Читать книгу El castillo encantado - Эдит Несбит - Страница 5
/ CAPÍTULO 1
ОглавлениеLos chicos eran tres: Jerry, Jimmy y Kathleen. Claro que el verdadero nombre de Jerry era Gerald, y no Jeremías, aunque ustedes hayan pensado otra cosa. El nombre de Jimmy era James, y a Kathleen nunca la llamaban así, sino que casi siempre era Cathy, o Catty. También Catalinda, cuando sus hermanos estaban bien con ella, o Cato Salvaje en caso contrario.
Estudiaban en un pequeño pueblo del oeste de Inglaterra. Por supuesto, los niños estaban pupilos en una escuela y la niña en otra, porque el sensato hábito de mandar a los varones y a las niñas a la misma escuela no es tan común todavía como espero que algún día lo sea.
Solían pasar juntos los sábados y domingos en la casa de la señorita Hervey, una amable solterona. Pero aquel era uno de esos lugares donde es imposible jugar. Conocen ese tipo de casa, ¿no? Hay algo en el aire que te impide hasta hablar cuando te dejan solo, y allí cualquier juego parece raro y hasta fingido. Así que esperaban ansiosamente las vacaciones, cuando irían a casa y compartirían todo el día, en un lugar donde jugar era natural y la conversación posible, y donde los campos y bosques de Hampshire ofrecían miles de cosas para hacer y para ver. Su prima Betty también estaría ahí, y ya tenían planes.
Betty terminó las clases antes que ellos y llegó primero a la casa de Hampshire. Pero en cuanto estuvo allí, se enfermó de sarampión. Por eso ese verano nuestros tres amigos no pudieron volver a su hogar. Se imaginan cómo se sintieron. No toleraban siquiera pensar en pasar siete semanas en lo de la señorita Hervey, y los tres escribieron a casa y contaron todo. Esto sorprendió mucho a sus padres, que estaban convencidos de que se divertían en lo de la querida señorita Hervey. Sin embargo, se portaron “bastante bien al respecto”, como dijo Jerry, y luego de una seguidilla de cartas y telegramas, se decidió que los chicos se quedarían en la escuela de Kathleen, donde ya no había niñas ni maestras, salvo la de Francés.
–Será mejor que estar en lo de la señorita Hervey –reflexionó Cathy, cuando los varones fueron a preguntarle a Mademoiselle cuándo podían mudarse–. Además nuestra escuela no es tan fea como la de ustedes. Nosotras tenemos manteles en las mesas y cortinas en las ventanas, mientras que en la de ustedes solo hay pupitres y pizarrones de pino, y oscuridad.
Mientras los chicos empacaban sus cosas, Kathleen adornó los cuartos lo mejor que pudo, con flores que puso en frascos de mermelada. Más que nada caléndulas, ya que no había mucha variedad en el jardín de atrás. Sí había geranios en el jardín del frente, y zapatitos de Venus y lobelias. Pero, por supuesto, los alumnos no estaban autorizados a cortarlas.
–Deberíamos pensar en algún juego para entretenernos durante las vacaciones –dijo Cathy después de tomar el té y de desempacar la ropa de los varones. Se sentía muy madura y meticulosa mientras apilaba con cuidado las diferentes prendas en montoncitos prolijos dentro de los cajones–. ¿Qué tal si escribimos un libro?
–No podrías –sentenció Jimmy.
–No me refería a mí, obviamente –respondió ella, un poco dolida–. Me refería a nosotros.
–Demasiado aburrido –dijo Gerald, brevemente.
–Si escribiéramos un libro sobre cómo son en realidad las escuelas por dentro, la gente lo leería y pensaría que somos muy inteligentes –insistió.
–Más bien nos expulsarían –bromeó Gerald–. No. Mejor un juego de bandidos al aire libre, o algo así. No estaría mal encontrar una cueva donde guardar provisiones y juntarnos a comer.
–No hay cuevas –aseguró Jimmy, a quien le encantaba contradecir a todos–.Y además, casi seguro que tu querida Mademoiselle no nos va a dejar salir solos.
–Eso ya lo veremos –respondió Gerald–. Voy a hablar con ella.
–¿Así como estás?
Kathleen lo señaló burlonamente, y él se miró al espejo.
–Peinarse y cepillar sus ropas y lavar su cara y sus manos tomó a nuestro héroe solo un momento –dijo Gerald, y fue a poner en práctica sus palabras.
El chico que golpeó a la puerta de la sala donde Mademoiselle leía un libro de tapa amarilla, mientras deseaba deseos imposibles, era moreno, delgado y de aspecto interesante. Gerald tenía la virtud de adoptar una apariencia agradable en un santiamén, habilidad muy útil cuando se trata de enfrentar a adultos extraños. Para lograrlo, abría mucho sus grandes ojos grises, arqueaba los labios un poco hacia abajo, y asumía una expresión amable y simpática.
–Entrez! –dijo Mademoiselle, con un marcado acento francés. Y él entró–. E bien? –agregó bastante impaciente.
–Espero no molestarla –murmuró Gerald, con cara de ternero degollado.
–Por supuesto que no –dijo ella, más suavemente–. ¿Qué es lo que deseas?
–Pensé que debía venir a saludar a la dama de la casa –respondió Gerald y extendió su mano recién lavada, todavía algo húmeda y colorada.
Ella la estrechó.
–Eres un niñito muy educado.
–Para nada –dijo Gerald, más educadamente que nunca–. Siento mucha pena por usted. Debe ser espantoso tener que cuidar de nosotros durante las vacaciones.
–Para nada –dijo Mademoiselle, a su vez–. Estoy segura de que serán muy buenos niños.
La actitud de Gerald le aseguró que tanto él como los otros serían lo más parecido a ángeles que los niños pueden ser, sin dejar de ser humanos.
–Lo intentaremos –prometió con toda seriedad.
–¿Puedo hacer algo por ustedes? –preguntó amablemente la institutriz francesa.
–Oh, no, gracias. No queremos causarle ningún tipo de inconveniente. Y estaba pensando que sería menos pesado para usted si mañana nos fuéramos todo el día al bosque, y nos lleváramos el almuerzo, algo frío, usted sabe, para no molestar a la cocinera.
–Eres muy considerado –dijo Mademoiselle, también seriamente.
Entonces los ojos de Gerald sonrieron. El truco era que sus ojos hicieran eso mientras sus labios permanecían bien serios. Mademoiselle captó el gesto y se rió, y Gerald rió también.
–¡Pequeño impostor! ¿Por qué no dices directamente que quieren liberarse de la vigilancia, mmm…, cómo decirlo, del control, en lugar de fingir que intentan complacerme?
–Hay que ser muy cuidadoso con los adultos –respondió Gerald–. Pero tampoco le estoy mintiendo. No queremos molestarla y no queremos que usted…
–Que yo los moleste a ustedes. E bien! Y tus padres… ¿ellos les permiten pasar el día en el bosque?
–Oh, sí –respondió Gerald con toda honestidad.
–Entonces no seré más estricta que tus padres. Voy a avisarle a la cocinera. ¿Satisfecho?
–¡Muy! Mademoiselle, usted es una diosa.
–¿Una osa? –repitió ella–. ¿El animal?
–No, no, un… un cherie –dijo Gerald–, un verdadero cherie sin igual. Y no se va a arrepentir. ¿Hay algo que podamos hacer por usted? ¿Ovillarle la lana, o buscar sus anteojos, o…?
–¡Me tomas por una abuela! –exclamó Mademoiselle, riendo con más ganas que nunca–. Vayan, y no se porten peor de lo que deben.
****
–Bueno, ¿cómo te fue? –preguntaron los otros chicos.
–Todo en orden –contestó Gerald, haciéndose el indiferente–. Les dije que saldría bien. El ingenioso joven se ganó el respeto de la institutriz extranjera, quien en su juventud había sido la más bella de su humilde comarca.
–No creo que haya sido bella jamás. Es demasiado severa –comentó Cathy.
–¡Ah, es que no sabes tratarla! –exclamó Gerald–. No fue severa conmigo.
–Lo que yo digo es que, más allá de todo, eres muy buen actor –dijo Jimmy.
–No. Soy un dip… ¿cómo se dice? Como un embajador. ¡Dipoplomático!, eso es lo que soy. Como sea, conseguimos el permiso. Y si no encontramos una cueva, dejaré de llamarme Jack Robinson.
Mademoiselle, menos severa de lo que Kathleen la había visto nunca, presidió la cena, que consistió en pan untado con melaza varias horas antes y ahora más duro y seco que cualquier otra comida que se puedan imaginar. Gerald fue muy cortés al pasarle el queso y la manteca, y al presionarla para que probara el pan con melaza.
–¡Ajjj! ¡Es seco como arena en la boca! ¿Es posible que a ustedes les guste esto?
–No –dijo Gerald–, no es posible, pero tampoco es correcto que los niños hagan comentarios sobre su comida.
Ella se rió y nunca volvió a haber pan y melaza para la cena.
–¿Cómo lo haces? –murmuró Cathy, asombrada, mientras más tarde se deseaban las buenas noches.
–Ah, una vez que entendiste a un adulto, es muy fácil saber a qué te enfrentas. Ya vas a ver. Después de esto, voy a manejarla con un hilo.
A la mañana siguiente, Gerald se levantó temprano y cortó un ramito de claveles rojos de una planta que encontró escondida entre las caléndulas. Lo ató con un hilo negro y lo dejó sobre el plato de Mademoiselle. Ella sonrió. Se la veía muy elegante con las flores prendidas de su cinturón.
–¿Piensas que es correcto esto de, digamos, sobornar a la gente con flores y cosas, y pasándoles la sal, para que te dejen hacer lo que quieres? –le preguntó Jimmy más tarde.
–No es eso –reaccionó Cathy–. Yo sé a dónde va Jerry, solo que a mí nunca se me ocurren buenas ideas a tiempo. Verás, si quieres que los grandes sean amables contigo, lo menos que tienes que hacer es ser amable con ellos, y pensar en pequeños gestos para agradarles. A mí nunca se me ocurre ninguno. A Jerry sí, y es por eso que todas las mujeres viejas lo quieren. No se trata de soborno. También es una especie de honestidad, como pagar por las cosas.
–Bueno, de cualquier manera –dijo Jimmy, dejando de lado las preocupaciones morales– es un día hermoso para ir al bosque.
Y así era.
La ancha calle principal, silenciosa como la calle de un sueño aun en las horas transitadas de la mañana, estaba bañada de sol. Las hojas brillaban frescas después de la lluvia de la noche anterior, pero la carretera estaba seca. Y con la luz del sol, la tierra también brillaba como polvo de diamantes. Las hermosas casas antiguas, enormes y fuertes, parecían estar disfrutando un día al sol.
–¿Pero hay bosques por aquí? –preguntó Cathy, después de pasar por el mercado.
–No es muy importante que haya bosques –dijo Gerald con tono soñador–. Seguro que encontraremos algo. Un amigo me contó que su papá le dijo que, cuando era niño, había una cuevita bajo una loma, en un sendero cerca de la calle Salisbury. Pero además le dijo que ahí había un castillo encantado, así que tal vez también sea mentira lo de la cueva.
–Si consiguiéramos unas trompetas y las sopláramos todo el camino para que sonaran muy fuerte, tal vez encontraríamos un castillo mágico –propuso Cathy.
–Si tienes dinero para desperdiciar en trompetas… –comentó Jimmy, despectivamente.
–Bueno, hete aquí que tengo dinero, así que hagámoslo –concluyó la niña.
Y compraron las trompetas en un pequeño negocio que tenía una vidriera repleta de un lío de juguetes, caramelos, pepinos y manzanas verdes.
La tranquila plaza a la entrada del pueblo, donde están las casas de la gente más respetable, resonó con el ruido de las trompetas que los niños soplaron sin parar. Pero ninguna se convirtió en un castillo encantado. Entonces caminaron y caminaron por la calle Salisbury, tan polvorienta y calurosa que decidieron tomar uno de sus refrescos de jengibre.
–Es lo mismo llevar el refresco de jengibre dentro de nosotros que en la botella –analizó Jimmy–. Y podríamos esconder la botella y recogerla a la vuelta.
Inmediatamente llegaron a un lugar donde la calle tomaba, como dijo Gerald, dos direcciones a la vez.
–Esto suena a aventuras –se entusiasmó Cathy.
Siguieron el camino de la derecha. Y la próxima vez que debieron doblar, lo hicieron hacia la izquierda, “para ser lo más justos posible” –como dijo Jimmy– y luego hacia la derecha, y a la izquierda, y así, hasta que se encontraron absolutamente perdidos.
–Absolutamente –aseguró Cathy–. ¡Qué emoción!
Ahora los árboles se arqueaban sobre sus cabezas. Hacía rato que los aventureros habían dejado de tocar sus trompetas porque era cansador y porque, además, no había nadie a quien molestar con el ruido.
–¡Basta! –gritó Jimmy de repente–. Sentémonos un rato y comamos algo de la vianda. Hasta podríamos llamarlo almuerzo, si les parece –agregó persuasivamente.
Así que se sentaron sobre un cerco, y comieron las grosellas rojas y maduras que les habían preparado como postre. Y mientras estaban descansando y deseando que sus botas no estuvieran tan llenas de pies, Gerald se recostó contra los arbustos, y los arbustos se quebraron y casi cayó de espaldas. Algo había cedido a la presión de su cuerpo, y habían escuchado el sonido de algo pesado al caer.
–¡Ay, diablos! –exclamó, levantándose de repente–. Ahí hay un hueco. La piedra en la que me apoyé se cayó.
–Ojalá fuera una cueva –dijo Jimmy–, pero por supuesto que no lo es.
–Tal vez si tocáramos las trompetas aparecería una –propuso Cathy, e inmediatamente hizo sonar la suya.
Gerald estiró su mano y tanteó entre la maleza.
–No siento nada más que aire. Es solo un agujero lleno de vacío.
Los otros dos apartaron los arbustos. En efecto, en la loma había un agujero.
–Voy a entrar –afirmó Gerald.
–¡Ay, no lo hagas! –rogó su hermana–. Te pido que no lo hagas. ¡Imagina si hubiera serpientes!
–No es probable –dijo Gerald, pero se inclinó hacia adelante y encendió un fósforo–. ¡Es una cueva! –gritó, y apoyó su rodilla en la piedra musgosa sobre la que había estado sentado, gateó sobre ella, y desapareció.
Después hubo una pausa llena de ansiedad.
–¿Estás bien? –preguntó Jimmy.
–Sí. Vamos. Mejor entren con los pies para adelante. La caída es muy brusca.
–Yo voy primero –dijo Cathy, y bajó con los pies hacia adelante, siguiendo el consejo. Sus pies se agitaron descontrolados en el aire.
–¡Cuidado! –gritó Gerald desde la oscuridad–. Me vas a sacar un ojo. Baja los pies, niña, no los tengas hacia arriba. No tiene sentido tratar de volar aquí: no hay lugar.
Para ayudarla, tiró fuertemente de sus tobillos y luego la sostuvo por debajo de los brazos. Ella sintió el crujir de hojas secas bajo sus botas, y se preparó para recibir a Jimmy, que entró de cabeza, como si se estuviera zambullendo en un mar desconocido.
–Es una cueva –dijo Cathy.
–Los jóvenes exploradores –explicó Gerald, bloqueando el agujero de entrada con sus hombros– encandilados en un primer momento por la oscuridad de la cueva, no podían ver nada.
–La oscuridad no encandila –lo corrigió Jimmy.
–Ojalá tuviéramos una vela –dijo Cathy.
–Sí que encandila –lo contradijo Gerald, y continuó hablando–: No podían ver nada. Pero su intrépido líder, cuyos ojos se habían habituado a la oscuridad mientras las formas toscas de los demás bloqueaban la entrada, había hecho un descubrimiento.
Sus dos hermanos estaban acostumbrados al modo en que Gerald narraba una historia mientras era parte de ella. Pero a veces deseaban que no hablara tan largo y tan como los libros, en momentos de tanta emoción. Aun así, el siguió:
–No revelaría el horrible secreto a sus fieles seguidores hasta que todos y cada uno de ellos le diera su palabra de honor de que conservaría la calma.
–Conservaremos la calma –aceptó Jimmy, impaciente.
–Bueno, entonces –continuó Gerald dejando de repente de ser un libro y convirtiéndose en un niño–, ahí hay una luz. ¡Miren atrás de ustedes!
Miraron. Y era verdad. Un suave gris sobre las paredes marrones de la cueva, y un gris más brillante que terminaba de golpe en una línea oscura mostraban que, más allá de la curva o ángulo en la cueva, era de día.
–¡Atención! –dijo Gerald o, por lo menos, eso fue lo que quiso decir, porque lo que dijo en realidad fue: “¡Fir-mes!”, como corresponde al hijo de un soldado. Los otros obedecieron mecánicamente.
–Van a permanecer firmes hasta que les dé la orden de “Marche”. Entonces avanzarán en fila, lenta y cautelosamente, y seguirán a su heroico líder, con cuidado de no tropezar con los muertos y heridos.
–¡Me gustaría que no hicieras esto! –se quejó Cathy.
–No hay muertos ni heridos –agregó Jimmy, tanteando en la oscuridad para encontrar la mano de su hermana–. Solo quiere decir que tengamos cuidado de no tropezar con piedras y cosas.
Justo entonces la tocó y ella gritó.
–Soy yo –dijo Jimmy–. Pensé que querrías que te diera la mano. Pero eres completamente una niña.
Entonces sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, y todos podían ver que estaban en una cueva de piedra que se extendía unos tres o cuatro metros y luego giraba bruscamente hacia la derecha.
–¡La victoria o la muerte! –gritó Gerald–. ¡Ahora, marchen!
Avanzó con cuidado, eligiendo dónde poner cada pie entre las piedras y el terreno movedizo de la cueva.
–¡Un barco, un barco! –gritó, en cuanto dobló la esquina.
–¡Es increíble! –Cathy suspiró mientras salía a la luz del sol.
–No veo ningún barco –dijo Jimmy, que la seguía.
El angosto pasadizo terminaba en un arco, adornado de helechos y enredaderas. Cruzaron bajo el arco y llegaron a un río angosto y profundo. En sus orillas, pedregosas y cubiertas de musgo, crecían más helechos y árboles. Sus ramas se arqueaban sobre el agua, la luz del sol las atravesaba en parches de brillo que se movían y convertían el lugar en un corredor techado de verde y dorado. El camino de piedras, en el que se habían amontonado pilas de hojas, bajaba vertiginosamente y terminaba en otro arco, bastante oscuro por dentro, sobre el que asomaban rocas y pasto y arbustos.
–Es como la parte de afuera de un túnel de tren –comentó James.
–Es la entrada al castillo encantado –dijo Cathy–. Toquemos las trompetas.
–¡Silencio! –ordenó Gerald y retomó su estilo libresco–: El valiente capitán desaprobó el tonto parloteo de sus subordinados…
–¡Eso me gusta! –dijo Jimmy, indignado.
–Me imaginé –respondió Gerald. Y siguió–: …de sus subordinados, y les pidió que avanzaran en silencio porque, después de todo, podía haber alguien en los alrededores y el otro arco podía ser una casa para almacenar hielo o algo peligroso.
–¿Qué? –preguntó Cathy, nerviosa.
–Osos, tal vez –dijo Gerald– brevemente y ordenó–: ¡Marcha rápida!
Y marcharon, arrastrando los pies sobre montañas de hojas húmedas, bajo las que el camino era firme y pedregoso. Al llegar al arco oscuro que habían visto antes, se detuvieron.
–Hay escalones para bajar –observó Jimmy.
–Es una casa para almacenar hielo –afirmó Gerald.
–No propongas nada –le advirtió Cathy.
Pero Gerald continuó:
–Nuestro héroe, al que nada desalentaba, para estimular las abatidas esperanzas de sus cobardes subalternos, dijo que por supuesto él seguiría adelante, y que ellos podían hacer lo que tuvieran ganas.
–Si me insultas, puedes seguir solo –se quejó Jimmy–. ¡Vamos!
–Es solo parte del juego, tonto –explicó Gerald, amablemente–. Puedes ser el capitán mañana, así que ahora deberías cerrar la boca y comenzar a pensar en los insultos que nos dirás cuando llegue tu turno.
Bajaron los escalones muy despacio y con mucho cuidado. Una roca se arqueaba sobre sus cabezas. Gerald encendió un fósforo cuando notó que el último escalón no tenía borde y que era, de hecho, el principio de un pasadizo que giraba hacia la izquierda.
–Este camino nos llevará nuevamente hacia la calle –dijo Jimmy.
–Más bien debajo de ella –lo corrigió Gerald–. Hemos bajado once escalones.
Siguieron adelante, detrás de su líder, que avanzaba muy lentamente porque temía, según explicó después, que hubiera otros escalones.
–¡No me gusta nada! –murmuró Jimmy.
El pasadizo estaba muy oscuro. Luego se iluminó con una tenue luz de sol que creció y creció, hasta que llegaron a otro arco. Detrás de él se veía un jardín tan hermoso que a todos se les cortó la respiración, y simplemente avanzaron en silencio, contemplándolo. Un corto paseo de cipreses que se iba ensanchando conducía hacia una terraza de mármol amplia y blanca y bañada por la luz del sol.
Los chicos, pestañeando, apoyaron sus brazos sobre la baranda ancha y plana, y observaron. Justo debajo de ellos había un lago con cisnes y una isla y sauces llorones. Más allá, había lomitas verdes salpicadas por bosquecitos. Y entre los árboles, relucían las blancas extremidades de varias estatuas. Hacia la izquierda, contra una pequeña montaña, había una terraza redonda con columnas, y hacia la derecha, una cascada que caía entre piedras cubiertas de musgo y que, finalmente, chapoteaba en el lago. Unos escalones conducían desde la terraza hasta el agua, y otros hacia los verdes jardines que la rodeaban. A cierta distancia, a lo largo de las cuestas cubiertas de gramilla, pastaban algunos ciervos. Y más lejos, donde las arboledas se hacían más tupidas y se transformaban en algo muy parecido a un bosque, había enormes estatuas talladas en piedra grisácea que no se comparaban con nada que los niños hubieran visto antes.
–Ese chico de la escuela… –dijo Gerald.
–Es un castillo encantado –agregó Cathy.
–Yo no veo ningún castillo –la contradijo Jimmy.
–¿Cómo llamas a eso, entonces? –Gerald señalaba hacia unas torres y torrecitas que, más allá de unos árboles de lima, se clavaban en el azul del cielo.
–No parece que hubiera nadie por aquí –observó Cathy–. Y sin embargo, todo se ve tan prolijo. Creo que hay algo mágico.
–Cortadoras de césped mágicas –sugirió Jimmy.
–Si estuviéramos en un libro, seguro que habría un castillo encantado.
–Es un castillo encantado –murmuró Gerald.
–Pero si no existen –dijo Jimmy, seguro.
–¿Cómo sabes? ¿Crees que en el mundo solo existe lo que tú has visto? –respondió Gerald, y su tono burlón era aplastante.
–Creo que la magia se acabó cuando la gente empezó a usar motores y diarios y teléfonos y telégrafo inalámbrico –insistió Jimmy.
–Si lo piensas, lo inalámbrico tiene bastante de magia –dijo Gerald.
–¡Ah, estás hablando de esas cosas! –Jimmy estaba muy molesto con su hermano.
–Tal vez la magia se acabó porque la gente ya no creía en ella –arriesgó Cathy.
–Bueno, no arruinemos el espectáculo solo por viejas sospechas –dijo Gerald con decisión–. Voy a hacer el mayor esfuerzo posible por creer en la magia. Este es un jardín encantado, y aquel es un castillo encantado, y estoy decidido a ir a explorarlo.
El valiente caballero lideró la marcha y permitió a sus ignorantes escuderos elegir si querían seguirlo o no, según fuera su real voluntad. Se deslizó tomado de la baranda y con largas zancadas descendió hacia el jardín. Y mientras avanzaba, sus botas taconeaban llenas de determinación. Los otros lo siguieron.
Solo en los cuentos de hadas se han visto jardines semejantes. Caminaron muy cerca de los ciervos, que apenas levantaron sus hermosas cabezas y no se asustaron para nada. Y después de un largo trecho de césped, pasaron bajo el bosquecito de árboles de lima. Hasta que llegaron a un jardín de rosas que, rodeado de un cerco de espesos y cuidadosamente podados pinos, se veía rojo y verde y rosado y blanco al sol, como el pañuelo multicolor de un gigante, perfumado con diferentes esencias.
–Sé que nos encontraremos con un jardinero en un minuto, y nos preguntará qué hacemos aquí. ¿Qué vas a decirle? –preguntó Cathy, mientras sumergía la nariz en una rosa.
–Le diré que nos perdimos, lo que se parece bastante a la verdad –le respondió su hermano mayor.
Pero no se encontraron ni con un jardinero ni con nadie, y la sensación de magia se fue volviendo más y más intensa, hasta que el sonido de sus propios pasos en ese enorme y silencioso lugar comenzó a asustarlos. Detrás del jardín de rosas había una especie de pared de pinos, con un arco podado en ella: era la entrada a un laberinto como el que hay en el Palacio de Hampton Court.
–Recuerden lo que voy a decirles –les advirtió Gerald–. En el centro de este laberinto encontraremos el hechizo secreto. Desenvainad vuestras espadas, mis alegres camaradas, y esperad el grito de guerra en el más profundo silencio.
Así lo hicieron. Hacía mucho calor en el laberinto, entre sus angostos pasadizos de pino, y el camino hacia el centro estaba bien disimulado. Una y otra vez se encontraron en el arco de la entrada que daba al jardín de rosas, y se alegraron de haber llevado, los tres, pañuelos grandes y limpios. Fue cuando llegaron por cuarta vez a ese mismo lugar, que Jimmy de pronto gritó:
–¡Desearía que…! –y se interrumpió de repente y luego agregó en un tono bastante diferente–: ¡Ay! ¿Dónde está nuestro almuerzo?
Y entonces, todos recordaron que la canasta con la vianda había quedado a la entrada de la cueva. En vano pensaron en las rodajas de cordero, los seis tomates, el pan con manteca, el papel que envolvía un poco de sal, los pastelitos de manzana, y la botella con refresco de jengibre.
–Volvamos ahora mismo, busquemos nuestras cosas y almorcemos –dijo Jimmy.
–Intentemos una vez más con el laberinto. Odio darme por vencido –propuso Gerald.
–¡Tengo mucha hambre! –protestó Jimmy.
–¿Por qué no lo dijiste antes? –preguntó Gerald, amargamente.
–Antes no tenía.
–Entonces no puedes tener ahora. No puedes morirte de hambre de un momento a otro.
–¿Qué es eso…?
Eso era un reflejo rojo al pie de unos pinos, una línea muy fina, que no habrían notado a menos que fijaran la vista, enojados, en las raíces de los árboles. Era un hilo de algodón.
Gerald lo levantó. Uno de los extremos estaba atado a un dedal con agujeros, y el otro…
–¡Falta la otra punta! –exclamó, triunfalmente–. Es un ovillo, eso es lo que es. ¿Ahora qué importa la comida? Siempre presentí que algo mágico sucedería algún día, y sucedió.
–Supongo que el jardinero lo puso ahí –dijo Jimmy.
–¿Y lo ató al dedal de plata de una princesa? ¡Miren! Hay una corona en el dedal.
La había.
–Vamos –continuó Gerald en un tono bajo y urgente–. Si son aventureros, sean aventureros. Además, supongo que alguien ya pasó por la calle hace horas y se embolsó el cordero.
Avanzó mientras enroscaba el hilo rojo alrededor de su dedo. Sí, era un ovillo que los dirigió justo hasta el centro del laberinto. Y en el exacto centro del laberinto, se encontraron con la maravilla.
Siguiendo el ovillo rojo, subieron dos escalones hasta un espacio circular cubierto de césped. En el medio había un reloj de sol y, todo alrededor, contra el cerco de pinos, un asiento de mármol bajo y ancho. El hilo rojo corría a lo largo del césped, pasaba por el reloj de sol y terminaba en una manito con preciosos anillos en todos los dedos. La mano estaba unida, naturalmente, a un brazo que llevaba muchas pulseras resplandecientes con piedras rojas, azules y verdes. El brazo lucía una manga de seda bordada en rosa y oro, algo desteñida aquí y allá, pero aun así, extremadamente imponente. Y la manga era parte de un vestido que llevaba puesto la mujer que dormía al sol, sobre el asiento de piedra. El vestido rosa dorado cubría en parte una enagua bordada de color verde claro. Había encaje amarillo, del color de la crema caliente, y le envolvía la cara un velo muy fino y blanco con lentejuelas en forma de estrellas.
–Es la princesa encantada –dijo Gerald, ahora verdaderamente impactado–. Se los dije.
–Es la Bella Durmiente –agregó Cathy–. ¡Claro que es ella! Miren qué antigua es su ropa, como las damas de María Antonieta en las figuras del libro de Historia. Debe haber dormido cien años. Ay, Gerald, tú eres el mayor, tú debes ser el príncipe y nunca lo supimos.
–No es una princesa realmente –dijo Jimmy.
Pero los otros se rieron de él, en parte porque bastaba con que dijera cosas así para arruinar cualquier juego, y en parte porque no estaban tan seguros de que esa mujer inmóvil como la luz del sol no fuera realmente una princesa. Cada etapa de la aventura: la cueva, los maravillosos jardines, el laberinto, el ovillo, había hecho más fuerte la sensación de magia, y ahora Kathleen y Gerald estaban casi completamente hechizados.
–Súbele el velo, Jerry –murmuró Cathy–. Si no es hermosa, sabremos que no puede ser una princesa.
–Levántaselo tú –respondió Gerald.
–Supongo que está prohibido tocar las estatuas –dijo Jimmy.
–No es de cera, tonto –lo retó su hermano.
–No –agregó su hermana–. La cera no aguantaría este sol. Y, además, se nota que respira. Seguro que es la princesa.
Y de inmediato levantó muy cuidadosamente la punta del velo y lo echó hacia atrás. La cara de la princesa se veía pequeña y blanca entre largos mechones de pelo negro. La nariz era recta y sus cejas estaban hermosamente delineadas. Tenía algunas pecas en las mejillas y en la nariz.
–No me sorprende –murmuró Cathy–, ¡después de dormir todos estos años bajo este sol!
Su boca no era un pimpollo de rosa. Pero de todas maneras Kathleen suspiró:
–¡Es hermosa!
–No está cubierta de polvo. –Entendieron que fue lo que Gerald respondió.
–Vamos, Jerry, tú eres el mayor –dijo Cathy, firmemente.
–Claro que lo soy –afirmó él, inquieto.
–Bueno, entonces tienes que despertar a la princesa.
–No es una princesa –repitió Jimmy, con las manos en los bolsillos de sus pantalones–. Solo es una niña disfrazada.
–Pero lleva puesto un vestido largo.
–Sí, pero mira qué cortas son sus piernas dentro del vestido. Si se parara, no sería más alta que Jerry.
–Vamos, Jerry, no seas tonto. Tienes que hacerlo –le pidió Cathy.
–¿Hacer qué? –preguntó Gerald, pateando su bota izquierda con la derecha.
–¿Cómo qué? Besarla para que se despierte, por supuesto.
–¡No voy a hacerlo! –fue la decidida respuesta del niño.
–Bueno, alguien tiene que hacerlo.
–Seguramente me atacaría apenas se despertara –señaló Gerald, nervioso.
–No tengo ningún problema en hacerlo, pero no creo que sirva para nada que yo la bese –dijo Cathy.
La niña probó y, claro, no funcionó. La princesa seguía sumergida en un profundo sueño.
–Entonces, tienes que hacerlo tú, Jimmy. Sé que lo harás. Salta rápido hacia atrás antes de que pueda golpearte.
–No lo golpeará porque es un niño pequeño –dijo Gerald.
–¡Más pequeño serás tú! –gritó Jimmy–. No me importa besarla. No soy un cobarde, como “otras personas”. Pero si lo hago, seré el intrépido líder durante el resto del día.
–¡No, espera! –gritó ahora Gerald–. Tal vez yo debería…
Pero mientras tanto, Jimmy ya había dado un sonoro beso en la mejilla pálida de la princesa, y ahora los tres estaban inmóviles, sin respirar, esperando el resultado.
Y el resultado fue que la princesa abrió sus grandes ojos oscuros, estiró los brazos, bostezó un poquito, cubriendo su boca con su manito, y dijo sin dar ningún lugar a confusión:
–¿Entonces ya pasaron los cien años? ¡Cómo han crecido los cercos de pino! ¿Cuál de ustedes es mi príncipe, el que me despertó de este sueño profundo de tantos largos años?
–Soy yo –respondió Jimmy sin temor, ya que no parecía que ella fuera a cachetear a nadie.
–¡Mi noble defensor! –exclamó la princesa, y extendió su mano.
Jimmy la estrechó con fuerza y preguntó:
–¿No eres realmente una princesa, verdad?
–Claro que lo soy. ¿Qué otra cosa podría ser? ¡Miren mi corona!
Se quitó el velo con lentejuelas, y mostró debajo de él una corona que ni el propio Jimmy pudo negar que era de diamantes.
–Pero… –dijo Jimmy.
–Bueno –lo interrumpió ella, abriendo muy grande sus ojos–, ustedes debían saber que yo estaba aquí, o nunca habrían venido. ¿Cómo lograron pasar a través de los dragones?
Gerald ignoró la pregunta y le preguntó a su vez:
–Digo yo, ¿realmente crees en la magia y en todo eso?
–Debo creer más que nadie. Mira, aquí es donde me pinché con el huso –y mostró una pequeña cicatriz en su muñeca.
–¿Entonces este es realmente un castillo encantado?
–Claro que lo es. ¡Qué tontos son! –dijo la princesa y se levantó. Su vestido de seda rosa se amontonó en olas brillantes alrededor de sus pies.
–Les dije que el vestido sería muy largo –recordó Jimmy.
–Era del largo correcto cuando me fui a dormir –dijo la princesa–. Se debe haber estirado en estos cien años.
–No creo que seas una princesa –insistió Jimmy–. Al menos…
–Si no quieres creerlo, no te preocupes. No importa lo que creas, sino lo que yo soy. Volvamos al castillo –les dijo a los otros dos hermanos, exclusivamente–, y les mostraré mis hermosas joyas y otras cosas. ¿Les gustaría?
–Sí, pero… –dudó Gerald.
–¿Pero qué?
El tono de la princesa era de impaciencia.
–Pero estamos muertos de hambre.
–¡Oh, yo también!
–No hemos comido nada desde el desayuno.
–Y ya son las tres –dijo la princesa, mirando el reloj de sol–. Bueno, no han probado bocado por unas cuantas horas, pero ¡piensen en mí! No he comido nada en cien años. Vamos al castillo.
–Los ratones se deben haber comido todo –advirtió Jimmy con tristeza. Ahora se daba cuenta de que era verdaderamente una princesa.
–¡Claro que no! –exclamó ella, alegremente–. Se olvidan de que todo está encantado aquí. El tiempo simplemente se detuvo por cien años. Acompáñenme. Alguno de ustedes deberá ayudarme con la cola de mi vestido o no podré moverme, porque se ha vuelto espantosamente larga.