Читать книгу El orgullo de una Campbell - Edith Anne Stewart - Страница 4
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Inverness.
Arthur y Ferguson tomaron el barco desde el puerto francés de Le Havre hasta el sur de Inglaterra cruzando el Paso de Calais, como lo llamaban los franceses, o el Canal de la Mancha como solía referirse ellos a la distancia que separaba el continente de las islas. Llegaron a Inverness tras cruzar toda Escocia en coches de postas en ocasiones; y en otras a caballo. Se habían ido alojando en posadas y granjas que encontraban en su camino. Hasta que por fin habían logrado llegar a la región de Moray, en el norte. Y una vez allí a su capital, Inverness.
—Lo primero sería buscar una casa en la que establecernos —comentó Ferguson mirando a todas partes y mostrando su desagrado por lo que veía—. Fíjate, la bandera británica ondea con orgullo. Y la gente parece que va dejando el kilt a un lado y se ha puesto pantalones como los ingleses.
—Bueno, a ese respecto nosotros venimos de Francia donde hemos ido vestidos a la moda. No creo que nos resulte complicado adaptarnos. No podemos llevar el kilt, ya sabes que es una de las prohibiciones que entrará en vigor dentro de unos días. De manera que, contente.
—Lo sé. Soy consciente de que debo refrenar mi rabia, pero…
—Lo mejor sería ir a visitar a la autoridad local. Es la que nos puede aconsejar.
—Imagino que será un inglés —comentó Arthur con cierto desánimo.
—No tiene por qué serlo. Pero si pretendemos establecernos aquí tendremos que llevarnos bien con las autoridades y con la gente. Ten en cuenta que vamos a encontrarnos con seguidores del rey Jorge.
—Soy consciente.
Se dirigieron al edificio que representaba la máxima autoridad en Inverness. A la entrada un hombre los detuvo impidiéndoles el paso.
—¿Qué quieren?
—Verá, acabamos de llegar de la capital y estamos buscando una casa para establecernos aquí en la ciudad. Disculpe, soy el doctor Arthur Munro y este mi ayudante Ferguson Munro. Como le comentaba, desearíamos establecernos aquí en Inverness.
—¿Sois médico? —le hombre entrecerró los ojos y lo recorrió de pies a cabeza, no sin cierto toque de desconfianza.
—Eso he dicho, señor. Y este es mi ayudante. El doctor Ferguson.
—Tanto gusto, señor —dijo este con un leve movimiento de cabeza.
Durante unos segundos el hombre le sostuvo la mirada y escrutó el rostro de Arthur como si estuviera buscando algún rasgo en concreto. Este se mantuvo sereno en todo momento.
—Esperad un momento aquí.
—Sí, por supuesto.
Vieron alejarse al hombre y desaparecer detrás de una puerta a la que llamó antes de entrar.
—¿Qué opinas? —le preguntó Ferguson.
—Por el momento nos conviene estar tranquilos y no mostrarnos ansiosos por establecernos. Podríamos cometer un error fatal. Escucha, diremos que venimos de la capital. No haremos referencia alguna al tiempo que hemos pasado en Francia por lo que esto significaría —le recordó bajando la voz no fuera a ser que el hombre volviera y los escuchara.
—Entiendo. Podrían asociarnos al príncipe.
La puerta se abrió y el hombre que los había recibido regresó acompañado de otro caballero vestido de manera elegante. Alto, estirado y con una mirada interrogadora en todo momento. Tenía el pelo oscuro y unas prominentes patillas que le surcaban casi todo el rostro.
—Estos son los dos caballeros de los que le hablé, señor.
Este frunció el ceño y asintió balanceándose con las manos a la espalda.
—Soy la máxima autoridad en Inverness por la gracia de su majestad el rey Jorge. Me llamo Trevelyan, caballeros. Mi secretario dice que es usted es médico. Y que ha venido buscando establecerse en esta región de las Tierras Altas.
—Sí señor. Soy Arthur Munro.
—Y el caballero que os acompaña es…
—Mi ayudante. El señor Ferguson Munro.
—Bien. Si son tan amables de pasar a mi despacho. Trataremos este asunto en privado —les pidió cediéndoles el paso con el brazo extendido—. No me molestes hasta que los caballeros se hayan marchado.
—Como ordenéis.
Una vez en el interior del despacho, Trevelyan les indicó que se sentaran.
Arthur se fijó en la sobriedad del lugar. A penas si contaba con mobiliario y comodidades. Pero era algo esperado después de la guerra. A pocas leguas estaba el páramo de Culloden, donde el sueño jacobita había encontrado su fin.
—Bien, señor…
—Munro —le dijo haciendo alusión a uno de los clanes que habían apoyado al gobierno de Londres en la rebelión.
—Bien, señor Munro…
—Si no le importa prefiero Arthur.
—Como guste. Así que es usted doctor.
—Exacto. Cirujano más bien.
—¿De dónde viene?
—Venimos de la capital.
—¿De Edimburgo? —Aquel dato no pasó desapercibido para el tal Trevelyan que se recostó contra el respaldo de su silla, entrelazó sus manos en su regazo y miró con atención a aquellos dos hombres.
—Tengo los documentos que lo acreditan, si tiene alguna duda —Arthur extrajo un legajo de papeles de cuando estuvo ejerciendo como médico en la capital escocesa. Años antes de que estallara la rebelión. Luego, se adscribió al ejército del príncipe como médico. De igual modo le mostró los documentos de sus estudios de medicina realizados en la universidad de Oxford.
Trevelyan no vaciló en cogerlos y echarles un vistazo no fuera a ser un impostor. Después de la rebelión de los Estuardo uno no podía fiarse de nada ni de nadie. Muchos jacobitas intentaban hacerse pasar por leales seguidores a la corona. Y cosas por el estilo.
Arthur y Ferguson contemplaron como los revisaba y al final asentía.
—Todo parece en orden. ¿Puedo saber por qué habéis venido desde la capital a esta región?
—Buscamos un cambio.
—Ya. Pero, imagino que el trabajo no os faltaría en Edimburgo. Y más con vuestra formación en Oxford, la primera universidad fundada en Inglaterra.
—Cierto. La población es superior a Inverness, pero también la proliferación de médicos.
—Entiendo. Bien, pero sabed que tendréis que desplazaros por la región. Esto no es la capital. Como supondréis.
—Sí señor. No es problema. Necesitamos un cambio después de estos últimos años tan turbulentos en la capital de la nación.
—Entiendo. La rebelión no ha dejado a nadie indiferente. ¿Cómo marchan las cosas por allí?
—Mejor de lo esperado. Debo decir que fue bastante turbulento el momento en el que los jacobitas la tomaron. Pero todo se normalizó cuando este y su seguidores siguieron su camino.
—¿Es cierto el príncipe Estuardo estuvo allí?
—Oh, sí señor. Se alojó en el palacio de Holyrood. Luego, como le decía, prosiguió su camino hacia el sur del país.
Hubo un momento de calma en el que los tres hombres parecían estarse estudiando. En especial Trevelyan. No apartaba su atención de los dos recién llegados. Por fin asintió, resopló y se incorporó apoyando los antebrazos en la mesa.
—Bien, debo decir que todos estamos de enhorabuena —comentó este con una sonrisa—. Nuestro anterior doctor lo ha dejado hace poco. Y tanto la ciudad como los alrededores necesitan un nuevo médico. Y parece ser que la fortuna nos sonríe a ambos, como le decía. No tendré necesidad de buscar uno, sino que este ha venido a mí —sonrió ante este comentario.
—Es toda una casualidad.
—Sin duda, sin duda. Pueden establecerse en la casa que ocupaba el anterior doctor. También le servía de consulta. Se encuentra a las afueras de Inverness, pero no muy lejos. Se puede llegar dando un paseo. Pediré a Rockford que los acompañe para que se instalen y vean lo que necesitan. Supongo que tendréis que poneros al día con los pacientes del doctor McGillvrai.
—Sin duda. Necesitaré toda la información posible para ponerme al día.
—Imagino que todo eso pueden hallarlo en su casa, en su despacho… —dijo agitando una mano en el aire.
Arthur y Ferguson lo vieron levantarse de la silla y caminar hacia la puerta para llamar al secretario. Le escucharon murmurar algunas palabras y luego volverse hacia ellos.
—Rockford los acompañará. Pueden instalarse y después darse una vuelta por la ciudad para irse familiarizando. Yo me encargaré de avisar al personal del servicio con el que contaba la casa.
—Sin duda que lo haremos. Ha sido muy amable señor Trevelyan.
—Ya tendremos tiempo de seguir conociéndonos.
Arthur asintió sin decir una sola palabra más. La fortuna parecía estar de su parte desde el inicio, y él era de los que solía decir que había que aprovechar las ocasiones. Y esta era una. Claro que, tampoco podía dejar de recelar de lo rápido que había surgido todo. No estaría de más ser algo cauto los primeros días, al menos.
—De manera que ya tenemos un nuevo doctor —comentó Rockford caminando al lado de Arthur.
—Así es. Parece ser que necesitan uno en esta región.
—Sí.
—¿Y hay muchos pacientes?
—No sabría decirle. Tendrá que leer los informes de su predecesor en el puesto.
—Sí, el doctor…
—McGillvrai.
—Dejó el cargo según el señor Trevelyan.
—Así es. La edad. Aquella casa que ven es la suya —señaló hacia una de dos plantas con el tejado de pizarra negra—. No es gran cosa, como pueden suponer. Pero después de la guerra…
—Tampoco necesitamos muchos lujos. Venimos a trabajar.
—Disculpe mi intromisión. Supongo que no está casado.
—No, no lo estoy.
—De haberlo estado su mujer lo acompañaría —sonrió con ironía al comentárselo.
—No es mi intención…
—¿Están de paso o piensan quedarse por mucho tiempo?
—Si no hay otra rebelión que nos haga salir de aquí…
—Lo entiendo. En fin, esta es su llave. Entren y establézcanse. Cualquier cosa que precisen, ya sabe dónde puede encontrarme.
—De acuerdo, señor Rockford.
—Tenga en cuenta que pronto será usted la comidilla de esta ciudad. Prepárese para presentarse ante la sociedad de Inverness. En cuanto la esposa de Trevelyan lo sepa, organizará una velada para que lo conozcan. Ah, y avisaremos al servicio de la casa para que acudan lo antes posible a la casa.
—Lo tendré en cuenta. Gracias.
Arthur lo vio alejarse por la misma calle por la que los había llevado a la casa que había ocupado el anterior doctor.
—¿No crees que todo va demasiado rápido? —le preguntó Ferguson con cierto recelo.
—¿Y qué querías que hiciéramos? ¿Rechazar el cargo que nos ha ofrecido la autoridad? —Preguntó empujando la puerta de la casa—. Será mejor que nos instalemos. Luego veremos qué opciones tenemos.
—Tú por lo pronto tener cuidado con las mujeres de la ciudad.
—¿Por qué lo dices?
—Ya has escuchado a Rockford. Pronto serás la comidilla de la ciudad. Un nuevo médico y soltero —Ferguson sonrió divertido porque era eso precisamente lo que quería para su amigo. Si alguna mujer lograba captar su atención, tal vez dejara de recabar información para el príncipe Carlos Estuardo. No quería que su amigo volviera a las andadas haciendo de espía. No era el momento después de la reciente derrota jacobita en Culloden, y de las nuevas proclamas de Londres que entrarían en vigor en unos días. Aunque algunas de estas ya se dejaban ver en la población.
Había un gran revuelo en Cawdor. Brenna estaba de parto de su primer hijo y todos en el castillo iban y venían sin saber qué hacer. Ella permanecía acostada en la cama en su habitación mientras Amy y Audrey ponían paños de agua en su frente.
—Deberíais ir en busca del doctor McGillvrai. Él sabrá qué hacer —le sugirió la primera a Malcom.
—Iré yo —intervino Colin—. No podemos demorarnos más.
—La señora está de parto, señor —le aseguró Audrey algo temerosa de la situación en la que se encontraban.
—¿No tienes idea de cómo traer a la criatura al mundo? —Preguntó Amy mirando al sirviente con los ojos abiertos como platos—. Pensaba que habías ayudado a nuestra madre cuando nos dio a luz a mi herma y a mí.
—Con la ayuda del médico.
—En ese caso, sería mejor ir a por él. Colin… —Amy volvió la atención hacia este, pero ya había salido de la habitación.
—Se ha marchado a Inverness a buscar a McGillvrai en cuanto lo habéis dicho —le comentó Malcom.
—Debería haber ido antes. En fin, será mejor que nos ocupemos nosotras de Brenna mientras el doctor llega. Confío en que lo haga a tiempo —resopló para apartar de su rostro algunos mechones y miraba a Brenna—. Tranquila, todo va a salir bien. El médico está en camino.
—Pues espero… que… llegué a tieemmmmpoooo —dijo apretando los dientes debido a las contracciones.
Arthur y Ferguson recorrían la casa localizando las principales habitaciones, la cocina y demás antes de instalarse. Por último, echaron un vistazo a lo que parecía ser la consulta donde el anterior doctor recibía a los pacientes.
—No es gran cosa —comentó Ferguson pasando la mirada por el austero cuarto.
—No es como en Edimburgo, claro está. Pero tampoco es el campo de batalla, no lo olvides.
—Con dedicación y tiempo podremos irlo acondicionando a nuestro gusto.
—Sí, no me cabe la menor duda. Además, presiento que tendremos tiempo para hacerlo. La casa está en muy buenas condiciones por lo que he visto.
—Supongo que el médico no tendría mucho que hacer, excepto pasar consulta.
—Y si contaba con personal de servicio que se encargara de ello…
—Si, tanto Trevelyan como Rockford nos lo han comentado.
—Eso es, un ama de llaves, una cocinera, alguien que limpie. No sé… Un grupo de personas que lleven la casa. Es lo suyo. Esperemos a que nos los envíen.
El sonido de la aldaba repicando en la puerta de manera insistente captó la atención de los dos hombres.
—¿Ya sabe la gente que hay un nuevo médico en Inverness? —preguntó Ferguson sin salir de su asombro.
—Veámoslo —dijo caminando a abrir ara encontrarse a un hombre con el rostro algo desencajado, nervioso y que lo contemplaba extrañado—. ¿Qué quiere?
—Busco al doctor, McGillvrai. Mi esposa se ha puesto de parto. Creemos que dará a luz de un momento a otro.
—Está bien, tenga calma. Yo soy el nuevo médico de Inverness. McGillvrai lo dejó.
—¿Usted? —Colin McGregor frunció el ceño y sacudió la cabeza. Estaba aturdido por todo lo que estaba pasando—. Está bien. Supongo que sabrá lo que hay que hacer en estos casos.
—Pase un momento mientras recogemos el instrumental. Este es mi ayudante, Ferguson.
—Tanto gusto señor, aunque la situación apremie —le dijo este a Colin.
Arthur regresó con su maletín de médico del que no se había separado ni en París. Suponía que le bastaría ya que nunca había asistido a un parto. Pero no se lo confesaría al futuro padre dado sus nervios.
—Vayamos.
—¿Tienen caballos? —les preguntó al verlos quedarse de pie en la entrada de la casa contemplando al suyo.
—La verdad es que no. Acabamos de llegar a Inverness, y no hemos tenido ni tiempo de instalarnos, propiamente dicho.
—Está bien. Suba usted. No hay razón para andar buscando una pareja para los dos —le dijo a Arthur—. Su ayudante puede alquilar uno en los establos, si lo prefiere y dirigirse al castillo de Cawdor. Quedan fuera de la ciudad. No tiene perdida. Si lo hace, pregunte por este. Sabrán dirigirlo.
—Haz lo que veas más apropiado Ferguson. O bien quédate y vete echando un vistazo al resto de la casa.
—Está bien. Iré a Cawdor tan pronto como encuentre un caballo.
Arthur permaneció pensativo durante unos segundos en los que trataba de centrarse en lo que estaba sucediendo. No se habían instalado en la casa y ya tenía una paciente que estaba de parto. Y nada menos que en Cawdor, el hogar de los Campbell. Si no recordaba más las conversaciones que había mantenido en París con George Murray y con el príncipe, aquel hombre debía ser Colin McGregor, el esposo de Brenna Campbell. Su historia corría como el fuego sobre la pólvora por los salones de la sociedad parisina y entre los leales seguidores del príncipe. No dejaba de ser curioso que una Campbell y un McGregor se hubieran casado, y al aparecer estuvieran esperando un hijo.
No intercambiaron ni una sola palabra durante el viaje a Cawdor. Solo cuando Colin McGregor detuvo su caballo en la entrada del castillo y un tipo alto de aspecto rudo lo sujetó por las riendas.
—Seguidme.
Arthur no se detuvo a contemplar la majestuosidad del interior que lo rodeaba, sino que se limitó a subir las escaleras de madera, de dos en dos, hasta el piso superior. Antes de llegar al último peldaño ya podía escuchar los gritos de dolor de la mujer. La señora de Cawdor, la jefa del clan Campbell en aquella región. En otras circunstancias habría tenido más cuidado con dónde se metía. Pero la ocasión no era propicia para titubeos. Además, contaba con el marido, un jacobita.
—Por aquí.
Las puertas de la habitación se abrieron de par en par provocando el sobresalto en las dos mujeres que atendían a Brenna.
—Aquí está el doctor —anunció Colin haciéndose a un lado para dejar pasar a Arthur.
—Buenas, ¿cómo se encuentra? —preguntó mirando a la mujer, cuyo rostro y cabello estaban empapados en sudor.
—Pero este no es el doctor McGillvrai —dijo Amy paseando su mirada del rostro de recién llegado a Colin en busca de una explicación.
—Ya no ejerce. Este es el nuevo médico de Inverness —resumió su cuñado señalando a Arthur, que se había despojado de su chaqueta y se subía las mangas de la camisa.
—Necesito agua caliente, trapos, y que la habitación esté caldeada —dijo señalando el hogar que había esta.
Amy permanecía paralizada observando a Arthur hacer su trabajo.
—¿Sois el nuevo médico? —entrecerró sus ojos sin apartarlos de este.
—Lo soy. Mi ayudante y yo acabamos de llegar a Inverness. Respirad, señora. Respirad.
—¿De dónde venís? —Amy entrecerró sus ojos y cruzó los brazos escrutándolo como si no se fiara de él.
—De la capital. De Edimburgo —Arthur atendía a Brenna al tiempo que respondía a las preguntas de aquella curiosa joven de cabellos negros y ojos claros e inquisidores.
—¿Tenéis experiencia en traer niños al mundo? Dejad que os diga que me parecéis muy joven para ser un médico —le refirió con un toque de sarcasmo que provocó en él una mueca irónica.
—¡Amy! Deja hacer al médico su trabajo —le comentó Colin mirando a esta preocupado por la situación de Brenna, y ofendido por sus preguntas.
—No mucha la verdad. Y en cuanto a mi edad, que no os confunda mi aspecto con mis conocimientos y experiencia en medicina —le dijo sacudiendo la cabeza sin perder de vista a Brenna—. Si no os importa, responderé a todas vuestras preguntas cuando haya concluido con lo que tengo entre manos.
—Aquí tenéis el agua y trapos limpios —le dijo Audrey.
—Me gustaría que hubiera el menor número de personas en la habitación —dijo echando un vistazo por encima del hombro hacia Colin, y al mismo hombre que había recogido el caballo al llegar a Cawdor.
—Yo me quedo —dijo resuelta Amy retando con su mirada al nuevo médico.
—No esperaba menos de vos, señorita… —se quedó callado contemplándola por encima de sus anteojos a la espera de que le hiciera el honor de decirle su nombre.
—Amy Campbell —le respondió segura de sí misma en todo momento. Con orgullo y determinación.
—De manera que sois la hermana de nuestra futura madre.
—Así es. Y futura tía de la criatura.
—En ese caso, seréis mi ayudante Amy Campbell, ya que al parecer Ferguson, el hombre que me ha acompañado desde la capital, no ha encontrado un caballo en Inverness para llegar hasta aquí. Y esto no puede demorarse por más tiempo.
—Como queráis… —balbuceó al escuchar aquella petición tan sorprendente e inesperada. Sintió el sudor frío recorriendo su espalda, y el nudo que se cerraba en su garganta.
—Cerrad la puerta y procurad que nadie entre —le pidió a Audrey—. Pero vos quedaos Amy, podría necesitaros —le aseguró con una mirada y una sonrisa divertidas.
—Como gustéis, señor.
—Está bien Brenna, vamos a ello. Seguid respirando —le pidió mientras se colocaba delante de ella y se disponía a traer al mundo una criatura. Cogió aire y fijó su atención entre los muslos de la muchacha. No recordaba haberse puesto tan nervioso en todos los años que llevaba ejerciendo la medicina. Había visto fracturas, había amputado miembros, suturado infinidad de heridas durante la rebelión, pero nunca había atendido un parto—. Amy sujetad a vuestra hermana. Y vos, Brenna empujad un poco.
Esta le dio la mano para que se aferrara a ella. La veía sudar de manera copiosa. Su cabello pelirrojo y sus ropas estaban húmedas, el rostro enrojecido de los esfuerzos que estaba haciendo. Notó cómo le clavaba las unas con cada empujón que daba. Se fijó en el médico y cómo se centraba en hacer su trabajo. Fruncía el ceño como si estuviera preocupado por el devenir del momento. Él también sudaba por la frente, gotas de sudor resbalaban por su rostro y mojaba sus sienes. Resopló antes de comenzar a sonreír.
—Bien, ya casi está Brenna. Un último empujón.
Esta apretó los dientes hasta creer que se los iba a partir y agarró con una mano a Amy y con la otra a Audrey, lanzando un alarido que debió escucharse en todo el castillo, al que le siguió el llanto de una criatura.
Arthur sonrió complacido cuando tuvo a la pequeña en sus manos. Cogió un paño y la envolvió para dársela a Amy.
—Encargaos de limpiar a vuestra sobrina. Enhorabuena señora Campbell, tenéis una niña que al parecer tendrá el mismo color de pelo que vos. Y unos buenos pulmones.
Brenna trataba de controlar su pulso y su respiración.
—¿Una niña? —resopló abriendo los ojos como platos.
—Sí, Amy la está lavando. En un momento la tendréis con vos. Audrey, llevaros todo esto mientras yo termino con la madre —le dijo señalando los trapos que ya no eran necesarios—. Podéis darle la noticia al padre. Y decidle que en breve podrá ver a las dos
Arthur procedió a concluir su trabajo con una sonrisa de satisfacción. Se inclinó sobre el hogar para atizar el fuego para que tanto la madre como la niña no se quedaran frías.
Amy terminó de limpiar a la pequeña y se la entregó a su hermana.
—Mira qué cosa más linda —le dijo depositándola junto a ella mientras Arthur terminaba de lavarse las manos y recoger los restos que todavía quedaban esparcidos por la habitación. Luego se quedó mirándolas—. Creo que iré a decirle a vuestro esposo que ya puede pasar.
Desvió su atención hacia Amy, quien en ese momento lo estaba contemplando con una extraña mezcla de curiosidad y admiración por lo que había hecho. Permanecía inmóvil junto a los pies de la cama sin saber si debería pedirle disculpas por haber dudo de él.
—Enhorabuena, tenéis una hija preciosa —le dijo Arthur nada más salir de la habitación y encontrar a Colin allí junto al otro hombre.
—Eso me ha dicho Audrey cuando salió. ¿Se encuentran bien las dos?
—De momento sí. Vuestra esposa está consciente, y vuestra hija dormida. Podéis pasar a verlas.
—Gracias doctor. No os marchéis todavía —le pidió sujetando su mano entre las de él.
—Descuidad. Estaré un buen rato por aquí.
El otro hombre se quedó contemplándolo en silencio antes de dirigirse a él.
—Lo vuestro si es que llegar a tiempo, doctor. Soy Malcom. Durante años fui la mano derecha de la señora. Ahora a tiene quien se ocupe de ella —le refirió haciendo un gesto con el mentón hacia la puerta.
—Supongo que ahora la seréis de él. O tal vez de la joven y locuaz Amy —le dijo sin poder ocultar la sonrisa que le provocaba pensar en esta.
—Veo que la habéis conocido.
—Sin duda. Ha sido mi ayudante en el parto.
—Os aseguro que Amy no necesita a alguien como yo a su lado para que la aconseje. Se basta ella sola.
Fue esta la que salió de repente de la habitación y se quedó clavada en el sitio cuando descubrió la presencia de Arthur junto a Malcom. Por un instante se sintió algo turbada y confusa. Se humedeció los labios y asintió.
—Todo ha salido bien, ¿verdad?
Arthur asintió con los labios apretados. No había tenido un momento para fijarse con atención en la muchacha desde que la vio en la habitación. Pero en ese momento que lo hacía no podía si no sonreír por su aspecto. Tenía el rostro encendido, algunos cabellos fuera de su recogido, los labios entre abiertos y una mirada despierta, pero con cierta culpa.
—Siento haberos echado en cara vuestra juventud y…
Malcom miró a Amy molesto porque le hubiera dicho semejante disparate. Claro que no le sorprendía el carácter de la muchacha. Cuando Arthur vio el gesto en el rostro de este se apresuró a quitarle hierro a la situación.
—No os preocupéis por eso ahora. Es lógico que al verme llegar a mí y no al doctor McGillvrai tuvierais dudas. Pero no creáis que soy demasiado joven. Llevo más de cinco años ejerciendo. Tal vez os confundieron mis gafas —le dijo intentando quitarle hierro al asunto.
—¿Qué hacéis en Inverness? —le preguntó Malcom tratando de apartar la atención de Amy.
—Escapar del bullicio de la capital. Buscaba un lugar más tranquilo para ejercer.
—Pues os aseguro que aquí vais a encontrarlo. Desde que terminó la guerra no hay muchos sobresaltos de los que debáis preocuparos.
—No estaría tan seguro después de este recibimiento —ironizó con una sonrisa y señaló la habitación donde descansaba Brenna con la niña—. Todo ha salido bien, ¿verdad? —Hizo la pregunta desviando la mirada hacia la joven Campbell que permanecía allí todavía con ese gesto de culpa en su rostro.
—Gracias a vuestro trabajo —le aseguró con una tímida sonrisa.
Arthur se sintió incapaz de apartar la mirada de ella. Sin duda que le había llamado la atención desde que entró en la habitación para atender el parto. Y solo cuando escuchó la puerta abrirse a su espalda la desvió hacia Colin McGregor.
—Está descansando. ¿Queréis pasar a verla?
—Más tarde. Si no habéis notado nada extraño prefiero que descanse un poco. Además, tendrá que dar de comer a la pequeña.
—En ese caso, venid conmigo al salón y charlaremos un rato. Malcom y Amy pueden quedarse con Brenna mientras tanto.
—Encantado —le aseguró mirando a estos, pero demorándose de más en el rostro de Amy, quien no fue ajena a esa atención. Esta se volvió hacia la habitación en la que ya ha se había colado Malcom.
Colin llevó a Arthur al gran salón de Cawdor, donde le indicó que se sentara.
—Sentaos y descansad. Lo tenéis merecido después del rato que os he hecho pasar.
—Bueno, un médico debe estar preparado para actuar en cualquier momento, y ante cualquier evento que surja.
—Parece que vuestro ayudante no va a presentarse.
—Eso me temo. Pero ya poco importa. La señorita Amy y Audrey han sido de gran ayuda.
—¿Os apetece un trago? —le preguntó cogiendo una botella de lo que debía ser usquebaugh, el licor fuerte de aquella región, pensó Arthur asintiendo.
—Faltaría más. En honor a vuestra hija.
Colin le tendió un vasito hasta el borde y se lo entregó.
—Slainte!
—Slainte!
Brindaron y vaciaron el contenido de un solo trago. Arthur sintió la quemazón descendiendo por su garganta hasta llegar a su estómago provocándole un acceso de tos.
—Veo que no estáis acostumbrado al licor que se destila en esta región.
—Hacía tiempo que no lo probaba.
—Decidme, ¿por qué habéis venido desde la capital? ¿No había suficiente trabajo en esta? —le preguntó contemplándolo con curiosidad mientras rellenaba el vaso.
—Todo lo contrario.
—¿En ese caso, no os comprendo?
—Demasiados médicos. Y demasiado ajetreo. Hemos venido buscando algo de tranquilidad, como le indicaba a Malcom antes —Arthur no iba a revelarle sus verdaderas intenciones, ni de dónde habían venido Ferguson y él. No hasta que no estuviera seguro de que seguía apoyando la causa de los Estuardo.
—Pues os aseguro que aquí no tendréis demasiados pacientes. Tanto Inverness como los alrededores son muy tranquilos. Salvo lo que os ha tocado hoy. Pero no creo que sea lo habitual.
—Eso me ha comentado Malcom. ¡Gracias a Dios, o de lo contrario no encontraría esa tranquilidad que vengo buscando!
—Descuidad. La encontraréis. Aunque las cosas van a ponerse peor una vez que todas las disposiciones de Londres entren en vigor.
Colin apretó los labios en un claro gesto de preocupación y sacudió la cabeza.
—Eso temo.
—¿Combatisteis en la última rebelión? —Colin hizo la pregunta sosteniendo su mirada de manera fija, sin apartarla de la de él ni un solo instante—. No hace falta que respondáis si os es incómodo. Ni en qué bando.
Arthur asintió. Sabía que el pertenecía a los McGregor, leales al príncipe pero que había cambiado su apellido al casarse con una Campbell. Por lo tanto, salvo que hubiera cambiado de ideas, lo consideraba un aliado. Cogió el vaso que él había vuelto a rellenar y lo levantó en alto para hacer un brindis.
—Los McGregor lo hicisteis por el rey al otro lado del mar.
Colin se sobresaltó por un momento porque no esperaba semejante brindis. Ni tampoco que un recién llegado supiera quién era él y por quién había peleado en la rebelión. Sonrió complacido al escucharle referirse al Estuardo con aquella frase que sus seguidores habían empleado para brindar a su salud, y alzó su vaso para brindar.
—Por el rey al otro lado del mar. Por Carlos Eduardo Estuardo —reiteró con orgullo y una sonrisa antes de que vaciar su contenido—. ¿Quién diablos sois? ¿Cómo sabéis mi verdadero clan? Podéis decírmelo, estáis entre amigos.
Arthur se aseguró de que no hubiera oídos indiscretos en la casa. No sabía si podía confiar en los demás habitantes de Cawdor Bajó el tono de su voz hasta el susurro.
—Pertenezco a los Stewart de Appin.
Colin abrió sus ojos como platos al escucharlo.
—¡Por San Andrés! ¿Qué diablos hacéis aquí? ¿Por qué habéis venido a esta región? ¿No estaríais más seguro en capital?
—En parte. Dejé mi trabajo de médico en Edimburgo para alistarme como cirujano en el ejército del príncipe.
—De ahí vuestra destreza a la hora de traer a mi hija al mundo —sonrió complacido porque él le estuviera confiando su secreto.
—Sí. Aunque admito que nunca antes asistí a un parto —le confesó con naturalidad.
—Supongo que habréis visto toda clase de heridas si combatisteis en la última rebelión.
—Suponéis bien.
—¿Estáis huyendo de los casacas rojas?
Había un toque de preocupación en el tono y en la mirada de Colin, que Arthur se apresuró a borrar.
—No. Ferguson y yo hemos llegado de París, donde coincidimos con el príncipe y sus más leales allegados. Por eso sé quién sois. El hecho de que una Campbell se haya casado con un McGregor no ha pasado desapercibido para su majestad. Aunque se encuentre en el continente.
—¿Habéis estado con Carlos Estuardo?
—Así es.
—¿Y por qué habéis vuelto? Ya os digo que la vida que vais a llevar en Inverness, no va a tener nada que ver con la que llevaríais en París.
—Lo sé.
—Entonces, ¿qué hacéis aquí? Escocia no es la nación que conocíamos —le dijo con un tinte de amargura.
—Pero vos encontrasteis algo que ha merecido la pena. Una esposa, una hija y un hogar. No es tan malo a mi modo de ver.
—Cierto. Pero no fue nada fácil conseguirlo. No quise marcharme de esta tierra porque es parte de mí. No podría vivir en otro lugar.
—Por ese mismo motivo hemos vuelto Ferguson y yo. La echábamos de menos, como acabáis de decir.
Colin sonrió con cierta amargura.
—Me alegra saber que sois leal a la causa, aunque se perdiera a pocas leguas de aquí, en el páramo de Culloden.
—No vale la pena lamentar lo sucedido. No tiene sentido. Confío en vuestra discreción —le dijo mirando a Colin con firmeza.
—No os preocupéis. Aquí no correréis peligro. Estáis entre amigos, ya os lo he dicho. Los Campbell ya no son el clan que era antaño. La nueva política de Londres para las Tierras Altas y para todos los clanes ha hecho recapacitar a muchos.
Arthur levantó la mirada para fijarse en la persona que se dirigía hacia ellos. Se levantó de inmediato con gesto de educación y se quedó contemplándola con interés y curiosidad.
Colin hizo lo propio al ver a Amy dirigirse a ellos.
—¿Algún inconveniente con Brenna? —preguntó Colin.
—No. Descansa de manera plácida después de dar de comer a la niña —respondió pasando la mirada por los rostros de los dos hombres—. Solo bajé por si quieres ir con ella.
—Id. Hoy en un día feliz para Cawdor y los Campbell —le anunció Arthur haciendo un gesto con la cabeza.
—Tenéis razón. Y gracias a vos. Seguiremos charlando.
—Como gustéis.
En un momento, Arthur se encontró a solas con Amy, que parecía algo dubitativa. Algo que le llamó la atención porque no la tenía por una muchacha temerosa, a juzgar por cómo se había comportado con él. No quería hacerle pasar un mal rato por quedarse callado mientras la contemplaba.
—Celebro que ambas se encuentren bien.
—Sí, la pequeña duerme. Y mi hermana estaba acompañada de Audrey.
—Espero que pasen buena noche ambas. Puedo dejaros escrito lo que tenéis que hacer.
Amy frunció el ceño sorprendida por aquel comentario.
—¿Cómo? ¿No vais a quedaros aquí esta noche?
Aquella cuestión lo pilló desprevenido porque no esperaba semejante invitación.
—¿Por qué? No creo que surjan complicaciones. Es más, subiré a verlas en un momento para comprobar que todo está bien y me marcharé. Vos misma acabáis de asegurarme que así es —le hizo un gesto con la cabeza sin poder dejar de contemplarla. Le llamaba la atención el contraste de su cabello oscuro con su tono blanquecino de piel, y esa mirada tan resplandeciente.
—Pero… Podrían surgir complicaciones durante la madrugada. ¿Y qué haríamos? —le preguntó presa de los nervios por si se planteaba esa situación.
—Mandarme aviso a Inverness. Colin ya sabe dónde estoy. Fue él mismo el que me trajo a Cawdor, como vos misma pudisteis ver.
—Es cierto. Pero… —se quedó callada pensando en la manera de hacerle cambiar de opinión. No estaba tan segura de que fuera buena idea que él se marchara.
Lo vio acercarse más a ella. Se fijó en sus rasgos, en su cabello revuelto y su mirada a través de las lentes y su tímida sonrisa.
—Comprendo que estéis preocupada por vuestra hermana y vuestra sobrina. Pero os aseguro que estarán bien. Solo necesitan descansar y alimentarse. No temáis. Aunque os parezca joven, tengo bastante experiencia. Sé lo que digo.
—Pero os escuché decir que era vuestro primer parto —le recordó expectante.
Él no pudo evitar seguir sonriendo.
—Tenéis buena memoria, señorita Campbell.
—Pero no significa que os lo esté echando en cara, señor…
—Munro. Pero prefiero que me llaméis Arthur.
—Ya os pedí disculpas por mi atrevimiento cuando expresé mis pensamientos en voz alta. Pero sigo creyendo que sois algo joven para ser un doctor.
—Si me comparáis con el anterior que había en Inverness, es lógico ya que este ha dejado de practicar la medicina debido a su edad —Se estaba divirtiendo con aquella impetuosa señorita Campbell. Sí. No esperaba encontrarse a alguien así—. ¿Sois de esa clase de personas que juzgan a las demás por su aspecto?
Ella arqueó una ceja con suspicacia al escucharlo referirse a ella de aquella forma.
—No siempre, pero reconozco que vos habéis despertado mi curiosidad.
—Espero que para bien.
—Sin duda.
El sonido de pasos acercándose al salón hizo que Arthur se volviera para encontrarse de frente con Colin McGregor.
—¿Cómo habéis encontrado a vuestra esposa?
—Está despierta. Ha dado de comer a la pequeña.
—Subiré a comprobar que todo está en orden antes de retirarme.
—Colin, le comentaba al doctor que debería pasar la noche en Cawdor. Por si surgen complicaciones durante la madrugada —Se apresuró a comentar Amy a su cuñado y fijándose en cuál era la reacción del doctor.
—Sin duda. Es más, yo esperaba que lo hicieseis, como comenta Amy. Malcom puede llegar a Inverness y hablar con vuestro ayudante para explicarle la situación y que venga también. Hay sitio de sobra en este castillo. Y me sabría mal que no aceptaseis.
Arthur se quedó con la boca abierta sin saber qué decir. Lo cierto era que sería muy desconsiderado por su parte no aceptar la invitación de Colin. Y aunque no creía que sucediera nada esa noche, tal vez… Desvió la mirada hacia Amy, quien mostraba una sonrisa de orgullo y victoria. Pero lo que más le sorprendió fue su manera de mirarlo, y que lo hizo titubear.
—Bueno… No… no creo que surjan complicaciones.
—Insisto en que os quedéis y que mandemos recado a vuestro ayudante. Os saqué a la fuerza casi de la casa que vais a ocupar en la ciudad. Permitidme que os compense por ello.
Arthur asintió al verse perdido. No quería discutir con Colin. Le había confesado quién era y por qué estaba allí. Salvo por el encargo del propio príncipe.
—De acuerdo. Pasaré la noche en Cawdor. Y sí, sería bueno tener a Ferguson a mi lado. No me gustaría despertarla en mitad de la noche para que me ayudara —dijo mirando a Amy con cierta ironía y una sonrisa divertida.
—Tengo el sueño ligero. No habría problema alguno.
Sin duda que aquella muchacha no se dejaba intimidar ni acobardar y parecía tener la última palabra.
—Voy a ver a la madre y a la niña.
—Le diré a Audrey que prepare un par de habitaciones. Y a Malcom que vaya a buscar a vuestro ayudante.
Arthur no dijo una palabra más. Asintió mirando a ambos, pero en especial a Amy. Esta le devolvió la mirada con los brazos cruzados y las cejas formando un arco de expectación sobre su frente. Colin asintió y fijó su atención en ella sin que se diera cuenta. ¿Por qué se había quedado mirando al doctor con aquella cara? Se preguntó recelando del comportamiento de esta.
—¿Por qué me miras?
—Estaba pensando… Encárgate de avisar para que preparen más comida para esta noche. Ya que has sido tú la que ha sugerido que el doctor pase la noche en Cawdor.
Amy entrecerró los ojos mirando a Colin con recelo. No creía que hubiera dicho nada malo.
—Es lo más lógico en este caso. Pero tú también lo habías considerado.
—Sin duda. Lo que pasa es que me ha chocado un poco después de cómo lo recibiste.
—Ya le he pedido disculpas por mi comentario.
—No esperaba menos de ti. Que le hayas pedido que se quede esta noche aquí, cosa normal en el estado de Brenna, pero… me sorprende que le hayas insistido para que aceptara.
—Tú mismo acabas de responderlo —le interrumpió dejándolo con la palabra en la boca—. Algo de lo más normal teniendo en cuenta que mi hermana acaba de parir. Estaré en la cocina, por si me necesitas.
Colin se quedó aturdido por la respuesta de Amy. Era la clase de persona que no se callaba ni debajo del agua. Sonrió con toda intención viéndola alejarse hacia la cocina. Primero le echaba en cara a Arthur su juventud, y luego le pedía que pasara la noche en Cawdor para controlar la salud de su hermana. ¿Se sentía culpable de ello?
Amy se alejó de Colin con el ceño fruncido tras la conversación que acababa de mantener. ¿Qué había querido decirle con esa conclusión? Lo más lógico era que el médico pasara esta primera noche en Cawdor para comprobar que tanto Brenna como la niña estaban bien. ¿Qué le había insistido? Le había dicho Colin. No tenía esa impresión. Solo había comentado la situación tal y como ella la veía. Nada más, se dijo con una tímida sonrisa.