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INTRODUCCIÓN

LA EFICACIA SOCIAL

DEL ARTE

Cómo hacer cosas con arte se basa en la cuestión de la relevancia del arte para la sociedad. ¿Cómo deviene importante el arte a nivel político o social, y que condiciones previas deben cumplirse para que las obras de arte lleguen a tener importancia? Este libro trata de responder a estas preguntas a nivel teórico, e indicar, mediante diversas obras de arte contemporáneo, cómo los artistas pueden desarrollar e influir en la vertiente social. Dicho en otras palabras, intenta ofrecer lo que podría denominarse una interpretación pragmática del impacto social del arte.

La pregunta de cómo hacer cosas con arte parece especialmente pertinente hoy en día, tanto desde una perspectiva social como artística. Nunca lo que denominamos arte había sido tan importante para las sociedades occidentales: se están construyendo más museos de arte que nunca; las exposiciones artísticas atraen a públicos masivos; el mundo del arte no solo se ha expandido global, sino también socialmente, hasta el punto de que un periodista londinense ha afirmado que el arte es “el lubricante social de nuestra magnífica ciudad”1, y probablemente ninguna otra profesión ha aumentado tan espectacularmente de estatus como la del artista, ya que encarna a la perfección la idea actual preponderante de subjetividad creativa y autónoma. Aunque según esta perspectiva empírica resulta evidente que el arte tiene un impacto significativo, queda mucho menos claro cómo se produce ese impacto.

Más allá de la obra de arte, afirmo que el formato expositivo es el factor clave para que el arte resulte relevante para la sociedad. En este sentido, la popularidad actual de las exposiciones no es un fenómeno completamente nuevo, sino la continuación de un éxito que se inició hace 200 años: el dominio creciente de un ritual -el de la exposición- propio de sociedades democráticas occidentales de mercado, que establece y representa sistemáticamente un conjunto importante de valores y parámetros que eran y siguen siendo fundamentales para tales sociedades: la concreción de la noción lineal de tiempo; la valorización creciente del individuo; la atribución de una importancia excepcional a la producción de objetos materiales, y su circulación consiguiente a través del comercio.

La exposición en su formato canónico del s. XIX, y el museo en sí, proporcionan un mecanismo de refuerzo que los vincula a las nuevas instituciones de formación social regidas por lo que Michel Foucault denominó el tiempo evolutivo2. Al recopilar artefactos del pasado, el museo da forma y presencia a la historia; de hecho, la inventa al definir el espacio para el encuentro ritual con el pasado. El museo divide el tiempo en una serie de fases que conforman un camino evolutivo lineal, organizadas en un itinerario que la ruta del visitante traza una y otra vez, y proyecta el futuro como vía de desarrollo ilimitado. En todos estos sentidos, el formato expositivo remite y recuerda a otras instituciones nuevas disciplinarias y formativas a través de las cuales, mediante una serie de fases que hay que superar adquiriendo satisfactoriamente determinadas habilidades, se anima a los individuos a considerarse seres que han de perfeccionarse constantemente.

Y, sin embargo, para la trascendencia social actual de la exposición aún resulta más importante su capacidad de crear y cultivar un nexo concreto entre el individuo y el objeto material. La noción de individuo es clave para la exposición, y se cultiva a dos niveles. En primer lugar, mostrando obras que se basan en y por lo tanto también reflejan la subjetividad del individuo (el artista), y, en segundo lugar, porque el museo constituye el primer ritual público que aborda de manera explícita y singular al individuo (dado que la experiencia de la obra de arte visual se concibe de uno a uno, a diferencia por ejemplo del teatro, que se dirige al individuo como parte de un público colectivo). De hecho, el nacimiento del museo supone un punto de inflexión en la historia de la individualización en el sentido en que, específicamente, se dirige al individuo que se entiende a sí mismo, ante todo, como tal. Pero para el desarrollo de esta idea del individuo resulta esencial que pueda distinguirse a través de los objetos materiales. Como lugar destacado en que los objetos materiales se valoran y casi se veneran, la exposición (y la exposición de arte en particular) establece de forma activa una relación entre la producción de subjetividad y la producción de tales objetos. Por una parte, expone objetos derivados de la subjetividad del artista, y por la otra los presenta para que tengan el máximo impacto en la subjetividad del espectador. Sumando estas dos dimensiones, el objeto producido y el objeto consumido (o activa e intencionalmente relacionado), la exposición participa de manera ejemplar en la configuración hegemónica de la subjetividad individual propia de las sociedades de mercado occidentales.

Y, finalmente, la noción misma de “producto” se ve reflejada y al tiempo enaltecida por la concepción de la obra de arte. Las sociedades de mercado derivan su riqueza de la producción de objetos materiales y de su circulación a través del comercio, y el campo de las artes visuales participa de ese mismo proceso. No solo reitera estos elementos básicos de las sociedades occidentales, sino que, a través del museo, incluso elabora un ritual completo diseñado para dignificarlas al apartar sus objetos de la esfera de práctica y uso, y elevarlos a un terreno en apariencia superior donde se producen el significado y la subjetividad.

Siguiendo esta línea de pensamiento, la “autonomía” es un eufemismo para el sometimiento del arte a los elementos básicos de la sociedad de mercado democrática y burguesa, y la exposición artística es el lugar donde estos valores y parámetros se cultivan y aplican relacionándose entre ellos. Lo cual suscita dos preguntas decisivas que este libro trata de abordar: ¿Cómo se representa la función de gobierno en las exposiciones actualmente? Y, en segundo lugar, si cada obra de arte exhibida -de manera consciente o inconsciente, querida o no- deviene parte del entorno previamente descrito, y por lo tanto participa de los sesgos políticos del formato expositivo, ¿pueden los artistas intervenir en este formato?

Para entender estas preguntas resulta útil volver a las ambiciones y sospechas de las vanguardias del s.XX, las cuales atacaron la autonomía del arte para que el arte “volviera a la praxis vital”, como lo formuló Peter Bürger3. El museo en particular se consideraba la encarnación de la exclusión del arte de la vida social. Pero la historia de los movimientos de vanguardia ha demostrado que sus intentos de incrementar la efectividad social del arte quebrando sus convenciones fundamentales -el museo y la noción de obra de arte- debían, en gran medida, fracasar. Con motivo de una retrospectiva dadaísta en París en 1967, Max Ernst le dijo al comisario Werner Spies “exponer el espíritu dadá […]fue como intentar captar la violencia de una exposición presentando la metralla”4. La concepción que tenía la vanguardia de sí misma se basaba en una visión opuesta a las convenciones del arte, pero pese a su objetivo principal de modificar la relación del arte con la sociedad, sus ataques se produjeron en tanto que arte, y, por lo tanto, necesariamente, en el contexto de una relación con tales convenciones. El dilema que planteaba su crítica, que permaneció vinculada a (o incluso dependiente de) aquello que criticaba, quedó completamente claro cuando las primeras vanguardias devinieron históricas y no solo volvieron a incorporarse en el museo, sino que, al hacerlo, adscribieron precisamente tales convenciones a la fijación simbólica y material que pugnaban por superar. Ocurrió lo mismo con las neovanguardias tipo happening de las décadas de 1960 y comienzos de 1970, que se reintegraron en el museo recuperando las mismas convenciones que habían invalidado originariamente: el objeto material, y su permanencia a lo largo de la historia. Cualquier exposición sobre Fluxus, happenings o performance visibiliza esta cuestión: en vez de la singularidad y el carácter vivo del acontecimiento, vemos reliquias, substratos materiales y vídeos reproducidos sin cesar. Sin embargo, esta museización de las vanguardias aún tiene cierto sentido, pues su crítica de la separación entre arte y práctica viva sí pertenecía al museo. Solo dentro de él podrían entenderse los ataques contra las convenciones del arte. El arte de vanguardia acabó convirtiéndose en un arte del museo precisamente por empeñarse en zafarse de él. Sin duda, las vanguardias han logrado modificar de manera sustancial la noción de obra de arte al abrirse a nuevos contenidos y formas. Pero, si se consideran en relación con sus propias ambiciones, a saber, a modificar de manera fundamental la realidad social del arte, fracasaron.

Teniendo en cuenta la perspectiva actual, y para una generación de artistas que se ha alimentado de los logros (y fracasos) de las vanguardias, su legado incluye dos lecciones a aprender: en primer lugar, que, aunque las vanguardias marcaron el s.XX como época de ruptura artística con la convención, su propia historia muestra que hay convenciones que no pueden quebrarse. Entre ellas, el carácter objetual de la obra de arte, su estatus de producto y la persistencia histórica de la obra de arte. Como estas convenciones constituyen la idea del arte en la época moderna, no es posible romper con ellas sin acabar rompiendo con lo que constituye el arte en sí. El arte que no ofrece la posibilidad de ser perdurable, o bien se hace duradero (como ocurre con las neovanguardias tipo Fluxus, happenings y performances o a la larga se sale del canon de las artes visuales (puede que los situacionistas sean quienes mejor ejemplifican esto último, ya que fueron quienes más se resistieron a la museización, casi lográndolo). En segundo lugar, las vanguardias nos enseñaron que el arte, para empezar, nunca fue autónomo. En una ocasión, el filósofo alemán Hermann Lübbe comentó que, en el arte, “el propósito propio es el del estado”5, una expresión útil para describir la función social del arte en la modernidad. El hecho de que el arte perdiera su función práctica e inmediata no implica que ya no tenga función social y política. La autonomía no implica que el arte se libere de utilizarse en sentido no estético, sino que su propósito se ha trasladado de la forma y el contenido de obras artísticas individuales a formas convencionales de producción, presentación y experiencia artística en las que se conservan y cultivan parámetros constitutivos muy básicos de las sociedades modernas.

En la novena de sus Diez tesis sobre la política, el filósofo francés Jacques Rancière afirma que el “fin de la política” y el “retorno de la política” son dos maneras complementarias de “olvidar la política”6. El valor social no ha de transmitirse a través de las artes, ni dejarse fuera de ellas. Siempre habrá relevancia política, pero esto no implica que no pueda moldearse. Que la exposición afirme, represente y cultive varias de las categorías más básicas de la sociedad de mercado democrática no conlleva que la esfera pública que la exposición contribuye a generar no exista. Tampoco implica que el sesgo político del arte esté completamente determinado a priori por esta institución. Pero solo partiendo de estas condiciones podemos empezar a debatir sobre el valor del arte, y lo que explorará este libro son las consecuencias de esta afirmación: la obra de arte no adquiere impacto social al romper con estas convenciones, sino que es a través de estas mismas convenciones como se genera impacto social. Como nos enseñaron las vanguardias, el formato expositivo no puede sustraerse del arte, igual que no puede sustraerse del carácter político del arte. Resulta esencial para la praxis de la obra, y por lo tanto forma parte de la existencia pública y política del arte. Por lo tanto, cualquier impacto que tenga el arte se da, no rompiendo con este contexto, sin convirtiéndolo en el lugar en que el arte se desarrolla en la práctica.

Los cuatro artistas de este libro -James Coleman, Daniel Buren, Tino Sehgal y Jeff Koons- ejemplifican la obra que trata sobre y se sitúa dentro del ritual expositivo. Cada uno de ellos interviene en algunos de los parámetros fundamentales del arte de la modernidad, que constituyen la conexión intrínseca del arte con el orden socioeconómico de las sociedades modernas: la noción de tiempo evolutivo, que el centro sea el individuo que se reconoce y distingue respecto al objeto material, y el estatus de este objeto como producto.

Considerando que el museo, en su sentido original, es una máquina que genera una concepción evolutiva y lineal del tiempo, el desarrollo y el progreso, ¿cómo puede la obra de arte existir en el museo sin subordinarse a esta concepción de la historia? ¿Cómo puede una obra de arte dentro del museo, que ya implica una noción determinada de tiempo, introducir en una temporalidad distinta? Las obras del artista irlandés James Coleman proporcionan una respuesta muy compleja a esta cuestión. Muchas de sus instalaciones viso-acústicas presentan temas y prácticas vinculadas a la memoria cultural. Pero como sus obras se desarrollan, fragmentaria y estructuralmente, a lo largo del tiempo, recordar resulta esencial para la constitución de la obra de arte en sí. En todo caso, solo mediante la percepción y el recuerdo del espectador se combinan imágenes y palabras habladas para formar una “obra”. Podría decirse que esto también sucede en muchas instalaciones multimedia actuales, pero, Coleman prohíbe cualquier registro técnico de su obra, la memoria propia necesariamente fragmentaria y subjetiva adquiere un estatus constitutivo distinto. Yo tuve que fiarme de mi memoria para escribir sobre la obra que centra el capítulo sobre Coleman, Box (ahhareturnabout) de 1977. Sus obras están marcadas por una interconexión particular de contenido, estructura e impacto. No solo abordan temáticamente la historia y el recuerdo, sino que veremos cómo -en la práctica- introducen una cultura distinta del recuerdo, concretamente, el recuerdo del cuerpo y la tradición de la historia oral, en su concepción como obras de arte.

A diferencia de Coleman, que genera un espacio particular para gran parte de sus obras de arte, un espacio particular separado visual y acústicamente del contexto expositivo, Daniel Buren opta por la estrategia opuesta y difumina el límite entre la obra de arte y cómo se presenta. La exposición con todos sus parámetros se convierte en su medio, o incluso en la obra de arte en sí. La obra de Buren parte del reconocimiento del impacto que una situación o contexto dado produce en el sentido y la experiencia de la obra de arte. De hecho, Buren es el primer artista que aborda y reflexiona sistemáticamente sobre este impacto, por lo que constituye una especie de piedra de toque para la tesis de este libro. Sus primeras obras de finales de la década de 1960 y 1970 señalan los diversos parámetros del contexto de la obra de arte, mientras que sus obras más recientes desde la década de 1980 tratan de cuestionar y transformar este contexto. Pero, en todas las obras de Buren, la obra de arte como entidad independiente y cerrada que atrae la mirada del espectador para apropiarse como objeto con sentido, ya no existe. No es el objeto sino el contexto y sus convenciones subyacentes lo que se convierte en protagonista de la producción de sentido. Y como la autonomía artística solo puede alcanzarse considerando todos los parámetros de este contexto, Buren se comporta como un metteur en scène en todos los aspectos del ritual expositivo, lo cual destaca especialmente en obras más recientes, como en su retrospectiva Le Musée qui n’existait pas, que tuvo lugar en el Centre Pompidou de París en 2002. En ella, Buren cuestiona la idea de la retrospectiva modificando el tipo de experiencia que suele producir convencionalmente una exposición de estas características. Buren interviene en el impacto y los efectos para acabar estableciendo un nuevo ritual expositivo.

Aunque entre los artistas que comento en este libro Buren reelabora mayoritariamente las convenciones de las artes visuales, el único parámetro que no altera también es la convención más fundamental, la materialidad de la obra de arte. Y en este caso sí se manifiesta una conexión intrínseca entre las artes visuales y el orden socioeconómico de las sociedades (post)industriales occidentales. Si las obras de arte establecen una relación especialmente sofisticada entre el individuo y el objeto material, es precisamente este apego de la subjetividad a las cosas lo que radica en el centro de la cultura industrial burguesa (y de consumo). Así, no es casual que un orden social que se compara con lo que produce -una “sociedad productivista”, como la denomina Felix Guattari7- conceda tanta importancia a un ritual centrado en el objeto material. Tino Sehgal arroja especial luz sobre la importancia del objeto en la obra de arte, porque, por principio, sus obras se niegan a participar en este modo de producción, ya que redefinen categóricamente el fundamento material de la obra de arte visual. Las obras de Sehgal logran existir y permanecen sin que haya ninguna clase de objetualidad material, y al hacerlo plantean preguntas como: ¿Qué conlleva que las obras de arte sean cosas, y qué implica cuestionar esta premisa? ¿Hasta qué punto es posible reafirmar el estatus de una obra de arte visual en una situación que no genere objeto alguno? ¿Qué condiciones han de cumplirse para transformar “nada” (en el sentido material) en “algo” (económica y simbólicamente) valioso? Las obras de Sehgal se constituyen en acciones y movimientos, como voces habladas o cantadas, y se materializan temporalmente en el cuerpo humano. Y, aun así, como cualquier obra de arte visual, se encuentran presentes durante toda la exposición. De este modo, las obras de Sehgal cumplen con el estatus de obra de arte visual sin serlo materialmente. En cierto sentido, dan continuidad a las reivindicaciones vanguardistas sin darles la vuelta. Rompen, de forma duradera, con la convención del objeto material, y así conceden una nueva forma de existencia al arte. Pero, a diferencia de las vanguardias, Sehgal reclama un lugar para sus obras dentro de las mismas estructuras de las que el movimiento renegó, concretamente en el museo y el mercado. Sus obras se exhiben, se venden a través de galerías y pasan a formar parte de colecciones museísticas.

Si, desde la década de 1960, se ha considerado que la relevancia social del arte radicaba en su capacidad de producir algún tipo de “conciencia crítica”, resulta llamativo que, respecto a los artistas que en este libro se comentan, la idea de criticalidad se quede corta para describir de forma precisa sus posturas. A través de las obras de Jeff Koons, quien rechaza explícitamente la noción de criticalidad, el capítulo final de este libro se dedica a debatir las condiciones y límites de la crítica como práctica cultural.

De ese modo, las obras de Koons condensan conceptualmente lo que afirmo que es clave en las de otros artistas que se comentan en este libro: la cuestión de si el arte, aparte de ejercer la crítica, puede crear y poner en entredicho la realidad, y cómo lo hace. En conjunto, Cómo hacer cosas con arte puede entenderse como una elaboración teórica de esta cuestión, o como manual para artistas, y espero que el libro suponga ambas cosas.

Y, por último, pero no menos importante, comento algunas ideas acerca de la metodología de este libro. El título es un juego de palabras con las influyentes conferencias de John Langshaw Austin Cómo hacer cosas con palabras8, que tuvieron lugar en Harvard en 1955. En ellas, Austin analizó la capacidad performativa, o productora de realidad, del lenguaje. Como el término “performativo” se ha convertido en una palabra clave del discurso artístico, y dado el atractivo actual de un término nuevo que ha captado cierto interés académico durante las últimas décadas, suele emplearse de un modo que distorsiona por completo su sentido original. Hoy en día se cree que lo “performativo” puede interpretarse “como propio de la performance”. Entendido en este sentido erróneo, lo performativo se ha convertido en un latiguillo ubicuo para designar muchas clases de fenómenos artísticos contemporáneos que, en su sentido más amplio, se muestran afines a formas escenográficas, de teatralidad y mise en scène. Pero, como categoría, lo performativo se empeña en permanecer indefinible, y hay buenas razones para ello, porque se basa en dar completamente la vuelta al término. Al decir esto me remito al sentido original que tiene en la filosofía de Austin, y más adelante en las obras de Jacques Derrida y Judith Butler, y no solo porque quiera recuperar la precisión metodológica que lo performativo parece haber perdido al popularizarse: este libro también supone un intento de hacerlo productivo para y dentro del discurso de las artes visuales.

Mi línea argumental se basa en dos premisas teóricas de Austin y Butler: la primera es que no hay obra de arte performativa, porque no hay obra de arte que no lo sea. Austin introdujo la noción de “performativo” en la teoría del lenguaje para referirse al lenguaje como acción. Austin argumentaba que, en ciertos casos, lo que se dice produce efectos que van más allá del propio lenguaje. En ciertas condiciones, los signos son productores de realidad; se pueden hacer cosas con palabras. Los ejemplos clásicos de lo que en principio Austin pensó que constituía una categoría particular de enunciados -los “performativos”- se originaron en el discurso legal: “Os declaro marido y mujer” y “Queda sentenciado a seis años de cárcel sin libertad condicional”. Aunque la idea inicial de Austin era considerar solo ciertos enunciados como performativos, no tardó en entender que no podía establecerse una distinción clara entre los actos de habla constatativo (descriptivo) y performativo. Si cada enunciado contiene aspectos tanto constatativos como performativos, hablar de “lenguaje performativo” resulta tautológico. Creo que en las obras de arte se aplica el mismo principio. No tiene mucho sentido hablar de obras de arte performativas, dado que todas las obras de arte poseen una dimensión productora de realidad.

Preguntar qué es lo performativo en el arte no consiste en definir un nuevo tipo de obras de arte, sino en perfilar un nivel específico de producción de sentido que, básicamente, existe en toda obra de arte, aunque no siempre se configura o aborda de manera consciente; es decir, su dimensión productora de realidad. En este sentido, lo performativo se acompaña de una orientación metodológica específica, con lo que se genera una perspectiva distinta respecto a lo que produce el sentido de la obra de arte. Esta perspectiva pretende reconocer y verbalizar la dimensión productiva, productora de realidad, de cualquier obra de arte. La noción de lo performativo permite considerar el impacto y los efectos, contingentes y difíciles de entender, que comportan las circunstancias del arte: es decir, el contexto espacial y discursivo en el que se sitúa; y la vertiente relacional, que conecta con el espectador o el público. Por consiguiente, podemos preguntar: ¿Qué clase de situación produce una obra de arte? ¿Cómo sitúa a sus espectadores? ¿Qué tipos de valores, convenciones, ideologías y significados se adscriben a esta situación? La dimensión performativa del arte pone de manifiesto las posibilidades y límites de generar y modificar la realidad que conlleva.

En segundo lugar, la noción de performatividad no tiene nada que ver con la forma artística de la performance. En sentido canónico, el modelo de performatividad está definido por la filósofa Judith Butler9. Tomando a Austin como punto de partida, Butler se concentra en el carácter productor de realidad del lenguaje, pero en vez del hablante individual, quien para Austin es la autoridad central, Butler enfatiza el poder de las convenciones sociales que otorgan poder al hablante, pero también relativizan el impacto del propósito individual. Según Butler, el acto performativo produce realidad no porque se desee o pretenda, sino porque deriva de convenciones que repite y actualiza. Todo enunciado y toda acción individual ha de participar de un contexto convencional para resultar comprensible y reconocible. Solo puede generar impacto basándose en ciertas convenciones (lingüísticas). Solo las convenciones previas otorgan poder al discurso presente, y permiten que produzca efectos más allá del lenguaje, en el terreno de la realidad10. Pero, como ninguna repetición es idéntica, el discurso no solo genera instantes de reproducción, sino también distinciones o desviaciones. Para Butler, cualquier acción que se incline al cambio solo puede darse dentro de esta red de convención e innovación, repetición y diferencia.

Así, el modelo teórico de la performatividad y la forma artística de la performance no solo se basan en visiones distintas, sino antagónicas. Mientras que la performance, al menos tal y como se entendió a sí misma al concebirse, se vinculó al performer individual y a la acción autónoma y singular, la performatividad (en el sentido de Butler) se refiere a la idea, ni autónoma ni subjetivista, de actuar. La ideología de la performance es externa a los sistemas sociales del museo y el mercado, mientras que, en el modelo de performatividad de Butler, sencillamente no hay exterioridad. Mientras que la performance se esforzaba por romper con las convenciones fundamentales del arte, para Butler cualquier forma de actuación solo puede pensarse dentro de la estructura constituyente y reguladora de las convenciones.

Teniendo en cuenta lo que argumenta Butler, queda claro que la idea de ruptura radical con las convenciones debe fracasar y por lo tanto no tiene interés. Los actos expresivos singulares considerados aparte del discurso no solo son irrelevantes, sino impensables. La idea de eficacia producida por una ruptura de las convenciones se sustituye por su uso, lo cual también posee potencial transformador. Con esta noción de performatividad podemos, por ejemplo, concretar cómo “actúa” cualquier obra de arte, no a pesar sino debido a que se integra en determinadas convenciones: cómo, por ejemplo, a través del museo, la obra de arte mantiene o co-produce ciertas nociones de historia, progreso y desarrollo. El modelo performativo señala estos niveles fundamentales de producción de sentido. Al centrarse en las convenciones de producción, presentación y persistencia histórica, muestra cómo cualquier obra de arte, sea cual sea su contenido, co-produce estas convenciones, y defiende que es precisamente esta dependencia de las convenciones lo que ofrece la posibilidad de cambiarlas.

Cómo hacer cosas con arte

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