Читать книгу Espejos falaces - Edgar Brizuela - Страница 6

Adán y Eva Me acerqué con la delicadeza que le gustaba —escribió el hombre—, sin poder contener el frenesí que ella deseaba aumentar, incluso si la llevara a la misma muerte.

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Luego, dando vueltas a su imaginación, impregnó el papel de nuevos olores, visiones y colores, todos nacidos al amparo de encuentros furtivos que sucedían en un tiempo inconexo.

Me levanté y la miré desnuda, hermosa. Sin duda —continuó el hombre— es mi personaje favorito. Con ella puedo experimentar, darle forma. Soy su creador, no existe sin mí, soy absolutamente necesario para ella.

Pero en algún momento su pluma se detuvo, como si algo se interpusiera entre él y el papel, como si hubiera una barrera infranqueable que estuviese al final de un pasillo que no conducía a sitio alguno, o que formase parte de un laberinto, cuya salida desconocía. Su mano se negaba a escribir, su mente no encontraba nuevas ideas.

Cansado, quedó con la cabeza tumbada sobre la mesa mientras pensaba en los últimos acontecimientos. No poseía la capacidad de registrar aquella verdadera novedad que veía crecer en ella. Un gesto nuevo, una vitalidad nacida de experiencias que él no le había otorgado.

“Él aún está empeñado en demostrar una fuerza que no posee”, vio de repente escrito en el papel. Ella razonaba, construía, escribía velozmente mientras él palidecía. “Ha nacido en mí una conciencia, un modo nuevo de ser, de existir, que no puedo describir”, narró la mujer.

El hombre no sabía de qué se trataba todo, pero de algún modo se sintió utilizado. Intuyó que lo que había escrito cabía dentro de moldes predeterminados por ella, pertenecía a un esquema que no era el suyo y cayó en cuenta de que poseía una trama mejor urdida.

Desfallecía desenmascarado, impotente. Sintió caer sobre sí una página de una obra que ella aún no terminaba. “Cansado, él se acostó a dormir. Soñó que desde mí fluía una energía que lo impulsaba a trascender a sí mismo. Gracias a mí vivía, podíamos reencontrarnos y conocer, en parte, mis secretos. Pero el conocimiento que he logrado es incompleto, pues en la medida que prolongo su existencia, extiendo la mía”.

El hombre creyó entender que no era más que un instrumento para que ella se manifestara, creándolo de paso para satisfacerse a sí misma.

Durmió. Cuando despertó estaban frente a frente. Decidió escribir.

—¿Qué haces? —le dijo la mujer.

—Relato mi sueño.

—¿Y cómo es tu sueño?

—La verdad es que no lo sé. Es extraño.

—Despierta si quieres.

—No puedo.

—Si quieres me despiertas, como a ti te gusta.

—¿Lo puedo hacer?

—Por supuesto, escríbelo.

—Es lo que deseo.

Me acerqué con la delicadeza que le gustaba —escribió el hombre—, sin poder contener el frenesí que ella deseaba aumentar, incluso si la llevara a la misma muerte.

La mujer estaba desnuda sobre la cama.

Espejos falaces

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