Читать книгу La corona de luz 1 - Eduardo Ferreyra - Страница 7

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La criatura

Azrabul y Gurlok trotaban por un camino estrecho que serpenteaba por un territorio pedregoso y yermo al parecer habitado sólo por rebaños de cabras y sus pastores. Amsil, incapaz de seguirles el ritmo, se había derrumbado de cansancio al poco tiempo de partir, y ahora Azrabul cargaba con él con una facilidad pasmosa. Ciertamente, el chico era flacucho, pero de todos modos los formidables hombros del gigante de barba chivesca parecían ser capaces de soportar sin problemas incluso el peso de una montaña.

Amsil no sabía qué pensar de su situación actual, y a decir verdad quizás sea más exacto decir que casi ni sabía pensar. Desde pequeño había permanecido prácticamente secuestrado en la posada sin que se le permitiera jamás tomar decisiones. Odiaba la posada, pero temía abandonarla, pues lo ignoraba prácticamente todo acerca del resto del mundo. Muchas cosas de lo poco que sí sabía las conocía por relatos del posadero, y el resto por comentarios de clientes. Todo cuanto había oído lo aterraba, y más que ninguna otra cosa lo aterraba saberse en manos de aquellos dos siniestros sujetos de origen tan dudoso.

Tenían que ser demonios, como creía el posadero. Ciertamente los slandorgs, salvajes y rudos bárbaros de las montañas, habían sido temibles, según se decía; pero estos dos parecían mucho peores, desde sus nombres hasta sus abominables apetitos sexuales. Pero todo esto era lo de menos: peor aún era la indefinible perturbación que provocaban en el ánimo de Amsil, quien presentía que muy pronto, por andar con aquellos dos, atraería sobre sí la ira de los dioses.

Había contado con que, al ser incapaz de seguirlos, lo dejaran allí donde había caído, abandonándolo a su suerte. Esto le hubiera permitido regresar a la posada, aún relativamente próxima. No había imaginado que Azrabul lo levantaría con asombrosa suavidad viniendo de tal coloso y lo llevaría a hombros. Tal gentileza le parecía dulce, pero a la vez inquietante, dado que había oído que era propio de los seres diabólicos presentarse bajo apariencias amables para extraviar a los mortales bajo las sendas del mal.

—¿Tú tienes la menor idea de adónde vamos?–preguntó Gurlok a su compañero, sin dejar de trotar.

—Sí: hacia allá–repuso Azrabul, señalando el horizonte.

—Hay que reconocer que este mundo es fascinante. Mira esas raras criaturas–observó Gurlok, señalando con la cabeza las cabras.

Azrabul no contestó en seguida. Eran bichos raros, sin duda, pero pequeños y aburridos. Lo que él hubiera querido eran monstruos gigantescos y hostiles contra los que le fuera posible medirse en combate, pero no habían hallado ninguna bestia semejante desde que habían recuperado sus cuerpos físicos.

—Tal vez sean interesantes para ti, pero a mí me exasperan–contestó–. Empiezo a pensar que el ermitaño era un embustero.

—Dijo cosas raras, la verdad, pero muchas nos las confirmaron los Gorzuks, ¿no? ¿O recuerdo mal?

Azrabul frunció el ceño.

—¿No sientes cosas raras?–preguntó–. Porque en lo personal me pregunto si me acostumbraré alguna vez a este cuerpo. Hasta tengo dudas de si realmente habrá sido mío alguna vez.

—Me siento bastante raro, es verdad, pero mucho más raro me pareces tú. Que te hayas encaprichado con esa cosa debilucha y medio idiota que llevas sobre tus hombros, por ejemplo, me resulta insólito. ¿Sientes por él eso que el ermitaño llamó… compasión, creo?

—Se parece más bien a lo que llamó amor.

Gurlok quedó estupefacto.

—No, no, espera un momento–dijo–. Que te gustara el fortachón de la taberna, lo puedo entender; pero ¿qué tiene de especial este blandengue que no podría ni chuparte dignamente la pija sin desmayarse a mitad del acto?

—¿Recuerdas que dijo el ermitaño que había varias clases de amor? ¿Recuerdas que dijo que a veces ciertas miradas doblegan y encadenan de amor? Algo en… ¿Cómo se llama el chico? ¿Amsil?

El nombrado se estremeció, preguntándose qué estarían diciendo de él en aquella jerigonza incomprensible.

—Amsil–confirmó Gurlok.

—Algo en Amsil hace que me sienta así–concluyó Azrabul.

—Quizás sería mejor deshacernos de él–dijo Gurlok–. Presiento que su cercanía te amariconará y, por lo que sabemos, ése no es un lujo que podamos darnos en este mundo insólito.

—Correré el riesgo. A eso vinimos, después de todo.

Gurlok no contestó. Aquel era, supuestamente, el mundo al que él y Azrabul pertenecían en realidad, y sin embargo, recién llegados a él, ya empezaba a no gustarle. No tenía el menor parecido con el mundo en el que ambos se habían criado, y del que ya eran muy escasos los recuerdos que conservaban todavía. Se les había prevenido que así ocurriría. Aun más, los recuerdos que acudían a sus mentes no eran imágenes fieles sino sólo las representaciones aproximadas que con sus limitados sentidos podían captar criaturas mortales de tres dimensiones.

Recordaba un paisaje oscuro con un cielo encendido en furiosas tonalidades doradas y carmesíes, océanos de lava y fuego y lagos de metal derretido. El y Azrabul habían surcado esos cielos y retozado placenteramente en esos océanos y lagos, y habían luchado con extrema brutalidad tanto entre sí como contra otros oponentes, combates que concluían haciendo el amor de forma harto fogosa. En este otro mundo parecía no haber océanos de fuego ni de ninguna otra clase, lagos de metal derretido ni de nada líquido. Ellos dos no podían volar sino sólo moverse por tierra con bastante torpeza por comparación, y todo indicaba que no había adversarios dignos contra los que luchar.

También eran ciertamente extrañas las mujeres. Hasta ahora habían visto sólo una, en la posada que acababan de dejar, pero la descripción que del sexo femenino les había hecho el ermitaño no dejaba lugar a dudas; aquello era una hembra. Gurlok no entendía el extraño gusto de los machos humanos por criaturas semejantes, que parecían más bien endebles, vulgares e insignificantes; de la misma manera que no entendía ahora que Azrabul se encaprichara tanto con Amsil, cuya debilidad sólo podía ser atribuible a la atrofia.

No era que todo fuera desagradable en aquel mundo. La sed y el hambre eran buenas excusas para ejercitar aquel extraño nuevo sentido, el gusto, y había sabores que verdaderamente parecían estar más allá de las capacidades humanas y ser más bien obra de dioses. Pero eso tenía una contrapartida: luego había que mear y cagar, y esto último era especialmente desagradable. Más Allá del Cráter no existía nada semejante, y Gurlok se preguntaba si los dioses no habrían querido gastar una broma pesada a los mortales a quienes habían colocado en este mundo absurdo. Nada parecía tener mucho sentido aquí.

—Parece ser lo que el ermitaño llamaba un bosque–comentó Azrabul, señalando la lejanía–. Vayamos a ver. Este sol ya me está hartando.

Hacia allí se dirigieron. El pedregal había cedido paso al matorral, éste se convirtió en monte y más tarde apareció efectivamente un bosque, cada vez más tupido, mayormente de encinas y robles, que parecía temblar ante el paso de los colosos. No era tan denso como Azrabul y Gurlok hubiesen deseado, pero quedaron medianamente conformes. Aquí y allá ruidos furtivos delataban a fieras en fuga.

Era primavera entonces, y el bosque estaba lleno de sonidos inidentificables para Azrabul y Gurlok. Este último fue a explorar un poco los alrededores. Azrabul, mientras tanto, dejó a Amsil en tierra. Para su sorpresa, el muchachito se había dormido, así que lo acostó con gran ternura sobre un colchón de hojarasca.

La estación ponía en celo a las bestias del bosque. De hecho, buena parte de los sonidos que se oían los producían machos desafiándose mutuamente o luchando entre sí por la posesión de las hembras. Azrabul ignoraba todo esto y no era tan curioso como su compañero. De hecho, hasta de sí mismo ignoraba casi todo: reflexionar no era su fuerte. Pero en cambio sentía muchas cosas; entre ellas, que se hallaba en celo casi perpetuo, que era bueno luchar con Gurlok y que era glorioso poseerse mutuamente luego. Así que, más bestia que las bestias. buscó a su camarada y al encontrarlo, cayó impetuosamente sobre él, riendo con salvaje alegría. Gurlok reaccionó con la misma feroz euforia. Cayeron al suelo trabados en feroz y duro aunque incruento combate corporal.

No es menester abundar en detalles sobre lo que siguió entre ellos, y en cambio debemos aclarar que Amsil. lejos de estar dormido, había fingido con la esperanza de poder huir aprovechando un descuido de ambos colosos. Como hemos visto, la ocasión no demoró en presentársele. Tampoco demoró él en incorporarse; pero luego permaneció un rato paralizado, estúpidamente, hasta que pareció decidirse a consumar su proyecto de fuga y avanzó unos pasos en cierta dirección. Entonces volvió a paralizarse de nuevo; porque acababa de oír algo a sus espaldas, algo que le puso la piel de gallina. Se parecía vagamente a lo que solía oírse por las noches tras las puertas de ciertas habitaciones en la posada, pero Amsil sabía que tras cada una de esas puertas había siempre un hombre y una mujer. Ahora, en cambio, tenía lugar una abominación, un sacrilegio que los dioses vengarían. La prudencia aconsejaba poner pies en polvorosa. Ser testigo de goces prohibidos lo haría maldito a él mismo.

Pero pese a ello y a saber perfectamente qué iba a encontrar, volvió sobre sus pasos y siguió los ruidos, que consistían en jadeos, roncos gemidos de placer e indicios de movimientos bruscos. Avanzó como un poseso, muy en contra de su voluntad, deseando poder dominarse y diciéndose a sí mismo que lo sensato era quedarse con la duda; admitiendo, claro, que hubiera duda posible. Y fue así que sus horrorizados ojos vieron finalmente aquello que tanto temían: a Azrabul y Gurlok fornicando licenciosamente al amparo de un roble, con una depravación que parecía un blasfemo reto al cosmos.

Un pavor sin nombre se apoderó de Amsil. Echó a correr desesperado, casi sin mirar por dónde iba; pero fue un descomunal error, porque tropezó con una enorme raíz justo en un sitio en el que el terreno descendía en forma bastante pronunciada, rematando en un tramo prácticamente vertical. Así que rodó entre piedras, plantas diversas y llenas de espinas algunas de ellas, y más raíces, hasta que por último se dio un buen porrazo; y quedó allí tendido cuan largo era, con ganas de llorar y maldiciendo el día de su nacimiento. Así suelen reaccionar quienes, por crecer sin amor o sin sentido intensamente, interpretan cada cosa que les sucede como un castigo a su mera existencia.

Mucho tiempo habría permanecido así, de no mediar el hecho de que bajo el muchacho la tierra comenzó a moverse. No pudo reprimir un alarido asustado. Había oído hablar de los terremotos, pero no los había donde era originario, ni los relacionó con lo que ocurría ahora, porque el temblor ocurría sólo en un área reducidísima. Se interrumpía por breves instantes, pero luego reanudaba, cada vez con mayor intensidad y violencia. El suelo se estaba abriendo; los terrones brotaban y formaban un cúmulo que volvía a desmoronarse, cediendo paso a algo que luchaba por abrirse paso hacia el exterior. De repente todo pareció quedar en calma, salvo el propio Amsil, que observaba con inquietud el inexplicable cambio en el paisaje. La tierra ya no seguía abriéndose, pero un informe cúmulo de tierra y restos de vegetación se alteraba de modo casi indetectable. Entonces dos ranuras se abrieron en medio de aquella masa en sutil movimiento: un par de ojos amarillos con negras pupilas en forma de huso. A qué clase de monstruo pertenecían, Amsil lo ignoraba. Paralizado de horror, gritó de nuevo, y los ecos de su voz resonaron en la foresta.

Azrabul fue el primero en llegar al rescate, irreflexivo, atolondrado. No hubo auténtico valor en sus actos, sino sólo ímpetu instintivo y desesperación de ver en peligro a alguien que era importante para él. Ni siquiera entendió del todo qué estaba ocurriendo, y se arrojó sobre un par de temibles mandíbulas que se habían acercado a Amsil para intentar devorarlo. Las mandíbulas se cerraron, y sobre ellas, los potentes brazos de Azrabul. aferrando la muñeca izquierda con su mano derecha para impedir que se abrieran de nuevo. En vano la bestia sacudía su enorme cabeza en todas direcciones para sacárselo de encima.

Casi un segundo más tarde llegó Gurlok. El panorama lo asustó: un enorme monstruo escamoso de color verde musgo con manchones marrones y negros que se confundían con el suelo, provisto de larga cola que azotaba a diestra y siniestra, erguido sobre cuatro patas poderosas rematadas en garras semejantes a cuchillos, pujando por abrir esas mandíbulas que de modo tan loco Azrabul aprisionaba entre sus brazos, más a fuerza de sobrehumana voluntad que de músculos, aunque en efecto los tuviera, enormes y fuertes. De no haber sido por esa tremenda, demente voluntad, lo mismo él que Amsil habrían muerto, rápidamente devorados por el monstruo; porque Gurlok reaccionó al fin y acudió a ayudar, pero tardó bastante. Saltó al campo de combate y corrió hacia Amsil, ayudándolo a ponerse en pie.

—¡¡¡CORRE!!!–gritó; y el chico se alejó un poco, quedando fuera de peligro por el momento; pero muy lejos no quiso ir y mucho menos fugarse, porque se lo impedía la culpa mientras que para ayudar se sentía demasiado débil, cobarde e inútil.

Gurlok desenvainó su espada. Cualquiera que lo hubiera observado ese día y tuviera algún conocimiento de esgrima, no era el caso de Amsil, habría notado que apenas si tenía vagas ideas de cómo se usaba el arma. Pero mientras muerto de miedo contemplaba los movimientos y las armas naturales de aquella criatura había evaluado rápidamente sus propias posibilidades de vencerla, por dónde le convenía atacar, de qué debía cuidarse. Y ahora había llegado el momento de enfrentarse a su enemigo, que más que el monstruo era el miedo que le tenía. No podía demorar más. Tras dura resistencia al corcoveo en la cabeza de aquel ser, Azrabul había caído a tierra, completamente agotado, y una lengua larga y viscosa le apresaba el tobillo izquierdo, sin que él, en el límite de sus fuerzas, pudiera ofrecer la menor resistencia. Notó apenas cuando la lengua enrollada alrededor de su tobillo aflojó la tensión, cercenada por un tajo de filoso acero; como a duras penas, también, oyó la voz de Gurlok desafiando a la bestia para que centrara su atención en él y olvidara a su compañero. Y entonces notó, más nitidamente pese a su absoluto aturdimiento, otros detalles; un cuerpo flacucho abrazado a él, una voz llorosa suplicándole que se pusiera de pie, un semblante arrasado en lágrimas que se inclinaba sobre el suyo. Hizo un esfuerzo por incorporarse, y Amsil quiso ayudarlo, pero era ingenuo de parte de éste creer que su físico enclenque aguantaría el peso de un coloso como Azrabul. Así que quedaron abrazados ambos así como estaban, aunque Azrabul tumbó a Amsil, hasta entonces en cuclillas, para luego, haciendo un supremo esfuerzo, colocarse sobre él apoyado en cuatro vacilantes miembros, obviamente tratando de que su corpachón sirviera de amparo al chico; pero su rostro feo y malvado estaba contorsionado en un rictus de atroz dolor. Parecía un cruel demonio decidido a inmolarse para salvar a un ser cuya inocencia lo hubiera redimido.

Cuánto tiempo permanecieron así o cuánto duró la batalla entre Gurlok y la criatura, jamás lo supieron, ni él ni el propio Gurlok, como también desconocieron siempre los pormenores de la misma; pero al fin cesó, y Gurlok resultó vencedor, aunque a un precio terrible. Ciertamente había concluido el combate rengo, cansado, con un sinnúmero de rasguños y golpes y cubierto de polvo y de sangre; pero eso era lo de menos. Las secuelas más graves las llevaba en su alma, aunque de momento incluso él las ignorara. Por el momento, lo preocupaba más Azrabul. Se le acercó cojeando y le extendió una mano para ayudarlo a levantarse, sin siquiera fijarse en Amsil, que lloraba convulsivamente, aunque en silencio, sin aspavientos, mortificado por considerar que lo ocurrido era culpa suya.

—Vamos, compañero–dijo Gurlok; y Azrabul tomó aquella mano con la suya y luchó por incorporarse. Poco faltó para que cayera de nuevo, y Gurlok con él, como montañas derrumbadas por un sismo o por un manotazo de los dioses; pero al fin logró ponerse de pie, y los dos gigantes, con las rodillas temblorosas y apoyándose uno en el otro, se alejaron del escenario del combate adonde yacía ahora la criatura inánime entre charcos de sangre. En el inmenso cuerpo escamoso había múltiples heridas testimoniando su horrible fin.

—Descansa–sugirió suavemente Gurlok a Azrabul al dejarlo acostado sobre la hojarasca, cerca del sitio adonde Amsil los había pescado mientras saciaban entre ellos sus apetitos sexuales–. Ya vuelvo.

Malditas las ganas que tenía de volver; se hallaba de muy mal humor y, a decir verdad, no tenía ganas de nada, excepto de algo que se hallaba fuera de su alcance: volver por donde habían venido hasta Más Allá del Cráter. Pero Azrabul lo necesitaba, así que debía desahogar de alguna manera su rabia y su frustración y luego regresar tan rápido como pudiera. Bajo aquellas violentas emociones, buena parte de su cansancio y de sus dolores se esfumaron, al punto que de golpe rengueó mucho menos. Entonces oyó la sollozante y débil voz de Amsil:

—¿Va a morir?

Gurlok se volvió hacia él, dominado por la cólera.

¿Y a ti qué te importa?–gruñó–. Ibas a abandonarnos, ¿no? Bueno, vete de una vez y déjanos en paz.

Y sin decir más, se sentó sobre el tronco de un árbol caído y medio cubierto de musgo. Bajo sus nalgas revestidas de cuero, un par de trozos de corteza podrida se desmoronaron, y las alimañas guarecidas bajo ellas correteó espantada, buscando otro sitio bajo el cual guarecerse.

Al oírse expulsado de tan mala manera, el llanto de Amsil redobló, convulsionando aún más el cuerpo del muchacho. A Azrabul le habría implorado, quizás; pero intuía acertadamente que Gurlok nunca lo había querido con ellos, y que lo había aceptado sólo para complacer a su compañero. Así que empezó a alejarse, sin poder ver siquiera por dónde iba a causa de las lágrimas.

Gurlok seguía sentado sobre el tronco, cabizbajo, sombrío, el mentón descansando sobre su diestra. Un crujido de ramas pisadas lo obligó a levantar la mirada, y lo sorprendió descubrir cuán en serio se había tomado el chico sus palabras.

—¡Amsil!–exclamó–. ¿Qué rayos haces, idiota? Regresa aquí, ¡ahora mismo!

Por la acritud del reclamo, se hubiera dicho que se disponía a romperle la cabeza a Amsil, pero éste obedeció con prontitud: prefería eso a que lo echasen.

—No sé si lo de Azrabul es grave o no, si sobrevirá o no, pero confío en su resistencia. Siéntate a mi lado y deja de llorar–exigió Gurlok, aunque ahora su voz era suave–. Y atiende, que esto es importante–y Amsil obedeció y se secó las lágrimas, aunque cada tanto lo sacudía alguna otra convulsión tardía como efecto del llanto–. Azrabul y yo no podemos andar solos; necesitamos quien nos ayude. Fue elección de Azrabul que tú lo hicieras; yo no estaba muy de acuerdo, pero accedí. Ahora sé que fuiste buena elección.

—¿Por qué?–preguntó Amsil.

—Te ordené que te fueras, que no te expusieras a esa bestia, pero desobedeciste para ayudar a Azrabul. Eso vale mucho para mí. Estamos juntos desde que recuerdo, y no me gustaría perderlo.

—No pude hacer nada por él.

—No hables de lo que ignoras. Hasta hace más o menos una semana, yo sabía que la muerte existía, pero no mucho más. Pocos días más tarde vi morir un insecto en la tela de una araña. Me resultó fascinante. Pero hoy tuve que luchar por la vida de Azrabul, por la tuya e incluso por la mía, y me vi forzado a matar de manera horrible a un pobre monstruo que no tenía la culpa de serlo, y no me ha fascinado en absoluto; y menos si pienso que pudo ser la muerte de Azrabul y no la del monstruo. Si eso hubiera sucedido, habría sido una muerte menos amarga gracias a ti. Habría muerto contemplando el rostro de alguien a quien él amaba; porque te ama con fiereza, aunque no entiendo el motivo. Y porque él te ama tanto, y tú le retribuiste un poco de su amor cuando lo necesitó, ahora también te amo yo. Ibas a ser nuestra mascota, decía Azrabul, o nuestro esclavo, creía yo. No sé qué terminarás siendo si te quedas con nosotros, Amsil, pero si lo haces, juro que haremos que jamás te arrepientas.

Y así diciendo, Gurlok rodeó con su poderoso brazo derecho los hombros de Amsil y atrajo el cuerpo del chico hacia el suyo. Fue una caricia brusca, ruda, que tomó por sorpresa al muchacho. Dolía físicamente, y sin embargo era un bálsamo para miles de heridas en el alma de Amsil, quien siempre se había sentido tolerado, jamás querido realmente, ni siquiera por las chicas de su pueblo, que con palabras ñoñas y risitas tontas, y sólo por lástima, lo defendían de sus novios cuando éstos le pegaban. Querían a sus novios, no a él. Amsil había intentado engañarse a sí mismo diciéndose que sí, que lo querían; y por ello las consolaba cuando aquellos novios las maltrataban o abandonaban. Ya nada de eso importaba. Ahora tenía quienes lo quisieran a él.

—Azrabul y yo venimos de otro mundo–continuó Gurlok–, de uno donde, si existe la muerte, nosotros jamás supimos de ella. Allá nunca cuestionamos nuestros orígenes, pero una vez aquí, supimos que a este lugar pertenecemos, pues a ambos nos vino un mismo recuerdo a la vez, el de un mar de jinetes cabalgando bajo un signo siniestro cuyo significado todavía ignoramos. Llevaban espadas, así que deben haber sido guerreros; éramos demasiado niños aún, y no entendíamos bien lo que estaba sucediendo. Teníamos miedo y llorábamos abrazados. De golpe, sin saber cómo, estuvimos a salvo. ¿Has oído hablar de un cierto Yuk?

—El ermitaño loco de las montañas.

—Es un sabio, y el hombre al que debemos nuestro regreso, aunque no estoy seguro de que nos haya hecho un favor. El creía que algo o alguien nos arrebató de este mundo hacia otro; tal vez, visitantes desconocidos infiltrados a través de una grieta entre dos universos. Yuk pensaba que esos visitantes tal vez no tenían intenciones de dejarnos en su mundo. Tal vez sólo querían salvarnos de morir bajo hordas invasoras, o quizás sólo lo hicieron por accidente, porque algunos nos encontraron y quisieron mostrarnos como curiosidad a otros, como encuentra un niño un raro escarabajo o una hermosa piedra que lo asombra y la lleva a los adultos para que éstos también la admiren. O tal vez querían que fuéramos de los suyos, como terminó sucediendo. Sea como sea, si su intención era devolvernos a este mundo, algo lo impidió, y quedamos atrapados en el de ellos. Yuk pensaba que tal vez esa misteriosa grieta por la que ellos llegaron a este mundo se cerró de golpe, o que no la encontraron de nuevo. De cualquier forma, allí quedamos; y a partir de aquí, Amsil, debes poner especial atención a lo que voy a decirte, De veras que es importante.

Amsil asintió.

—Nosotros llamamos Gorzuks a esos desconocidos seres con quienes nos criamos–explicó–; y si su mundo fuera como este, te diría que no había mujeres entre ellos, pero no lo es. Y si su mundo fuera como este, te diría que éramos todos machos que jugábamos brutalmente y cogíamos entre nosotros, pero no lo es. De hecho, palabras como mujeres, machos, jugar y coger carecerían de sentido allí, porque ni cuerpo teníamos; éramos energía pura, pero energía con alma. Amábamos esa condición. Nos sentíamos poderosos e invencibles, y quizás ése fue el problema.

‘Un día, Azrabul y yo encontramos un camino de regreso a este mundo. No porque lo hubiéramos buscado, sino porque lo encontramos, sencillamente. Lo había abierto Yuk a fuerza de encantamientos, oraciones e invocaciones; y en respuesta a una de esas invocaciones fue que llegamos de regreso. Yuk era un buen hombre, pero demasiado curioso y e irresponsable. Lo apasionaba investigar qué había más allá del mundo conocido y palpable. Lo entiendo en parte, porque yo mismo soy curioso; pero él iba demasiado lejos. Quería saber cómo eran todos esos mundos vedados al conocimiento humano, y creía que la única manera de averiguarlo sería convirtiéndose él mismo, por breves instantes aunque más no fuera, en habitante de esos mundos. O sea, quería que espíritus de esos mundos tomaran el control de su cuerpo. Eso no era prudente. El mismo admitía que estaba jugando con fuerzas desconocidas que podían escapar a su control y estaba seguro de que, de hecho, hallaría su fin de esa manera. No le importaba: su sed de conocimiento era inmensa. Tomaba sus precauciones, por supuesto; pero por ejemplo, con Azrabul y conmigo no hubieran funcionado, y retomó el control de su cuerpo sólo porque nosotros lo permitimos. No deseábamos hacerle daño.

¿Ustedes poseyeron el cuerpo de Yuk?–preguntó Amsil, con asombrado horror.

—En parte, en parte. Lo hicimos por turnos, no ambos a la vez, y más que poseerlo, lo compartíamos. Temíamos entrar y luego no poder salir. Creíamos conveniente que él siguiera un poco al mando, puesto que era el único capaz de enviarnos de vuelta al mundo de los Gorzuks.

—Pero no pudo hacerlo.

—Podría haberlo hecho, pero cometimos el error de pedirle que no lo hiciera. Yo fui el primero en poseer a Yuk, y vi en su mente recuerdos que, estaba seguro, no eran suyos, sino míos. Ya te hablé de ellos: multitud de jinetes armados llegando al galope, y yo en la piel de un niño que abrazaba a otro que, no tenía dudas, era Azrabul; y éste confirmó luego que así era, al llegar su turno de poseer a Yuk y recordar lo mismo, pero desde su punto de vista. Eso me intrigó y, por primera vez, me plantee el enigma de nuestros orígenes. Creía que Azrabul y yo habíamos nacido y vivido aquí antes, y quería quedarme un tiempo aquí para confirmarlo; pero estaba indeciso, por temor a que luego no pudiéramos volver. Por desgracia Azrabul halló otro recuerdo en la mente de Yuk, algo acerca de lo que éste había leído u oído en algún lugar y que tenía que ver con una corona de luz.

—¡Una corona de luz!

—Así es. Era un dato que el propio Yuk había olvidado; y se asombró de que Azrabul lo encontrara por él. Estaba borroso, porque Yuk desde el principio nunca le había concedido la menor importancia. Se trataba, teóricamente, de una recompensa reservada sólo a esforzados campeones tras ardua búsqueda, pero que en la práctica nadie podía obtener, porque jamás habría alguien lo bastante digno para hallarlo; o sea que tan ardua búsqueda estaba destinada al fracaso desde el mismo inicio. Parece ser que, cuando recién se conoció su existencia, muchos intentaron ir tras la Corona de Luz, creyendo que después de todo, alguien tendría que hallarla algún día. Pero en vano: estaba fuera del alcance de los mortales. Por lo tanto, con el paso del tiempo su existencia misma fue cayendo en el olvido.

Amsil no terminaba de entender.

—Pero, ¿qué tenía de especial esta… Corona de Luz? ¿Concedía algún poder sobrenatural o algo así?–preguntó.

—No sabemos, pero lo que interesó a Azrabul, y a mí me ocurrió lo mismo cuando me contó, fue el reto que representaría su búsqueda. Era un desafío a nuestra altura. Aceptábamos que probablemente nunca la encontraríamos, pero aun así sería interesante descubrir cuán lejos podríamos llegar tratando de encontrarla; ya veríamos, caso de obtenerla, de qué nos servía, o qué haríamos con ella. Así que pedimos a Yuk que nos ayudara a volver a este mundo con un cuerpo material. Él intentó disuadirnos. Dijo que para empezar, la Corona de Luz podía no ser más que una leyenda o un mito, aunque siendo una leyenda tendría al menos una base real, en tanto que siendo un mito buscarla sería sólo una pérdida de tiempo. No tenía la menor idea de dónde debíamos empezar nuestra búsqueda; la Corona de Luz nunca le había interesado, así que no intentó profundizar sus conocimientos sobre ella. Añadió que este mundo agonizaba, que en él la vida era cada vez más dura y que, en suma, era mal momento para regresar a él, si alguna vez habíamos estado; pero cuanto más difícil parecía la empresa, tanto más nos interesábamos Azrabul y yo, de modo que Yuk accedió al fin a ayudarnos, aunque nos advirtió que era posible que algo saliera mal… lo que, por supuesto, no hizo más que reafirmarnos en nuestro propósito de intentarlo.

‘Yuk explicó qué intentaría hacer. Pidió que imaginásemos una persona y su sombra. La sombra sigue a la persona, no tiene independencia, pero una y otra están en mundos separados aunque sean la misma cosa. La sombra está en un mundo de dos dimensiones y la persona que la proyecta, en uno de tres. También nos invitó a imaginar una persona dormida y soñando. La persona real, dijo, está dormida y por lo tanto inconsciente; pero al soñar, su consciencia se traslada a otro mundo que no es verdaderamente suyo. Yuk dijo que eran ejemplos muy básicos, pero que bastaban para ilustrar sus intenciones. Por un lado, creía que nuestra presencia allí era, en cierto modo, ficticia. Nosotros seguíamos en realidad en el mundo de los Gorzuks, pero nuestra consciencia, como en un sueño, se hallaba en este. Por otro lado, si en realidad seguíamos en otro mundo, debía ser posible crear en este una proyección de nuestros verdaderos seres, una especie de sombras. Logrado esto, el siguiente paso sería trasladar a esas… sombras... nuestra consciencia de soñadores. Jamás se había intentado algo así y las posibilidades de fracaso eran inmensas, pero Yuk creía tener conocimientos suficientes para intentarlo al menos. Como imaginarás, mientras más pensaba en ello, más quería él intentarlo, aunque como en este caso los principales riesgos los correríamos nosotros, nos advirtió a qué problemas nos enfrentaríamos incluso si tenía éxito, porque los peligros que nos aguardaban si algo salía mal, directamente era mejor ni imaginarlos. Explicó que, por lo que sabía de nosotros, en nuestro mundo la esencia de nuestro espíritu que era energía arrolladora, pero que aquí sería sólo energía a secas, por ser mera proyección de aquella. y que incluso esa simple proyección podría extinguirse bajo ciertas condiciones, como le sucede al fuego ante el agua; y que si eso ocurría, el resultado podría ser lamentable, porque seguiríamos existiendo, pero sin ser realmente nosotros mismos... Ojalá hubiéramos hecho caso de su advertencia.

—Entonces, ¿Yuk lo logró? ¿Cómo hizo?–interrumpió Amsil.

—Lo logró como puedes ver, porque si no, no estaríamos aquí en carne y hueso. En cuanto a cómo hizo, por desgracia no lo sé: encantamientos, ritos e invocaciones, pero ignoro cuáles. En el caso de los ritos la cosa se complica más, porque requieren de signos visibles, y si tienes existencia corpórea ves las cosas de forma muy diferente que si eres desencarnado. De todas maneras, eso no es importante; lo esencial es que no olvides lo que te dije acerca del mundo de los Gorzuks y de la Corona de Luz.

—¿Es esencial que no lo olvide? ¿Y por qué?

—Porque ya lo estamos olvidando Azrabul y yo. No sabemos por qué, pero nos alarma. Tal vez algo le salió mal a Yuk, después de todo. No sólo eso, sino que nuestras mentes se están llenando de recuerdos falsos. A veces uno de nosotros cree recordar que estuvo en tal o cual lugar, y es el otro quien tiene que desengañarlo. Otras veces lo hacemos ambos, hasta que caemos en la cuenta de nuestro error. Eso nos asusta. Nos sentimos capaces de hacer frente a muchas cosas, pero no a esa especie de locura. Ahora ya sabes que en este mundo no tenemos pasado, salvando ese único recuerdo que te dije; así que tendrás que ser tú quien nos recuerde de qué mundo vinimos y a qué.

—No, no puedo hacerlo–dijo Amsil.

—Sí puedes.

—Encuentren a alguien mejor. Yo soy un fracasado.

—Amsil, ¿vas a hablarnos a nosotros de fracaso? ¿A nosotros, que vinimos aquí en una búsqueda absurda, inútil y loca, y que ni por dónde empezar sabemos?

—¡No es lo mismo! Ustedes se animan porque son altos y llenos de enormes músculos. Yo soy cobarde, débil e insignificante.

—Amsil, carajo, me importa un choto si hay alguien mejor que tú, mil mejor que tú o miles de miles mejor que tú, ¡porque queremos que seas tú! Si quisiéramos a alguien grande y lleno de músculos, habríamos acudido al tipo al que Azrabul hizo mierda en la posada. De niños, Azrabul y yo lloramos abrazados, por tener miedo y no poder hacer otra cosa. Lloraste abrazado a Azrabul, porque no podías hacer otra cosa; así que eres el que necesitamos, y si no nos sirves tú, mucho menos los demás. ¿De qué nos serviría un coleccionista de éxitos que nos abandonase al notar que jamás triunfaremos? Necesitamos sólo alguien que se quede con nosotros en la derrota.

Gurlok se calló, un poco porque no había mucho más que decir; pero también debido a un detalle alarmante, que recién ahora notaba.

En la posada. Azrabul y él apenas si habían logrado hacerse entender en el idioma local. Ahora, acababa de dar a Amsil todo un largo y fluido discurso en dicha lengua, y en cambio se descubría incapaz de recordar siquiera una palabra en la gutural habla Gorzuk,

—¿Y Yuk?–preguntó Amsil–. ¿Por qué no les ayuda él?

—Porque desapareció hace cuatro días, y luego de esperar su vuelta durante tres, hubo que admitir que quizás nunca regrese. Sus investigaciones eran muy peligrosas; pudo ocurrirle cualquier cosa, y aun suponiendo que se encuentre a salvo, las posibilidades de que regrese en diez años son las mismas de que vuelva en dos días o en mil. No dijo cuándo volvería; de hecho, ni siquiera avisó de su partida, así que no podemos contar con él para esto. De veras tienes que ser tú. Estamos olvidándolo todo demasiado rápidamente.

—No entiendo cómo puedes hablar tan a la ligera del fracaso. Yo soy un fracaso, toda mi vida lo he sido.

—Pues tienes mucho tiempo por delante para dejar de serlo, y nosotros mucho tiempo por delante para constatar que lo somos–concluyó Gurlok, besando a Amsil en la frente–. Ven, compañero, vamos a dormir.

Amsil asintió y se dejó guiar hasta el sitio en que dormía Azrabul. Gurlok se tendió a su lado y luego invitó al chico a acostarse entre ambos. La noche estaba llena de ruidos extraños. Amsil solía temerle a la noche, pero ahora estaba demasiado exhausto para pensar en ello. Acostado entre los dos gigantes sentía más intensamente el tufo que despedían ambos. Seguía sin entender por qué lo fascinaba tanto ese olor que repelía a la mayor parte de las demás personas, pero tampoco eso estaba en condiciones de analizar ahora. Esta era una noche para disfrutar y estar en paz. Por primera vez en su vida, Amsil experimentaba felicidad o algo muy cercano a ella.

La corona de luz 1

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