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INTRODUCCIÓN

CON HOMERO, VIRGILIO, DANTE, Cervantes, Shakespeare, Goethe, Dickens y quizá alguno más, Dostoievski está en la lista de los grandes creadores de “mundos”, de universos narrativos. Escribió en unos tiempos en los que ya se anunciaba lo que vendría después, y él supo verlo. A la vez se fijó en las constantes del alma humana, en sus conquistas y en sus contradicciones.

EL HOMBRE

Entre las muchas desgracias de su vida tuvo siempre presente la muerte de un hijo de tres años, llamado Alekséi. Lo evoca en el llanto de la madre a la que se le muere otro pequeño Alekséi, en Los hermanos Karamázov. El protagonista de esta novela, el preferido por Dostoievski entre todos los que creó, es otro Alekséi, el maravilloso, bueno e inteligente Alioscha.

Luchó siempre contra sus desgracias, algunas involuntarias, como la epilepsia y otras verdaderos vicios, como la ludopatía, que le hizo estar casi constantemente cargado de deudas y teniendo que escribir a destajo para pagarlas.

Fue un singular cristiano, nada cercano a las prácticas de la Iglesia Ortodoxa, pero siempre embebido en el Evangelio. La frase que pone al comienzo de Los hermanos Karamázov («Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; mas si muere dará mucho fruto», Juan 12, 24) es la que su viuda quiso que se colocara en la tumba del escritor.

Siempre estuvo al lado de la pobre gente, de los humillados y ofendidos. Ese es su rasgo diferencial. Aunque era una tendencia en una pequeña parte de la novelística del XIX —Dickens, Zola, Victor Hugo (Los miserables), Galdós (Misericordia)— él fue quien con más profundidad y afecto llenó las narraciones de gente corriente que, para él, son los verdaderos eslabones de la historia.

Entre esta gente corriente se fijó en los marginados, en los abandonados por todos, en los miserables, en los proscritos, porque en cada hombre, en cualquier situación que estuviera, quería ver, antes que nada, un hermano. Así lo hacía igualmente Charles Baudelaire, nacido el mismo año que Doistoievski, en La flores del mal: «Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano».

EL ESCRITOR

Escritor de escritores y a la vez muy pegado al sentir del pueblo, está al tanto de la literatura rusa anterior. El mejor, para él, es Pushkin. En Tolstoi reconoce al gran escritor, pero no está de acuerdo con esa especie de evangelio laico y, en el fondo, volteriano, que predica. Lee con gusto a Gogol y a Turgueniev. Entre los escritores extranjeros clásicos prefiere a Shakespeare, Cervantes y Goethe. Del XVII, Pascal. Y de su siglo XIX, a Dickens, Walter Scott, Victor Hugo, E. T. A. Hoffman y George Sand.

«Yo trabajo siempre con cierta tensión nerviosa, con excitación, así veo mejor las cosas, siento con más fuerza y hondura. Todo se me subordina al temperamento, de tal modo que me resulta mejor el trabajo forzado», dice de sí mismo en el prólogo de Humillados y ofendidos. Es un escritor muy difícil de abarcar en su conjunto; pone tanta pasión en los personajes que parece defender una cosa y su contraria.

En cualquier caso, en sus grandes y más complejas novelas (Crimen y castigo, Apuntes del subsuelo, Humillados y ofendidos, El idiota, Los endemoniados, El adolescente, Los hermanos Karámazov), así como en Memorias de la Casa de los Muertos y en el Diario de un escritor, se puede encontrar una cartografía del alma humana. Muchos de sus personajes parecen obedecer a aquello de san Pablo («No hago el bien que quiero sino el mal que aborrezco», Romanos 7, 19) y Ovidio («Video meliora proboque, deteriora sequor», veo lo mejor, y lo pruebo, pero sigo lo peor, Metamorphose, VII, 20). No retrocede nunca ante lo profundo, a diferencia de gran parte de la literatura posterior, que es escéptica, cuando no cínica[1].

Estas grandes novelas presentan personajes con perfiles de pensamiento y pasiones que no están siempre claros; hay en ellos algo enigmático, cierta indefinición, muchos matices. Así le sucede a Stavroguin, de Los endemoniados, a quien el intriga­dor Piort Stepánovich califica de «guapo, arrogante, como un Dios»; Iván Karamazov, un cínico del ateísmo; Arcadio, de El adolescente; Raskolnikof, de Crimen y castigo; el extraño narrador de Apuntes del subsuelo; o el misterioso e ingenuo príncipe Miskin, de El idiota. A la vez sabe crear suspense, con frecuencia mediante la anticipación: adelanta algo, pero añade: «De esto hablaré después».

El estilo es más fluido y legible cuando narra en primera persona, como en El jugador o El adolescente. Cuando escribe en tercera persona, como en Los hermanos Karámazov, tiene que asumir el rol de narrador omnisciente. A veces recorre un camino intermedio, como en Los endemoniados, donde muchas cosas las sabe el narrador espía desde la habitación de al lado.

Cualquier personaje es importante, aunque se le dedique solo unas pocas páginas. No hay secundarios. Hay poca atención al paisaje, pero mucha al interior de las viviendas y a la apariencia externa de las personas, especialmente a los rasgos de la cara.

Se ha señalado con frecuenta el talento dramático de Dostoievski, muy apropiado para las novelas por entregas; por eso muchos capítulos terminan con un eficaz golpe de efecto, que hace esperar con cierta ansiedad la continuación.

EL PENSAMIENTO

Nicolai Berdiáiev (1874-1948), muy en la línea de Dostoievski, escribió que la existencia del mal es una prueba de la existencia de Dios. Si el mundo consistiera total y únicamente en la bondad y la justicia, no habría necesidad de Dios, porque el mundo mismo sería Dios.

El contraste entre el bien y el mal es esencial en el pensamiento de Dostoievski. Adherido en su juventud a propuestas llamadas liberales —en realidad, una combinación de nihilismo y socialismo—, desde su conversión al cristianismo el centro de su pensamiento son la necesidad de Dios y la fe en la inmortalidad del alma. Toda propuesta social que prescinda de esto está llamada a engendrar males. Incluso si se reviste de ideas filantrópicas. Para Dostoievski, el socialismo humanitario es fatalmente un preludio del ateísmo. Schátov, uno de los conspiradores de Los endemoniados, asegura que si en Rusia hubiera alguna vez revolución empezaría de manera irremisible por el ateísmo.

El cristianismo de Dostoievski está teñido de eslavofilia, pero no como un nacionalismo cerrado, sino como solución para Europa. Versilov, el padre de El adolescente, defiende la salvación de Europa por Rusia, «porque solo, en tanto que ruso, era yo entonces en Europa el único europeo». Piensa que Rusia ha de padecer por el mundo, la salvación vendrá del Este... En esto no fue del todo clarividente, si se tiene en cuenta la historia de su país en el siglo XX y hasta hoy. De todos modos, no vio a Rusia como algo eterno, sino como un pueblo que podía tener una misión salvadora más allá de sus propias fronteras.

La abundancia de textos que recoge esta antología acerca de la existencia de Dios y de la fe en la inmortalidad es reflejo de la insistencia de Dostoievski en ambos temas, más aún en sus últimas —y también más logradas— obras. Su perspectiva, muy detallada y minuciosa en el análisis de lo humano, es a la vez siempre trascendente.

Como es usual en las novelas, no todos los personajes gozan de la simpatía del narrador ni hablan por su boca. Pero puede decirse que Dostoievski se siente muy cercano a los personajes que destacan por su inocencia: una inocencia trágica, dulce y confusa, en el príncipe Miskin; y una inocencia lúcida y activa, en Alekséi Karamázov.

La versión que se ofrece de estos textos es resultado de una comparación de traducciones en castellano, francés e italiano.

[1] De las nueve obras citadas se han extraído los textos que componen esta antología.

Pensamientos y reflexiones

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