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Recuerdo el día en que llegamos al pueblo en la camioneta del abuelo, no la vieja camioneta Chévrolet, sino una camioneta un poco más pequeña y de modelo más reciente, una Dodge blanca, repleta su batea con nuestras cosas. Mi tío Federico, hermano de mi madre, había ido por nosotros. Recuerdo que lo que más me sorprendió fue la cantidad de niños que se amontonaban alrededor de la camioneta. Había niños de todos los tamaños y de distintas edades por todas partes. Mientras mi madre y mis hermanos bajaban cosas pequeñas y mi tío, con ayuda de otros hombres, introducían las camas y los muebles más grandes y pesados a la casa-galera, yo observaba con cierto recelo a los niños que se lanzaban sugerentes miradas entre ellos y me parecía que sonreían con malicia. Había un niño regordete y con los pelos parados trepado en el borde de una barda de una casa vecina que no dejaba de sonreír pícaramente. Alguien, una mujer, le gritó: «¡Pillo, baja de inmediato de allí!». Y el chiquillo se escurrió por la barda dando un salto temerario hacia el lado de la calle, y echó a correr como endemoniado metiéndose en un acceso que se hallaba justo a un lado de la casa-galera. Yo no tenía la menor idea de que iríamos a vivir al pueblo en el que vivían los abuelos, ni mucho menos que viviríamos en una casa-galera, que hasta entonces desconocía, incluido el zaguán en donde el abuelo guardaba su vieja camioneta Chévrolet y otros cachivaches que tanto me atrajeron. Conocía, desde luego, la casa de los abuelos, en la que solía quedarme una temporada, sobre todo en vacaciones o en uno que otro fin de semana. Esto me resulta aún un misterio: yo no recuerdo si mi madre me dejaba con mis abuelos por su cuenta o si era yo el que pedía, por decisión propia, quedarme con ellos. Sea como fuera, guardo gratos recuerdos de aquellas veces en que, aún viviendo en la ciudad, permanecía una temporada en casa de los abuelos. Sobre todo, me gustaba compartir el cuarto con Diana, la muchacha que era nuestro familiar de lejos y que ayudaba a la abuela en las labores de casa. Recuerdo que se rumoraba, mi madre también lo creía, que Diana estaba enamorada de mi tío Federico. Diana no era una mujer lo que se dice agraciada, era más bien flaca y dientona y tenía un gran diente de oro, que resaltaba cada vez que reía o sonreía, además de ser chismosa y de acostumbrar llorar cada vez que mi tío Federico la trataba o le hablaba mal. No recuerdo que fuera particularmente amable o cariñosa conmigo. Pero me gustaba compartir la habitación con ella. Por las noches, dormíamos en una pequeña cuarto, de una serie de cuartos conectados entre sí, que se hallaba a un costado de la casa principal, donde vivían los abuelos. La habitación y la casa de los abuelos estaban separadas por un pequeño patio-zaguán en el que el abuelo guardaba sus camionetas; de manera ocasional dejaba estacionada allí su vieja camioneta Chévrolet, junto con la Dodge blanca. Este patio tenía un techo de concreto, como toda la casa principal, de modo que era algo oscuro: el zaguán de la casa-galera en donde llegamos a vivir posteriormente también estaba techado, pero su techo era de teja, al igual que el techo de la casa-galera, pero era más alto y por lo mismo menos oscuro y mucho más fresco. El patio-zaguán de la casa de los abuelos se mantenía libre de trebejos, a diferencia del zaguán de la casa-galera, y en las paredes había colgadas vistosas jaulas de madera y de metal que resguardaban en su interior pájaros cantarines, y recuerdo en especial por las mañanas el canto fresco y alegre de una calandria de la abuela, que disfrutaba mucho. Estos cuartos, creo que eran tres o cuatro, e ignoro para qué se ocupaban los otros, eran de teja y muy altos, y tenían estrechas y curiosas puertas de madera que se abrían de par en par con cuadros de cristal a manera de ventanas. Recuerdo una noche en especial: sin poder dormir, me sobresaltó de forma repentina el chillido agudo de lo que yo creí en ese momento era el llanto de un recién nacido. Para colmo, se avecinaba una tormenta; los relámpagos centelleaban violentamente a lo lejos y a pesar del techo del patio-zaguán penetraban por las ventanas de las puertas del cuarto, creando lúgubres destellos en las paredes, y luego se dejaban caer unos truenos estruendosos. Yo estaba paralizado de terror en mi cama. Diana dormía en el otro extremo, relativamente cerca de mi cama. De repente Diana, que ignoraba que estuviera despierta y sobre todo que supiera que yo me hallaba con los ojos abiertos, trató de tranquilizarme diciéndome que el chillido era de un gato. Nunca en mi vida, por asombroso que pareciera, había escuchado esos lamentos agudos y espantosos de gato en todo semejantes al llanto de un recién nacido. Me preguntó si tenía miedo. Le dije, mintiéndole, que no. Me preguntó si me asustaban los relámpagos y los truenos. Le dije, volví a mentir, que no. Me preguntó si quería ir a su cama. Esto me dejó de nuevo paralizado. Era algo que nunca, en mis frecuentes visitas a casa de mis abuelos, había contemplado. Como no respondí, me preguntó si quería que ella fuera a mi cama. La tormenta arreciaba y el gato o el recién nacido: seguía convencido de que se trataba de un recién nacido, lo que hacía más tétrico el asunto, continuaba chillando como si lo estuvieran estrangulando. Contuve lo más que pude la respiración agitada y le respondí que no, que me encontraba bien, que me dormiría enseguida. Diana no dijo nada. Se acomodó en su cama y por mi parte creo haberme dormido aterrorizado entrada ya la madrugada. Ignoro si esta fue la última vez que decidí dormir en la habitación con Diana. Aunque más tarde, es decir unos ocho o diez años después, estuve locamente obsesionado con los frondosos y colgantes pechos de Diana, que había pasado por alto, aunque hasta cierto punto era comprensible dada mi corta edad y la penosa situación de aquella noche pavorosa del gato y la tormenta. De niño siempre fui muy temeroso. En particular desde que mi abuelo construyó la nueva casa, la casa normal, encima de la casa-galera. No entiendo por qué me volví tan medroso a partir, o a raíz, de la casa normal, en donde las noches se me hacían un infierno, pues no recuerdo que antes, ya sea en la casa-ferretería o en la casa-galera, se me manifestaran sentimientos tan profundos y estremecedores de miedo y espanto. Aunque ahora que lo menciono, hemos de haberles parecido mi hermano y yo a los niños del pueblo unos curiosos especímenes procedentes de la ciudad: pálidos, escuálidos y entecados, lo que nos granjeó, quizá merecidamente, poco después de nuestra llegada, el mote de los espantados, que yo en verdad odiaba: mi madre, por sugerencia de no sé quién, decidió enviarme con la Chata, una vieja curandera del pueblo, y que también era nuestro familiar de lejos, la cual se colocaba un paliacate en la cabeza a la hora de iniciar la limpia, y después de restregarme con yerbas malolientes todo el cuerpo, hacía un buche de aguardiente que me escupía a la cara gritando: «¡Vente, Edgar, no te quedes! ¡Vente, Edgar, no te quedes!». Ignoro en dónde me estaba quedando… Pero, en todo caso, este tipo de espanto de la ciudad era muy diferente al espanto del pueblo. El espanto de la ciudad, en nuestra experiencia, puede inferirse claramente de la angustia interna que ocasionaron en nosotros, sus hijos, nuestros padres a través de sus muchos conflictos internos que ellos manifestaban exteriormente a base de peleas y precariedades económicas. El espanto del pueblo, por su parte, puede entenderse como un terror metafísico y psíquico, producto de creencias infantiles, pero realmente tangibles, en fantasmas, aparecidos, muertos y presencias inmateriales, pero malignas, que acechaban a los niños pequeños. Además, la casa-ferretería y la casa-galera tenían la ventaja de ser espacios abiertos en donde las «habitaciones» eran continuas, no habiendo paredes ni muros ni nada que las dividiera, y podíamos sentirnos seguros al vernos acompañados por las noches de nuestra madre, de algún modo siempre a nuestro lado. Pero la casa normal significó algo de lo cual yo no estaba acostumbrado ni mucho menos preparado: habitaciones separadas: una para mi madre, otra para mis hermanas, y otra para mi hermano y para mí. Y el compartir cuarto con mi hermano era como dormir con una piedra o con un ladrillo. Dormíamos en literas, pues nuestro cuarto era increíblemente reducido. Mi hermano arriba y yo abajo. Nuestro cuarto daba a un pequeño patio, y el patio a La planilla, que era una especie de explanada básicamente de concreto en la que solíamos jugar horas enteras por la tarde hasta que oscurecía, y en donde contaban los otros niños que se dejaba ver en las noches el charro negro y se oía el escalofriante lamento de la llorona. Además, había una capillita en miniatura en una de las esquinas, debajo de un aguacatal, en el sitio en que se aseguraba habían matado hacía muchos años de un disparo a un hombre. Estas cosas me atormentaban por la noche. E igual o en mayor grado me inquietaba el recuerdo de los cuentos de miedo contados casi todas las noches antes de irnos a la cama por los viejos Siria y Honorio, que se decía que eran hermanos pero que vivían juntos en un cuartito de piedra, barro y piso de tierra, casi enfrente de nuestra casa. Al oscurecer, un grupo de niños nos reuníamos alrededor del cuartito, sentados al borde de la banqueta; del alero del techo de teja se sostenía un foco encendido que irradiaba una pálida luz, dando a las figuras escuálidas de los viejos hermanos apariencias realmente cadavéricas. Costaba trabajo adivinar quién era más grande que el otro, pero tanto Honorio como Siria debían rondar los setenta años. Sin embargo, no parecían seres siniestros, sino dos ancianos apacibles que gustaban de contar cuentos de espantos y aparecidos afuera de su cuartito, sentados cada uno en un banquito de madera. Honorio era un hombrecillo alto y muy delgado, más bien lampiño, con una rala barba de candado. Siempre llevaba sombrero de palma y vestía camisas holgadas, raídas y de tonos claros. Usaba unos zapatos desgastados, sin calcetines, debajo de los pantalones zancones. Siria era casi tan alta y flaca como su hermano; su cabello era completamente blanco, recogido en un desmadejado chongo con pasadores. Su rostro era igual de inexpresivo y como derretido que el de su hermano. Vestía largos y deslucidos vestidos que le llegaban a la pantorrilla. Hablaban en voz muy baja, susurrante, sin ninguna entonación en especial, turnándose la palabra entre una y otra historia sobre hombres de carne y hueso que se encontraban inesperadamente en una noche cualquiera con un espíritu de ultratumba. Como era de esperarse, al momento de contarlas, a pesar de que creíamos en el más mínimo detalle que nos narraban, no provocaban en nosotros ningún temor exagerado, además de que nunca faltaba aquel que se quisiera hacer el valiente. Pero en mi habitación todo era distinto. Después de cenar, bañarse e irse a la cama, y en la total oscuridad, el efecto de las extrañas historias de Siria y Honorio cobraban otra dimensión, una dimensión a la vez irreal pero aterradoramente cierta, escalofriante y abarcadora. Entonces creía distinguir una sombra en el patio a través de la ventana, oír un lamento prolongado, escuchar una siniestra respiración que no podría ser la de mi hermano… Esto me acobardaba y me martirizaba todas las noches. Rogaba al cielo que amaneciera y me prometía que jamás volvería a escuchar las lúgubres historias de Siria y Honorio, lo que sabía de antemano que era imposible de cumplir, pues poseían, y estaba totalmente convencido de ello, un extraordinario influjo en mi persona. Para colmo de males, la casa-galera, antes de convertirse en la casa normal, había sido en otro tiempo panadería. Mi abuelo fue panadero muchos años en su juventud y justo donde vivíamos había estado su panadería. Y se tenía la creencia en los pueblos, ignoro el motivo de esa creencia, pero algo tenía que ver con la sal y la harina con que se elaboraba el pan y eran regadas de manera involuntaria al suelo, que en las panaderías era muy común que espantaran. Recordar esto me causaba verdaderos estragos en las noches. Y me venía entonces a la cabeza aquel relato que contaba mi madre, cuando una vez estando mi abuelo y los demás panaderos a su cargo en la panadería, muy temprano en la madrugada, pero todavía de noche y completamente oscuro, pues se levantaban a esas horas a trabajar, unos panaderos le preguntaron a mi abuelo si sabía de quién podía ser un cerdo enorme y feo que de seguro se había escapado de su cochinero y andaba suelto por la calle principal del pueblo arrastrando unas cadenas. Mi abuelo, inalterable, amasando la masa para preparar el pan del día, respondió de lo más tranquilo: «Es el diablo, pendejos». Entonces me parecía advertir un ruido de cadenas arrastrándose por la calle enfrente de la casa, a pesar de que nuestro cuarto era el que quedaba al fondo. Imaginaba a ese cerdo feo y enorme con cara de diablo que se paseaba pesadamente todas las noches…

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