Читать книгу El rescate de un rey - Edith Anne Stewart - Страница 5
ОглавлениеCAPÍTULO 3
Eadric permaneció de pie esperando que su hijo le explicara qué demonios había sucedido para que dos damas, de aspecto normando, hubieran llegado a Torquilstone.
—¿Vas a decirme de una vez qué está sucediendo? ¿Quiénes eran las dos mujeres? Porque sajonas no son. De eso estoy más que seguro cuando he visto sus caros y finos vestidos —declaró con extrema autoridad sirviéndose una copa de hidromiel y vaciando su contenido de un solo trago.
—No, no son sajonas, sino normandas como bien señalas —confirmó Hereward—. ¿Importa mucho su origen?
—Sí, si ponen Torquilstone en peligro.
Hereward cruzó los brazos sobre su pecho e inclinó la cabeza con gesto reflexivo.
—Confío en que esta situación se resuelva con la mayor rapidez posible para todos. Y sin que haya que recurrir a las armas —Hereward arqueó las cejas en señal de expectativa por lo que su padre pudiera decir.
—¿Qué has querido decir? ¿Quiénes son?
El viejo sajón apoyó las manos abiertas sobre la mesa contemplando a su hijo sin miramientos. Él era la máxima autoridad en aquella fortaleza y deseaba seguirlo siendo hasta el último día de su existencia. No quería ver Torquilstone bajo el mando de un normando.
—Esas mujeres son la prometida de Brian de Monfort y su dama de compañía, por lo que he podido deducir.
—¿Y qué pretendes conseguir trayéndolas aquí? Espero que por la mañana se hayan marchado. No quiero tratos con los normandos; y menos con De Monfort.
—Dinero para el rescate de Ricardo —le aseguró Hereward mirando a su padre con determinación.
El viejo sajón palideció al escucharlo. No podía cree que su hijo estuviera actuando de aquella manera tan irracional.
—¿Qué diablos estás diciendo? ¿Has osado secuestrar a la prometida de uno de los hombres más cercanos al príncipe Juan? —preguntó sin creer que así fuera. Pero ver a su hijo asentir sin vacilar provocó en el viejo sajón un ataque de ira que no vaciló en dejar salir—. ¿Eres consciente de lo que acabas de hacer? De Monfort se presentará a las puertas de Torquilstone, con cientos de caballeros, dispuesto a tomarlo si no se la entregas.
—No lo hará estando su prometida tras sus muros —le aseguró Hereward caminando hacia el generoso fuego que ardía en la chimenea del salón. Por un momento se había olvidado de que él también estaba calado hasta los huesos y que necesitaba entrar en calor.
—Te crees muy listo pero no lo eres. Con este acto provocarás la ira de Juan y la de los normandos.
—De Monfort está recaudando dinero y objetos de valor por orden de Juan. O más bien, robando.
—Sí, lo sé. Aseguran que es para reunir el rescate de su hermano Ricardo —le confesó el viejo sajón sacudiendo la mano en el aire restando importancia a este hecho.
—¿Y tú lo crees, padre? —Hereward siguió de pie frente al fuego con las manos extendidas pero giró el rostro hacia su progenitor para que este le asegurara que creía al príncipe Juan.
Eadric sacudió la cabeza.
—Claro que no. Pero eso no me da derecho a cometer la estupidez de raptar a su prometida.
—No he ido a raptarla sino que nos encontramos con la comitiva cuando regresábamos a Torquilstone, después de saber que De Monfort estaba saqueando las aldeas sajonas de los alrededores en busca de dinero u objetos valiosos para evitar que puedan contribuir al rescate del rey. ¿No lo ves padre?
Hereward se apartó del fuego y se acercó a su padre con el ceño fruncido y sus manos cerradas en puños por la rabia que sentía.
—Ya lo veo y sé que Juan no es tonto aunque lo parezca. Una vez más saquea al pueblo para evitar que este pueda contribuir al rescate de su hermano.
—Y para justificar estos actos los disfraza de contribución a una buena causa.
Eadric se sentó en silencio sin mirar a su hijo. Todo aquello era una completa locura. Tras unos segundos volvió a fijar su atención en él.
—¿Pretendes que De Monfort pague el rescate de su prometida? —Había un toque de burla en la pregunta de Eadric.
Hereward inspiró hondo antes de responder.
—No estoy seguro de que vaya a hacerlo.
—¿Cómo dices? —el viejo sajón apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se inclinó hacia delante mirando a su vástago como si estuviera loco.
—Sabe que estaría contribuyendo con su dinero al del propio Ricardo.
—¿Entonces, por qué diablos lo has hecho si concebías esa posibilidad?
Eadric se levantó de su asiento como un resorte para encararse con su hijo, a quien ahora señalaba con el brazo extendido acusándolo de semejante disparate. Su voz había sonado como un trueno. Miraba a Hereward sin terminar de creer que hubiera sido tan inconsciente.
—La opción se presentó en el camino. Sin más. No pensé en las posibles consecuencias sino en pagarle a De Monfort con la misma moneda, con la que paga él a los sajones.
—Entonces, ¿se trata de una venganza? —Eadric arqueó una ceja con suspicacia.
—No es tal, sino más bien demostrarle que los sajones también sabemos defendernos sin emplear la espada. Está recaudando dinero con el pretexto de pagar el rescate de Ricardo, ya te lo he dicho —Hereward parecía alterado en su intento por hacerle ver a su padre cuál era la situación.
—Juan se lo impedirá; lo del rescate. Le dirá que la repudie en cuanto sepa que está aquí. Que no será una dama de fiar y que es mejor dejarla a un lado. Si esa situación llega a producirse, ¿qué vas a hacer con las dos normandas? —Eadric arqueó una ceja con suspicacia ante el panorama que podía presentársela a su hijo—. Porque si tengo algo claro es que De Monfort no pagará. Obedecerá a Juan para no perder su posición en la corte. Tal vez venga con sus caballeros e intente llevársela por la fuerza. En ese caso, deberemos estar preparados.
Hereward apretó los labios con gesto de preocupación. Pero no porque Torquilstone pudiera sufrir un asedio, si no por la suerte que pudiera correr lady Aelis y su dama de compañía. ¿Qué haría si De Monfort no pagaba el rescate, como le había sugerido su padre? ¿Lo había llegado a considerar?
—Sí, en ese caso deberemos estar preparados.
—¿Dónde se encuentran las dos normandas en este momento?
—Las dejé al cargo de Rowena para que las instalara, ya lo has visto antes en el patio. No quiero que se lleven una mal imagen de los sajones ni de su hospitalidad —le informó mientras el viejo sajón asentía convencido de que había hecho bien—. Iré a hablar con ella a ver qué tal ha ido.
Eadric inclinó la cabeza con gesto pensativo. La situación a la que se veía abocado no le hacía ninguna gracia. Alojar en su castillo a dos damas normandas no era de su agrado, y menos si estaban allí contra su voluntad. Esto podría implicar una situación nada deseosa. Pero ya nada podía hacerse. Devolvérselas a De Monfort no tendría tampoco mucho sentido, una vez que Hereward se las había llevado. Harían bien en prepararse para las represalias normandas, las cuales estaba convencido de que no tardarían en producirse.
—¿Sabemos algo de Jacob y de la comunidad judía?
Eadric sacudió la cabeza lo cual preocupó a Hereward. Necesitaba recaudar el dinero lo antes posible. Y la comunidad judía era un puntal básico, y más si el rescate de la dama normanda no se producía.
—Y entre la nobleza sajona apenas si hemos podido reunir unos miles de marcos —le confesó Eadric sin ánimos—. Creo que es una completa locura lo que propones, y además, ahora te complicas la vida con esas mujeres normandas —le dijo sacudiendo la mano en el aire haciendo referencia a estas.
—No hay vuelta atrás, padre. Conseguiremos que Ricardo vuelva a sentarse en trono de Inglaterra.
Eadric sonrió con un deje burlón.
—¿A qué precio? Dime —le exigió Eadric con una sonrisa cargada de ironía—. Tú y tus románticas ideas. Todavía no te has dado cuenta de cómo funciona todo esto. Pero lo harás, no te preocupes.
Hereward contempló a su padre con semblante serio mientras este se reclinaba en su asiento y volvía a adoptar una pose de preocupación, ajeno a la presencia de su propio hijo. Este se volvió y abandonó el salón sin decir ni una palabra más. Iría en busca de su hermana para saber qué había sido de las dos damas normandas. Las palabras de su padre lo invadieron sin remisión arrojando más intranquilidad a su ánimo. De Monfort no pagaría el rescate de su prometida y ello significaba que la presencia de ella allí en Torquilstone carecería de valor.
Lady Aelis y lady Loana habían sido conducidas a una amplia e iluminada alcoba con vistas al patio del castillo. En este, la gente se recogía debido a la lluvia que volvía a arreciar con violencia. Aelis permanecía asomada a la ventana. Había dejado su mente en blanco por esos instantes con el firme propósito de que su dolor de cabeza fuera remitiendo. Los últimos acontecimientos vividos habían sido demasiado para ella. Ni por un instante pensó que su llegada a Inglaterra fuera a ser tan… convulsa. Ni quería rememorar el momento en el que el sajón había salido en pos de ella. Ni como al darle alcance la había subido a su propia montura con extrema destreza y facilidad. Como si ella no le representara ningún contratiempo. Y por último sentir su cuerpo durante todo el viaje hasta ese castillo; su aliento en su nuca, en su rostro y esa mirada que en ocasiones le intrigaba y en otras la estremecía. El roce de sus manos con la suyas, pese a que ella llevaba guantes de piel, atrapando las riendas de su caballo, el escalofrío que recorrió su espalda… Aelis sintió que su respiración se agitaba de una manera inusitada pensando en todas esas situaciones. Se volvió hacia su dama de compañía, Loana, quien permanecía sentada observándola desde un escaño junto al generoso fuego que ardía en el hogar.
—Espero que no pasemos demasiado tiempo encerradas entre estas cuatro paredes —comentó Aelis caminando hacia Loana con las manos cerradas en puños y apretadas contra sus costados.
—Seguramente, vuestro prometido vendrá a por vos en cuanto conozca la noticia. Imagino que al menos esta noche la pasaremos aquí —le dijo tratando de calmarla, ya que su señora aparecía furiosa con aquella mirada fría como la noche que se había quedado en el exterior de aquellos muros de Torquilstone.
Aelis frunció el ceño y sonrió con ironía ante ese comentario. ¿En verdad iría a por ella? No estaba segura después de todo, y más tras conocer el verdadero motivo por el que lo había hecho el sajón.
—Yo solo espero que nos den de comer y nos presten algo de ropa para cambiarnos. Estoy calada hasta los huesos, mi señora.
El sonido de varios golpes en la puerta alertó a ambas damas. Primero, se miraron entre ellas buscando alguna respuesta la una en la otra. Y luego, juntas dirigieron sus atenciones hacia la puerta que se abría dejando paso a la joven muchacha sajona que las había conducido hasta allí.
—Os traigo ropas para cambiaros, señoras —dijo penetrando en la habitación con varios vestidos, así como calzado para ambas—. Y algo de comer ya que supongo que estaréis hambrientas.
Aelis sintió el pálpito repentino al ver al propio sajón con una bandeja en la mano llena de comida, que se apresuró a dejar sobre la mesa.
Hereward había interceptado a su hermana junto a varias sirvientas en el pasillo y tras una breve charla, había decidido ser él quien acompañara a Rowena a ver a las damas normandas. Quería comprobar in situ que tenían todo lo que necesitaban.
—Espero que os sirvan. De todas maneras puedo traeros algunos más si no es así —aclaró Rowena dejando los vestidos sobre la amplia cama que había en la habitación.
Hereward se había acercado a la chimenea para atizar el fuego y colocar más troncos. En un momento, la estancia se caldeó de manera asombrosa.
Aelis se fijó en él. Se había cambiado de ropa y ahora lucía un jubón sencillo de color ocre sujeto con un cinturón y unas calzas grises. Se incorporó girando de repente hacia ella haciéndola retroceder como un animalillo asustadizo. Ella experimentó una ola de calor cuando sintió el golpe del fuego en pleno rostro. Agradecía que el sajón hubiera atizado la chimenea ya que la estancia se estaba quedando desangelada.
—Comed o se os enfriará la cena —le dijo él haciendo un gesto hacia esta.
—¿No pretenderéis que nos cambiemos de ropa delante de vos? —le espetó Aelis reuniendo fuerzas para enfrentarse a su presencia. Dio un paso al frente como si aquel hombre ejerciera influjo sobre ella. Apretó sus brazos contra los costados reprimiendo sus ansias por abofetearlo allí mismo por el rudo comportamiento que había demostrado con ellas.
Hereward balbuceó sin que ninguna de las mujeres comprendiera muy bien qué había querido expresar.
—Mi hermano y yo nos marchamos, señoras. De ese modo podréis cambiaros de ropa y cenar tranquilamente a solas —intervino Rowena tirando del brazo de Hereward para sacarlo de allí. Esta tenía la impresión de que él se había quedado eclipsado con la presencia tan cercana de la dama normanda.
—Os he puesto más leña para que no se os apague el fuego. Pero si precisáis…
—Descuidad, sabemos hacerlo nosotras mismas —le cortó Aelis entrecerrando sus ojos para dirigirle una nueva mirada cargada de frialdad—. No penséis que no sabemos hacerlo por el hecho de ser damas de la nobleza.
—Ni vos penséis que los sajones somos una bárbaros sin modales, mi señora —Hereward se inclinó de forma respetuosa antes ellas pero sin apartar la mirada de Aelis en ningún instante para ser testigo del rubor en las mejillas de esta—. Hacedle saber a mi hermana cualquier necesidad y me encargaré de satisfacerla al instante, mi señora.
Aelis se vio sorprendida ante aquel gesto de caballerosidad, aunque ella lo interpretó más bien como una burla. Y para demostrarle que no le temía se envaró delante de él mirándolo de manera fija con el mentón ligeramente elevado, como prueba de su orgullo.
—En ese caso, dejadnos marchar a lady Loana y a mí ahora mismo.
Estaba segura de que aquel sajón no era de los que se arredraba de manera fácil. Lo había visto esa noche cuando trató con su escolta. De manera que tampoco lo haría ante una mujer. Pero tenía que intentarlo de todas formas. Ahora, con la distancia entre ellos más corta y a la luz de la antorchas y las velas, ella pudo contemplar los rasgos del sajón. Su cabello negro como la fría noche, su mirada sombría y los rasgos bien esculpidos. Su fino bigote y la perilla le otorgaban un aspecto caballeroso, después de todo. Lo contempló esbozar una sonrisa burlona.
—¿Disponéis de ciento cincuenta mil marcos de plata? Si tal es el caso entregádmelos y os podréis marchar con una escolta hasta vuestro destino —le aclaró él apoyado en la pared con los brazos sobre el pecho y su ceja arqueada. La miró con una mezcla de ironía y deseo por besarla. Tal vez fuera el hecho de estar cansado, alterado o preocupado por el devenir de la situación tras la charla con su padre y pensaba que un beso de ella lo tranquilizaría
—De sobra sabéis que no los poseo conmigo —le respondió enrabietada porque quisiera burlarse de ella. Lo miró con el deseo de golpearlo mientras cerraba sus manos en puños y los retenía contra sus costados—. Pero si los tuviera, con gusto os los daría para que nos dejaseis libres y de paso podáis liberar a vuestro querido rey Ricardo. Pero no temáis, mi prometido no tardará en abonarlos en cuanto sepa dónde me encuentro.
Hereward mudó la sonrisa. Por un instante pensó en la posibilidad de que tal situación no se produjera. ¿Cómo actuaría lady Aelis sin llegaba ese caso? Por ahora él no le comentaría nada acerca de esto. Dejaría que todo siguiera su curso hasta ver la reacción del prometido de ella.
—Es mejor que las dejemos a solas —comentó Rowena sacando a Hereward poco menos que arrastras de la habitación. Este no apartó su mirada de la de Aelis, quien enfurecida se volvió como una fiera enjaulada hacia la ventana presa de una agitación extrema en su interior. Y cuando escuchó que la puerta se cerraba se volvió hacia esta con el odio reflejado en su rostro.
—¡Maldito sajón! —murmuró crispada sin igual mientras era lady Loana la que acudía a su lado para tranquilizarla.
—Mi señora, calmaos.
—¿Cómo quieres que me calme? —le preguntó levantando la mirada hacia ella y en la que su dama de compañía pudo leer la desesperación de la que era presa su señora. El arrojo demostrado ante el sajón no eran si no el fruto de la desesperación y la impotencia por no poder decidir su propio destino. Siempre en manos de los hombres, normandos o sajones.
—Estoy segura de que todo se habrá solucionado mañana. Ahora sería mejor cambiarnos de ropa, comer algo y tratar de dormir un poco. Todo será distinto al alba, mi señora.
Aelis contempló a Loana entre las lágrimas que hasta ese momento no había derramado por orgullo. No quería que el sajón la viera llorar. Pero ahora, libre de su presencia y de su mirada, Aelis no tuvo reparos en hacerlo. Trató de calmarse y de sonreír tomando un vestido sencillo de color verde para probárselo. Debía olvidarse de todo por unas horas. Tal vez con el nuevo día viera la situación de otra manera, como le aseguraba lady Loana.
Rowena y Hereward regresaron al salón principal donde el fuego crepitaba con furia en la chimenea. No había rastro de su padre, ni de ningún hombre. Hereward se apoyó contra la repisa de piedra caldeada fingiendo interés por remover los leños a medio consumir. En su mente, la imagen de Aelis enrabietada por su situación y el deseo de él por besarla.
—¿Puedes contarme qué está pasando? ¿Por qué has secuestrado y traído a dos damas normandas a Torquilstone, Hereward? —Rowena se plantó delante de su hermano con las manos en las caderas, el ceño fruncido y una mirada que lo expresaba todo.
Hereward levantó la atención del fuego para contemplarla en aquella postura tan arrogante. Su hermana podía ser muy convincente cuando la situación lo requería, se dijo Hereward observando el reflejo de las llamas su piel más pálida y sus cabellos más luminosos. Se enfrentó a la mirada de ella por un segundo y después la esquivó.
—No lo sé —Hereward arrojó furioso el hierro candente con el que atizaba el fuego. Después, volvió a centrar su atención en su hermana, tal vez en busca de su respuesta.
—¿Cómo?
—Fue lo primero que se me ocurrió cuando dimos con la comitiva que las conducía al castillo de su prometido. Pensé que con ello lograría dinero para el rescate de Ricardo, y que le daría una lección a Brian de Monfort y al príncipe Juan.
—¿Por qué? ¿Porque se oponen a que Ricardo regrese al trono de Inglaterra? Es por eso, ¿verdad? Y después de hablar con nuestro padre no estás seguro del todo de que su prometido vaya a pagar el rescate —dedujo frunciendo los labios en una mueca de cinismo—. El rescate de un rey. Ella no lo vale y lo sabes.
—¡Claro que lo vale si en verdad su prometido tiene interés en recuperarla! —le espetó él arrojando el hierro con el que removía los leños. Hereward estaba cada vez más ofuscado por lo que estaba sucediendo.
—Pero no estás seguro de que vaya a hacerlo, ¿no es así? Es mucho dinero…
Hereward sacudió la cabeza.
—Apuesto a que el príncipe Juan se lo prohibirá porque es consciente de la finalidad de esa cantidad.
—¿Y tú qué harás con ella llegado el momento? ¿Piensas dejarla libre para que regrese a su hogar?
Hereward mantenía la mirada fija en el suelo. Con los brazos cruzados y el ceño fruncido en una postura de estar pensando en todo aquello. Se limitó a levantar la mirada hacia Rowena con una expresión de desconcierto.
—No creo que quiera regresar a esta. Su padre la desheredaría por haber renunciado a su matrimonio. Por no hablar de la vergüenza que padecería su familia.
—Entonces, si la dejas libre puede que ella sola vaya a las tierras de Brian de Monfort y te quedes sin rescate y sin dama. O cabría una tercera opción que sería retenerla contra su voluntad, aquí en Torquilstone. En cualquier caso todo esto no habrá servido para nada, Hereward.
Este sonrió con desgana pasándose la mano por el pelo.
—Supongo que… tendría que dejarla marchar.
—¿Así, sin más?
—No puedo retenerla contra su voluntad sin recibir nada a cambio.
—No sé qué diablos quieres decir con eso, pero prefiero no pensarlo —le rebatió Rowena cada vez más alterada y sorprendida por el comportamiento de su hermano.
—Puedo proporcionarle una pequeña escolta para conducirla dónde ella desee. ¿Qué quieres que haga si Brian de Monfort no paga su rescate? —Hereward miró a su hermana sin comprender hasta dónde quería ir a parar.
—Eso debiste pensarlo cuando decidiste traerla aquí, ¿no crees? Ahora ya no tiene arreglo. Esperemos por tu bien que logres el dinero por otros medios y que las damas normandas no se vean implicadas en todo esto.
—Ya es tarde como bien dices.
Rowena entrecerró los ojos lanzando una mirada de recelo a su hermano.
—¿Qué te ha dicho nuestro padre?
—¿De verdad quieres saberlo? —Había un toque burlón en la pregunta de Hereward. Cogió una jarra de vino y vertió una generosa cantidad en una copa. Luego, le ofreció a Rowena, quien lo rechazó.
—Supongo que no le ha hecho ninguna gracia.
—Cree que con mi acción he puesto en peligro Torquilstone —le dijo antes de llevarse la copa a los labios y beber un trago largo que lo tranquilizara.
—¿Teme una represalia del príncipe? —Rowena arqueó una ceja con suspicacia mientras temía que ello se produjera por la locura cometida por su hermano.
—Supongo. Pero si después de todo Brian de Monfort no viene por ella…
—En ese caso tienes razón, pero ten en cuenta que Juan no es tonto. Sospechará que lo has hecho para recaudar dinero para el rescate de su hermano. Yo no me preocuparía en demasía porque Brian de Monfort no reclame a su prometida.
Hereward sonrió.
—Sabes que valdrías para consejera real —le aseguró señalándola con un dedo.
—Ya, pero mi condición de mujer no me lo permitiría —le soltó irónica.
—Deberías ser tú quien dirigiera Torquilstone cuando nuestro padre falleciera.
Rowena sonrió divertida por esa apreciación. Sabía que su hermano hablaba en serio. No le hacía mucha gracia ser el señor del castillo. No cuando él prefería alistarse en cualquier ejército de Europa y pelear. Por ese motivo siguió a Ricardo a Tierra Santa. Su hermano no valía para ser el señor del castillo, sino el señor de la guerra.
—En fin, pasaré a ver si tus huéspedes necesitan algo.
—Si quieres puedo encargarme yo.
—Oh no. Tranquilo. Bébete otra copa de vino antes de irte a dormir. Te vendrá bien.
—De verdad que…
—Ya he visto bastante por hoy —Rowena sonrió antes de volverse dejando a su hermano a solas junto al fuego del salón. ¿Qué había querido decir? ¿Qué había visto?
Hereward apuró la copa y en vez de quedarse sentado junto al fuego abandonó el salón y decidió darse una vuelta por las almenas de Torquilstone. Algunos hombres permanecían de guardia junto a las antorchas y los braseros para calentarse. Pese a que la rivalidad entre sajones y normandos parecía ir remitiendo, los últimos acontecimientos en torno al rey Ricardo y a su hermano Juan, habían vuelto a poner de manifiesto dicha rivalidad. Por eso, en Torquilstone los hombres montaban guardia día y noche por lo que pudiera suceder.
Caminaba envuelto en su capa intentando despejar su mente de pensamientos que le llevaran a error. La verdad era que tanto su padre como su hermana tenían razón cuando le habían preguntado lo que pensaba hacer con las damas, si Brian de Monfort se negaba a pagar el rescate. No había pensado en esa posibilidad porque desde el primer momento se había dejado llevar por su celo en favor de su rey. Pretendía libertar a Ricardo de Inglaterra a toda costa, sin importarle las consecuencias de sus actos. Pero ahora, apoyado sobre la almena y contemplando el cielo oscuro se preguntaba si había hecho lo correcto.
Athelstane vio a su amigo y señor Hereward solo en la almena y decidió acercarse a él. Había hecho la ronda para comprobar que todos los hombres estuvieran en sus puestos, y le había llamado la atención verlo a él.
—Hace una noche fría.
—Como las últimas semanas.
—¿Qué haces aquí arriba tú solo? Pensaba que te habrías retirado junto a compañía femenina —le dijo sonriendo de manera cínica, dándole un codazo en el costado.
—No. No tengo la cabeza para más cuestiones de mujeres —le aseguró sacudiendo esta.
—¿Es por todo este lío de las damas normandas por lo que estás así? —le preguntó mientras Hereward volvía su atención hacia su amigo sin saber qué quería decir—. No se habla de otra cosa en Torquilstone desde que llegaste. Los rumores y los cuchicheos circulan por cada rincón. Supongo que le estás dando vueltas ¿no? ¿Crees que Brian de Monfort tardará mucho en venir a por ellas?
Hereward se encogió de hombros.
—Depende de lo de este la eche de menos, ya me entiendes. Confío en que aparezca pronto. De ese modo todo será más rápido. Cuando lo vea, fijaré un precio por ellas y espero que el normando lo acepte y pague en la mayor brevedad posible. De ese modo podremos emplear el dinero en el rescate del rey, y ella quedará libre. Es una cuestión simple.
—Según tú, así lo parece. Salvo por un inconveniente del que seguro que ya te has dado cuenta.
—Si vas a contarme lo mismo que mi padre y mi hermana, ahórrate el sermón. Ya sé que si el normando no paga, estaré en un aprieto porque no sé qué diablos hacer con ellas —confesó Hereward apartándose de la almena y alejándose de Athelstane para no escucharlo.
—Entiendo.
—Ahora mismo estoy considerando todas las posibilidades que pueden darse llegado el caso. Pero prefiero seguir creyendo en la idea original: que Brian de Monfort pague el rescate de su prometida, y así no tendremos de qué preocuparnos —le dejó claro con un tono de enfado por lo que estaba sucediendo.
Todos venían a decirle lo mismo y él ya comenzaba a estar cansado. Hasta ahora nadie le había sugerido que se quedara con ella; salvo Rowena, pero no de una manera directa, sino asegurando que no podría retenerla contra la voluntad de ella. Esa posibilidad no la había si quiera contemplado porque no tenía la más mínima intención de alojar a dos normandas en Torquilstone. Estaría loco si aceptaba semejante propuesta como una posibilidad real.
—¿No ha intentando apuñalarte por la espalda?
Hereward miró a su amigo con un gesto de sorpresa por aquella cuestión.
—No. Me ha lanzado alguna que otra fría y cortante mirada. Algún gesto de altivez, ya me entiendes. Piensa que venir a Inglaterra le da derecho a mirarnos por encima del hombro. ¡Por muy normanda que sea y muy prometida de Brian de Monfort no voy a tolerarlo! —exclamó entre dientes mirando a su amigo como si él fuera el responsable de aquella situación. Pese a que en su interior no sentía esa necesidad. Recordaba la manera altiva y orgullosa con la que ella se había encarado con él momentos antes en la alcoba. Desafiante y preciosa a ojos de él. De haber estado a solas con ella, él no se habría andado con miramientos. La habría cogido y la habría…
—Dirás que no te ha apuñalado pero por tu manera de responderme… No me cabe la menor duda de que sabe cómo tratarte.
—Pues se equivoca. Estoy deseando que su prometido venga a por ella y se la lleve mañana mismo, si no puede ser ahora.
—Dime una cosa, ¿te comportas así porque es normanda o mujer? —Athelstane cruzó los brazos sobre su pecho y contempló a su amigo con un interés desmedido.
—¿Por qué? ¿Qué tienen que ver esas dos cualidades?
—Te lo pregunto porque es la primera vez que una mujer parece sacarte de tus casillas —ironizó Athelstane entre risas.
—¿Qué diablos estás insinuando? —Hereward entrecerró sus ojos escrutando el rostro de su amigo. Sí, ¿qué había querido decirle con aquella pregunta?
—He notado cómo la miras.
—¿Cómo?
—La deseas —le aseguró palmeando el hombro de Hereward mientras este ni se inmutaba—. Y no te lo discuto puesto que es una mujer bonita, pero ten en cuenta que no está destinada a ti. Está prometida, tú lo sabes.
Hereward contempló a Athelstane de la misma manera que si este acabara de insultarlo. Tal vez la deseara, no iba a negarlo. Pero tampoco iba a negar que sabía quién era y cuál era su inmediato destino. Regresar con su prometido.
—Conozco muy bien cuál es el final que le espera. Casarse con Brian de Monfort.
—Tú lo conoces, ¿verdad? A ese normando. Creo haberte escuchado hablar de él, y a más gente en Torquilstone.
Hereward no pareció escuchar la pregunta. Estaba absorto en sus pensamientos en torno a Aelis. No le importaba que se marchara con el normando porque de ese modo él se vería libre de sus responsabilidades. Y ni su padre ni su hermana podrían echárselo en cara.
—Dime, ¿conoces a su prometido?
—¿A Brian de Monfort? Sí. Coincidimos en Tierra Santa —le respondió Hereward con la mirada fija en el suelo y los recuerdos de aquellos días inundando su mente—. Es un guerrero. No le tiene miedo a nada ni a nadie. Estaba en el bando de los normandos que defendieron el estandarte de Felipe de Francia, como cabría esperar.
—Por ese motivo se ha aliado con Juan. Por la enemistad entre Ricardo y Felipe.
—Supongo. Y porque Juan paga bien a sus lacayos y a sus mercenarios. Ha sabido rodearse de la flor y nata de la aristocracia normanda.
—Tú estuviste con Ricardo y los sajones.
—Con los ingleses —matizó Hereward alzando un dedo—. Ricardo no quería distinciones entre sus filas. Ni sajones ni normandos, solo ingleses.
—Pero, Ricardo es normando. ¿Por qué esa distinción?
—Desde el primer momento ha querido zanjar las disputas entre ambos pueblos de una vez por todas, pese a que su padre ya lo consiguió.
—Si, pero siempre habrá recelos, envidias y diferencias entre ambos bandos. Los normandos no olvidan que ellos conquistaron nuestra tierra. Y nosotros, por nuestra parte, tampoco olvidamos al opresor.
—Los que le seguimos a Tierra Santa éramos ingleses, que combatíamos bajo la misma bandera. Debiste haberle seguido a luchar contra los sarracenos como hicimos Godwind y yo.
—Alguien debía quedarse en Torquilstone —se excusó Athelstane. Godwin y él lo echaron a suertes para ver quién acompañaba a Hereward hasta Jerusalén—. Según hablas del prometido de lady Aelis no parece que esté dispuesto a pagar. Si es un guerrero…
Hereward suspiró.
—Ya lo veremos. Que sea un guerrero no lo hace invencible —le aseguró sonriendo al recordar las justas que se hacían en honor de los reyes en San Juan de Acre, y como los caballeros de Ricardo, habían logrado imponerse a los de Felipe de Francia, entre los que se encontraba Brian de Monfort—. Es mejor retirarnos. Mañana promete ser un día largo.
—¿Crees que Brian de Monfort dará señales de vida mañana mismo?
—Debemos esperarlo en cualquier momento. Y además, es lo mejor para todos.
Hereward se dirigió hacia su habitación, pero no pudo evitar pasar por delante de la puerta de la que ocupaban Aelis y Loana. Se quedó de pie frente a esta con el deseo de tocar y ver si necesitaban algo. Si todo era de su agrado. Que fueran sus rehenes no significaba que fuera a matarlas de hambre o a torturarlas en las mazmorras. No era un hombre sin corazón ni piedad, aunque ella lo pudiera ver como tal. Quería que su estancia en Torquilstone fuera de su agrado hasta que hubieran de marcharse. Pensar en su futura partida hizo que Hereward golpeara de manera inconsciente la pared con su puño. ¿Por qué? Sacudió la cabeza y tras lanzar una última mirada a la puerta decidió alejarse de allí, no fuera a ser que alguien lo viera; o bien que alguna de las damas normandas abriera la puerta y lo encontrara allí. Aunque esto último le parecía más bien poco probable. Apostaba a que ambas damas permanecerían en su alcoba hasta que alguien fuera a buscarlas para conducirlas junto al normando. Pero no había terminado de pensarlo cuando los goznes chirriaron.
Una figura menuda con una vela en la mano apareció en el umbral. Al ver a Hereward se sobresaltó hasta el punto de dejar caer la vela al suelo. Esta rodó hasta el mismo pie de este, quien se agachó para recogerla y entregársela pero antes la prendió en una de las antorchas del pasillo. Cuando Hereward la acercó y la tenue luz iluminó el rostro de ella, Hereward creyó estar soñando. Le pareció que aquella mujer no era si no una aparición. Alguna especie de espíritu que habitaba en el castillo y que lo contemplaba con los ojos abiertos como platos y boqueando como un pez fuera del agua.
Aelis ahogó el chillido de espanto o de sorpresa que la aparición de él le había provocado. Su corazón latía de manera frenética en el interior de su pecho. Y no encontraba el aliento ni las fuerzas necesarias para decirle lo que pensaba de él y de su aparición.
—Disculpadme si os he asustado, mi señora —se apresuró a expresar Hereward con calma y contemplándola como si esta fuera una completa desconocida para él.
—¿Qué… qué hacéis aquí? ¿Habéis llamado a la puerta?
Hereward no supo qué decirle puesto que seguía ensimismado con su aparición. Su mirada brillaba con una mezcla de ira, de espanto y de emoción. Sus labios entre abiertos eran toda una tentación. Se había recogido el pelo en una trenza que ahora caía sobre su hombro, y que le permitía contemplarla en toda su naturalidad. Sin joyas, ni adornos de ninguna clases. Era ella. Hereward se sobresaltó y bajó su mirada hacia aquel cuerpo de exquisitas formas, que se dejaban entrever bajo la tela de camisón. Hubo de hacer un esfuerzo titánico para no raptarla una segunda vez y llevarla a su propia alcoba. Deslizó el nudo que le impedía hablar. Sintió la boca seca. En verdad que aquella mujer era deseable, pero era una normanda. Y aunque él concibiera la posibilidad de retenerla en el castillo, ella nunca vería en él a nadie más salvo a un salvaje. A un sajón.
—Os pido disculpas, mi señora. Pasaba por delante de vuestra habitación camino de la mía cuando tropecé y hube de sujetarme contra la puerta. Siento haberos asustado —le explicó empleando una mentira tal vez poco convincente.
Aelis le lanzó una mirada de pies a cabeza en la que no escatimó ni un ápice de desdén. Entrecerró los ojos y escrutó su semblante. Aquel maldito sajón le seguía pareciendo atractivo. Tal vez fuera su lado indómito o primitivo lo que le provocaba a ella ese pensamiento. Se decía que no podía andar pensando eso de otros hombres. Y menos de un sajón como el que tenía delante. ¡Su captor!
—En ese caso tened cuidado en no volver a tropezar. Podríais abriros la cabeza de un golpe —le advirtió con una mueca cargada de ironía, adornada de una sonrisa. Sintió una ola de calor en sus mejillas cuando sintió la mirada de él en su cuerpo. Aelis había olvidado que tan solo iba cubierta con un fino camisón y que la luz de la vela dejaba entrever sus formas bajo este. Por ese motivo dio un paso atrás rápido cerrando la puerta con virulencia. Se volvió apoyada contra la espalda y cerró los ojos por unos segundos en los que trató de recomponerse de aquel mal trago pasado. El sajón la había visto poco menos que desnuda ante la puerta de su habitación. Pareciera que lo estuviera invitando a pasar como si fuera una meretriz.
—¿Qué sucede Aelis? —La voz de Loana la sacó de su ensimismamiento. Había perdido la noción del tiempo por un momento. Y tal vez el sentido común al pensar en el sajón como un hombre atractivo. Abrió los ojos y miró hacia su dama de compañía mientras caminaba con la vela en la mano, que depositó en la repisa de la chimenea.
—Pensé que habían llamado a la puerta y salí a ver quién era —le comentó sin darle importancia. Llevaba despierta un rato siendo incapaz de conciliar el sueño y justo cuando parecía irse quedando dormida, aquel golpe en la puerta, ¿o tal vez había sido en la pared? ¿Por qué se aventuró a salir de su alcoba en mitad de la noche?
—Pero… ¿cómo has podido hacerlo? ¿Y si fueran una banda de sajones dispuestos a entrar en la habitación para violarnos? —Loana se había incorporado en la cama sujetando la sábana para cubrirse ante la atenta mirada de su señora.
—No lo eran. De manera que quédate tranquila.
—Entonces, ¿con quién hablabas? —Loana entornó la mirada cargada de curiosidad por averiguar qué había sucedido en el pasillo.
Aelis inspiró. Pensó no contarle nada a Loana para que no sacara conclusiones erróneas. Pero finalmente optó por hacerlo.
—Era ese sajón que nos ha traído aquí —le refirió con cierto desprecio, mirando hacia el otro lado.
—¿Hereward? —Loana se quedó con la boca abierta debido a la impresión que le causó saberlo.
—El mismo.
—¿Y… qué quería? —Loana entornaba la mirada con preocupación aferrándose con fuerza al borde de la sábana.
—Nada. Se había tropezado y en su caída había golpeado la puerta.
Loana se quedó callada meditando aquella explicación que no le parecía muy creíble. Pero ante la cual no dijo nada más para no importunar a su señora. Era mejor dejarlo estar. Ya había observado las miradas que Hereward lanzaba a su señora. A ella no le engañaría. Sabía cuál podía ser su interés en su dama. Pero por fortuna, Brian de Monfort aparecería de un momento a otro y sus inquietudes cesarían.
Aelis recordó la manera en la que el sajón la había contemplado cuando le entregó la vela. Había sorpresa, inquietud, admiración y un toque de calidez en su mirada, que sacudieron el interior de ella. ¿Podría un hombre como él sentir y expresar al mismo tiempo todas esas cualidades? ¡Era un sajón! ¡Un bárbaro incivilizado! O esa era la idea que ella tenía de estos cuando viajó a Inglaterra. Esa era la idea que había preconcebido escuchando a los nobles hablar de los sajones. Pero, ¿y si no era cierto? Por lo poco que había visto, vivían igual que ella en Francia. Sus modales eran parecidos. Atentos y caballerosos por parte de todas las personas con las que había tratado. Y él, pese a haberla secuestrado y llevado a su fortaleza, no la había tratado mal. La habitación era amplia y acogedora. Le habían proporcionado ropas y comida para que se recuperaran del viaje. Tal vez después de todo, el sajón no fuera el salvaje que ella esperaba que fuera desde la primera vez que lo vio esa noche.