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La creatividad en la gestión oficial
Cuando me siento atrapado me pregunto, ¿qué haría un artista?
Antanas Mockus
El chiste, en serio
«Profesor Mockus, ¿cómo se le ocurrió la idea de reemplazar los policías de tránsito por mimos?» Era una pregunta obvia para quien acababa de terminar su periodo como alcalde de Bogotá y estaba recién llegado a Harvard, pero si los estudiantes no la hubieran hecho, a mí se me habría escapado que uno de los elementos del extraordinario éxito de su administración fue su sentido del humor. Entre las muchas herramientas políticas y didácticas del alcalde está su capacidad para desarmar un argumento con ese irresistible humor que lo caracteriza. Antanas Mockus sabe cuándo tomarse en serio un chiste y hacer que la diversión compartida tenga efectos multiplicadores. Después de su segunda administración, Mockus llegó a la Universidad de Harvard, durante el semestre de otoño de 2004, invitado como profesor distinguido. Era una oportunidad de enseñar con él un curso de posgrado, «Ficciones fundacionales». Este trataba sobre las novelas nacionales del siglo XIX que servían como trasfondo para considerar los agentes culturales contemporáneos. Aquellas novelas, escritas por líderes políticos de la época para impulsar el deseo de consolidación nacional, se estudiaron como casos históricos, antecedentes de las recientes obras de arte en la vida pública como la de Mockus30.
Con este marco reflexionamos acerca de su creatividad como alcalde durante los dos periodos de su administración (1995-1997 y 2001-2003).
Antes de que Mockus fuera elegido en 1994, Bogotá era la ciudad más peligrosa de América Latina, según las directrices del Departamento de Estado de los Estados Unidos. En los aeropuertos internacionales había carteles oficiales que aconsejaban no viajar a Lagos ni a Bogotá, porque eran lugares peligrosos para los turistas. Los mismos bogotanos se movían en la ciudad con cautela. Muchos perdieron la confianza en su seguridad y si disponían de recursos económicos decidían emigrar para que sus hijos, por ejemplo, lograran ir a la escuela sin necesidad de tener guardaespaldas personales. La ciudad parecía estar atrapada en niveles de corrupción que hacían que cualquier solución convencional de inversión, basada en más gasto público o más armas para los cuerpos de seguridad, agudizara la codicia y la violencia en lugar de mitigarlas.
Al asumir el gobierno de la ciudad, el nuevo alcalde se encontró inicialmente desconcertado y sin respuesta, al igual que otros políticos y economistas como Larry Summers, quienes admitieron que no sabrían qué hacer ante tal situación. Después de este primer momento de incertidumbre, la gestión de Mockus tomó un giro inesperado cuando se le ocurrió acudir al arte como herramienta política. Al principio estuvo reacio a llamar a este proceso creativo por su nombre propio. Arte es una palabra que aparentemente carece de gravitas política. Pero en 2006, su plataforma política para las elecciones presidenciales lanzó la consigna «Por amor al arte de gobernar»31. La siguiente y casi victoriosa campaña de Mockus a la presidencia, en 2010, fue más cautelosa en su retórica, pero se mantuvo a flote gracias a los ciudadanos que confiaron en su estilo de gobierno y que estuvieron dispuestos a cocrear proyectos con el candidato32. La invitación a la Bienal de Berlín en 2012 como artista distinguido confirmó finalmente su reputación internacional como creador de obras estéticamente impactantes33.
Figura 1.1. Un mimo dirige el tránsito en Bogotá. El Tiempo, febrero 1995.
Fuente: Archivos de El Tiempo, Bogotá, Colombia.
Los mimos que dirigían el tránsito fueron solo una de las muchas intervenciones o «acupunturas» culturales inspiradas en el arte que se hicieron durante la primera administración del alcalde Mockus. El término terapéutico «acupuntura urbana», acuñado por el alcalde Jaime Lerner, de Curitiba en Brasil, se usó para destacar aquellas prácticas sociales que podían curar males colectivos34. Una vez que la acupuntura cultural muestra algunas señales de alivio aunque sean leves, es posible confirmar la eficacia de la acción colectiva y animar a los escépticos a sumarse a la campaña35. En Bogotá empezaron por pintar las calles de la ciudad con 1.500 estrellas-cruces de 1,2 metros de largo en cada lugar en donde hubiese caído alguna víctima de un accidente de tránsito. Se trataba de una advertencia a los peatones que estaban acostumbrados a cruzar las calles por «atajos» (un concepto general que en Colombia significa tomar el camino más fácil: el de la corrupción).
Figura 1.2. Estrellas caídas que conmemoran las muertes por accidentes de tránsito, Bogotá, 1996. Fuente: Archivos de El Tiempo, Bogotá, Colombia.
Otros ejemplos de acupuntura incluyen un concurso que premiaba al mejor afiche a favor del uso de condones, que acompañó la distribución de cientos de miles de estos preservativos en toda la ciudad. Las armas entregadas voluntariamente como resultado de una campaña general se fundieron para hacer cucharitas de bebé con la consigna «Arma fui», en una alquimia que relegó la violencia ritualmente al pasado. Los conciertos de Rock al Parque, que se realizaban cada semana, les dieron a los jóvenes un escenario donde reunirse y reclamar su espacio en las noches. La «Vacuna contra la violencia» fue una terapia escenificada en todas las plazas públicas contra la agresión doméstica que había escalado a niveles de «epidemia». La metáfora médica nos lleva a entender que las epidemias requieren vacunas en dosis mínimas de agresión para inocular a las víctimas vulnerables contra una violencia mayor. A lo largo de varios fines de semana, casi 57.000 ciudadanos hacían filas portando globos en los que habían pintado el rostro acechante de la persona que más había abusado de ellos. Al final de la fila se encontraban con un médico o con un actor vestido de blanco, ante quien expresaban su rabia, y hacían explotar el globo. De esta manera, algunos se sentían liberados, hacían catarsis, y los que no, se inscribían en programas terapéuticos para buscar superar los efectos del abuso familiar. El equipo del alcalde también imprimió 450.000 tarjetas con signos de aprobación o desaprobación –el pulgar hacia arriba, por un lado, y hacia abajo en color rojo, por el otro–, para que los ciudadanos aprobaran o no el comportamiento del tránsito y se autorregularan en ese espacio público compartido36. Esta práctica fue descontinuada después de una temporada cuando Mockus aceptó las críticas que sostenían que la desaprobación podía interferir en el desarrollo de la autoestima y en la eficacia misma de la acción ciudadana.
Otra iniciativa que mitigó las prácticas violentas fue la «Noche de las mujeres», una estrategia indirecta y lúdica para el proyecto feminista de reconquistar las calles. A diferencia de las campañas feministas angloamericanas llamadas «Take Back the Night» –en donde las mujeres desfilan por las calles y portan pancartas para hacer reclamos a los hombres–, la acupuntura bogotana alentaba la sociabilidad y la alegría entre mujeres que se tomaran las calles, los bares y las discotecas, mientras los hombres se quedaban en casa. Alrededor de 700.000 mujeres salieron en la primera noche. Los hombres se quejaron, pero en su mayoría obedecieron el mandato de no salir de casa, tal vez por razones machistas, ya que salir suscitaría burlas por identificarse con las mujeres en una noche dedicada solo a ellas. Los pocos que insistieron en salir lo hicieron amparados en «salvoconductos» que aparecían impresos en los periódicos. A la mañana siguiente, la prensa informó en grandes titulares que en la ciudad se había producido solo un homicidio y ninguna muerte en accidentes de tránsito37. Otra medida que inicialmente no fue muy bien recibida por los hombres fue «la ley zanahoria», el horario límite impuesto a la venta de licor. Los bares debían cerrar a la una de la mañana, justo cuando la noche solía alborotarse con alegría y violencia. Pero una vez que los medios comenzaron a reportar una disminución en la cifra de homicidios, los resquemores frente a la medida disminuyeron. Para las mujeres, la noche dedicada a ellas demostró que el respeto por la vida y la ley no significaba sacrificar la diversión sino, por el contrario, un modo de hacerla posible. Y los hombres comenzaron también a disfrutar los efectos de mayor civismo y de la recuperación de la vida doméstica.
Una de las lecciones importantes que muchos hemos aprendido de Mockus como alcalde y como profesor es que, si no se apela al placer, la reforma social y el pragmatismo político se consumen en pretensiones contraproducentes y pasajeras. Friedrich Schiller ya lo sabía en 1793, antes de escribir sus Cartas de 1794, cuando criticó severamente la confianza exclusiva en la razón: «Con el fin de que la obediencia a la razón se convierta en inclinación natural, debe representar para nosotros el principio de placer, porque el placer y el dolor son los únicos resortes que ponen en movimiento los instintos»38. Mockus admite, por supuesto, que el dolor y el miedo al castigo están entre los incentivos de la obediencia, pero que también son generadores de resentimiento, junto con una resistencia a la ley que a la larga es desestabilizadora. La sumisión impuesta por obligación vuelve amarga la subjetividad que se resiste a incorporarse al mundo, mientras que el acatamiento placentero endulza la integración social. Mockus no confía totalmente en el placer, como tampoco lo hacía Schiller, que lo llamaba «un compañero muy sospechoso» de la moral39. Pero como sostuvo Mockus en su seminario «Hedonismo y pragmatismo», la asociación incómoda entre los dos pocas veces puede ser evitada, ya que el hedonismo sin límites se mueve entre la precariedad de los placeres y termina en el dolor permanente, de la misma manera que la ausencia de ley llama a la escasez y a la violencia. De manera complementaria, un pragmatismo sin placer dura poco porque produce una aversión a las obligaciones.
Posiblemente en algún momento el filósofo Mockus había pasado por alto esta tensión productiva entre la razón y la pasión, que para los artistas es tan familiar, porque el campo de la filosofía con frecuencia descarta a Schiller e incluso reduce la obra de Kant a sus tomos sobre la razón dejando por fuera su Crítica del juicio estético40. Sin embargo, varios de los ensayos del profesor Mockus evocan algo del entusiasmo de Schiller por el placer del juego creativo y el ejercicio contrafáctico de la imaginación41. El alcalde Mockus nunca dudó de la eficacia del arte, y luego de leer el manifiesto del formalismo ruso escrito por Viktor Shklovsky, «El arte como artificio» (1913), donde se define el arte como la desfamiliarización o la interrupción del hábito, Mockus admitió finalmente que él también era un artista42. La habilidad del alcalde para interrumpir el cinismo y la corrupción cotidiana animó su plataforma general de cultura ciudadana. El programa combinaba ejercicios pedagógicos y de persuasión para poder armonizar las normas morales, legales y las prácticas culturales que competían entre sí, demostrando, en primer lugar, los altos costos que genera el «divorcio» entre ellas y luego convenciendo a los ciudadanos de que es posible reconciliar códigos de comportamiento formales e informales43.
«Antanas ve la ciudad como un gran salón de clases», solía decir Alicia Eugenia Silva, la vicealcaldesa de Bogotá durante la administración de Mockus44. Ese salón de clases lucía como un teatro de vodevil cuando Mockus se disfrazaba de «Súper-Cívico», con capa y malla, para hablar en la televisión, o cuando daba a conocer sus mensajes en ritmo de rap, o utilizaba un sapo de juguete para celebrar la valentía de los informantes que se atrevían a saltar la talanquera y condenar el crimen. Esta «croactividad» acercó la cultura a la moral y la alineó con la ley. En este marco en el que se busca la armonía de lo informal con las leyes formales se encontraron soluciones a algunos de los problemas del tránsito, particularmente a la costumbre generalizada de cruzar la calle a la mitad de la cuadra o cuando el semáforo está en rojo. Esto ha sido siempre ilegal, pero era bien visto en términos de cultura callejera de tráfico. (El tráfico de drogas y la violencia urbana mostraban la misma asimetría entre la intolerancia legal, la ambivalencia moral y la aceptación cultural). Pero tanto los mimos que se burlaban de los infractores como las estrellas conmemorativas de muertes violentas que interceptaban a los peatones incautos lograron desfamiliarizar las prácticas cotidianas, aumentar el respeto por las leyes de tránsito y disminuir el prestigio cultural que antes suscitaba ignorar la ley. Así, estos tres códigos se alinearon cada vez más.
Figura 1.3. «Súper-Cívico». Fuente: Archivos de El Tiempo, Bogotá, Colombia.
Los programas de los gobiernos tienden inevitablemente a encasillar la creatividad en formas armónicas, y por esta razón las concepciones oficiales se acercan a la censura. Se entiende por qué los artistas se niegan muchas veces a aceptar las prioridades impuestas y defienden su libertad de disentir o de ignorar de entrada los intereses oficiales45. Entre estos artistas estaba Víctor Laignelet, distinguido pintor colombiano quien había mantenido su distancia frente a las propuestas del gobierno, hasta que Antanas Mockus lo hizo pensar al respecto: «Me pregunté qué se ganaría y qué se perdería si trabajaba con el nuevo alcalde en una ciudad que estaba al borde de la desesperación. Mi conclusión fue que valía la pena apostar por Antanas. Porque él no instrumentaliza el arte con un fin predeterminado, como la mayoría de los políticos, sino que promueve el debate y la interpretación polisémica a través del arte. En todo caso, la total libertad artística tiene poco sentido en una sociedad violenta que carece de libertad de movimiento y le pone límites a la exploración»46.
El mismo Mockus cuestionaba la ilusión de una libertad sin restricciones en un país tan caótico como Colombia. «En los Estados Unidos o en Canadá yo sería tal vez un anarquista. Mi ambición es que mis nietos tengan en Colombia la opción de ser anarquistas en el futuro, porque hoy en día y en el corto plazo nadie se daría cuenta si lo fueran». Desde esta condición límite de la ausencia de legalidad, Mockus interrogó a Jean-François Lyotard cuando el filósofo francés visitó Bogotá en 1995. El filósofo local le preguntó al invitado por su opinión respecto a las prioridades para Colombia: la obediencia a la ley o el uso del propio albedrío con el fin de preservar la flexibilidad política. La acuciosa pregunta hecha desde la sede de la alcaldía representaba un riesgo para la campaña de Mockus contra los «atajos» que se tomaban tanto para cruzar la calle como para comprar votos. Es que el libro de Lyotard La condición postmoderna, que era una defensa apasionada a favor del escepticismo contemporáneo que estuvo mucho tiempo de moda, recomendaba un método científico flexible y pragmático para poner a prueba hipótesis que solo son válidas mientras sean útiles. Lyotard sostenía que los científicos no deben establecer leyes fijas y que nadie más debía hacerlo. Pero allí, en ese momento en Colombia, cuando Mockus le pidió su opinión sobre aquella situación límite, Lyotard se pronunció de manera sorprendente, para algunos, a favor de la obediencia frente a la ley47. El mismo espíritu de pragmatismo lo llevó a modificar su postura.
Riesgos y resultados
Si se le pregunta a Antanas Mockus cómo llegó a concebir la idea de utilizar el arte para la educación ciudadana, es posible que humildemente se olvide de mencionar la tesis que escribió cuando estudió filosofía, en la que rastrea el poder de la representación artística (art-ifical) para mediar entre la percepción personal y la comunicación interpersonal. Publicada en 1988, la tesis describe un trayecto que va desde los logros de Descartes en el uso de artificios y representaciones lingüísticas para alcanzar la claridad conceptual, hasta las invitaciones de Habermas a la acción comunicativa. Habermas sostiene que a través de la representación del juego de las posiciones en conflicto se puede llegar a construir principios universalmente válidos48 (Augusto Boal trataba toda representación como teatro, es decir, actuar y saber que se está actuando49).
Sea que mencione o no su significativa contribución a la filosofía, Mockus no se olvida de atribuirle sus primeros contactos con el arte a su madre, una escultora y ceramista que crió sola a dos hijos, gracias a su fuerza y su talento, después de la temprana muerte de su marido. Nijole Šivickas Mockus es una inmigrante lituana de delicadas proporciones físicas y una sólida determinación, quien continúa trabajando en inmensas y dinámicas esculturas en cerámica, aunque ya transita los ochenta años de edad. Antanas fue el asistente de su madre desde muy joven. Ella le pediría, por ejemplo, que incrementara el tamaño de una pieza que estaba trabajando en un 10%. Años después, Mockus lanzó una campaña llamada «110% por Bogotá», en la que animaba a los ciudadanos a pagar un poco más de los impuestos que debían para aumentar el recaudo municipal. Mockus le explicó a los votantes en su primera campaña electoral que la ciudad necesitaba más dinero para desbloquearse y reconstruirse. Prometió, sin amenazas, que aumentaría los impuestos con el fin de financiar las obras públicas urgentes, pero el intransigente Consejo Municipal se negó a aceptar el aumento. Mockus respondió con un chiste irresistible en forma de una consigna contradictoria: «Impuestos voluntarios». De manera casi increíble, en una ciudad en la que la corrupción administrativa había convencido a los ciudadanos de la inutilidad de pagar impuestos, más de 63.000 familias pagaron más de lo que debían, agregando un 10% para financiar proyectos específicos, como parques, hospitales, transporte y otros. Estos ciudadanos tenían confianza en que su alcalde no iba a robarse el dinero.
Figura 1.4. Baja en las cifras de homicidios. Gráfico realizado por Sumona Chakravarty.
Desde el momento en el que se encargó de la alcaldía hasta el final de su segundo periodo, la recaudación de impuestos en Bogotá aumentó de manera astronómica, en casi un 300%. Durante el mismo periodo se produjo una baja abrupta en el número de homicidios (67%) y en las muertes causadas por accidentes de tránsito (51%). En 1995 fue fundado el Observatorio de la Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Bogotá, con el fin de recolectar y analizar encuestas relacionadas con las actitudes y el comportamiento de los ciudadanos. Sus datos fueron corroborados por estudios independientes50. Los programas adelantados por la alcaldía se diseñaron tomando en cuenta los resultados específicos de las encuestas y, a partir de allí, se utilizaron nuevas encuestas para decidir si los programas debían continuar, cambiar o descontinuarse51. Los resultados de estas evaluaciones se daban a conocer al público continuamente, lo que producía a su vez un efecto de retroalimentación que hacía que los ciudadanos participaran cada vez más al darse cuenta de que su opinión se estaba midiendo52. Además de los análisis cualitativos preparados por sociólogos, antropólogos y politólogos, los economistas y especialistas en estadística del observatorio presentaron informes cuantitativos que alcanzaron a curar mi alergia humanística a las estadísticas. Los números son tal vez la evidencia más elocuente de los efectos estéticos que produjo la administración de Mockus53.
Figura 1.5. Aumento en la recaudación de impuestos. Gráfico realizado por Sumona Chakravarty.
Los resultados bien documentados de la cultura ciudadana prueban que el cambio positivo es posible, incluso en las condiciones más difíciles. Mockus mostró estos argumentos con aplomo y modestia durante un momento inolvidable del curso de «Ficciones fundacionales» que enseñamos juntos. Habíamos invitado a Homi Bhabha a hablar sobre Frantz Fanon, un autor sobre quien Bhabha había escrito de manera brillante. En la charla se hizo referencia a Antonio Gramsci, quien pensaba que las oportunidades de cambio aparecían en los márgenes del gobierno, bajo su radar oficial, en las grietas y las contradicciones que existen entre el gobierno y las fuerzas opositoras. Esta era una imagen que funcionaba muy bien dentro de la teoría gramsciana de la «guerra de posiciones» que se lleva a cabo en condiciones históricas «ricas en contradicciones» culturales54. Mockus escuchó a Bhabha atentamente, como escucha a todo el mundo, y luego hizo un solo comentario: «También dentro del gobierno hay grietas y contradicciones en las que es posible llevar a cabo una guerra de posiciones a través de la persuasión cultural y de prácticas alternativas». Mockus era aquí un observador participante, con suficiente experiencia e imaginación para aterrizar las intuiciones de Gramsci en una política reformista en vez de revolucionaria. Los gobiernos no tienen que ser eliminados, ni por la fuerza ni por una revolución cultural acumulada, como alternativa pueden ser reformados a través del dinamismo orgánico de programas que coordinan a ciudadanos activos con un liderazgo creativo y transparente.
Después de que se lograra romper el hielo con los programas de acupuntura artística, el ánimo en la ciudad de Bogotá cambió55. Los ciudadanos colaboraron voluntariamente con el gobierno para obtener buenos resultados. El éxito de esta forma de administración sorprendió a todo el mundo, incluso al alcalde. Hubo mejoras en: educación (con evaluaciones y propuestas artísticas); aplicación de la ley (tanto Mockus como otros funcionarios de la alcaldía dieron clases en la Academia de Policía); conservación del agua (hasta un 40% de reducción en el consumo continúa hasta hoy); transporte público (con el nuevo sistema Transmilenio); y reformas fiscales (transparencia y pago de impuestos voluntarios). La desesperanza resulta ser siempre una respuesta poco realista, ociosa, y que delata una falta de determinación y creatividad.
Cuando los admiradores de su trabajo le piden consejos para resolver problemas en otras ciudades, pero no se animan a jugar, Mockus les recomienda ser más creativos. Y cuando se limitan a copiar una intervención, como se hizo con los mimos en más de cien ciudades colombianas sin producir efectos medibles, les recomienda hacer análisis más profundos56. El mensaje de Mockus es que la cultura ciudadana no es una receta fija sino una forma de aproximación que combina lo lúdico con lo legal y toma en cuenta el análisis de las condiciones locales. En otras ciudades los programas deben adaptarse o reemplazarse por nuevos juegos57. El Transmilenio, por ejemplo, fue una adaptación del «sistema de autobuses de tránsito rápido de Curitiba, con sus características paradas (...) que fue adaptado para Seúl y Bogotá y ya lo desearían tener Los Ángeles y Detroit»58. Se trata de pensar de manera creativa y ser capaz de adaptarse. Cuando los críticos sostienen que Mockus tiene que estar equivocado porque piensa de manera contrafáctica, él se muestra de acuerdo, como buen jugador, y agrega que sin un pensamiento contrafáctico es literalmente imposible imaginar el cambio.
Entre los muchos juegos propuestos por Mockus, los mimos directores del tránsito siguen siendo especiales porque fueron los primeros. Representan la vanguardia de un gran repertorio de actividades colectivas lúdicas y didácticas. En cada intersección del centro urbano, los veinte artistas callejeros sin autoridad para detener a la gente o poner multas encantaban al público al burlarse de los peatones que cruzaban en lugares no autorizados. La efectividad de las pantomimas impulsó al alcalde y a su personal a seguir jugando. Durante los diez años transcurridos entre el comienzo de su primera administración hasta el final de la segunda, las muertes por accidentes de tránsito en la ciudad bajaron de 1.300 a 600 por año. Después de los primeros éxitos, los mimos empezaron a multiplicarse. Durante dos semanas cada mimo entrenaba a veinte artistas no profesionales, a los que se fueron incorporando gradualmente desde mendigos hasta oficiales de policía, llegando a reclutarse 400 mimos. En poco tiempo la cuadrícula urbana se convirtió en un inmenso escenario en el que día a día se hacía teatro bufo con los infractores que se comían la luz roja o no respetaban los pasos de cebra. El espectáculo creó un público donde antes había sujetos aislados, discretos y defensivos que por años habían evitado entrar en contacto los unos con los otros. Como sostiene la teoría del performance, un público se forma como respuesta a un espectáculo. No se trata de un cuerpo preestablecido que tiene el propósito previo de ver un show59. Incluso un público que se forma en momentos previos a la representación se sostiene en las reseñas y la publicidad que sirven de incentivo para su formación.
En Bogotá, los mimos reconstruyeron la res publica en una esfera abierta, capaz de valorar el simple cumplimiento de la ley. Ahora los bogotanos se reunían en público para obedecer la ley por gusto, conviertiéndose en ciudadanos partícipes. Los ciudadanos activos no son espectadores en el sentido convencional y pasivo, ni son observadores desinteresados (Weltbetrachters, como los llamaba Kant)60. Son «espect-actores» tanto los peatones que atraviesan las calles como la multitud que se ríe y los que aprenden a usar los pasos de peatones. El neologismo acuñado por Boal deconstruye la diferencia entre los que actúan y los que son objeto de una acción.
La idea de reemplazar la policía de tránsito por mimos no se le ocurrió de inmediato al alcalde Mockus. De hecho, pasó el primer mes de su administración paralizado políticamente y preocupado, igual que todo el mundo, sobre qué hacer con una ciudad tan vulnerada por el crimen, donde la ley aplastada y olvidada quedaba muerta. Los electores se habían arriesgado a votar por ese extraño alcalde, que era un distinguido profesor de filosofía y matemáticas, y recientemente había ejercido el cargo de rector de la Universidad Nacional, aun cuando no tenía los antecedentes ni la experiencia de un político61. Sabemos que históricamente los académicos no han sido ajenos a la política en Colombia, donde hubo un presidente filólogo en el siglo XIX, cuando se estaba consolidando el Estado-nación62. Y los electores sabían que Mockus tenía cierta experiencia administrativa. Pero el alcalde no respondía al molde claramente conservador del siglo XIX. Según me contó, Mockus eligió estudiar y enseñar matemáticas en vez de humanidades porque las matemáticas no dependen de profundas raíces filológicas adquiridas a lo largo de toda una vida de privilegios. Es una disciplina que ofrece a todos iguales oportunidades. Ni la tradición de políticos académicos ni los antecedentes administrativos de Mockus como rector podían haber servido para predecir su triunfo en las elecciones. Y ahora, en el primer mes de su mandato, los ciudadanos se preguntaban si no habían cometido otro error, lo que se agregaba a la conclusión cada vez más generalizada de que quedarse viviendo en Bogotá era el principal error y no una opción viable.
Cualquier bogotano sabe cómo perdió Mockus su cargo de rector universitario y eso significa que todos saben que de él pueden esperar cualquier cosa y que, en su caso, el riesgo y la calamidad andan peligrosamente juntos. Antes del famoso incidente de 1993, Mockus se las había arreglado durante tres años para estimular conversaciones e incluso lograr acuerdos en el volátil clima político de la Universidad Nacional. Uno podría preguntarse, por ejemplo, cómo fue capaz de superar el rechazo de las autoridades para conversar con los estudiantes encapuchados que se negaban a mostrarles la cara. Simplemente invitó a los dos grupos al mismo salón y les dijo a los estudiantes que se sentaran de espaldas a las autoridades, de manera que pudieran hablarles libremente de cara a la pared. Mockus desarrolló juegos para que los jugadores demasiado recalcitrantes para participar con contrincantes se sentaran a conversar de manera normal. Uno de esos juegos consistía en amarrar los extremos de una cuerda a las muñecas de un jugador y luego pasar otra cuerda por la primera ya amarrada y atar los extremos a las muñecas de otro jugador. El reto de liberarse sin cortar los nudos hacía que los antagonistas estuvieran tanto tiempo en contacto físico directo debatiendo sobre las estrategias para soltarse, que la necesidad de colaboración terminaba superando los antagonismos.
El fatídico acontecimiento tuvo lugar cuando Mockus intentaba pronunciar su discurso en la ceremonia inaugural de la nueva Facultad de Artes. Una multitud de estudiantes hostiles ya había logrado silenciar al decano. Sin embargo, el rector no estaba dispuesto a permanecer callado. Aunque los estudiantes se mostraban extremadamente rebeldes y gritaban para impedir que fuera escuchado, Mockus contaba con su particular talento para cautivar al público e instalar un clima de civismo. El rector recurrió a distintas estrategias para apaciguar el ambiente, pero todos sus intentos fracasaron. Entonces, en un gesto impredecible, el futuro alcalde se volvió de espaldas al público, se bajó los pantalones y le mostró el trasero a la bulliciosa multitud. Los estudiantes se quedaron estupefactos. Satisfecho con la victoria, el rector volvió a adoptar una actitud decorosa y finalizó su discurso ante una silenciosa audiencia. Para Mockus, la conmoción vendría más tarde. Al día siguiente, el trasero del rector apareció en todos los noticieros de la noche. Uno de los estudiantes lo había grabado con una cámara de video. De golpe, Mockus se convirtió en un personaje bochornosamente conocido por todos los sectores de la sociedad colombiana y en alguien inapropiado para ser rector de la Universidad Nacional. Reconocido por su anterior trabajo y en busca de una nueva ocupación, Mockus hizo campaña para convertirse en el alcalde de una ciudad desesperada, dispuesta a correr el riesgo de apostar por un candidato poco convencional.
El primer mes en el que Mockus estuvo al frente de la alcaldía transcurrió sin grandes novedades, por lo que los ciudadanos se sintieron decepcionados. El nuevo alcalde decidió comenzar su gestión haciendo frente a la elevada tasa de accidentes mortales de tráfico, para así contar con algún pequeño logro a su favor antes de abordar otros problemas más complicados. Además, Mockus encargó un estudio a la Japanese International Cooperation Agency, y el estudio reveló que al menos el 25% de las muertes podía haberse evitado si se corregía el comportamiento de peatones y conductores. Un estudio posterior realizado en las calles permitió establecer una zona específica donde se debían aplicar las técnicas de acupuntura cultural: los pasos de cebra63. Una vez identificada el área problemática, Mockus animó al Instituto de Cultura y Turismo a diseñar medidas culturales destinadas a ejercer presión sobre quienes ignoraban los pasos de peatones, avergonzándolos en lugar de atemorizarlos con multas. El Instituto de Cultura y Turismo, por cierto, había recibido una escasa financiación y apenas había sido tomado en cuenta por los gobiernos anteriores a la alcaldía de Mockus, bajo cuya influencia el órgano se convirtió en soporte axial de la política ciudadana. Durante todo un mes, el alcalde le pidió diariamente al director del instituto, Paul Bromberg, que le presentara una propuesta interesante.
Casualmente, durante una cena familiar, Bromberg acabó confesándole a su suegro que se sentía desalentado y le pidió consejo. Según le contó a Mockus al día siguiente, en lugar de un consejo, Bromberg obtuvo una respuesta sarcástica: «Cuando ya no hay nada que hacer es el momento de llamar a los payasos». La conversación y el rostro de Mockus se iluminaron. «¡Qué buena idea!» Eso era exactamente lo que haría: sustituir a los agentes de tráfico corruptos por mimos que se burlarían de los infractores. Así los ciudadanos aprenderían a respetar los pasos peatonales y los semáforos en rojo, mientras que podrían divertirse entre ellos dentro del espacio público. Durante un tiempo no se multaría a los conductores en el centro de la ciudad y se acabarían por fin los sobornos de los policías uniformados. Nueve meses después de que el experimento de los mimos saliera adelante, el cuerpo de policía de tránsito fue disuelto. Mockus había malinterpretado intencionadamente el sarcasmo del anciano como una orden que debía seguir al pie de la letra. La metáfora alusiva a la derrota le sirvió como arma para ganar terreno en la guerra de trincheras de la llamada cultura ciudadana. Con una ingenuidad particular y casi traviesa, propia de artistas, el alcalde eligió interpretar la conocida figura retórica de «llamar a los payasos» en su sentido literal.
Hubo otra ocasión en la que el alcalde Mockus optó por malinterpretar deliberadamente una frase. Cuando él y Adriana Córdoba planeaban su matrimonio en 1996, ante el dilema de dónde celebrar la boda, la solución que adoptaron surgió cuando una metáfora muerta fue transformada en palabra viva. La celebración en una localización espectacular conseguiría que el público participara en la ceremonia. En lugar de una lista formal de invitados, harían una invitación general a toda la ciudad. Las iglesias quedaban descartadas porque el alcalde, aunque devoto, estaba divorciado. Antanas decidió entonces pedirle la opinión a su prometida, y ella le respondió en tono burlón: «Si quieres montar un circo, ¿por qué no te casas en uno?» Y eso fue lo que hicieron. Se casaron dentro de la jaula de los tigres mientras el domador los mantenía bajo control con un látigo y trataba de calmar al aterrorizado elefante a lomos del cual Antanas y Adriana habían llegado a la ceremonia.
Al desfamiliarizar expresiones comunes para caer de manera intencionada en malentendidos, Mockus se había convertido en un artista de la «estética relacional». Fue así como consiguió que toda la ciudad participara en su boda. En ocasiones, quizás a menudo, el acto creativo surge de malentendidos intencionales. Por esta razón los juegos bilingües y biculturales constituyen una fuente inagotable de diversión y sabiduría, ya que aprovechan las ingeniosas fallas del lenguaje64. Los malentendidos, intencionales o no, también conforman una de las razones por las que los inmigrantes han contribuido a dinamizar la democracia, especialmente cuando formulan preguntas insospechadas que alcanzan a estimular refrendaciones o reformas públicas65.
Antanas Mockus, de nombre y origen lituano y siendo a la vez muy colombiano, vive una encrucijada cultural que resulta provechosa para la democracia. Uno de los efectos de vivir esa complejidad es «aprender a escuchar con atención», como sucede cuando privilegia el significado literal de determinada expresión o cuando puede anticipar los malentendidos que se producen en distintos contextos multiculturales66. Resulta interesante en este sentido resaltar que Mockus escribió un ensayo sobre los «anfibios culturales» para mostrar que la traducción es una destreza fundamental en la educación. Estoy convencida de que las agudas observaciones en este ensayo se basan en la propia condición bicultural de Antanas, quien se traslada con facilidad de un idioma a otros, sumando el inglés al francés, que ha estudiado desde niño. Los educadores, dice, son fundamentalmente anfibios porque trasladan materiales de un registro lingüístico y experiencial a otros registros. Sin esa habilidad, los docentes no podrían enseñar. La destreza para interpretar elementos de un código en los términos de otro también les permite a los anfibios culturales expresar asuntos legales, morales y culturales sin perder su integridad personal. Los anfibios ayudan a superar las contradicciones que se plantean entre la ley, la moral y la cultura traduciendo los argumentos de una lógica a otra. «La idea de democracia moderna es inseparable de la posibilidad de que existan razones distintas para apoyar las mismas leyes», sostiene Mockus67.
Esta posición se aleja significativamente de los presupuestos de la política tradicional colombiana, que había abogado por la coherencia y la homogeneidad cultural, amparándose en el razonamiento jurídico. Según el historiador Alfonso Múnera, la intolerancia frente a la diversidad política y étnica fue la causante de que en 1903 Colombia entregara Panamá a los Estados Unidos pese a las importantes ganancias que la construcción del canal permitía prever. Para el país conservador, el precio de renunciar al canal valía la pena porque era una oportunidad para deshacerse de los afrocolombianos concentrados en Panamá, vistos como difíciles de ser asimilados a la cultura colombiana, por ser además radicales en sus movimientos políticos68. Los filólogos ilustres de finales del siglo XIX no veían con buenos ojos las particularidades locales que se reflejaban en el lenguaje y la política, y las denunciaban como desviaciones del dogma católico69. Hasta bien entrado el siglo XX, la entrada de inmigrantes no católicos fue severamente restringida en Colombia, y en ocasiones negada. La defensa por algunos letrados de la herencia lingüística del latín clásico y del español de Castilla hizo que Bogotá fuera conocida como «la Atenas suramericana»70. En 1886, el conservador Rafael Núñez (dos veces presidente entre 1880 y 1888) reemplazó la Constitución vigente, liberal y secular, por un nuevo ordenamiento legal de impronta fuertemente católica que se mantuvo vigente durante más de un siglo. La Constitución Política colombiana reconocía, a contracorriente del resto de la América Latina, a España como la madre patria, mientras que para la mayoría de los Estados latinoamericanos ese vínculo era antinatural, castrador o insignificante71.
Partiendo de este contexto monocultural, Mockus abogó por el dinamismo pedagógico y la capacidad de desarrollo propios de las culturas anfibias, para demarcar una nueva modernidad jurídica. Mockus y otros intelectuales colaboraron en la redacción del borrador de la Constitución colombiana de 1991, en la que, por primera vez, se reconocían los derechos de las minorías culturales y respetaba a las autoridades locales. Como alcalde, Mockus descentraliza la administración de una ciudad de casi ocho millones de habitantes que crece de manera socialmente fragmentada, en veinte distritos con una autonomía relativamente amplia. La defensa de las minorías y de los derechos humanos continuaría inspirando las sucesivas campañas electorales de Antanas Mockus, entre las que se incluirían otra exitosa candidatura a alcalde de Bogotá en 2001 y tres campañas presidenciales en 1998, 2006 y 2010. Mientras tanto, Antanas es director de Corpovisionarios, un instituto de consultoría orientado a la creación de políticas públicas y a la generación de ideas72.
Un juego de números
Las teorías sobre el arte como construcción social todavía se encuentran en fase de subdesarrollo, debido tanto al escepticismo político sobre la utilidad del arte como a las posturas defensivas de las humanidades que también la rechazan. En su artículo «Estética dialógica: Hacia un discurso del arte litoral», Grant Kester hace una importante contribución a este desafío y propone nuevos criterios para apoyar los proyectos colaborativos que negocian los límites entre la estética y los valores sociales73. Sin embargo, resulta arriesgado pensar que los estadistas entren en esta categoría de «artistas litorales»74. Quizás se deba a que los líderes políticos creativos y creadores no generan modelos (por ser tan pocos) o a que los que nos resultan conocidos se presentan más bien como seres diabólicos. No nos sorprende que mucha más gente haya escuchado hablar de Adolf Hitler, por ejemplo, que de Antanas Mockus. Sabemos que Hitler fue un pintor mediocre, pero que alcanzó un éxito descomunal como director y protagonista de una epopeya histórica que él mismo se encargó de coreografiar, poner en escena, filmar y difundir en Alemania y el mundo75. Tal vez en este mismo sentido los conquistadores españoles fueron también artistas públicos ejemplares, ya que actuaron como arquitectos y urbanistas consumados en tierras pobladas que, no obstante, imaginaron como un lienzo en blanco. Si a estos ejemplos le sumamos la pompa del catolicismo, que deslumbró a los creyentes y dignificó la violencia de las conversiones desde la Edad Media hasta nuestros tiempos, y difundió el gusto generalizado por el refinamiento y la belleza que justifica que las clases privilegiadas se impongan sobre todas las demás, es fácil concluir que la alianza entre el arte y el poder genera un desequilibrio tan injusto que atenta contra todo principio de decencia cívica. (Sin dejar de lado la perversa creatividad de las instituciones financieras que ha sumido a la economía global en un estado endémico de depresión).
No obstante, los movimientos de resistencia ante los abusos del poder también se han servido del arte para combatirlos. Uno de los más destacados ejemplos es el de los campos de concentración donde hubo pintores y poetas que defendieron su dignidad humana actuando como agentes creadores. El buen diseño y el impacto de los carteles antifascistas del Ejército Rojo lograron eclipsar la propaganda nazi. Los artistas indígenas recién convertidos al catolicismo camuflaron sus símbolos ancestrales en sus representaciones de las nuevas imágenes de santos para mantener vivos sus cultos locales. Otras artes populares, desde las canciones de los esclavos negros hasta los grafitis en las calles urbanas despiertan la autonomía y la autoestima frente a las fuerzas deshumanizadoras e indiferentes. Sin embargo, en manos de los poderosos el arte parece legitimar la injusticia. Depués de la Ilustración –periodo durante el cual la creatividad gozó de una significativa valoración dentro del terreno político– los artistas han tendido a mantenerse al margen de los proyectos gubernamentales, incluso cuando han tenido apoyo del gobierno. Para los artistas, comprometerse socialmente significa oponerse a las autoridades políticas en vez de colaborar con ellas (ver capítulo 3, «Arte y responsabilidad pública»).
Sin embargo, tratar de apartar el arte del poder, u oponerse a su uso con la idea de que los gobiernos lo han utilizado con fines execrables, equivaldría a condenar el lenguaje porque también se puede usar para maldecir. El arte del lenguaje, como las otras artes, nace de facultades humanas innatas que están conectadas entre sí, por lo que abstenerse de ellas conllevaría una forma de autonegación que atenta contra la vida misma. Una respuesta más pragmática frente a tales amenazas contra la ética debería distinguir entre el arte que nos perjudica y aquel que nos hace bien. ¿Existen rasgos familiares entre los distintos casos? Yo creo que sí. El arte se vuelve más peligroso cuando el poder está concentrado en manos de las elites políticas. Los autócratas diseñan estados a la medida que solo se sostienen mientras los que no son artistas, que componen el grueso de la población, obedezcan el plan sin salirse del guión. En estos casos, los roles, la utilería y los símbolos los ponen artistas afectos al régimen. «Para mí, una persona simpática es aquella que simpatiza conmigo», decía Benjamin Disraeli76. La improvisación o el desenfado –por no mencionar el debate– están peligrosamente fuera de lugar dentro del arte que se impone de forma monolítica desde arriba, desoyendo las advertencias de Schiller acerca del peligro que supone moldear violentamente la materia humana para acomodarla a la obra ajena (ver capítulo 5, «La pulsión a crear»).
Los números constatan las diferencias entre este modelo de auteur de arte político y otras formas más democráticas de arte. Se trata de una diferente escala de participación en las obras de arte, lo que Rancière llama «una distribución de lo sensible»77. Apropiándonos de la ingeniosa observación de sir Francis Bacon sobre el dinero, podríamos decir que el arte «es como el estiércol, solo es útil si se esparce ampliamente»78. Los ministros de Cultura de Brasil Gilberto Gil (2003-2008) y Juca Ferreira (2008-2010), adoptaron este principio cuando fertilizaron las redes de artistas locales con programas construidos desde abajo hacia arriba, promovidos desde la calle y nacidos a pie79.
A Claire Bishop le preocupa que esta tendencia a la inclusividad termine por debilitar el carácter mordaz y provocador del arte, cuando el proceso de buscar consenso social llega a ser más importante que el resultado estético. Según Bishop, a pesar de las convicciones expresadas por Kester, existe un doble peligro: que los artistas perseveren en sus proyectos personales y se sirvan de la colectividad como mero relleno, en cuyo caso no se produce una auténtica participación; o que la visión artística se pierda durante el proceso de negociación80. Muchos artistas reconocidos se esmeran por desarrollar una tercera posibilidad profundamente colaborativa que lleva a distintos resultados: a veces continúan con la creación de obras de arte, sin importar si siguen su trabajo en el proyecto colectivo; y otras veces, por el contrario, se salen de proyectos que adquieren vida propia. Quiere decir que algunos participantes toman la determinación de independizarse del colectivo para realizar su obra de manera independiente. En estos casos el proyecto colectivo se multiplica como efecto de cascada. La experiencia del grupo ACT UP estaba basada en un modelo colaborativo que no somete a sus miembros a un consenso cerrado: en los casos de desacuerdo, los disidentes suman sus ideas al proyecto principal como spin-offs, con el propósito de enriquecer la labor colectiva sin sacrificar su propio impulso artístico (ver capítulo 2, «Presione aquí»).
Los artistas ciudadanos terminan admirándose mutuamente. Ninguna obra particular invalida el valor de otras, y a su vez, cada obra ejerce un encanto singular sobre los demás creadores. Mientras estuvo en Harvard, Mockus nos enseñó, además de la pragmática del placer, que la admiración es el sentimiento que sostiene la democracia. Este sentimiento es mucho más fuerte que la tolerancia, y constituye una respuesta estética, placentera, ligada a reacciones como la sorpresa y el asombro. La admiración entre los ciudadanos no actores también animó los ensayos de mejorar la legislación cuando Augusto Boal escenificó su Teatro legislativo en las calles de Río de Janeiro81. Cuando practicamos la mera tolerancia seguimos confiando en las opiniones propias mientras esperamos que los demás dejen de hablar. Los ciudadanos que se consideran tolerantes pueden llegar a sentirse como los únicos depositarios del buen juicio e imaginar que los derechos que otros disfrutan solo son una concesión de su dadivosidad. Paulo Freire condenó estos gestos de aparente generosidad, porque la generosidad establece una jerarquía de poder entre quien da y quien recibe82. La verdadera admiración, por el contrario, cambia el balance de los sentimientos, favoreciendo a los otros sin sacrificar el amor propio. La admiración por un colega artista supone ser capaz de reconocer sus contribuciones originales y de escucharlo con atención.
Mockus, por ejemplo, fomentó la admiración cuando creó la «Orden de la Cebra». Para distinguir a los taxistas que continuaban siendo decentes, aun en medio de los peligros que los amenazaban y a pesar del conflicto generalizado entre ley, moralidad y cultura, decidió distinguirlos con condecoraciones y pegatinas para el carro. La imagen de una cebra, en alusión a las cebras de los pasos peatonales (los cruces peatonales se llaman cebras en Bogotá), fue la distinción conferida a los «gigantes morales» que hicieron que la admiración tuviera un efecto multiplicador. La creciente demanda de los usuarios por el servicio de los Caballeros de la Cebra hizo que otros taxistas desearan pertenecer a la Orden de la Cebra y se esforzaran por ganársela83.
Considere las diferencias entre el efecto coral del fascismo y los efectos de onda expansiva que enriquecen la democracia. La película nazi de Leni Rieffenstahl El triunfo de la voluntad proyecta la misma voz unívoca y autoritaria de los noticieros de Hitler. Las bromas de los mimos de Bogotá y las tarjetas de memoria que le sacaban a los peatones para recordarles que estaban infringiendo la ley conseguían que los ciudadanos se autorregularan mediante el juego siempre improvisado. En la Alemania nazi hubiera sido contraproducente promover proyectos artísticos de carácter público dirigidos a estimular el debate entre los jóvenes a través del teatro y la escritura, como sí se hicieron en Bogotá y Medellín con programas como «Los jóvenes tejen su futuro»84. A diferencia de México y Colombia, a los nazis tampoco les interesaba convocar a los niños entre seis y dieciséis años para que diseñaran pancartas contra la corrupción en todos los niveles, que invitaban a decir «Adiós a las trampas»85. Los juegos fascistas buscaban, ante todo, uniformar a los ciudadanos. El mismo Hitler le dio un golpe mortal a la educación creativa cuando cerró las Escuelas Waldorf, con el argumento de que utilizaban «un método judío para destruir el espíritu natural del pueblo»86. Vale la pena preguntarse si un país repleto de artistas, por definición inconformistas y atrevidos, corre menos riesgos de someterse a una dictadura que un país de súbditos obedientes. He planteado esta pregunta casi retórica a varios politólogos y líderes políticos, y generalmente coinciden en opinar que las dictaduras no ven con buenos ojos la creatividad y en cambio acuden a la censura87. Schiller lo había dicho de la siguiente manera: «El arte, como la ciencia, está libre de todo lo que es positivo y de todo lo establecido por las convenciones humanas; ambos son completamente independientes de la arbitraria voluntad de los hombres. El legislador político puede poner su imperio bajo un interdicto, pero no puede reinar en él»88.
Fig. 1.6. Pantomima de manifestación estudiantil, Bogotá, 2011.
Fuente: Guillermo Legaría, Getty Images.
La diferencia entre el arte dictatorial y el arte democrático es, por lo tanto, ideológica, pero también es una alternativa de forma. Reconocer al ciudadano como artista supone poner en marcha una dinámica rizomática o una red de efervescencia ciudadana, ambas contrarias a la lógica piramidal en cuya cúspide se sitúa el creador solitario. Como es lógico, Mockus no acepta que lo llamen líder: «Es importante fomentar el liderazgo colectivo (...). Hubo millones de personas que contribuyeron a alcanzar los buenos resultados que obtuvimos»89. El atractivo político que tiene la figura del artista-ciudadano se asemeja al equilibrio de poderes de las repúblicas democráticas que apuestan por descentralizar el poder ejecutivo y coordinar al mismo tiempo las autonomías locales con las estructuras federales del gobierno. Los artistas del New Deal y los líderes ciudadanos se sirvieron de esta analogía –una sinécdoque del artista que es una parte de la democracia, representado por el todo– cuando negociaron acuerdos sobre los temas y estilos de los murales que adornarían los edificios públicos. Pese a todo ello, a veces las consideraciones prácticas parecen obstaculizar este principio general que rige la creatividad colectiva.
Pintar el pueblo
Movido por un pragmatismo cuya urgencia exigía resultados inmediatos, Edi Rama se tomó ciertas libertades frente a los principios democráticos en la capital de Albania. Rama era el candidato del Partido Socialista cuando fue elegido alcalde de Tirana para el primero de sus tres mandatos en el año 2000, y sus notorios logros merecieron que fuera seleccionado como Alcalde Internacional del año 2004. En 2011, el Partido Democrático de centro-derecha le arrebató la alcaldía por un estrecho margen de votos en unas elecciones cuyos resultados levantaron sospechas90. Las denuncias de fraude que interpuso Edi Rama en ese momento estaban justificadas y fueron decisivas en su exitosa campaña para convertirse en primer ministro en 2013. Aunque algunos partidarios se distanciaron de Rama a raíz de sus incesantes protestas públicas encaminadas a favorecer su propio liderazgo91, la coalición vencedora del bloque Albaneses respaldó su extraño proyecto de recuperación nacional. Rama proponía llevar a cabo un cambio estético de imagen que partiera de aspectos superficiales y casi decorativos para, poco a poco, avanzar hacia la introspección y acabar abordando cuestiones tan profundas como el respeto y la autorregulación.
Mientras fue alcalde y con su estilo de liderazgo audaz, Rama establecía cuáles debían ser las prioridades de Tirana, pero también tomaba decisiones sobre asuntos menores tales como la elección de los diseños para pintar las fachadas de los edificios, que hasta entonces habían sido de un gris deprimente. De todas formas, los ciudadanos le habían colaborado, tanto de manera oficial como informal, en proporciones que no se habían visto antes. Rama aprovechó esa oleada de apoyo que había recibido para estructurar su nueva campaña política nacional con un proyecto político desde abajo, dirigido sin duda a aliviar las preocupaciones que había despertado su anterior y notoria aproximación como auteur al arte público92.
Se le puede escuchar por todas partes, con su voz grave de bajo, que levanta a los holgazanes y seduce a los escépticos, marchando estruendosamente a ritmo de una pista de hip-hop que casi media ciudad de Tirana parece saberse de memoria. Es un tipo incansable. Dedica los días a sanar el cuerpo y el alma de una capital devastada, y en las noches recorre las calles para supervisar el trabajo que se está llevando a cabo y cerciorarse de que nadie se robe las luces del alumbrado público ni arroje latas de cerveza o colillas a la acera, para comprobar que las gentes se están comportando como auténticos ciudadanos. Rama es un tipo auténticamente balcánico, y quizás lo más original que tiene es que en realidad no es un político. Edi Rama es un artista que, podríamos decir, utilizó la ciudad de Tirana como si fuera su propio lienzo93.
Los periodistas repararon en que los proyectos artísticos del alcalde lograban lo que se proponía desde arriba.
Aún se considera un artista por encima de todo y sostiene que las actividades que realiza como servidor público extienden su sensibilidad estética a los ámbitos de la acción y de la vida. Con una gran dosis de astucia, Rama valora el legado del comunismo como una herencia social y culturalmente tóxica que solo el paso del tiempo logrará borrar. Y tal vez tendrá que transcurrir mucho tiempo para que esto se consiga. Mientras tanto él promueve un sistema inmunológico de Tirana y una actitud positiva de las gentes que deben restablecerse con programas como el de «Recuperar la identidad», a través del cual ha demolido sin ninguna compasión todo tipo de construcciones ilegales, caóticas y perjudiciales para el medio ambiente con el objetivo de hacer tabula rasa y permitir que la planeación urbanística pueda atender las necesidades de las generaciones presentes y futuras94.
De la misma manera, Mockus también había sentido pocas simpatías por los comportamientos callejeros no autorizados, especialmente con los vendedores ambulantes. (¿Qué pensarían estos últimos si conocieran los refugios à la carte de Krzysztof Wodiczko, estructuras nómadas diseñadas en colaboración con la colaboración de los usuarios de la ciudad de Nueva York?)95.
Algunos críticos pensaban que Rama había estirado la democracia a tal punto que la había vuelto magra e irreconocible. «El analista político Fatos Lubonja dice que el nombre de la capital podría cambiarse por “TiRama”»96. A pesar de estas críticas, Tirana, que era una ciudad que durante medio siglo había sufrido el estancamiento soviético, que luego había atravesado por una década dominada por la especulación mafiosa, y había sido invadida por construcciones ilegales que habían envenenado su río, reconoció en este resuelto visionario una oportunidad para salir adelante. Los ciudadanos se entregaron a la fascinación de su proyecto de recuperación urbana. Sin vacilaciones, Rama se hizo la misma pregunta que Mockus: ¿qué haría un artista ante esta situación? De todos modos, Rama era ya un artista, y por lo tanto estaba listo para poner manos a la obra. «Lo primero que hizo siendo alcalde fue comprar pintura. Luego cubrió las fachadas grises de los edificios de la época estalinista de Tirana con colores vivos, caribeños, convirtiéndolas en mosaicos de teselas azules, verdes, naranjas, violetas, amarillas y rojas, e hizo que la ciudad pareciera una especie de sala de exposiciones de pintores modernos»97. De hecho, en 2002 Rama invitó a una serie de artistas contemporáneos a pintar vecindades enteras para transformar las calles en una galería digna de ser visitada por los turistas y de ser tomada en cuenta por los inversionistas98.
Rama sostenía que las décadas de deterioro visual que había vivido la ciudad habían convertido a los albaneses en personas irritables y «estéticamente enfermos», a lo que por otra parte añadía que «se los podía calmar recurriendo a la belleza»99. Las calles de los edificios recién pintados despertaron la admiración de los ciudadanos por la propiedad pública, lo que atrajo una nueva actividad comercial con mayores garantías de seguridad. Estos cambios atrajeron préstamos bancarios y una significativa inversión internacional100. Cuando en 2003 colaboró con el artista Anri Sala en el documental Dammi i colori, Rama ya podía afirmar que en toda Europa no había otra ciudad en la que la población hubiera discutido con tanta profundidad y sutileza sobre el color. En las casas, en los parques rehabilitados y en los cafés, las conversaciones giraban en torno a los aciertos estéticos o a los errores cometidos al pintar las fachadas, y también se discutía sobre los diseños proyectados para los edificios que faltaba pintar. El hecho de debatir por mero placer, sin otra meta personal aparente que disfrutar del intercambio libre de opiniones, revitalizó el interés por la política en el sentido clásico de la palabra: una desinteresada vita activa (ver capítulo 3, «Arte y responsabilidad pública»). La educación estética de Tirana –que pasó de la contemplación libre de las intervenciones a la concepción de nuevas obras en el sentido en que Schiller lo había imaginado– hizo que los ciudadanos apreciaran la libertad como un bien que merecía cultivarse.
Rama debió de aprender de otros pintores y arquitectos cómo transformar las construcciones horrendas en hermosos edificios. Uno de sus maestros, aun cuando no lo haya reconocido abiertamente, es Friedensreich Hundertwasser, cuyas reformas arquitectónicas en la Austria de los años de la década de 1980 le dieron una nueva apariencia a la fábrica Rosenthal en Selb y a los silos de Mierka en Krems. Para abordar estos proyectos, Hundertwasser adoptó el rol de «médico arquitecto»101. Aunque los edificios y los manifiestos de Hundertwasser muestran una preferencia por las formas orgánicas (lo que se aparta del gusto de Rama por los patrones geométricos), el uso estructural del color en construcciones previamente carentes de armonía estética conforma sin lugar a dudas un rasgo común entre los dos102.
La extensa familia de terapeutas del color que ha reformado espacios urbanos incluye a los pintores de Manarola en la Riviera italiana, a los de Guayaquil en Ecuador y a los de la favela Santa María en Río de Janeiro103. Aunque en otros contextos el uso del color en los espacios públicos se considere una estrategia política ornamental y engañosa, ha llegado la hora de valorar el potencial del arte que obra en el mundo.
Los mismos ciudadanos de Tirana que discutían largamente sobre colores se animarían posteriormente a participar de forma activa en audiencias públicas donde se debatían los presupuestos que determinaban cuáles serían las obras públicas prioritarias para la ciudad104. Otros ciudadanos se abstuvieron de participar y criticaron con total libertad el atrevido estilo intervencionista de Rama que no tomaba en cuenta el designio de sus vidas, de la misma manera en la que podría ocurrir dentro de un régimen totalitario. Los admiradores del alcalde llegaron a decirle: «Resulta poco afortunado que todo lo que usted ha hecho esté tan estrechamente ligado a su equipo de trabajo, a su inteligencia y a su persona, en lugar de haberse traducido en un sistema jurídico operativo»105. Después de sufrir dos intentos de asesinato, Rama no les tiene miendo a los críticos que lo acusaban de ser un radical. «No pretendo ser un ángel. Nunca llegaría a ser alcalde en Suiza, donde hay que convocar un referéndum hasta para ir al baño», afirmaba. «Si viviera allí me quedaría en mi estudio y me dedicaría a pintar»106.
Es posible que la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones no estuviera prevista en el libreto político de Rama. Sin embargo, un sentido común de origen kantiano en lo que concierne al uso del color como elemento constructivo en la rehabilitación urbana hizo que la discusión sobre las prioridades y los programas de la ciudad se animara. Hasta mayo de 2012, la página web de la ciudad (tirana.gov.al) tenía como portada una colorida galería de imágenes de las reformas urbanas impulsadas por Rama, como la recuperación del espacio público y las sesiones públicas en donde se discutían abiertamente las prioridades y la distribución del presupuesto. Una vez que Lulzim Basha ganó las elecciones, la página web de Tirana cambió y ahora solo muestra una cuadrícula monocromática con enlaces a las oficinas administrativas y una galería de retratos que representan al nuevo alcalde desde todos los ángulos.
En el caso de Bogotá, el alcalde Mockus se había preocupado por involucrar a la mayor cantidad posible de ciudadanos en los proyectos artísticos que impulsó en la ciudad. Sus logros fueron heredados por Enrique Peñalosa, el alcalde que lo sucedió, quien pese a no pertenecer a su mismo partido político, concluyó muchos de los proyectos de infraestructura que se habían planeado durante su administración. Por desgracia, en el caso de Tirana, Rama no logró transmitir sus proyecciones al nuevo alcalde que lo sucedió tras unas elecciones que se desarrollaron en circunstancias dudosas. En cualquier caso, se puede presumir que Basha, el nuevo alcalde, no habría acogido de buen grado la propuesta de buenas prácticas heredada de la oposición. Sin embargo, el nuevo enfoque del ahora primer ministro Edi Rama, que partía de las opiniones de las bases sociales, parece indicar que se está produciendo un desarrollo del sentido común público, que se origina en cuestiones estéticas y que genera una participación política capaz de garantizar una mayor continuidad de las iniciativas públicas.
Sin embargo, no debemos olvidar que la creatividad cuyo impulso nace en las bases sociales, en ocasiones despierta sospechas, incluso entre los buenos gobiernos, ya que por naturaleza es irreverente y provocador. Por esta razón resulta comprensible que los líderes políticos se muestren precavidos, o que vacilen entre fomentar la libertad creativa o asignar recursos a los artistas que les son afines. La producción artística basada en la labor de colectivos amplios debe lidiar con los desacuerdos, perspectivas diferentes, diseños que compiten entre sí y deseos en conflicto, todo lo cual puede hacer que se pierdan de vista aquellos objetivos por los que los electores decidieron apostarle a un determinado candidato107. El caso del New Deal en Estados Unidos demuestra de manera paradigmática el reto que supone coordinar arte y gobierno cuando se busca «conciliar la libertad creativa con los imperativos del control burocrático y la responsabilidad pública»108.
El frente interno
Los alcaldes ejemplares de Bogotá, Curitiba, Tirana y otras muchas ciudades se ganaron la admiración internacional por ser capaces de revitalizar el compromiso ciudadano en poblaciones hastiadas tras años y años de promesas incumplidas. Pocos observadores de estos procesos dudan todavía del significativo papel que el arte desempeñó en estas historias de recuperación urbana. Quizás el arte pueda contribuir también a mejorar la vida en otras ciudades con problemas difíciles, en donde los ciudadanos se puedan volver conscientes del valor que tienen las prácticas creativas. Esta perspectiva esperanzadora ha impulsado a algunos líderes latinoamericanos a pedirle consejo a Mockus. Impresionados por los resultados obtenidos, algunos de ellos sueñan con que las medidas adoptadas en Bogotá también puedan funcionar en sus ciudades. No obstante, el temor a equivocarse y a ver su autoridad cuestionada los lleva a poner estas iniciativas en duda. Mockus admite que «resulta delicado aconsejar a los líderes políticos a que se arriesguen, porque todo funcionario respetable ansía obtener resultados positivos, y esos resultados no pueden garantizarse cuando se llevan a cabo experimentos de gran osadía orientados a desterrar malos hábitos»109.
Los líderes políticos del primer mundo son aún más escépticos. Con el mismo argumento de Rama de que jamás podría ser alcalde en un país como Suiza, sus admiradores extranjeros, y también los de Mockus, todavía subestiman el potencial que podrían tener las acciones artísticas en sociedades más estables. Las culturas del Atlántico Norte son diferentes, dicen; se muestran más proclives al autocontrol que al impulso creativo, coincidiendo con Max Weber110. «Tradicionalmente, los estadounidenses han asumido que el arte es un lujo» producido por unos pocos talentos con destino a otros que están en capacidad de comprarlo111. De esta contraposición entre el Norte racional y el Sur creativo surge una doble ironía. Por una parte, el New Deal de Franklin Delano Roosevelt promovió un plan masivo de recuperación social a través del arte, mientras que por otra, este mismo plan estadounidense buscó inspiración en proyectos artísticos de América Latina. Aunque las propuestas artísticas que promovió el New Deal tenían varias fuentes de inspiración (la idea de educación progresiva de Dewey, las settlement houses, las nuevas concepciones del arte surgidas a raíz de la Revolución rusa, el Grupo de Teatro Europeo)112, México fue el modelo de mayor impacto.
Tras las agotadoras oleadas revolucionarias que devastaron el país entre los años de 1910 y 1920, México tuvo que enfrentarse al colosal reto de reinventar la nación. Sin una cultura compartida no habría voluntad popular para llevar a cabo este desafío, por lo que el presidente Álvaro Obregón inició un plan de recuperación bajo el liderazgo de José Vasconcelos, nombrado secretario de Instrucción Pública (1921-1924). Para asumir esta responsabilidad, Vasconcelos renunció a su breve periodo como rector de la Universidad Nacional de México, al que había llegado con la idea «no de trabajar para la universidad, sino de que la universidad trabajara para el pueblo»113. El ex rector acometió su nueva tarea con un fervor de misionero que incomodó a muchos pero que alcanzó importantes resultados duraderos. Su programa propuso: 1) la creación de escuelas públicas para niños y adultos, en donde los maestros se convertían en «artistas-apóstoles»; 2) la publicación de libros de diferente índole asequibles a toda la población, con los que se aprovisionaría la red de bibliotecas públicas; y 3) la realización de murales sobre la vida de México, que fueron encargados a pintores consagrados del país con el propósito de revitalizar el arte autóctono de las regiones. Las masas, aunque iletradas aún, eran herederas de una envidiable tradición artística, que incluía el muralismo maya y azteca, por lo que respondieron de manera entusiasta a esta nueva creatividad que facilitaba la comunicación y alimentaba el sentimiento patriótico. Aun cuando Vasconcelos había aprendido de John Dewey cómo llevar a cabo una reforma pragmática, con el tiempo llegó a desestimar injustamente al filósofo estadounidense, a quien consideró un utilitarista desalmado114.
En opinión de Vasconcelos, Estados Unidos había perdido la oportunidad de convertirse en la democracia que Hegel había imaginado que se materializaría en Occidente. Desperdiciado por el incorregible racismo de la sociedad estadounidense, el espíritu democrático se había trasladado a México, más al oeste aún. Vasconcelos estaba convencido de que en su país se estaba forjando una «raza cósmica» unificada que coronaría la evolución humana con la conquista de la igualdad. Su manifiesto, La raza cósmica: Misión de la raza iberoamericana, de 1925, es ciertamente ambiguo. Los viejos prejuicios (que los blancos son inteligentes, los negros trabajadores y los indios sumisos y serviciales) se repiten como rasgos de la nueva raza. Lo que el libro celebra, no obstante, es el mestizaje de esos atributos en una época en la que las campañas eugenésicas del Norte promovían la pureza racial. La raza cósmica se convirtió prácticamente en una lectura obligada en toda América Latina, en donde los distintos países intentaban aunar esfuerzos para unificarse y lograr que sus poblaciones fuertemente heterogéneas estuvieran representadas en una cultura nacional coherente.
El éxito que tuvo la reconstrucción de la nación mexicana a partir del mestizaje de sus expresiones artísticas inspiró al presidente Franklin Delano Roosevelt y a su equipo de gobierno a adoptar este modelo, e incluso intentar superarlo. Con ciertos ajustes de gusto y escala, Estados Unidos adaptó la receta mexicana para revitalizar el patriotismo: maridar el atractivo estético de las culturas regionales con una dosis de patrimonio cultural para hacer fermentar la causa nacional115. Un estudio histórico reciente sostiene que las ambiciones estéticas de Roosevelt tuvieron sus antecedentes en George Washington y Abraham Lincoln. Lo cierto es que los consejeros de Roosevelt encontraron inspiración en el México contemporáneo116. «Los fundadores del PWAP (Public Works of Art Project, 1933-1934) creían que el impulso que darían a las artes sería mayor y más prometedor que el proyecto del muralismo mexicano una década atrás»117. El sucesor del PWAP, el Federal Art Project (FAP, 1935-1939), auspiciado por la WPA (Work Progress Administration), aspiraba a sobrepasar todas las expectativas118. Solamente en las artes visuales el proyecto empleó a alrededor de 5.000 artistas y coordinadores gestores que produjeron más de 225.000 obras y ornamentaron 11.000 edificios públicos119. El FAP también patrocinó las artes escénicas, escritores, narradores, dramaturgos, actores, músicos, compositores, cineastas, así como también entrevistadores, quienes grabaron y compilaron los recuerdos de 2.300 antiguos esclavos que todavía vivían120. Carlos Fuentes debe de haber pensado que, en efecto, Estados Unidos superó a México y, sin mencionar a su país como modelo, exhorta a sus compatriotas a llevar a cabo «un nuevo New Deal por la gobernabilidad global que como lo hicieron Roosevelt y el pueblo estadounidense tomen impulso desde las bases sociales»121.
Las reminiscencias didácticas de ambos proyectos llegaron con un efecto diferente a Puerto Rico. (Rubén Ríos Ávila habló de una paródica «raza cómica» para referirse a una isla en la que el Norte y el Sur coinciden sin mezclarse)122. A lo largo de la década de 1950, la División de Educación Comunitaria (Divedco) adaptó algunas variantes de los proyectos de WPA y de México, donde se habían formado muchos artistas puertorriqueños123. Las lecciones aprendidas de los fracasos acumulados durante años por el New Deal inspiraron el texto fundacional de la Divedco elaborado por Edwin Rosskam, quien se aseguró de que la libertad artística se respetase para lograr que lo alcanzado perdurara124.
Figura 1.7. Panel del friso «Construcción» en la Planta de Tratamiento de Aguas Negras de Bowery Bay en Queens, Nueva York, realizado por el escultor Cesare Stea para la WPA, 1939.
Colección Granger, Nueva York.
La mayoría de los estudios sobre el patrocinio del arte que hizo el gobierno de Estados Unidos reconoce la deuda con el espectacular muralismo mexicano, pese a lo cual contienen algunas sorprendentes omisiones125. Así pues, los estudios escasamente mencionan otros modelos que influyeron en los programas de FAP que se originaron en México, como la promoción de las artes en toda la enseñanaza pública o la iniciativa del proyecto editorial estatal masivo que estimuló significativamente las publicaciones de los autores nacionales. Sin embargo, los grandes muralistas mexicanos resultan imposibles de ignorar. Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Orozco ya habían conquistado a los coleccionistas privados y no tardaron en cautivar a las agencias gubernamentales de Estados Unidos. El encargado de mediar entre el mundo del arte y la administración Roosevelt fue George Biddle, hermano del asesor principal del presidente en la planificación del New Deal. Antes de convertirse en pintor y viajar a México como aprendiz de Rivera, había estudiado con Roosevelt en la Escuela de Derecho de Harvard126. Impresionado por el apoyo que el gobierno mexicano brindaba a las artes, en 1933 Biddle le sugirió al presidente que encargara un mural para el nuevo edificio del Departamento de Justicia en Washington D.C. Así fue como el Departamento del Tesoro aprobó el presupuesto del encargo, dando un primer paso hacia el posterior desarrollo del PWAP y del FAP127.
Inspirado por el llamado de John Dewey de hacer que el arte fuera accesible para todos, el director del Federal Art Project, Holger Cahill, anunció en 1936: «Los organizadores del proyecto han actuado de acuerdo con el principio de que no se debe al genio solitario, sino al impulso de un movimiento general y profundo lo que hace que el arte se sostenga como una parte vital y operativa de toda estrategia cultural. En el arte la cuestión no es producir unas pocas y excepcionales obras maestras». El Departamento del Tesoro se opuso inmediatamente a esta declaración con el argumento de que el gobierno debía comisionar obras sobresalientes y no debía subvencionar a artistas mediocres128. Pero Cahill entendía muy bien lo que estaba en juego y respondió:
El proyecto ha descubierto que algo tan sencillo como ofrecer la oportunidad para que un artista consiga trabajo en su lugar de origen resulta de vital importancia. En primer lugar, gracias a ello se está frenando el deterioro cultural que durante las dos últimas décadas ha hecho que la mayoría de los artistas se concentre en unas pocas grandes ciudades. También se ha logrado que el artista se aproxime a los intereses de un público que lo necesita y que actualmente está aprendiendo a comprenderlo. Por último, el artista se encuentra ahora más receptivo a la inspiración que su región le ofrece, lo que hace que cada detalle de la vida estadounidense se incorpore a la actualidad del arte129.
La colaboración entre artistas y líderes locales que Cahill promovió a través de los murales comisionados por la WPA despertó suspicacias en ambos bandos. Inevitablemente, la oferta que el gobierno le hacía a los artistas se movía en un terreno ambiguo entre el respaldo a los valores artísticos y el reconocimiento político de las tradiciones populares130. Sin embargo, según los líderes de la WPA, el sentimiento de orgullo regional y la satisfacción de ver embellecidas las comunidades fortalecieron el sentimiento patriótico durante los años de la depresión. De la misma manera, los artistas del New Deal entendieron su trabajo como parte de un movimiento nacional, como un impulso positivo que promovería la aceptación y la circulación del arte en Estados Unidos, y que al mismo tiempo ayudaría a levantar la moral de una nación sumida en la depresión131. La producción de obras de arte a gran escala demostró que era posible restaurar la nación a pesar de las duras condiciones económicas. Incluso las tediosas negociaciones resultaron constructivas, ya que afianzaron los procesos democráticos en cada una de las localidades132.
La mayoría de los testimonios que conocemos sobre por qué se estableció WPA se detienen en este punto, haciendo énfasis en la reconstrucción nacional y los auxilios a los trabajadores. Pero sin duda existió otra razón, paradójica y más maquiavélica, para que se tomara la decisión de apoyar a tantos artistas durante la peor crisis económica de la historia de Estados Unidos. Como Biddle le dijo a Roosevelt: «Los artistas también tienen que comer»133. Dicho argumento asume que el artista se apega a su profesión, incluso cuando ejercerla lo condena a morir de hambre. Biddle se encontraba entre quienes tenían ingresos suficientes para permitirse el lujo de continuar pintando en tiempos difíciles. Sin embargo, es bien sabido que hay artistas que aceptan cualquier trabajo que esté disponible cuando pasan necesidades. El gobierno habría podido emplear a pintores y poetas para cavar zanjas y construir puentes. (Por ejemplo, el fotógrafo más famoso de Colombia, Nereo López Meza, acabó cargando cajas en una bodega de Nueva York a los ochenta y cinco años. ¿Por qué lo hacía? Por culpa de un mal cálculo: «Pensé que a esta edad estaría muerto, así que me gasté todo el dinero que tenía»).
Así pues, parece más creíble una razón de realpolitik: el gobierno seguramente decidió apoyar a los artistas porque de otro modo se habrían convertido en agitadores aún más peligrosos de lo que ya eran. ¿Por qué, si no, iba a invertir un Estado con tan pocos recursos en programas de arte, contratar administradores y correr los riesgos políticos de asignar dineros públicos a actividades que transgreden los límites del decoro? Es cierto que adicionar un mural solo aumentaba en un 1% el presupuesto de la construcción de un edificio134 y que los gastos totales a lo largo de los ocho años de actividad de la Federal Arts Projects apenas ascendieron a 35 millones de dólares (una cifra discreta si se compara con los 4.000 millones del presupuesto anual de la WPA), destinados a solo 40.000 funcionarios (frente a los 3,3 millones de trabajadores de la WPA)135. Pese a todo, ese reducido grupo de artistas ejercía un poder de provocación lo suficientemente importante como para poner al Congreso a discutir durante largas sesiones hasta el último centavo que se destinaría a su financiación.
Lo cierto es que muchos artistas de la época eran socialistas, de izquierda, comunistas, o simplemente simpatizantes136. Aquellos eran tiempos en los que abundaban los artistas revolucionarios a escala internacional. Las intervenciones apologéticas de los administradores de los FAP no convencían a los conservadores, que denunciaron a los artistas como sujetos peligrosos que no eran merecedores de las comisiones de auxilio. Es posible que los políticos conservadores no estuvieran completamente al tanto del revuelo que Rivera y Siqueiros habían levantado en México por encabezar protestas violentas en la Academia de las Artes o difundir caricaturas de capitalistas en publicaciones comunistas137. Sin embargo, el mural que Siqueiros realizó en Los Ángeles fue notorio para todos, porque retrataba a un indígena clavado a una doble cruz, coronada por monedas americanas y un águila imperial. Y más escandaloso aún resultó el homenaje que Rivera le dedicó a Lenin en el mural que pintó en el Centro Rockefeller138. Ambos murales terminaron cubriéndose para evitar más escándalos, y aun así los conservadores tenían buenos motivos para permanecer vigilantes.
Como era de esperarse, las intervenciones gubernamentales que más hicieron ruido tuvieron que ver con los artistas de teatro, porque la protesta social se convertía allí en espectáculo colectivo. (El Writers’ Project fue objeto de una gran persecución desde el conocido «Dies Committee»)139. Cuando en 1935 el director de la WPA, Harry Hopkins, contrató a Hallie Flanagan para que se hiciera cargo del Theater Project, le prometió que no habría censura. Seis meses más tarde, Hopkins rompió su promesa140. Las tensiones alcanzaron su punto culminante en 1937, con la puesta en escena de The Cradle Will Rock, una obra de Marc Blitzstein. Flanagan tenía dudas de que resultase apropiado producir aquella obra que criticaba abiertamente las diferencias de clase en medio de un clima político agitado por la violenta represión de los huelguistas. No obstante, Orson Welles la convenció de que corriera el riesgo, y más tarde aprovechó los ensayos y la publicidad para llevar la obra a los escenarios de Broadway. Cuando la WPA retiró el apoyo económico a la producción y clausuró el teatro donde iba a presentarse, Blitzstein y Welles convocaron al público a otro escenario y animaron a los actores a realizar una interpretación incendiaria141. Desafíos como este desembocaron en un aumento de las acusaciones de adhesión al comunismo y otras imputaciones a veces inverosímiles.
El congresista Joe Starnes, del Comité de Actividades Antiestadounidenses de la Cámara de Representantes (House Committee on Un-American Activities), por ejemplo, sometió a Flanagan a un famoso interrogatorio en diciembre de 1938. Starnes estaba convencido de que Hallie Flanagan protegía a un núcleo de comunistas infiltrados en el Theater Project. Para poner de manifiesto la apertura y el carácter no ideológico del proyecto que dirigía, Flanagan aludió a una «cierta locura marlowiana» difundida entre actores y escritores. Con esta referencia isabelina la directora responsable de las actividades teatrales pretendía hacer gala de una actitud elitista, alejada del populismo. En realidad, Flanagan había desarrollado un interés por el gusto popular y por la puesta en escena de producciones masivas en las que contrataba a miles de trabajadores del teatro. Además, cultivó la amistad de escritores de renombre como T.S. Eliot, quien cedió Muerte en la catedral al Federal Theater Project142, y más tarde, de George Bernard Shaw y Eugene O’Neill, quienes le cedieron los derechos de todas sus obras143. A todo ello se debe añadir el reestreno de obras clásicas dirigidas por Orson Welles.
Cuando Flanagan describía estas actividades ponía de manifiesto su gusto por la variedad de repertorios, la capacidad de los equipos de trabajo y una exitosa combinación de refinamiento artístico y la aceptación del gran público. Sin embargo, el congresista Starnes encontró que sus sospechas se confirmaban en el testimonio de Flanagan, así que preguntó si ese tal Marlowe era comunista. Un tanto aturdida, la testigo trató de aclarar que se había referido a Christopher Marlowe, a lo cual Starnes, que había perdido la paciencia, insistió: «Díganos quién es ese Marlowe para que podamos contar con una referencia apropiada»144. Este absurdo diálogo guarda cierta semejanza con una anécdota protagonizada por Augusto Boal, a quien un censor brasileño, tras tener noticia de su subversiva puesta en escena de Edipo rey, le insistió en que el autor del drama debía ser interrogado por las autoridades competentes145.
No todos los censores de los programas artísticos del New Deal eran tan ignorantes como Starnes. Normalmente se amparaban en el derecho contractual del cliente para aprobar los servicios que el proveedor le estaba prestando. En este caso se alegaba que el dinero público se estaba destinando a un grupo de agitadores. Sin embargo, la pregunta estratégica que deberían haberse formulado era si no les estaban pagando precisamente para mantener la agitación bajo control. Quizás los intelectuales de izquierda recibían esos fondos en razón de los despliegues públicos de su oposición a la injusticia, la pobreza y las desigualdades sociales. De tal forma, el teatro de corte revolucionario también hacía pública la misma magnanimidad y tolerancia del gobierno que lo apoyaba, con lo que el New Deal incluso podía incluir protestas antigubernamentales dentro de sus programas. Parafraseando las palabras de Fidel Castro sobre la revolución cubana, todo era posible dentro del New Deal, nada fuera de él146. Si los artistas no hubieran tenido intereses en el Estado, con total seguridad se habrían esforzado más para desestabilizarlo. Pero, como los mismos artistas llegarían a reconocer en sus atormentadas reflexiones, la libertad para protestar en los escenarios oficiales mitigaba el mensaje. Con su inclusión en la nómina en un periodo de precariedad, el Estado logró contener –con el objetivo de defender el estilo de vida americano– la rebeldía que de otro modo habría estallado en su contra147.
La retórica reformista de Roosevelt se encontraba a medio camino con los rebeldes: «A pesar de nuestros esfuerzos y conversaciones, no hemos logrado acabar con los excesivamente privilegiados ni que los menos privilegiados progresen de manera efectiva (...). El mandato del pueblo (…) es claro: los estadounidenses debemos desterrar la idea de un enriquecimiento que, a través de beneficios excesivos, conduce a una desproporcionada acumulación de poder en manos privadas por lo que respecta a los asuntos privados y, para nuestra desgracia, también públicos»148. Dentro de dicho contexto, respaldar a los artistas disidentes parecía un riesgo que valía la pena correr y con frecuencia se obtenían buenos resultados. Por lo general, los artistas entendían «que, como los murales eran un encargo público, era natural que no tuvieran “temas políticamente controvertidos”. Su inspiración sería de índole histórica o sobre las peculiaridades de la vida cotidiana»149. México, que había hecho esa misma apuesta una década atrás, continuaba todavía respaldando a los artistas inteligentemente de muchas maneras. Por su parte, los artistas mexicanos, quienes recibían comisiones, sueldos, y estaban sostenidos por el Estado, también habían comprendido las reglas tácitas con que se producían estos acuerdos.
Las tensiones entre las libertades artísticas y las expectativas oficiales terminarían agotando el salvavidas que les había tendido el New Deal. TRAP (Treasury Relief Art Project, 1935-1938), siglas que en inglés significan literalmente «trampa», era el nombre de una de las agencias del gobierno dedicadas a la contratación y vigilancia de los artistas encargados de pintar 2.500 edificios públicos150. Durante una entrevista concedida en 1965, el pintor Charles Alston todavía recordaba el resentimiento que le producían las intromisiones burocráticas que afectaban su trabajo y su libertad artística. A diferencia de Alston, su contemporáneo Edward Biberman se mostraba de acuerdo con el trato, ya que consideraba que la libertad artística nunca había sido absoluta151. La mayoría de los historiadores del arte coinciden con Biberman y celebran los resultados del apoyo moral y económico brindado a los artistas durante la Gran Depresión. Pese a las difíciles negociaciones entre las autoridades federales y el Writers’ Project, y a pesar de que el Congreso había cancelado los auxilios al sector teatral antes de que se cerraran los proyectos restantes en el periodo previo al estallido de la Segunda Guerra Mundial (oficialmente se clausuraron en 1942)152, hoy en día los estudiosos de aquella época suelen concluir que los resultados alcanzados mientras duró el programa indican que el esfuerzo invertido valió la pena153.
Sin embargo, todavía hay quienes se avergüenzan de haber aceptado las imposiciones de contenidos patrióticos y del oportunismo que podría asfixiar la creatividad, destinando finalmente la colaboración hacia el fracaso. Pienso que los diferentes criterios que se han constatado son comparables con las distintas aproximaciones de lectura de una novela. Hay lectores que se concentran en cómo termina la novela, y para ellos lo importante es el destino final del protagonista. Otros, sin embargo, se detienen en la «forma», y le prestan mayor atención a la complejidad de la trama y al uso del lenguaje que al desenlace. ¿No resulta curioso que quienes criticaron las restricciones oficiales se hayan preocupado más por la cuestión ideológica que por las formas estéticas que contestaban esas prohibiciones? La historiadora Jane DeHart Mathews sostiene que el arte es intrínsecamente incompatible con la responsabilidad social. Para demostrarlo utiliza como ejemplo paradigmático el «exaltado» liderazgo de Flanagan. Según Mathews, el mismo temperamento que avivó un movimiento teatral admirable fue el responsable de que el Congreso aniquilara el Theater Project154. Y dado que desde su punto de vista la creatividad no soporta la menor interferencia, el desafortunado final del Theater Project parece tener más importancia que todos los años de actividad. Richard McKinzie se muestra igualmente escéptico respecto a los beneficios que supuso el apoyo oficial a las artes visuales155. En los años de la década de 1970, la mayoría de los historiadores del arte pensaba que la creatividad no podía sobrevivir a las intromisiones de la administración, y los pocos que repararon en las cualidades formales de la pintura del WPA fueron ignorados bajo la acusación de ser iconoclastas o disidentes156.
Solo recientemente los defensores de la WPA han comenzado a resaltar cuál fue su contribución a la experimentación formal. John O’Connor y Lorraine Brown, por ejemplo, sostienen que el Federal Theater Project desmostró hasta dónde llegaba el potencial y la capacidad experimental del teatro nacional. Entre los experimentos formales más controvertidos se hallaría el «periódico en vivo», un género que se tomó prestado del activismo comunista europeo157. Augusto Boal también recurriría a este género158. Amplios repartos que se apoyaban en recursos multimedia llevaron a escena las problemáticas sociales contemporáneas que eran investigadas por periodistas contratados por la WPA. Algunas técnicas experimentales usadas en el periódico en vivo se convirtieron en recursos habituales de las artes escénicas: la proyección de fotografías, de animaciones y secuencias fílmicas, y el uso de altavoces situados fuera del escenario que se empleaban para incorporar comentarios, preguntas y sonidos de la multitud. Con variaciones puntuales, las distintas «ediciones» del periódico en vivo se representaban simultáneamente en diferentes ciudades con el propósito de alcanzar una repercusión nacional. Quizás la edición más famosa fue Un tercio de la nación, representada en once ciudades. Este periódico en vivo abordó una de las preocupaciones centrales de Roosevelt respecto del país: «Observo que un tercio de la nación está mal alojado, mal vestido y mal alimentado», sentenciaba el presidente159. Como en gran medida el objetivo de la WPA consistía en proporcionar ayuda a los artistas (puede que también buscara reprimirlos) y no en producir beneficios o atraer a inversionistas, el gobierno promovió una mayor libertad creativa de la que el capital privado, temeroso de correr riesgos, estaba dispuesto a fomentar. Por ejemplo, en los «ensayos» teatrales de Nueva York, escritores y directores se daban el lujo de poner a prueba nuevos materiales que más adelante podrían venderles a los productores comerciales. El primer experimento se vendió a la industria cinematográfica y el segundo a un productor de Broadway160.
Tras la extinción de la WPA, la promesa de una educación estética para fortalecer la ciudadanía tuvo un final prematuro. No obstante, el interés oficial por las artes se reavivó en 1965, cuando Lyndon Johnson fundó el National Endowment for the Arts (NEA) y el National Endowment for the Humanities (NEH). Estados Unidos iba a la zaga de la Unión Soviética en la carrera espacial, de modo que el gobierno estadounidense esperaba revitalizar la enseñanza y la creatividad, y de esta manera, el orgullo nacional mediante la adopción de estas medidas. Glenn Seaborg, el jefe de la Atomic Energy Commission, dijo ante un comité del Senado: «No podemos permitirnos el lujo de navegar a la deriva de lo material, lo moral o lo estético en un mundo cuya corriente avanza tan rápido que puede caer en el abismo»161. El NEA procuró mantenerse fiel a la decisión inicial de no interferir, salvo en las cuestiones concernientes a la excelencia estética162. Gran parte de esa política de no intervención respondía al aislamiento que se estaba produciendo en las artes y la interpretación y la reclusión en el ámbito de la subjetividad privada. El arte se había vuelto alérgico a cualquier intento que lo inclinara hacia la utilidad.