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Bases para una cocina saludable y con propósito

Los alimentos como energía

Los alimentos son fundamentalmente energía. En realidad, todo el universo lo es. La teoría cuántica, una de las ramas de la física moderna, lo ha demostrado. Según ella, la materia no es sino energía condensada. Veamos en qué se basa esa afirmación. Como sabemos, los átomos están formados por uno o varios electrones y por un núcleo compuesto de protones y neutrones. Los electrones no tienen masa, es decir, son energía en estado puro. Los protones y los neutrones, en cambio, sí cuentan con ella. Sin embargo, cálculos científicos han probado que si uniéramos todos los núcleos atómicos del universo, ocuparían el mismo espacio que la cabeza de un alfiler. Lo cual demuestra que la materia, por sólida que parezca, está prácticamente vacía.

El hecho de que una sustancia o un fenómeno nos resulten más o menos sólidos es una cuestión de percepción. En realidad, nunca llegamos a tocar nada verdaderamente. Cuando creemos rozar una mesa, sus electrones y los de los átomos de nuestros dedos no entran en contacto. Si lo hicieran, estaríamos frente a una reacción química, algo que, obviamente, no sucede cuando pasamos la mano por una mesa. La solidez de un objeto, en definitiva, no es más que una impresión. Y es que si pudiéramos contemplarlo a nivel subatómico, comprobaríamos que un objeto, sea cual sea su naturaleza, está formado por pequeñísimas porciones de masa separadas por enormes espacios huecos, una suerte de universo en el que los núcleos atómicos ejercen de estrellas, los electrones de planetas, y el resto son millones de kilómetros de puro vacío. De hecho, cuando algo se nos antoja duro o, por el contrario, blando, lo que estamos percibiendo son energías con diferentes longitudes de onda.

En resumen, tanto nosotros como el mundo que nos rodea somos básicamente energía. Y los alimentos, por supuesto, no escapan a esa ley. Por ello es por lo que vamos a abordar la alimentación desde el punto de vista energético.

El yin y el yang: la polaridad universal

La concepción del mundo como un cúmulo de fenómenos energéticos no es patrimonio exclusivo, ni mucho menos, de la física moderna. Tradiciones y filosofías de distinto signo y origen geográfico entienden y explican la realidad de esa forma desde hace muchísimos siglos. Y todas ellas, asimismo, comparten la idea de que los fenómenos se manifiestan como si tuvieran dos caras, resultado de la existencia de una polaridad energética universal, que se ha representado de distintas formas según la cultura o la religión a la que nos refiramos: el taoísmo la simboliza con el círculo del yin y el yang (los términos que vamos a utilizar en esta obra); el cristianismo, con la cruz (la energía vertical y la energía horizontal) o también con la Madre Tierra y el Padre Celestial, a los que se refiere Jesucristo en el evangelio copto de santo Tomás, por ejemplo; el judaísmo, con la estrella de David (dos triángulos superpuestos, uno de ellos invertido); el budismo tibetano, con la esvástica (tan tergiversada por el nazismo); el sintoísmo, con la T invertida; el zoroastrismo, con el punto y la línea; etc.

¿En qué consiste esa polaridad? Ya en la antigüedad, los hombres observaron que en todo fenómeno existe una tendencia hacia la expansión y otra hacia la contracción o, lo que es lo mismo, una tendencia yin y otra yang. En función de qué tendencia predomine en un momento determinado, es decir, sabiendo si el fenómeno se encuentra en una fase expansiva (yin) o en una fase contractiva (yang), se puede prever qué evolución sufrirá. El yin y el yang son, en síntesis, fuerzas (la primera centrífuga, la segunda centrípeta) que operan en cualquier dimensión de la realidad. Si hablamos, por ejemplo, del movimiento, éste será más yin cuanto más lento sea, y más yang cuanto más rápido. Si nos referimos a las texturas, las blandas son más yin, y las duras, más yang. Si analizamos a una persona por su constitución, será más yin cuanto más alta y gruesa sea, y más yang cuanto más baja y delgada. En cuanto a los ambientes climáticos, el tropical es más yin y, en cambio, los ambientes fríos son más yang. Yin, en definitiva, es todo lo que conlleva difusión, dispersión, separación, descomposición, etc. Yang, por el contrario, es lo que implica fusión, asimilación, reunión, organización, etc. En el siguiente cuadro podemos ver éstos y otros ejemplos de la aplicación de la polaridad yin/yang en la realidad.


Esta división debe tomarse siempre en términos relativos. Nada es yin o yang de forma absoluta, sino que todos los fenómenos son una combinación de ambas tendencias energéticas en una u otra proporción. Además, esa proporción varía constantemente, hasta el punto de que cualquier cosa, llevada al extremo, se convierte en su opuesto. Por otra parte, algo que, generalizando, lo incluiríamos en el campo de lo yin, puede ser yang comparándolo con algo más yin, y viceversa. (Veáse el gráfico «Espectro lumínico» en la primera página del pliego interior a color.)

Para comprender mejor cómo funciona esta polaridad universal, podemos acudir a los principios y leyes que, de acuerdo con la tradición oriental, regulan el funcionamiento energético del mundo. Según ella, los siete principios del «infinito universo» —concepto que alude a la matriz de fenómenos que nos envuelven, de la cual surgen los acontecimientos, situaciones y seres que configuran nuestra realidad— son:

• Todo es una diferenciación del Uno infinito.

• Nada es idéntico.

• Todo fenómeno es efímero y está transformándose constantemente, cambiando su polaridad de yin a yang, o viceversa.

• Los elementos antagónicos son complementarios, es decir, forman una unidad.

• Lo que tiene cara tiene dorso, y cuanto mayor es la cara, mayor es el dorso.

• Todo lo que tiene principio tiene fin.

• Yin y yang se manifiestan continuamente desde el eterno movimiento del infinito universal.

A partir de estos siete principios, la tradición oriental entiende el universo como una manifestación de dos energías antagónicas y complementarias: el yin —que representa la centrifugalidad— y el yang —que representa la centripetalidad—, las cuales se atraen mutuamente, interactúan y generan todos los fenómenos. Conviene tener en cuenta que nada es totalmente yin o totalmente yang. Cualquier fenómeno es una combinación de ambas energías en distintas proporciones, las cuales, además, varían constantemente. El equilibrio absoluto no existe, sino que, en los fenómenos, situaciones o sistemas estables, se da un equilibrio dinámico. Otras dos leyes fundamentales rigen a ambas fuerzas: por una parte, lo yin repele lo yin y lo yang repele lo yang; y, por otra, lo extremadamente yin produce yang y lo extremadamente yang produce yin.


Como veremos extensamente más adelante, también los alimentos tienen ese carácter bipolar: unos son más yin y otros son más yang; y, en función de ello, producen determinados efectos a nivel mental, emocional u orgánico. De ahí que la aplicación de la polaridad yin/yang a las recomendaciones sobre cómo alimentarnos y a las dietas curativas sea muy directa. Tan directa como efectiva. Un ejemplo a modo de anticipo: si una persona está dispersa, asténica y alicaída, es decir, se encuentra en una fase yin, lo que convendrá es que tome, por ejemplo, alimentos salados, concentrados y tostados, que producen efectos yang.

Pero antes de entrar de lleno en la cuestión de la alimentación y la cocina, veamos cómo funcionan ambas fuerzas, la centrífuga y la centrípeta, el yin y el yang, a escala planetaria.

La energía terrestre y la energía celeste

Todos los fenómenos que se producen en nuestro planeta lo hacen en el encuentro de dos clases de energías, las terrestres y las celestes. Las energías terrestres son yin: verticales, ascendentes y centrífugas. Las celestes, por el contrario, son yang: verticales, descendentes y centrípetas. En la confluencia, en el choque de esas dos fuerzas, se genera y se desarrolla, sin ir más lejos, la vida. Cuando predomina la energía celeste, nos encontramos con el mundo inorgánico, y conforme la energía terrestre aumenta, aparece el mundo orgánico. Los minerales, por ejemplo, tienden a cristalizar, a organizarse ocupando el mínimo espacio y la menor energía posibles: son yang estructurado, centrípeto y condensado. En cambio, el mundo orgánico crece por inhibición, tiende a la expansión, y gracias a la energía terrestre puede satisfacer su vocación de ocupar cuanto más espacio mejor. Podemos comprobarlo remitiéndonos al crecimiento de las plantas, vertical y ascendente. Incluso las plantas que aparentemente crecen horizontalmente lo hacen en realidad hacia arriba. Cosa distinta es que luego no encuentren un huésped por el que trepar y caigan debido a la gravedad. Claro está que las raíces crecen hacia abajo, pues yin y yang siempre coexisten, pero la tendencia dominante en las plantas es el crecimiento hacia arriba y hacia fuera.

Dentro del mundo orgánico, existen diferencias entre el mundo vegetal y el mundo animal. Las células de los animales (yang) son más condensadas que las de los vegetales (yin) y, en general, el mundo animal se rige por una tendencia más centrípeta y aglutinadora que la que gobierna el mundo vegetal, absolutamente expansiva. Esto es debido a que los animales cuentan con mayor proporción de energía celeste que los vegetales.

La energía terrestre, centrífuga y yin, es fruto de la rotación del planeta y alcanza su punto culminante en los trópicos. Allí crecen grandes árboles, grandes hojas, grandes insectos. Y es que la energía de la Tierra produce abundancia y pluralidad de seres. Por el contrario, la energía celeste, centrípeta y yang, predomina en los polos, donde la vida tiene mayores dificultades para desarrollarse: hay menor variedad de especies, con predominio absoluto de las animales —osos, focas…—, y las especies vegetales que empiezan a surgir conforme nos alejamos de los polos cuentan con características celestes (dureza, hojas pequeñas, más raíces y mayor condensación y resistencia que en los trópicos). Por otra parte, en los polos el mundo es más vibracional y energético («invisible», no manifestado), con poca variedad de vida y alta carga electromagnética (auroras boreales, por ejemplo) que en el ecuador, donde hay más manifestaciones físicas materiales (gran variedad de vida, especies, plantas de todo tipo…).


Dentro del mundo orgánico, lo vegetal es más yin: expansivo, pasivo y frío. Lo animal, en cambio, es más yang: compacto, activo y caliente. Como en los polos la energía predominante es yang, conforme nos acercamos a ellos van desapareciendo los vegetales. Si invertimos la dirección y nos encaminamos al ecuador, vemos que la diversidad vegetal, por el contrario, aumenta, y que los árboles son cada vez más altos (por más energía de la Tierra, yin).


Al contrario que las plantas, que reciben principalmente su energía de la tierra, a la que están arraigadas, los seres humanos, como animales que somos, tomamos más energía del cielo que de la tierra. Somos, de hecho, el animal que más energía celeste es capaz de captar. La proporción entre energía celeste y energía terrestre de que estamos cargados es, aproximadamente, de 7 a 1 que, por cierto, es también la proporción ideal, según los clásicos, entre el tamaño del cuerpo y el de la cabeza. Existe, sin embargo, una pequeña diferencia entre el hombre y la mujer que explica la polaridad y hasta la atracción entre ambos: el hombre está más cercano a la proporción de 8 a 1. De ahí que los ciclos de la mujer se rijan por múltiplos de 7 y los del hombre por múltiplos de 8. La mujer comienza a menstruar, o comenzaba a hacerlo, a los 14 años. Actualmente, la primera menstruación se ha adelantado debido al excesivo consumo de carne y de proteína animal —factores yang—, pero el ciclo sigue repitiéndose cada 28 días, un múltiplo de 7; y un embarazo dura 280 días. En el hombre, en cambio, la pubertad llega a los 16, un múltiplo de 8; y los 40 marcan en general un momento significativo.


Según las medicinas orientales, la energía terrestre entra en el cuerpo humano por los pies y por el perineo; la celeste entra principalmente por la cabeza. Ambas circulan por un mismo canal central y van cargando una serie de centros de energía, que los orientales denominan chakras, los cuales a su vez la distribuyen a través de nadis (o meridianos internos y externos) por todo el organismo. La energía sufre en ese trayecto un proceso progresivo de materialización, de más sutil a más densa, que alcanza su culminación en la linfa y las células.

Los chakras2 regulan las actividades fisiológicas y mentales de su área de influencia. En total, existen seis centros de energía básicos3 que se encuentran respectivamente en:

• La zona de la coronilla: es el lugar por donde entra, principalmente, la energía celeste (desde hace muchísimo tiempo este centro energético está desvitalizado, es decir, más allá de constituir la puerta de entrada de la energía celeste, no aporta energía al organismo sino que la consume).

• El mesencéfalo, o zona del cerebro medio: es el chakra que distribuye energía a los millones de células cerebrales.

• La región de la garganta: regula, entre otras cosas, la secreción de saliva, las funciones de las glándulas tiroides y paratiroides, la respiración y el habla.

• El corazón: gobierna, claro está, el sistema circulatorio.

• La zona estomacal e intestinal: desde donde se regula la digestión y se distribuye energía al hígado, el bazo, el páncreas y los riñones.

• La zona genital: es el principal lugar de absorción de energía terrestre.


Además de recibir su aliento del canal distribuidor de la energía celeste y terrestre, los chakras se nutren de la fuerza que les aporta el sistema sanguíneo, cargado a su vez electromagnéticamente. Gracias a ello, podemos influir directamente en su actividad, dado que la sangre se nutre de los alimentos que ingerimos y de lo que respiramos. En función de lo que comamos y bebamos, y también de cómo respiremos, los condicionaremos en uno u otro sentido y, por lo tanto, podremos mejorar nuestras capacidades físicas y mentales.

Lo yin y lo yang en el hombre y en la mujer

La polaridad energética universal explica también muchas de las diferencias que existen entre el hombre y la mujer. Pero para entender cómo operan el yin y el yang en los distintos sexos, conviene que diferenciemos previamente dos conceptos: la constitución de la persona y su condición. La constitución de la persona es el conjunto de características físicas y energéticas con que nace. Es, por así decirlo, su marca de fábrica, que nos habla de la estructura interna y la fortaleza de sus tejidos y sistemas orgánicos. La condición de la persona, en cambio, es el resultado de cómo nos cuidamos, el estado de forma en que nos encontramos en función de cómo vivimos y nos alimentamos, y nuestro estado de salud en un momento determinado.

Si, como veíamos anteriormente, la mujer es a grosso modo más yin que el hombre, sin embargo, hay que distinguir entre su interior y su forma externa. El interior de la mujer es más yang que el del hombre: está más cargado de energía celeste y es más concentrado. Prueba de ello es que sus órganos genitales están orientados hacia dentro y que, por lo general, la cintura es estrecha (los órganos centrales del cuerpo son más compactos) y su estatura es menor que la del hombre. En cambio, su forma externa es más yin que la del hombre: pechos mayores, formas no angulosas sino redondeadas, mayor cantidad de grasas, más blandita…

En líneas generales, tanto los niños como las niñas son yang: son pequeños y condensados y por eso les gusta lo yin (los helados, el azúcar, la fruta, etc.). Sin embargo, al nacer, una niña es más yang que un niño. Es más pequeña y compacta, más resistente y más fuerte. De ahí que durante el parto y las primeras semanas de vida sobrevivan más niñas que niños (en realidad, la muerte es el resultado final de un proceso de descomposición, de pérdida de energía, de desintegración, en definitiva, de yinización).

Desde la niñez, la mujer se muestra más atraída por lo yin y el hombre más atraído por lo yang. Esto ocurre precisamente porque el núcleo de la mujer es yang y se ve atraído por lo yin, y viceversa; el hombre internamente es yin y siente predilección por lo yang.

Así, la niña, que interiormente es más yang, acumula yin comiendo más grasa, dulces, verduras, frutas, ensaladas, etc. Con los años, su cuerpo se irá llenando de sustancia yin y aparecerán las curvas y redondeces propias del sexo femenino. Por el contrario, el niño, cuyo interior es más yin, tiende a comer más alimentos salados y concentrados, más proteína animal, alimentos más cocinados, con lo que acumula yang. Al nacer sin un núcleo energético denso y activo, busca métodos que lo hagan más fuerte, más compacto. Eso explica que se incline más que la niña por el ejercicio físico y por todo aquello que lo compacte.

Anorexia: alteración del yang

No todos los niños siguen este patrón general. En ocasiones, las tendencias no se cumplen y surgen alteraciones y enfermedades como por ejemplo la anorexia. Desde el punto de vista energético, la anorexia se explica por una falta de calidad del núcleo yang de la niña o adolescente. La niña rechaza lo yin: quiere estar muy delgada, tener un cuerpo plano y rehuye las redondeces y curvas propias de su sexo. Eso es producto de la falta de mineralización de su estructura interna o, en otras palabras, de la carencia de un buen yang nuclear. Lo que conviene en esos casos a nivel bioenergético es establecer dietas que nutran los órganos internos mineralizándolos. Con ese aporte de yang, la niña empezará a buscar también lo yin.

En general, la mujer, al tener un recubrimiento más yin, tiende a ser más emocional. El hecho de que cuente con mayor proporción de energía terrestre que el hombre la lleva a ser más práctica que él y le confiere mayores capacidades para la gestión de los asuntos biológicos y terrenales. El hombre, por el contrario, es más mental y proclive al idealismo. A la mujer le gusta lo yin: lo suave y lo delicado. Al hombre, en cambio, lo yang: la actividad, los deportes y la relación social. En cuanto a los alimentos, la mujer, en general, se inclina más por las frutas, las ensaladas, la verdura, los dulces o los lácteos. El hombre, por su parte, prefiere la carne, la caza o los alimentos más salados y fuertes.

Ya en la vejez, tanto el hombre como la mujer van perdiendo la capacidad de regenerar sus tejidos, que se vuelven más secos y menos turgentes. La sustancia que a lo largo de la vida han ido acumulando en los tejidos, se desgasta y emerge el núcleo interior (yang, concentrado y activo en la mujer; y yin, diluido y pasivo en el hombre). De hecho, para mantenerse joven lo que hay que hacer es regenerar esa sustancia año tras año, lo cual requiere de una alimentación que nutra la sangre, la esencia, la energía o el yang corporal, y la propia sustancia o yin corporal. En el apartado siguiente, nos extenderemos más sobre estos cuatro conceptos.

Cuando, en la tercera edad, el núcleo se convierte en predominante, a menudo los sexos intercambian sus papeles. Así, puede darse que una mujer que siempre haya tenido un carácter suave, dulce y flexible cambie, para volverse más arisca y dominante, más disciplinada y activa. Y viceversa: al perder su capa externa yang, un hombre acostumbrado a llevar la iniciativa y cuyo carácter haya sido siempre autoritario y territorial, puede volverse suave, flexible, conciliador e incluso cándido.


La esencia, la sustancia y la energía

Hemos hecho referencia más arriba a la necesidad de nutrir la esencia. Pero, ¿qué es exactamente la esencia? Según las medicinas orientales —la tradicional china, la ayurvédica y la tibetana—, la esencia es una sustancia sutil que se acumula en los riñones y otros órganos vitales y que permite la regeneración y el crecimiento de los tejidos. De hecho, existen dos tipos de esencia: la prenatal y la posnatal. La esencia prenatal es la que heredamos de nuestros padres, esto es: la esencia de que disponemos al nacer. La esencia prenatal determina la fortaleza de nuestra constitución y la expectativa de vida. La esencia posnatal es la que obtenemos a partir de la digestión de determinados alimentos.


El ser humano consume esencia a diario, tanto prenatal como posnatal. Normalmente, el gasto diario de la primera es, aunque inevitable, mínimo; sin embargo, si uno dispone de poca esencia posnatal, consumirá más esencia prenatal de lo debido, y hay que tener en cuenta que cuando se acaba la esencia prenatal, morimos. Cuanta más esencia posnatal acumulemos, mejor conservaremos nuestra reserva de esencia prenatal, lo cual influirá en nuestra salud, nuestra vitalidad y nuestra capacidad para regenerarnos y mantenernos jóvenes. En la medicina tradicional china se conoce al cerebro como «el mar de la esencia»: y es que existe un vínculo muy estrecho entre la esencia y la capacidad intelectual, la capacidad de concentración, la fluidez mental, el volumen de recursos mentales y la capacidad para meditar, entre otras funciones y elementos. El cerebro, como veremos más adelante, está muy relacionado con los riñones.

La esencia es un elemento desconocido para la medicina occidental y, sin embargo, resulta indispensable tenerla en cuenta para entender el funcionamiento bioenergético del cuerpo humano. Los alimentos que la restituyen son, sobre todo, los granos —semillas, legumbres, cereales en grano—, así como los frutos secos, los aceites de primera presión en frío y el pescado. De ahí la importancia que deben tener en nuestra dieta.

Conviene reseñar que un grano entero, por ejemplo un grano de arroz, es rico en esencia porque conserva la capacidad de germinar, de producir vida. No ocurre así cuando se ha convertido en harina o sémola, o ha sido procesado y ha perdido su forma y sus cualidades. Por ello, con vistas a tonificar la esencia —algo fundamental en el tratamiento de muchas enfermedades4—, hay que saber cocinar los granos enteros de modo que no pierdan ese don esencial. Ya Aristóteles decía hace más de 2.300 años:

La materia contiene la naturaleza esencial de todas las cosas, pero sólo de manera potencial. Por medio de la forma, esa materia se convierte en real o actual.

Además de la esencia, los órganos cuentan con otros tres componentes básicos: la energía o yang corporal, la sustancia o yin corporal —es decir, los fluidos corporales y los tejidos conjuntivo y de los órganos—, y la sangre, que es la que permite que la energía y la sustancia procedentes de los alimentos lleguen a los órganos.


En cada órgano, la esencia es la encargada de mantener el debido equilibrio yin/yang, es decir, el equilibrio entre la sustancia y la energía, el equilibrio entre el sistema simpático y parasimpático. En definitiva, la esencia se ocupa de que el órgano pueda desempeñar su función y se recupere y regenere adecuadamente.

La salud de nuestro cuerpo en general y la de cada órgano en particular depende de esos cuatro elementos. Teniendo en cuenta que cualquier alimento incide sobre uno o más de ellos, haremos continuas referencias tanto a la energía como a la sangre, la sustancia y la esencia cuando abordemos las ventajas o desventajas de seguir un tipo u otro de dieta.

2.-Chakra: en sánscrito significa «rueda».

3.-Al hablar de chakras nos referimos a los que están situados en el entorno del canal central. En el cuerpo existen otros centros de energía periféricos, por ejemplo en el hígado, en el bazo, en los riñones, en las manos, en el espacio interclavicular, etc. Por otra parte, la medicina tibetana describe seis chakras principales, mientras que la medicina ayurvédica habla de siete. El chakra que obvia la medicina tibetana está, según la ayurvédica, en la coronilla; la tradición tolteca tampoco lo valora por estar desvirtuado y fuera de control.

4.-La esencia puede convertirse en sustancia o en energía cuando el cuerpo está falto de ellas. Por ello, la esencia es el gran armonizador del organismo. Al desempeñar su función, los órganos y los tejidos consumen energía y pierden sustancia. La esencia regula la acción de los órganos y los tejidos, vinculada con el sistema simpático y su regeneración, vinculada con el sistema parasimpático. El desequilibrio simpático/parasimpático está en el trasfondo de toda enfermedad.

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