Читать книгу El castillo encantado - Эдит Несбит - Страница 6

/ CAPÍTULO 2

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Hay muchas cosas difíciles de creer cuando eres joven. Sin embargo, la gente más aburrida insiste en que son verdad cosas como, por ejemplo, que la Tierra gira alrededor del Sol, y que la Tierra no es chata sino redonda. Aunque, según lo que dicen los grandes, las cosas que parecen creíbles, como los cuentos de hadas y la magia, no son ciertas. Pero son muy fáciles de creer, especialmente cuando las ves suceder. Y, como siempre les digo, a toda clase de personas les ocurren las cosas más maravillosas, solo que nunca te enteras porque la gente piensa que nadie creerá en esas historias, y no se las cuentan a nadie excepto a mí. Y me las cuentan a mí porque saben que yo puedo creer cualquier cosa.

En el momento en que Jimmy despertó a la Princesa Durmiente y ella los invitó a acompañarla a su palacio a comer algo, los tres supieron con certeza que se encontraban en un lugar donde sucedían cosas mágicas. Y caminaron lentamente, uno detrás del otro, a lo largo de los jardines hacia el castillo. La princesa presidía la marcha y Kathleen llevaba su brillante cola. Luego iba Jimmy y Gerald cerraba la comitiva. Todos tenían la seguridad de que caminaban hacia el centro de un cuento de hadas. Y estaban más predispuestos a creerlo porque se sentían terriblemente cansados y hambrientos. De hecho, estaban tan hambrientos y cansados que apenas registraron hacia dónde iban o disfrutaron la belleza de los jardines por donde la princesa vestida de seda rosa los conducía. Avanzaban en una especie de ensueño, del cual solo se despertaron a medias cuando se encontraron en un gran vestíbulo, con armaduras y viejas banderas colgando de las paredes, pieles de animales en los pisos y pesadas mesas de roble y bancos dispuestos a lo largo de ellas.

La princesa entró, lenta y graciosamente. Y una vez adentro, arrancó la brillante cola de su vestido de las manos de Kathleen y se dirigió hacia los tres.

–Deben esperar un momento aquí –les dijo–. Y les advierto: no hablen mientras no estoy. Este castillo está abarrotado de magia y no sé qué puede suceder si hablan.

Y luego levantó los gruesos pliegues rosa dorados, y corrió hacia afuera “de la manera menos princesesca”, como más tarde describiría Jimmy, dejando ver al salir sus medias negras y sus zapatos negros con cordones.

Jimmy no daba más de ganas de decir que no creía que nada fuera a suceder. Pero temía que algo sucediera si abría la boca, así que solo hizo un gesto y se llamó a silencio. Los otros simularon que no lo habían visto, lo que fue mucho más incuestionable que cualquier cosa que pudieran haber dicho. Se sentaron en silencio y Gerald apoyó el talón de su bota sobre el piso de mármol. Entonces volvió la princesa, despacio y pateando sus largas polleras hacia adelante con cada paso. Ahora no podía levantar su falda porque traía una bandeja. No era una bandeja de plata, como podrían haber esperado, sino una ovalada y de lata. La instaló ruidosamente al final de la larga mesa y suspiró aliviada.

–¡Ah, pesaba tanto!

No tengo idea qué clase de banquete maravilloso habían imaginado los niños. Lo que fuera, esto no tenía nada que ver con eso. La bandeja sostenía un pan, un trozo de queso y una jarra marrón con agua. El resto del peso se debía a platos, vasos y cubiertos.

–Acérquense –dijo la princesa amablemente–. No encontré más que pan y queso. Pero no importa, porque todo aquí es mágico. Y a menos que tengan un defecto secreto y atroz, el pan y el queso se convertirán en cualquier cosa que deseen. ¿Qué les gustaría?

–Pollo asado –pidió Cathy sin dudar.

La princesa rosada cortó una rodaja de pan, la puso sobre un plato y aseguró:

–Aquí tienes: pollo asado. ¿Lo corto, o lo haces tú?

–Hazlo, por favor –respondió Cathy, y recibió un trozo de pan seco sobre un plato.

–¿Arvejas? –preguntó la princesa, cortó una feta de queso y la puso al costado del pan.

Kathleen comenzó a comer el pan, usando el cuchillo y el tenedor como si comiera pollo. No podía reconocer que no veía ni pollo ni arvejas, sino solo queso y pan seco, porque eso habría sido como admitir que tenía algún defecto secreto y atroz. “Si lo tengo, es secreto, incluso para mí”, se dijo a sí misma. Los demás pidieron carne asada y repollo, y ella supuso que eso fue lo que obtuvieron, aunque solo veía pan seco y queso Holanda. “Me pregunto cuál será mi defecto secreto y atroz” pensaba, mientras la princesa decía que a ella le apetecería una rodaja de pavo real asado.

–Esto está delicioso –agregó, levantando en su tenedor un segundo bocado de pan seco.

–¿Es un juego, no? –preguntó de repente Jimmy.

–¿Qué es un juego? –preguntó a su vez la princesa, frunciendo el entrecejo.

–Quiero decir, hacer de cuenta que el pan y el queso es carne.

–¿Un juego? Pero es carne. Míralo –respondió la princesa, abriendo bien grande sus ojos.

–Sí, claro –dijo Jimmy tímidamente–. Solo estaba bromeando.

El pan con queso tal vez no sea tan rico como la carne o el pollo o el pavo real asado (no estoy tan segura respecto del pavo real. Nunca comí pavo real, ¿y ustedes?). Pero en todo caso, el pan con queso es mucho mejor que nada cuando no probaste bocado desde el desayuno (las grosellas y el refresco de jengibre casi no cuentan) y ya pasó hace rato la hora en que habitualmente almuerzas. Todos comieron y bebieron, y se sintieron mucho mejor.

–Bueno –dijo la princesa, mientras sacudía las migas de su sedosa falda verde–, si están seguros de que no quieren más carne, pueden venir a ver mis tesoros. ¿Seguro que no quieren un poquito más de pollo? ¿No? Entonces síganme.

Se puso de pie y la siguieron a lo largo del largo pasillo hasta el final, donde dos amplias escaleras de piedra subían, una de cada lado, y se unían en un gran descanso que conducía a la galería de arriba. Había tapices colgados debajo de las escaleras.

–Detrás de estas telas está la puerta que conduce a mis aposentos privados –informó, sostuvo el tapiz con ambas manos, porque era muy pesado, y mostró la pequeña puerta escondida–. La llave está colgada arriba.

Y allí estaba, enganchada en un largo clavo oxidado.

–Colócala en la cerradura y gírala.

Gerald hizo lo que le indicaba la princesa, y la gran llave chirrió y crujió.

–Ahora empujen, empujen con fuerza, todos.

Todos empujaron con fuerza. La puerta cedió y cayeron uno encima del otro, en el espacio oscuro delante de ellos.

La princesa los siguió, corrió la cortina y cerró la puerta.

–¡Cuidado! –advirtió–. ¡Cuidado! Hay dos escalones hacia abajo.

–Gracias –dijo Gerald, mientras se frotaba la rodilla al pie de los escalones–. Ya lo descubrimos nosotros mismos.

–Lo siento, pero estoy segura de que no se lastimaron mucho. Sigan. No hay más escalones.

Los chicos avanzaron en la oscuridad.

–Cuando lleguen a la puerta, solo giren el picaporte y entren. Luego, quédense quietos hasta que busque los fósforos. Sé dónde están.

–¿Usaban fósforos hace cien años? –preguntó Jimmy.

–Quise decir, la cajita de yesca –se corrigió la princesa, rápidamente–. Siempre la llamamos “fósforos”. ¿Ustedes no? A ver, déjenme pasar primero.

Ella entró y, cuando los demás llegaron a la puerta, los estaba esperando con una vela encendida. La puso en las manos de Gerald.

–Sostenla firmemente –le dijo y abrió los postigos de una larga ventana. Primero un rayo amarillo y luego un gran rectángulo de luz los iluminó, y la habitación quedó bañada de sol.

–Hace que la vela se vea bastante tonta –comentó Jimmy.

–Es verdad –dijo la princesa y la sopló. Luego tomó la llave del lado de afuera de la puerta, la puso del lado de adentro y cerró.

El cuarto en el que estaban era pequeño y alto. El techo en forma de bóveda era azul oscuro, con estrellas doradas pintadas en él. Las paredes estaban revestidas de madera tallada y no había ningún mueble.

–Esta es mi habitación de los tesoros –anunció la princesa.

–¿Pero dónde están los tesoros? –preguntó Cathy, educadamente.

–¿No los ves? –se asombró la princesa.

–No, no los vemos –dijo Jimmy, sin vueltas–. Y no me vengas otra vez con ese juego del pan y del queso. ¡No lo hagas!

–Si de verdad no los ven –continuó la princesa–, supongo que tendré que decir las palabras mágicas. Cierren los ojos, por favor. Y denme su palabra de honor de que no mirarán hasta que les diga, y que nunca le contarán a nadie lo que vieron.

Su palabra de honor era algo que los niños habrían preferido no dar en ese momento, pero de todos modos lo hicieron y cerraron bien cerrados los ojos.

–Abracadabra ¿creerabras ahorabra locabra verabras? –dijo la princesa rápidamente, y escucharon el frufrú de la cola de seda moviéndose a través de la habitación. Luego se oyó un chirrido, un crujido.

–¡Nos está encerrando! –exclamó Jimmy.

–Tu palabra de honor –resopló Gerald.

–¡Ay, apúrate! –se quejó Cathy.

–Ya pueden mirar –dijo la voz de la princesa.

Y miraron. El cuarto ya no era el mismo cuarto, aunque sí, el cielo abovedado con estrellas estaba ahí y, debajo de él, el revestimiento oscuro. Pero abajo de eso, las paredes brillaban y relucían de blanco y azul y rojo y verde y oro y plata. Había estantes alrededor del cuarto y, sobre ellos, tazas de oro y platos de plata, y bandejas y copas adornadas con piedras preciosas, coronas de diamantes, collares de rubíes, cadenas de esmeraldas y perlas, todo acomodado con un lujo inimaginable sobre un terciopelo azul oscuro. Eran como las joyas de la corona que ven cuando van a la Torre de Londres. Solo que acá parecía haber muchas más joyas que las que ustedes o cualquiera haya visto jamás en la Torre o en cualquier otra parte.

Los tres se quedaron sin aliento, boquiabiertos, observando las centelleantes maravillas que los rodeaban. Mientras, la princesa permanecía allí, con su brazo extendido como mostrando que era dueña de la situación, y una sonrisa orgullosa en los labios.

–¡Increíble! –murmuró Gerald.

Pero nadie dijo nada en voz alta y todos esperaron, como hechizados, que la princesa hablara. Ella habló:

–¿A quién le importan los juegos de pan con queso ahora? –preguntó triunfante–. ¿Puedo hacer magia o no?

–Sí que puedes. ¡Claro que puedes! –respondió Cathy.

–¿Nos permites…? ¿Nos permites tocar? –pidió Gerald.

–Todo lo que es mío es de ustedes –aseguró la princesa, agitando generosamente su mano. Y rápidamente añadió–: Solo que, por supuesto, no pueden llevarse nada.

–¡No somos ladrones! –se quejó Jimmy, mientras los otros ya estaban moviendo los maravillosos objetos sobre los estantes de terciopelo azul.

–Tal vez no lo sean, pero tú eres un niñito muy desconfiado. Crees que no sé lo que estuviste pensando, pero te equivocas.

–¿Qué? –preguntó Jimmy.

–Vamos, lo sabes muy bien. Piensas en el pan y el queso que transformé en carne, y en tu defecto secreto –respondió, e inmediatamente cambió de tema–. Miren, podríamos disfrazarnos y ustedes serían príncipes y princesas también.

–Coronar a nuestro héroe es lo que correspondería en este momento –dijo Gerald, levantando una corona de oro con una cruz en el frente.

Puso la corona sobre su cabeza, y agregó una condecoración y una faja de brillantes esmeraldas. Como no podía abrochar la faja alrededor de su cintura, se las ingenió para engancharla en su cinturón. Cuando terminó de hacer eso, encontró a los otros adornados con collares y anillos.

–¡Están espléndidos! Cómo me gustaría que su ropa fuera más linda. ¡Qué horrible es la ropa que la gente usa hoy en día! Hace cien años…

Kathleen permanecía inmóvil con un brazalete de diamantes en su mano levantada.

–¿Dónde están el rey y la reina? –dijo.

–¿Qué rey y qué reina? –preguntó la princesa.

–Tu padre y tu madre, tus tristes padres –aclaró Cathy–. Ya se deben haber despertado. ¿No crees que querrán verte, después de cien años? Tú sabes…

–Ah, sí, claro. Abracé a mis dichosos padres cuando fui a buscar el pan y el queso. Están almorzando. No me esperan por ahora. ¡Toma! ¡Mira qué maravilloso es! –agregó, poniendo de prisa un brazalete en el brazo de Cathy.

Kathleen podría haber estado todo el día probándose joyas y mirándose en el espejito con marco de plata que la princesa sacó de uno de los estantes. Pero los varones pronto perdieron el interés.

–Ya sé. Si estás segura de que tu padre y madre no te necesitarán, podemos ir afuera y jugar a algo entretenido –propuso Gerald–. Estaría buenísimo jugar a los castillos sitiados en ese laberinto, a menos que sepas hacer algún otro truco de magia.


–Te olvidas de que soy adulta –respondió ella–. Ya no me entretengo con juegos. Y no me gusta hacer muchos trucos de magia al mismo tiempo, porque me agota. Además, nos llevará un buen rato volver a poner todas estas cosas en su lugar.

En verdad les llevó mucho tiempo. Los chicos hubieran dejado las joyas desparramadas por cualquier lado, pero la princesa les mostró que cada collar o anillo o pulsera tenía su ubicación en el terciopelo azul: un pequeño agujero en el estante, de modo que cada piedra encajaba en su propia casita.

Mientras Kathleen ubicaba el último adorno en su lugar, descubrió que parte del estante no contenía joyas brillantes, sino anillos y broches y cadenitas, y otras cosas extrañas que no conocía. Todo era de metal oscuro y con formas exóticas.

–¿Qué es toda esta porquería? –preguntó.

–¡Cómo que porquería! –gritó la princesa–. ¡Son objetos mágicos! Cualquiera que se ponga este brazalete, solo podrá decir la verdad. Esta cadena te hace tan fuerte como diez hombres. Si usas esta espuela, tu caballo correrá mil seiscientos metros por minuto, y si estás caminando, sería lo mismo que llevar puestas botas de siete leguas.

–¿Y qué hace este prendedor? –preguntó Cathy, extendiendo su mano.

La princesa la tomó de la muñeca y respondió:

–No debes tocar. Si alguien que no sea yo los toca, la magia se va para siempre. Ese broche te concede cualquier deseo.

–¿Y este anillo? –señaló Jimmy.

–Ah, ese te vuelve invisible.

–¿Qué es esto? –quiso saber Gerald, mostrando una curiosa hebilla.

–Eso deshace el efecto de todos los otros hechizos.

–¿De verdad? –preguntó Jimmy–. ¿No estás bromeando?

–¿Qué quieres decir con bromeando? –repitió enojada–. ¡Pensé que ya les había revelado suficiente magia como para que le hables de ese modo a una princesa!

–Supongo que podrías mostrarnos cómo funcionan algunas de estas cosas –sugirió Gerald, visiblemente entusiasmado–. ¿No nos concederías un deseo a cada uno?

La princesa no respondió enseguida. Y los tres soñaron despiertos con deseos concedidos. Se trataba de espléndidos deseos, aunque absolutamente razonables, la clase de deseo que no suele aparecer en los cuentos de hadas, cuando de pronto alguien tiene la oportunidad de que se le concedan sus tres deseos.

–No –dijo la princesa de pronto–, no. No puedo dejarlos pedir deseos: solo me los concede a mí. Pero les mostraré cómo el anillo me vuelve invisible. Solo que deben cerrar los ojos mientras lo hago.

Cerraron sus ojos.

–Cuenten hasta cincuenta y después pueden mirar. Y luego deben cerrarlos de nuevo, contar hasta cincuenta y reapareceré.

Gerald contó en voz alta. A lo largo de la cuenta, escucharon un chirrido y un crujido.

–¡Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta! –gritó, y abrieron los ojos.

Estaban solos en el cuarto. Las joyas habían desaparecido junto con la princesa.

–Se fue por la puerta, por supuesto –dijo Jimmy.

Pero la puerta estaba cerrada con llave.

–Es magia –aseguró Cathy, agitada.

–Maskelyne y Devant hacen el mismo truco. Y yo quiero tomar el té –concluyó Jimmy.

–¡Tomar el té! –exclamó Gerald en un tono lleno de enojo. Y continuó en su estilo libresco–: La hermosa princesa reapareció ni bien nuestro héroe terminó de contar hasta cincuenta. Uno, dos, tres, cuatro…

Gerald y Kathleen habían cerrado sus ojos, pero Jimmy no lo había hecho. No quería hacer trampa, sino que simplemente se olvidó. Y mientras la cuenta llegaba a veinte, vio que debajo de la ventana, un panel se abría suavemente. “¡Ahí está! ¡Sabía que era un truco!” se dijo a sí mismo, e inmediatamente cerró sus ojos, como un niño honorable.

Al escuchar la palabra “cincuenta”, seis ojos se abrieron. El panel estaba cerrado pero no había ninguna princesa.

–No lo logró.

–Tal vez debas contar de nuevo, Gerald –propuso Cathy.

–Yo creo que hay un armario debajo de la ventana y ella está escondida ahí. Un panel secreto, ya saben… –dijo Jimmy.

–¡Tú espiaste! ¡Eso es trampa! –gritó la voz de la princesa tan cerca de su oído que casi lo hizo saltar.

–No hice trampa.

–¿Dónde diablos, qué diablos…? –dijeron los tres a la vez, porque todavía no había princesa a la vista.

–Princesa querida, vuelve a la visibilidad –rogó Cathy–. ¿Quieres que cerremos los ojos y contemos de nuevo?

–¡No sean tontos! –volvió a gritar la voz de la princesa, y sonó muy enojada.

–No somos tontos –respondió Jimmy, y su voz también sonó enojada–. ¿Por qué no vuelves y terminamos con esto? Si sabes que solo estás escondida.

–Basta –dijo Cathy, suavemente–. Ella es invisible.

–Yo también sería invisible si me metiera dentro del armario –insistió Jimmy.

–Oh, sí –dijo el tono burlón de la princesa–, se creen muy inteligentes, me imagino. Pero no me importa. Vamos a hacer de cuenta que no pueden verme, si eso es lo que quieren.

–Bueno, pero de verdad no te vemos. No tiene sentido que te enojes. Si te estás escondiendo, como dice Jimmy, será mejor que salgas. Si realmente te volviste invisible, es mejor que te vuelvas visible de nuevo –aclaró Gerald.

–¿Quieren decir que realmente no me ven? –preguntó una voz bastante cambiada, pero así y todo, aún la de la princesa.

–¿No ves que no? –preguntó a su vez Jimmy, bastante irrazonablemente.

El sol en la ventana quemaba. En el cuarto de ocho lados hacía mucho calor y todos comenzaban a enojarse.

–¿No pueden verme?

En la voz de la princesa invisible había un sollozo.

–No, te digo que no –rezongó Jimmy–, y yo quiero tomar el té y…

Lo que estaba diciendo fue cortado en seco, como uno cortaría una barrita de lacre. Y luego, en el dorado atardecer, algo realmente horrible ocurrió: de repente Jimmy se movió hacia atrás, luego hacia adelante, abrió los ojos desorbitados y también la boca. Se agitó hacia adelante y hacia atrás, rápido y de golpe, y luego se detuvo.

–¡Ay, está sufriendo un ataque! ¡Jimmy, querido Jimmy! –gritó Cathy, corriendo hacia él–. ¿Qué te pasa, hermanito, qué te pasa?

–No es un ataque –refunfuñó Jimmy, enojado–. Ella me sacudió.

–Sí, y lo haré de nuevo si sigue diciendo que no puede verme –dijo la voz de la princesa.

–Entonces mejor sacúdeme a mí –la desafió Gerald, enojado–. Yo soy de tu tamaño.

E inmediatamente lo hizo. Pero no por mucho tiempo. En cuanto Gerald sintió que lo tomaban por los hombros, levantó sus manos y agarró esas otras manos por las muñecas. Y allí estaba, sosteniendo muñecas que no podía ver. Era una sensación horrible. Una patada invisible lo hizo estremecer, pero sostuvo las manos con firmeza.

–¡Cathy –gritó–, ven y sostén sus piernas! ¡Me está pateando!

–¿Dónde? –preguntó Cathy, ansiosa por ayudar–. No veo ningunas piernas.

–¡Yo estoy sosteniendo sus manos! Es invisible, no se puede negar. Toma esta mano y podrás tocar abajo sus piernas.

Kathleen lo hizo. Me gustaría que entendieran qué incómodo y terrorífico es sentir, a plena luz del día, brazos y manos que no puedes ver.

–No dejaré que me agarren las piernas –dijo la princesa invisible, forcejeando violentamente.

–¿Por qué te enojas tanto? –preguntó Gerald, muy calmado–. Dijiste que te harías invisible y así estás.

–No, no estoy así.

–Sí lo estás, de verdad. Mírate al espejo.

–No soy invisible. No puedo serlo.

–Mírate en el espejo –repitió Gerald, conservando la calma.

–Entonces, suéltame –dijo ella.

Gerald la soltó e inmediatamente le pareció imposible que había estado sosteniendo manos invisibles.

–Solo están fingiendo que no me ven ¿no? –aseguró la princesa, nerviosa–. Vamos, digan la verdad. Ya se rieron de mí. Ya no es gracioso. No me gusta este chiste.

–Te doy nuestra sagrada palabra de honor que todavía eres invisible –dijo Gerald.

Se hizo un silencio hasta que la princesa volvió a hablar:

–Vamos. Les mostraré el camino, así pueden irse. Me cansé de jugar con ustedes.

Siguieron su voz hasta la puerta y a través de ella y a lo largo del pasadizo, hasta el pasillo. Nadie dijo una palabra. Todos se sentían muy incómodos.

–Vámonos de acá –murmuró Jimmy cuando se acercaban al final del pasillo.

Pero la voz de la princesa dijo:

–Salgan por este lado. Es más rápido. Creo que son perfectamente odiosos. Me arrepiento de haber jugado con ustedes. Mi madre siempre me decía que no jugara con niños extraños.

Una puerta se abrió de golpe, aunque no se vio que ninguna mano la tocara.

–¡Salgan de una vez!

Era una pequeña habitación, con largos y angostos espejos entre largas y angostas ventanas.

–Adiós –dijo Gerald y agregó, extendiendo su mano–: Gracias por todo, nos hemos divertido muchísimo. Despidámonos como amigos.

Una mano invisible se acercó suavemente a la suya, que se cerró sobre ella como una tenaza.

–Ahora te juro que tendrás que mirarte al espejo y reconocer que no somos mentirosos.

Gerald llevó a la princesa invisible hasta uno de los espejos y la sostuvo frente a él.

–Bien, solo mírate.

Hubo un silencio y luego sonó un grito desesperado en la habitación.

–¡Ay, ay, ay! Soy invisible. ¿Qué voy a hacer?

–Quítate el anillo –dijo Cathy, en un brote de sensatez.

Otro silencio.

–¡No puedo! –exclamó la princesa–. No me sale. Pero no puede ser por el anillo, los anillos no te hacen invisible.

–Tú dijiste que este sí, y lo hizo.

–Pero no puede ser –insistió la princesa–. Solo estaba jugando a la magia. Solo me escondí en el armario secreto. Era un juego. Ay, ¿qué voy a hacer?

–¿Un juego? –murmuró Gerald–. Pero puedes hacer magia: las joyas eran invisibles y tú las volviste visibles.

–Es solo un resorte secreto que hace que los paneles se deslicen hacia arriba. Ay, ¿qué se supone que debo hacer?

Kathleen caminó hacia la voz y, a tientas, puso sus brazos alrededor de una cintura vestida con seda rosa que no podía ver. Unos brazos invisibles la abrazaron, una mejilla tibia e invisible se apoyó en la de ella, y cálidas e invisibles lágrimas rodaron húmedas entre las dos caras.

–No llores –dijo Cathy–. Voy a ir a contarles al rey y a la reina.

–¿A quiénes?

–A sus excelencias, tu padre y tu madre.

–¡Ay, ya no te burles de mí! –rogó la pobre princesa–. Tú sabes que eso solo era un juego también, como…

–Como el del pan y el queso –dijo Jimmy triunfante–. ¡Lo sabía!

–Pero tu vestido, y estabas dormida en un laberinto, y…

–Me disfracé solo para jugar, porque todos se fueron a la feria, y puse el ovillo para que pareciera más real. Primero estaba jugando a que era una dama de la corte, pero después los escuché hablando en el laberinto y pensé: “¡Qué divertido!”. Y ahora soy invisible y nunca volveré a mi estado normal, ¡nunca! ¡Sé que nunca lo haré! Es lo que merezco por mentirosa, pero de verdad nunca pensé que lo creerían, no por tanto tiempo, es decir…

–Pero si no eres la princesa, entonces ¿quién eres? –preguntó Cathy, todavía abrazando un cuerpo que no se veía.

–Soy… Mi tía vive aquí –dijo la princesa invisible–. Va a llegar a casa en cualquier momento. ¿Qué voy a hacer?

–Tal vez ella conozca algún hechizo…

–¡Ay, tonterías! –juzgó la voz con severidad–. Ella no cree en los hechizos. Se enojaría tanto. ¡No me atrevo a dejar que me vea en este estado! –añadió con desesperación–. ¡Y encima todos ustedes aquí! Se enfurecería terriblemente.

El hermoso castillo mágico en el que los niños habían creído ahora parecía derrumbarse sobre ellos. Todo lo que quedaba de él era la invisibilidad de la princesa. Pero eso, deben admitirlo, era bastante.

–Solo lo dije y se hizo realidad –gimió la voz–. Ojalá nunca hubiera jugado a la magia. Ojalá nunca hubiera jugado a nada.

–No digas eso –intervino Gerald, comprensivamente–. Salgamos al jardín, caminemos hasta el lago, donde esté más fresco, y reunámonos en solemne asamblea. Te gustaría eso, ¿no?

–¡Ah! –exclamó de repente Cathy–. ¡La hebilla! ¡Eso deshace la magia!

–En realidad, no –murmuró la voz que parecía hablar sin tener labios–. Solo lo inventé.

–También “solo inventaste” lo del anillo –le recordó Gerald–, así que de todos modos, intentémoslo.

–Ustedes no, yo lo haré –dijo la voz–. Ustedes vayan a la terraza, cerca del lago. Yo volveré sola a la habitación de las joyas. Mi tía podría verlos.

–A ti no te verá –aclaró Jimmy.

–Deja de recordárselo –lo retó Gerald–. ¿Dónde queda esa terraza?

–Es por allá, bajando esos escalones, por el camino zigzagueante que atraviesa los arbustos. Ya van a verla. Es de mármol blanco, y en el centro tiene una estatua.

Los tres chicos caminaron hasta la terraza de mármol blanco muy cercana a la ladera de la pequeña montaña. Alrededor tenía arcos, excepto detrás de la estatua, en el lado que daba a la montaña. El ambiente era fresco y apacible.

No habían pasado cinco minutos ahí, cuando escucharon los sonoros pasos de alguien corriendo sobre la grava. Una sombra, muy negra y nítida, se reflejaba sobre el piso de mármol blanco.

–Tu sombra no es invisible, a pesar de todo –dijo Jimmy.

–¡Al diablo con mi sombra! –respondió la voz de la princesa–. ¡Dejamos la llave puesta del lado de adentro, y la puerta se cerró con el viento, y es una cerradura automática!

Hubo una pausa. Luego Gerald dijo, en un tono de lo más serio:

–Siéntate, princesa, y analicemos este asunto hasta el fondo.

–No me extrañaría si nos despertáramos y descubriéramos que solo estábamos soñando –comentó Jimmy.

–No tendremos esa suerte –se lamentó la voz.

–Bueno, antes que nada, ¿cuál es tu nombre? Y si no eres una princesa, ¿quién eres?

–Soy…, soy… –respondió una voz entrecortada por los sollozos–, soy la sobrina del ama de llaves que trabaja en el castillo, y mi nombre es Mabel Prowse.

–Es exactamente lo que pensé –aseguró Jimmy, y en sus palabras no había ni una pizca de verdad, porque ¿cómo habría podido saber?

Los otros permanecieron callados. Fue un momento de mucha ansiedad y lleno de ideas confusas.

–Bueno, como sea –dijo Gerald–, tú eres de aquí.

–Sí –afirmó la voz que venía desde el piso, como si su dueña se hubiera rendido a la locura de la desesperación–. Ay, sí, yo soy de aquí, pero ¿qué sentido tiene ser de ningún lado si eres invisible?


El castillo encantado

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