Читать книгу Retrato del artista pigmeo - Edgar Aguilar - Страница 8
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Mi abuelo siempre me pareció una especie de roca. Más por su complexión que por su carácter. Robusto, no muy alto, y parco, aunque no propiamente frío, en su trato con nosotros. Era el clásico hombre de campo, de sombrero de palma y los pantalones subidos muy arriba del vientre abultado. Del abuelo en realidad recuerdo pocas cosas: nos daba siempre nuestro domingo, por ejemplo; decía mi madre que en el baúl que conservaba en su cuarto, un gran baúl de cedro, guardaba su dinerito, pero al referirse a su dinerito, uno podía imaginar que era mucho dinero. Mi abuelo era propietario de enormes fincas de café. Y se llevaba a los cortadores de café a La barranca en su vieja camioneta Chévrolet. Y tenía una alacena especial en la cocina de su casa repleta de cajitas y frascos de medicina. Y no hacía otra cosa que cuidar de sus fincas de café y trasladar cortadores de aquí para allá y darles su raya cada sábado en la época de cosecha. Operación que, por lo demás, me agradaba mucho presenciar: mi abuelo colocaba una mesita en el centro de una suerte de recibidor que lindaba con la parte principal de su casa. Allí se sentaba con sus libros, unos libros pequeños, escolares, que me hacían mucha gracia verlos en sus grandes manos callosas, en los que apuntaba los nombres y la cantidad de corte a lo largo de la semana de cada uno de los arribeños, como se les llamaba a los cortadores. Los arribeños vivían de manera temporal, durante el tiempo que duraba la cosecha, en unos cuartos de tierra, piedra y teja, llenos de hollín, que se ubicaban alrededor de La planilla, atrás de la casa-galera, luego casa normal. Los cortadores: hombres, mujeres, ancianos, jóvenes casi niños, formaban una fila en la entrada del recibidor y pasaban uno por uno a recibir su paga. Mi abuelo pedía el nombre, aunque a la mayoría, sobre todo a los adultos, los conocía muy bien, y de este modo con su dedo índice buscaba en sus pequeños cuadernos escolares la cantidad de kilos por día y la suma total de la semana de corte de café y el consiguiente pago que a cada arribeño le correspondía. Mi abuelo era muy organizado en este sentido. En la mesita tenía preparados varios montoncitos de morralla; había también sobre la mesa, además de los cuadernitos, un modesto cofrecito de madera del que extraía billetes de distintas nominaciones, el cual abría y cerraba diligentemente cada vez que tomaba el dinero. Los arribeños acostumbraban bromear y empujarse mientras hacían fila y esperaban su turno. Como era natural, había siempre los que cortaban más kilos y quienes, en consecuencias, obtenían mejor paga. Estos mejores cortadores eran un tanto arrogantes y el mejor cortador de la semana solía fanfarronear ante los otros. Siempre eran los mismos, dos o tres, los mejores cortadores. Los arribeños eran en general muy reservados con nosotros, los nietos del patrón, y muy raramente interactuábamos, aunque había algunos que sí nos saludaban. Eran hombres y mujeres haraposos, flacos, borrachos: bebían pulque, pero eran muy respetuosos, alegres y vacilaban mucho entre ellos. Los domingos, sin embargo, los hombres se bañaban, se untaban brillantina en sus pelos reacios, se vestían con sus mejores ropas y salían a caminar al pueblo o a divertirse por la noche en la feria, que invariablemente se establecía en el pueblo en la época de corte. Había incluso uno que otro arribeño que me parecía que tenían cierto estilo y personalidad. Recuerdo que en una ocasión, entreteniéndome atrás de La planilla recolectando piedras, en donde estaban unos chiqueros cubiertos de maleza que mandó a construir mi tío Héctor, y que nunca prosperó su negocio de criar cerdos, como todo negocio que emprendía, este tío era, por lo demás, bastante seco y huraño, y sólo se le veía sonreír y estar alegre y ponérsele el rostro colorado cuando bebía, descubrí en el piso un papel arrugado y sucio y partido a la mitad, lo que quería decir que en realidad eran dos pedazos de papel arrugados y sucios tirados en el suelo, pero que debían haber formado uno solo, lo levanté por curiosidad y me percaté de que había unas líneas escritas en él. La letra era grande y desigual, como de quien apenas está aprendiendo a escribir, y con trabajo se podía entender lo que decía. Se trataba, sin embargo, por lo que pude deducir al unir los dos trozos de papel, de una carta de amor. Decía algo así como «te quiero…», «no puedo vivir sin ti…», «te lo juro por Dios…», «me voy a matar…», «te vi el otro día con el Ramiro y te hiciste la que no…», y cosas por el estilo. La carta no estaba firmada, y aunque lo hubiera estado, yo no conocía a los arribeños por sus nombres. Traté en cambio de imaginar, pues a la mayoría los conocía bien de vista, al arribeño que podía haber escrito tales ocurrencias, pero mi esfuerzo fue inútil; se me hacía un poco difícil concebir, por otro lado, que un arribeño no pensara en otra cosa que no fueran kilos de café, pulque y días de paga. Ignoraba cómo había llegado esa carta al maloliente cochinero de mi tío. La arrojé al piso y continué mi juego, pero creo que desde entonces tuve otra idea, no sé si mejor o peor, pero en definitiva otra idea, de lo que implicaba también ser arribeño. Es decir, que se podía enamorar y sufrir y enloquecer y querer morirse o matarse, como cualquier otro hombre, por una mujer…