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París.

1746.

—Estoy pensando en regresar a casa.

Arthur lo dijo sin más preámbulos. Mirando por el ventanal del salón y como si estuviera haciendo referencia al clima de ese día en la ciudad del Sena. Pero las consecuencias de esa afirmación podrían ser más nefastas que hablar del tiempo en París.

—¿Qué demonios…? —Ferguson se atragantó con la copa de vino que degustaba en el momento en que escuchó a su amigo decir semejante disparate.

—Creo que es el momento de hacerlo.

—¿Te has vuelto loco? Nunca será una buena ocasión para regresar al hogar. Sácatelo de la cabeza, ¿querrás?

—No. ¿Por qué? —Arthur se giró para contemplar a su amigo con un gesto que dejaba claro que no comprendía a qué venía su pregunta.

—¿Cómo que por qué? A penas ha pasado un año de la finalización de la guerra. Tras la que te recuerdo que nos vimos obligados a huir siguiendo al príncipe. No puedes estar hablando en serio. Y más en este momento en el que las condiciones de paz impuestas por Londres a toda Escocia y todos sus clanes, entrarán en vigor en breve.

—Ya lo sé —refirió Arthur sacudiendo la mano en el aire para restar importancia a todo lo referido por Ferguson—. Sigo sin creerme cómo logramos salir de aquella matanza del páramo de Culloden, y llegar hasta aquí.

—Pues por eso mismo lo digo. Los jacobitas están mal vistos en las islas. Ni qué decir de los clanes escoceses.

—Es injusto que los que combatieron por el rey Jorge se vean ahora condenados a pagar un alto precio. El mismo que los que defendimos la causa del Joven Pretendiente.

—Ya, pero las normas las dictan los vencedores. Es mejor no tentar a la suerte. Mira que el diablo siempre está escuchando y en una de estas… —El gesto de Ferguson fue lo bastante significativo como para que Arthur comprendiera lo que quería decir.

—¿Piensas que no llevo tiempo dándole vueltas en mi cabeza a mi regreso al hogar? No se trata de una idea banal.

—Pero no puedes hacerlo. En cuanto pongas un pie en tus tierras, te reconocerán, te apresarán y te ahorcarán sin celebrar juicio alguno.

—No pienso ir a mis tierras como comprenderás.

—¿Y entonces qué diablos piensas hacer? Te recuerdo que nuestro clan combatió a favor del Joven Pretendiente. Eso por no mencionar tu otro asunto privado —Ferguson expresó una mueca de ironía.

—¿Te refieres a…?

—Sí. A ese famoso personaje que espiaba en favor del príncipe Carlos.

—Tampoco pueden relacionarme con ese nombre.

—La Escarapela Blanca —resopló Ferguson—. Solo haría falta que alguien además de reconocerte como un jacobita te asociara a ese nombre.

—Eso quedó atrás. Sirvió para la causa. Nada más. Se desvaneció como la bruma matinal al salir el sol.

—Eso te piensas tú. ¿Y dónde has pensado esconderte? ¿Y de qué vas a vivir? Aunque sé que tenemos dinero de sobra.

—He pensado establecerme en el norte.

—¿Te refieres a las Tierras Altas? —Ferguson arqueó una ceja con cierta desconfianza, al igual que el tono de su pregunta.

—Sí. En la capital. En Inverness.

—Mala elección —le aseguró chasqueando la lengua y sacudiendo la cabeza sin terminar de verlo claro.

—¿Por qué? Estamos alejados de nuestras propias tierras en el sur de estas.

—El norte es de los Campbell. No hace falta que te diga más.

—¿Y qué problema hay?

—¿Cómo qué…? Estos lucharon en favor del rey Jorge con su milicia. No apoyan la causa del joven príncipe Carlos. ¿Vas a meterte en una ratonera? Casi es mejor regresamos a casa.

—Allí nadie tiene por qué sospechar de dos hombres del clan Stewart Appin.

—Espero que al menos no pretendas emplear el nombre de nuestro propio clan. Solo faltaría que te presentaras como Arthur, de los Stewart de Appin —ironizó Ferguson resoplando.

—Buscaremos un clan leal a Londres.

—Bien. ¿Y qué haremos? Te lo he preguntado antes.

—Establecerme como médico. Y tú volverás a ser mi ayudante. Ya lo eras en la capital antes del comienzo de la guerra. ¿Te acuerdas de nuestra pequeña consulta en Edimburgo? Y luego nos alistamos en el ejército del joven príncipe. Y, además, tampoco creo encontrarme con mucho trabajo en esa región, ¿no?

—¿Y si alguien nos reconociera? —protestó Ferguson mirando a su amigo con los ojos abiertos como platos.

Arthur se colocó un par de lentes.

—¿Qué tal?

—Bueno, es verdad que tienes aspecto de intelectual, puedes pasar por un médico. Quiera el Señor que no se presente en tu consulta alguien no deseado.

Arthur sonrió viendo a su amigo levantar la mirada hacia lo alto y juntar sus manos como si estuviera rezando una plegaria.

—Tú lo has dicho antes. Hace casi un año que abandonamos Escocia. El tiempo cambia a las personas. Además, nunca hemos estado en Inverness, ni en los alrededores. Tendré que informarme acerca de los Campbell que habitan allí, ¿no crees?

—¿No estarás pensando en ir a presentarte ante ellos? —Ferguson entrecerró los ojos escrutando el rostro de Arthur en busca de una aclaración.

—Tarde o temprano tendré que hacerlo, ¿no crees? De todas maneras, no voy a estar metido en su casa. No te inquietes.

—Mejor sería que dijeras en su castillo —Arthur frunció el ceño al escuchar esa palabra—. Son dueños de Cawdor en las tierras de Moray.

—De acuerdo. Ya nos iremos informando cuando lleguemos. Y del resto de la población. Sería mejor arreglarnos para la velada de esta noche. Con toda seguridad, será la última en París antes de volver a casa.

Arthur sentía la imperiosa necesidad de volver a su patria. Era cierto que poco o nada tendría que ver con la que él había conocido. Solo esperaba que estuviera algo mejor que cuando se vio obligado a abandonarla herido en su orgullo tras el fiasco de Culloden.

La fiesta en casa de una de las muchas simpatizantes del príncipe Carlos Estuardo en París estaba animada. Arthur y Ferguson llegaron cuando esta, ya había dado comienzo. No les gustaba ser de los primeros en aparecer. De manera que cuando hicieron su entrada la gente estaba enfrascada en sus conversaciones o bien bailando gracias a la música de un cuarteto de cuerda.

—Debería ir a presentar mis respetos a la anfitriona. Puedes quedarte por aquí, si lo deseas —le comentó a Ferguson, mientras él se abría paso entre los invitados hacia la organizadora de la velada.

—No te preocupes. Te acompaño no vaya a ser que alguna muchacha me vea solo y venga a hacerme compañía.

Arthur contempló a su amigo con suspicacia y no pudo evitar reírse.

—Temes al compromiso…

—Eso mismo puedo decir de ti. Llevamos tiempo en París y no has encontrado una esposa. Claro que si estabas pensando regresar a Escocia… Es lógico.

—Por eso mismo. Porque no tengo intención de permanecer aquí toda la vida.

—Entonces ¿piensas hacerlo cuando lleguemos a Inverness?

—Solo pienso en volver a mi patria y en establecerme como doctor. Nada más. No sería justo por mi parte arrastrar a una mujer a compartir su vida conmigo, ¿no crees? Un jacobita al que pueden denunciar ante las autoridades británicas.

—Muy loable por tu parte. Anda, vamos a saludar a madame Duisberg.

Annette Duisberg era una hermosa viuda que no ocultaba su atracción por Arthur. Pero él siempre parecía más interesado en los asuntos de la política, que en los del corazón. Por más insinuaciones que le había hecho en las diversas veladas, fiestas y bailes de máscaras en las que habían coincidido, él se resistía. Y de qué manera…

—Monsieur Arthur, ya creía que no volvería a veros.

—¿Por qué? Todavía no me he marchado de París.

—Pero, ¿esperáis hacerlo?

El toque sutil y de decepción impregnó su pregunta final.

—Deseo regresar al hogar. Sí.

—Es una verdadera lástima escucharos decirlo. ¿No os agrada la vida en Paris?

Arthur se limitó a sonreír.

—Por supuesto me agrada. La ciudad y sus habitantes me han acogido muy bien, pero añoro mi tierra. Llevo un año lejos de esta.

—Claro. Os entiendo.

—Si me disculpáis, iré a saludar al príncipe Carlos —le dio un besamanos y la dejó en compañía de Ferguson.

—¿No hay nada que podáis hacer para convencerlo de que desista de su idea? —le preguntó la viuda a Ferguson cuando este permaneció a su lado.

—Lo siento, mi señora. Pero desde que me lo comunicó no ha cambiado de idea. He intentado hacerle ver la realidad a la que nos vamos a enfrentar al volver a Escocia, pero…

Annette sonrió con melancolía al ver al amigo de Arthur encogerse de hombros y resoplar dando todo por perdido.

—En fin…

—¿Teníais algún interés especial en él, mi señora?

—Poco importa a estas alturas. Si es su deseo regresar al hogar… Id y disfrutad de la última velada en París, Monsieur Ferguson.

Este asintió con educación y buscó a Arthur. Sin duda que el interés de Annette no iba a ser correspondido por su amigo, que en ese momento charlaba con el príncipe Estuardo y varios de sus allegados más conocidos. Llegó en el momento oportuno; cuando lord George Murray, mano derecha del Joven Pretendiente, se mostraba atónito ante la afirmación de Arthur.

—¿En serio estáis pensando regresar a Escocia? Os advierto que la situación no es nada halagüeña para los jacobitas.

—Soy consciente señor. Pero llevo mucho tiempo lejos del hogar, y siento que debo volver.

—Deberéis tener en cuenta que la situación ha cambiado desde que la abandonamos.

—Soy consciente de ello. Pero algún día tendría que ser.

—¿Y qué pensáis hacer? Me refiero a qué vais a dedicaros. ¿Aprovecharéis vuestros conocimientos en medicina y cirugía? —El Joven Pretendiente intervino en la conversación deseando saber más.

—Sin duda. Me estableceré en Inverness.

—Tierras del clan Campbell… —murmuró lord George elevando sus cejas en señal de sorpresa por la elección.

—Lo sé, señor. Pero no me arriesgo a regresar a las tierras de Appin.

—Entiendo. Alguien resentido por lo sucedido podría reconoceros e incluso delataros como un simpatizante de la causa.

—Por eso mismo.

—No creo que los Campbell representen un problema —señaló George Murray.

—Yo tampoco, una vez que Londres ha metido a todos los clanes en el mismo saco. Las proclamas del parlamento británico se aplicarán a toda la nación sin mirar el color del tartán —ironizó Carlos Estuardo—. Si me hubieran seguido cuando estuvimos en Glennfinnan, a estas alturas estaría sentado en el palacio de Whitehall en Londres. Pero muchos prefirieron defender a un rey extranjero, que a uno legítimo.

—No podemos hacer nada por revertir esa situación, señor —apuntó Arthur.

—Ya, ya.

—Para vuestro interés, sabed que la jefa del clan Campbell se casó con un seguidor de la causa al que le salvó la vida —apuntó lord George.

—Desconocía esa historia.

—Según cuentan Brenna Campbell, dueña y señora del castillo de Cawdor y de las tierras de Moray, contrajo matrimonio con un McGregor. Por eso creo que no tendréis demasiados problemas en la región a la que vais —apuntó George Murray.

—Curiosa historia. Una Campbell y un McGregor —comentó Carlos Estuardo.

—No obstante, tened cuidado. Supongo que nadie fuera de Cawdor ni de los dominios del clan Campbell conoce la verdadera identidad del esposo de Brenna. Procurad no fiaros de nadie.

—Así lo haré.

—Quería aprovechar vuestra estancia en las Tierras Altas para pediros un último favor —comentó el joven príncipe llevándose a parte a Arthur, como si lo que pretendía confesarle fuera solo de su interés.

—Decidme, señor.

—Me gustaría que fueseis mis ojos y mis oídos como lo fuisteis cuando tomamos Edimburgo y estuvimos en el palacio de Holyrood. Gracias a vos, logramos tomar la ciudad. Y posteriormente derrotar a los casacas rojas en Prestonpans.

—Solo hacía mi trabajo.

—Bien, pues volved a hacerlo. Toda Escocia está bajo la autoridad inglesa, pero me gustaría conocer si hay una mínima posibilidad de volver.

—¿Qué decís, señor? ¿Estáis insinuando que podría producirse un nuevo intento de conquistar el trono de Londres? —Lord George Murray no salía de su asombro al escuchar aquellas palabras.

—¿Por qué no? Si la situación nos es favorable.

—Pero el país está devastado y sometido al parlamento británico —afirmó Arthur sin poder creer que el príncipe estuviera hablando en serio.

—Todos los clanes podrían serme leales, a la vista del trato que les ha dispensado Londres —afirmó Carlos Estuardo seguro de sus palabras.

Arthur apretó los labios y abrió los ojos ante aquella afirmación. No lo veía tan claro como parecía tenerlo el joven príncipe.

—Es una quimera, señor. Pero…

—La Escarapela Blanca —murmuró Carlos Estuardo—. Ese sois vos. Deslizaros por los salones de los oficiales ingleses. Asistid a veladas allí donde creáis que podéis recabar información importante. Ejercer de médico es una tapadera perfecta. La gente acudirá a vuestra consulta u os llamará para que los visitéis en sus residencias. Estad atento a lo que se comente. Y enviadme recado. Si veo que la situación es favorable a mis intereses, regresaré a Escocia.

Arthur meditó aquella propuesta. No es que fuera algo peligroso, pero tal vez inútil. Hablar con la gente sobre la situación política y social de Escocia no creía que fuera un gran problema. Pero que se dieran las circunstancias para organizar un nuevo levantamiento… Eso era algo que al parecer ni George Murray ni él parecía tener claro. Ni que decir de Ferguson.

—Haré lo que pueda.

—Remitid las cartas aquí a casa de madame Duisberg. No pondrá ningún reparo en ello. Y hacedlo en clave, como en otras ocasiones.

—De acuerdo. Os hablaré de perfumes y telas como si fuera dirigida a la propia Annette Duisberg. Pero no os endulzaré la situación que vea. Os la retrataré tal y como sea. El resto dependerá de vos.

—Sea pues. ¿Cuándo partís? —La sonrisa del joven príncipe inquietó a Arthur en gran medida. ¿Qué demonios pretendía hacer? ¿Volver a desolar el país con una nueva guerra? Se preguntó, furioso y desconcertado por aquella petición a pesar de ser uno de sus más leales seguidores.

—En unos días. Tengo que cerrar algunos asuntos aquí primero. Luego partiremos hacia el puerto de Le Havre con rumbo a las islas. Tardaremos en llegar a las Tierras Altas.

—Bien. Solo os pido discreción en vuestra tarea.

—No os preocupéis. Os enviaré los informes cuando sea oportuno. Si me disculpáis.

—Esperaré vuestras cartas.

Arthur se alejó del príncipe y de lord George con una sensación algo amarga. No creía que fuera necesario un nuevo levantamiento de los clanes.

—¿Se ha vuelto loco? ¿Pretende que recabes información para organizar una nueva rebelión? ¿Con qué medios? El país quedó devastado por culpa suya.

—Lo sé. Y opino al igual que tú, que es una completa locura.

—Ten cuidado. No te prestes a su juego y piensa en tu cuello. La Escarapela Blanca desapareció en Culloden. No vuelvas a jugar a los espías —Ferguson lo sujetó del brazo y lo miró con intensidad para dejarle claro que no hablaba en broma—. Una cosa es ser un doctor en Inverness, y otra muy diferente ser un espía para la causa perdida de los Estuardo.

—Tranquilo. Ya verás como no hay necesidad de ser alarmista. Me instalaré como doctor y a lo sumo atenderé a la gente de la capital y de la región. Pienso llevar una vida monótona y hasta cierto punto aburrida para no llamar la atención.

Ferguson inspiró hondo.

—¿Aburrida?

—Lo más que puede suceder es que asistamos a veladas en casa de gente importante. Que los Campbell nos inviten a Cawdor. Ya ha escuchado a lord George, la jefa del clan se casó con un McGregor.

—Pero eso no significa que tengas que bajar la guardia sobre quienes somos.

—Y no lo haremos porque sabemos a lo que nos atenemos. Y ahora, dejemos este asunto hasta que lleguemos a Inverness, y disfrutemos de la velada.

—Tu querida Annette está algo disgustada por tu repentina marcha…

—Soy consciente de ello. No he sido ajeno sus atenciones cada vez que coincidimos en un evento social. Pero no me interesa como mujer. He tomado una decisión y no voy a cambiarla.

Ferguson sacudió la cabeza sin terminar de verlo claro. Si ya consideraba una locura regresar a Escocia, ahora había que añadirle la petición del príncipe Estuardo. ¡Qué espiara para él! Esperaba que Arthur se centrara en su oficio de médico y que tal vez, conociera una mujer que le hiciera olvidarse de la Escarapela Blanca. Claro que con el panorama que acababa de pintarle sobre llevar una vida monótona y aburrida, no sabía dónde diablos iba a conocer a una mujer que le hiciera perder la cabeza. ¿Cómo no se acudiera a su consulta o la visitara él…? Resopló sacudiendo la cabeza mientras contemplaba a Arthur charlar con otros invitados.

El orgullo de una Campbell

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