arte con la libertad ha sido rescatada por Jacques Rancière, quien defiende un «régimen estético» en política. Por régimen estético Rancière entiende la conciencia de que la vida humana está hecha de construcciones artificiales que deben ser ajustadas continuamente a partir de una participación artística cada vez más amplia22.

Mientras las escuelas y universidades todavía dedican presupuestos significativos, aunque en declive, a las humanidades, tal vez sea aún posible recuperar la educación estética como parte del desarrollo ciudadano. Esta dimensión cívica traspasa las investigaciones ya establecidas y reconocidas que se ocupan de las ventajas de enseñar a través de las artes. En el área del desarrollo cognitivo se han constatado ampliamente los beneficios de la creatividad, al menos desde los espectaculares logros alcanzados por María Montessori con niños italianos desfavorecidos a principios del siglo XX, hasta los recientes y sorprendentes logros educativos de Finlandia y Corea del Sur, así como la inclusión de los programas de arte para mejorar las áreas de investigación en las universidades de los Estados Unidos23. La educación estética también funciona en la industria que sirve de sustento a la innovación, la reorganización y la comunicación. Las escuelas de administración de negocios están comenzando a explorar estas conexiones y a comprender que administrar es tanto un arte como una ciencia24. Pero más allá de los negocios y del aprendizaje académico, la educación estética tiene un trabajo cívico pendiente25. Aprender a pensar como un artista o como un intérprete juicioso supone un entrenamiento básico, necesario en nuestro volátil presente. Junto con los artistas profesionales, los intérpretes son agentes culturales, si se reconoce como lo hizo la directora de Unesco, que el arte es «nuestro gran recurso sostenible» para enfrentar los retos de las enfermedades, la violencia y la pobreza26.

Listo

A los lectores que quizás se ericen frente a los límites donde el arte y la responsabilidad se encuentran, celosos de mantener al arte por fuera de los propósitos estratégicos y prácticos, les pido paciencia y les ruego que sigan leyendo por un rato más. Tal vez la recuperación de una posición central para las artes y la interpretación, o quizás las conexiones históricas que se han dado entre el humanismo y la vida pública, o posiblemente algunos fascinantes proyectos nómadas que se generan como resultado de los efectos estéticos, ablanden el escepticismo. Los capítulos que siguen comienzan con casos notables del trabajo del arte en el mundo y continúan con una reflexión sobre responsabilidad cívica, antes de ofrecer una respuesta personal sobre la oportunidad y obligación que me impone mi humilde trabajo diario como docente. Este libro cierra con Schiller para rematar los argumentos al reenviar sus Cartas sobre la educación estética del hombre, ese «insuperable manifiesto» a favor de hacer obrar el arte en el mundo27.

El capítulo 1, titulado «Desde arriba», rastrea proyectos artísticos inspirados por importantes líderes políticos, incluyendo a Antanas Mockus, Edi Rama y Franklin Delano Roosevelt. Uno de los interrogantes en este caso es si el arte «ingobernable» puede colaborar con el gobierno. Otra pregunta es cómo tomar en cuenta las diferencias entre los efectos dictatoriales y democráticos del arte. El capítulo 2, «Presione aquí», indica los puntos de contacto entre la innovación estética y la política presentando persistentes proyectos de base que se diseminan a partir de las chispas generadas por una intervención artística particular que puede hacer disparar efectos sociales a gran escala, como en los trabajos de Augusto Boal, ACT UP, y el Pro-Test Lab. ¿Es el arte suficiente para producir cambios sociales?28 El capítulo 3 hace una pausa para examinar «Arte y responsabilidad pública» y arroja una mirada retrospectiva con el fin de reconectar la estética y la cívica a través de la educación del gusto, esa palabra dieciochesca que hoy conocemos como el juicio. Imágenes instantáneas de los recurrentes debates entre los defensores de la autonomía del arte y los promotores de la responsabilidad del arte muestran cómo el juicio estético sirve para desempatar la discusión. En el capítulo 4, «Pre-Textos,» asumo mi responsabilidad como agente cultural cuando traduzco el deber cívico al registro cotidiano de una maestra en el salón de clase. Además del placer de sentirme útil a través de la aproximación a la alfabetización basada en la integración de las artes, con este proyecto aprendí lo cerca que están la creatividad y la crítica y cómo la teoría literaria que se pone al alcance del usuario en términos amigables puede ser considerada como una reflexión de la producción artística. Finalmente, el capítulo 5, «La pulsión a crear», vuelve a Schiller con el fin de refrescar su concepto acuñado de Spieltrieb. Acosados por el conflicto entre la razón desapasionada y la sensualidad irracional, la pulsión de jugar e inventar enciende todas las intervenciones artísticas e interpretativas con la combinación creadora de optimismo y de respeto por las limitaciones. Así obra el arte en el mundo.

Estas páginas se mantienen abiertas a las críticas y contribuciones de los lectores, incluyendo las nominaciones de otros agentes culturales ejemplares. Esta es una versión Beta o experimental de un proyecto pensado con el fin de generar comentarios y críticas, un modelo que tomo prestado de Augusto Boal cuando experimentó con el teatro legislativo29. Boal le pidió a sus lectores enviar respuestas a su dirección postal personal. Siguiendo su ejemplo, los invito a enviar sugerencias para actualizaciones de El arte obra en el mundo a través de la dirección de correo electrónico de Agentes Culturales, cultagen@fas.harvard.edu

Y ahora, si quiere avanzar para leer sobre algunos temas específicos y dejar otros para después, puede hacerlo de manera selectiva, tal como Boal le indicaba a sus lectores, aunque esta vez el menú ha cambiado:

Si quiere:

– creatividad desde arriba, presione 1;

– intervenciones desde abajo, presione 2;

– humanismo útil, presione 3;

– hacer algo práctico, presione 4;

– educación estética, presione 5;

– hablar con la operadora, presione dsommer@fas.harvard.edu.

En todos los casos, presione aquí, donde sea, porque las líneas al final van a conectarse si ustedes siguen presionando.

El arte obra en el mundo

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