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Prólogo

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Raúl Teyssedou

Dr. en Psicología Clínica

(Córdoba, septiembre de 2019)

¿Por qué Eduardo López Molina, avanzado el siglo XXI, nos propone pensar las Tragedias griegas?, ¿acaso su invitación a retrotraernos a más de dos mil quinientos años para visitar a aquellos antiguos trágicos es un anacronismo?, ¿cuál es hilo con el que trenzó las obras del lejano mundo heleno con el medicalizado de hoy?, ¿qué caminos lo llevaron de la Argentina neoliberal del 2019 en la que escribió las líneas que aquí se presentan, a la democrática Atenas del siglo V a. de c.?, ¿será que él viajó a buscar en las viejas Tragedias griegas el antídoto al que siempre se recurre cuando el sujeto se encuentra amenazado?

Lo cierto es que, al leer las páginas de este libro, con el poeta, se puede decir que el autor “es prisionero / (La sentencia es de Omar) de otro tablero. / De negras noches y de blancos días / Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza. / De polvo y tiempo y sueño y agonías?”.

Pues, la sugerencia de Eduardo López Molina a seguir sus pasos nos llevará hasta donde veremos a un rudimentario sujeto asomarse desgarrado por la desamparada singularidad con la que debe enfrentar a un absoluto que lo abandona. Momento crucial en el cual hallaremos al endeble sujeto en sus primeros tropiezos, condenado a errar, lanzado a re-ligar, a hacer religión, en la intemperie, sin la monolítica cosmogonía con la que, poco antes, en férrea comunidad, se supo proteger ante el asombro de existir. Allí, donde la sabida vulnerabilidad de la carne humana se desligó del Todo que imponía su indiscutible ubicación en el orden que regía la vida de los escasos habitantes en la Tierra, el sujeto aparece arrojado al mundo como un singular hecho de ineludible soledad y vacío. El otrora cuerpo gozado por un cerrado universo colectivo, fue impelido a gozar. Cuando la solidez de la mitología cosmogónica se partió, desde esa división o fisura fue parido el sujeto. De la grieta abierta en el enunciado mítico surgió la enunciación o el sujeto hablante, portador de palabra y de voz hecha singularidad.

Con Claude Lévi-Strauss, mirando a lo lejos, aún podíamos registrar algunos de los puñados de humanidad esparcidos entre los tristes trópicos con sus pocos sonidos bucales exigidos a transformar en realidad la incierta e inefable vastedad del real. Fue el lugar y el momento en donde el antropólogo visualizó a nuestros antepasados construyendo con lo crudo y lo cocido holofrases, amasando, moldeando o tallando metáforas con la miel y las cenizas, tan pobres de palabras con las cuales nombrar tanto que los aproximaba a una vida poética. Quizá por eso, Jorge Luis Borges los pensó fabricando con los sueños el primer objeto estético con que los humanos mutaríamos lo monstruoso en maravilloso.

El goce sexual prohibido entre ellos por las rígidas estructuras elementales del parentesco para alimentar la incipiente división social del trabajo que les aseguraba la sobrevivencia, con los antiguos griegos, se volvió trágico, en tanto goce negado por los dioses, motivo de pasiones, desmesuras o hybris. La sólida, unívoca y comunitaria explicación del mito con el que esos rústicos ancestros se resguardaban de la cotidiana sorpresa de vivir, en aquella Grecia se convirtió en un relato trágico del Poder. Punto donde el perfecto mecanismo de relojería de aquellas pequeñas comunidades o lejanas organizaciones humanas se alteró ni bien ellas se constituyeron en termodinámicas o, propiamente hablando, en sociedades. Momento donde encontraremos al hombre desnudo tratando de cubrir su inaugurada intemperie de sujeto con los tejidos de las Tragedias y con ellos, luego, vestirse, gracias a la confección de la Filosofía, con los ropajes del sujeto de la Razón (Logos) que lo llevará, con el Código de los antiguos romanos, a calzar sus pies en el sujeto económico del status o la propiedad con los que, después, caminará, vía el posterior cristianismo, hacia el elegante traje de la libertad, la responsabilidad y la culpa. Tal vez por esto Lévi-Strauss llegó a afirmar que el sujeto era un invento cristiano y, por lo tanto, fuera de su interés puesto en los pueblos sin escisiones. No obstante, en la naciente termodinámica Moderna, aquel sujeto nacido desamparado y singular, una vez decentemente vestido y bien protegido, fue presentado por Emmanuel Kant con las luces del “deber ser” de la Razón pura y práctica.

Desde aquél nacimiento del pensamiento trágico griego en lo que significó el paso de una organización humana regida por coordinados engranajes de relojería (tribal y sin escisiones, o sea sin el problema de la razón y la verdad) hacia otra termodinámica (rigurosamente hablando; sociedad con divisiones o disensos), según la conceptualización de Lévi-Strauss, y donde comenzó a prefigurarse esa encrucijada de lo general con lo singular intermediados por lo particular que conformará los orígenes del silogismo, llegó el sujeto a este presente neoliberal en el que Eduardo López Molina lo ve en riesgo de ser borrado, particularmente, por el ejercicio de la Psiquiatría de los DSM asociada a la poderosa industria farmacológica.

Posible riesgo como consecuencia del malestar (en la cultura) o de la insoportabilidad humana por sobrellevar el desamparo que pulsa y divide la condición de ese sujeto inaugurado por los trágicos griegos. De ese desgarro singular atestigua el dolor de Agamenón cruzado por lo general que le demanda la vida de su particular amada hija Ifigenia. Cruce no muy distinto en el que se halla la joven designada para el sacrificio cuando, desde su singularidad sufriente, se resigna a lo que ordena la Grecia como generalidad.

Allí, en esa encrucijada, está el héroe trágico, porque no hay tragedia sin él, como tampoco héroe sin tragedia. En ese sujeto se asienta la trama. Su presencia habla de la singularidad del sufrimiento del sujeto en la escena, pero, también, del modo con que otras semejantes singularidades podrían prevenirse de padecer. Para eso, la Tragedia ofrece el modelo del sujeto de la mesura (diké), el apolíneo de la moral y la razón (logos), el del castrado a un goce que los dioses, sus únicos propietarios, han negado a los finitos mortales. Será el sujeto dispuesto al goce por los ideales de la virtud, el impedido a gozar de lo prohibido vía una pasión o desmesura (hybris) dionisíaca por la que, en su doliente singularidad, recibirá el castigo de ser gozado por las divinidades que sentencian.

Aun así, ese sujeto ideal del “deber ser” virtuoso, racional y mesurado sabe, como el inconsciente freudiano, que su constitución es tan inseparable de lo siniestro como el deseo de la ley. Por eso, antes que el horror asome y con él se desbarate la escena (acting-out), el Mensajero que aquí le interesa a Eduardo López Molina, como aquellos “facilitadores” de los que hablaba Freud, provee los significantes (o “representaciones-palabra”) con los cuales lo reprimido (o “representación-cosa”) entrará a la escena (acting-in) hecho lenguaje y, por lo tanto, dispuesto a generar significaciones y sentidos. Así, entonces, lo que no se puede ver, lo que no se muestra, el “más allá”, la verdad, lo que está fuera de lo simbólico, la otra escena freudiana de la cual, en la Tragedias, nos anoticia el Mensajero, logra ser hablada e introducirse en la cultura como un saber que, por provenir de una función, fija una singularidad abierta a las series constitutivas del sujeto deseante. Mas, tras ese decir o enunciación aflorará el Coro para afirmar el enunciado que debe regir al sujeto ideal de la virtud y la mesura.

Además, será a través de las figuras de los reyes que en las Tragedias no sólo se patentiza la presencia de la sociedad termodinámica y dividida de aquella antigua Grecia sino, también, el modo de justificar el ejercicio del Poder y su costo. Esos nobles de entonces eran los encargados de corporizar los ideales morales de la mesura (diké) como, a la vez, de padecer las penas desencadenadas por las transgresiones a las prohibiciones impuestas por los dioses. Por lo tanto, con las Tragedias, el Poder se constituye como sede del ideal moral y, a la vez, del acatamiento a los límites impuestos a las pasiones por las leyes divinas para mantenerlo y ejercerlo ante sus gobernados.

De aquí que aquellas iterativas formas mitológicas con las que los pueblos de “relojería” explicaban la reconocida incógnita de vivir, con las Tragedias y sus novedosos haces opositivos transitando entre las idealizaciones de lo virtuoso y racional (Logos), se convierten en una explicación del Estado y la convivencia dentro de una sociedad dividida y cruzada por intereses. Con ellas, lo general, hecho designio divino, trama tejida y decidida por los dioses, destino ineludible e inmodificable, dictamina el orden del Poder como el modo en que los humanos deberán transitar sus escasas existencias por la Tierra. Mas, también, gracias a las Tragedias, esas inefables poquedades singulares se encontrarán nombradas y, por lo tanto, denegando sus inevitables soledades y castraciones, bajo la fantasmagórica forma de un destino se creerán acompañadas por un conjunto de deidades. Allí supondrán la presencia del significante que les falta en el saber de lo absurdo de vivir errante.

Por esto, más que de lo trágico de la existencia, es pertinente hablar de una existencia trágica o de un posicionamiento trágico ante la existencia, en tanto no siempre el existir (ex-stare; estar fuera, para Martin Heidegger) fue trágico ni necesariamente lo tiene que ser. Al punto que Jacques Lacan decía que el fin del análisis es destituir la tragedia (“Novela o Mito Familiar del Neurótico”) y, obviamente, con ello, al sujeto o al héroe de su trama. Idea consecuente con la definición freudiana de la neurosis como religión privada y de la cual los humanos, a pesar de los sufrimientos que ella implica, se resisten a dejar frente al angustioso desamparo gestado por la ausencia que empuja a la subjetivización y al deseo cifrados por el equívoco, el mal entendido o la falta. De ahí que Freud hablaba de los beneficios primarios y secundarios del síntoma. Tragedia o destino como saber o sentido con el cual explicar lo incierto y protegerse ante la siempre amenazante angustia, aunque las ofrendas exigidas adquieran el tamaño de las garantías demandadas.

Por esto, y aun cuando la Tragedia y la Filosofía que le devino, dejaron entreabierta la puerta del sujeto deseante o amante (Platón; “El banquete” y “Fedro”), ambas, al idealizar al sujeto apolíneo del Logo o de la Razón, denegaron aquél sujeto movido por las pulsiones dionisíacas, algunas veces irrefrenables y cargadas de pasiones, en el que se detuvo el Psicoanálisis. Denegación nada ingenua pues con ella se pretendió desubjetivizar lo que la angustia y la división del sujeto singular y deseante subjetivizó. Allí, podemos visualizar la colonización que el ejercicio el Poder del momento hizo de la subjetividad. De aquí que, entre otros motivos, Nietzsche, en “El origen de la tragedia”, a Sócrates lo llamó “el primer hipócrita de la humanidad”.

No obstante, en ese sujeto apolíneo del “deber ser” que desde las tragedias griegas se fue plasmando hasta arribar a la moral kantiana, no cesa de pulsar la falla del deseo que mueve su equívoco o mal entendido constante, y tal cual lo presentan las Tragedias al errar ante la norma de la moral donde el Mensajero lo quiere introducir. El deseo es la anormalidad, tanto como su efecto el hablante(ser). Anormalidad surgida de la función significante que nos subjetivizó como sujetos escindidos y que hoy, desde los grandes medios de comunicación, pretenden obviar al imponer el discurso del enunciado o de la normalidad en desmedro de la enunciación como no lo hicieron, desde su dimensión ética, las Tragedias griegas en el siglo V antes de Cristo.

En estos tiempos, la hegemonía neoliberal, movida por la incesante extracción de plusvalía que exige el capital financiero internacional, impone un atropellador ritmo de plus de goce permanente contra los objetos de deseo (o de placer) que se levantan como topes. Como ejemplo, es pertinente recordar que, en Argentina, por la década del 90 del siglo XX, ese capital, a través de un nuevo rico llamado Marcelo Tinelli, frente a las cámaras de televisión, desde una alta grúa dejó caer un enorme peso sobre un modesto Fiat 600 cuando se acercaba su incauto propietario. Mas, cuando éste, entre la sorpresa y el dolor, reclamó por la total destrucción del auto, como respuesta recibió que era una “jodita para Tinelli” y, por lo tanto, que se le pagaba con creces el valor comercial del vehículo. Allí, con lágrimas en los ojos, el indignado damnificado exclamó; “¡pero adentro estaban colgados del espejo (retrovisor) los zapatitos de mi hija cuando tenía dos años y ustedes me los destruyeron, ninguna plata me los devolverá!”. Obviamente, esta frase, también, fue motivo de risa entre el conductor y su equipo televisivo; ¿cómo alguien podía poseer la dignidad de preferir unos gastados zapatos de la hija a una tentadora suma de dinero?

Es evidente que el capital financiero mundial destruye los objetos de goce que el capitalismo mercantil ofrece para la realización, más o menos pasajera, de deseos y placeres (autos u otras pertenencias amadas) y, por eso, en ese exitoso programa de televisión, pornográficamente, ante la vista de todos y sin ocultamientos, el deseante consumidor del Fiat 600 se transformó en un objeto de goce consumido por aquél. Por lo tanto, el neoliberalismo, con su veloz destrucción de los fetiches donde se adhiere el deseo, ha extremado el reconocimiento que todos los objetos del mundo, sean humanos o naturales, tienen un precio acorde a las utilidades y a los goces que demanda su mecanismo termodinámico.

Tiempos donde aquél mencionado conductor televisivo, además de continuar con sus “joditas” con las que gozaba de otros, a escasos centímetros de la cámara, en un solo movimiento y bajo una vulgar presión, llenaba con un gran alfajor el enorme agujero de su boca. Parecía una grosera imitación del Saturno de Goya, salvo que no eran sus hijos los comidos sino los espectadores que el Mercado devoraba. Mas, si alguien que lo veía estaba vacío, y por la tasa de desempleo creciente eran muchos, debía repletarse consumiendo como él o, de lo contrario, sin consumir, quedar excluido o desechado.

Por entonces, a los espacios de interrogación y de deseo como son las escuelas, el imperioso plus de goce fagocitado por el ritmo de la plusvalía neoliberal, los mutó en sitios para la admiración de shoppings donde consumir y llenarse. No obstante, en un genial acto artístico, Charly García se arrojó desde lo alto de un edificio hacia una piscina que no todos veían. De ese modo, donde algunos creyeron ver un suicidio, el artista denunció que, a pesar de tanto consumo, aún en el neoliberalismo, hay un vacío que eróticamente resiste a la completitud de la muerte. Verdadero acto por la erogenización del sujeto ante la correntada de goce que lo sumerge y ahoga. Salto a un lazo social invadido por un economicismo que, gobernado por la ley de la oferta y la demanda, mueve los cuerpos de los consumidores-consumidos al borde de la exclusión y el desecho. Anormalidad del deseo ante un hegemónico discurso sin sujeto singular y de la enunciación, desubjetivizador o colonizador de subjetividades a través del consumo y la entrega al goce del Mercado que fabrica cuerpos afásicos y portadores móviles de enunciados.

Porque el capitalismo financiero mundial, después de la caída del mundo soviético sin que se disparara un misil, con Freud supo que no hay nada más revolucionario que el deseo y, por ende, con su frenesí por la extracción de plusvalía, transforma la anormalidad del deseo en normalidad de goce. Su imperativo a gozar o a consumir apunta contra el “deber ser” del sujeto apolíneo de las antiguas Tragedias como, también, contra su inseparable opuesto, el héroe trágico, para, así, subsumirlos en un “deber tener” con el cual gozarlos y consumirlos dentro de la generalidad llamada Mercado.

Asimismo, desaparecidos aquellos deseados ideales que los trágicos griegos impartieron con sus exaltadas virtudes morales y que Kant supo racionalizar para regir la vida práctica de los hombres desde la Moderna termodinámica del Estado burgués, el capitalismo financiero mundial, también llamado neoliberalismo, decretó la muerte de la Tragedia y, de ahí, la defunción del sujeto, tanto del apolíneo como el de la singularidad. Por eso, requiere desubjetivizar o, en términos de Michel Foucault, colonizar las subjetividades, y tal como él definió al Poder como ejercicio. La tarea está en marcha; borrar la historización de los sujetos y sus espacios, quitarles memoria, convertirlos en amnésicos, mutar sus deseos en goces por medio de los cuales el consumo no se detenga en topes y la continuidad de la extracción de la plusvalía con que satisfacer el goce del Mercado se garantice. En palabras de Lacan, esto implica transformar a los cuerpos y al mundo en general de “plusvalía contable” a “plusvalía encarnada”.

Entonces, la pregunta neurótica cruzada por las dudas e incertezas del deseo sobre; ¿qué quiere el Otro?, o ¿qué desea el Otro de mí?, equivalente a; ¿me quiere el Otro? o ¿cómo me quiere el Otro?, hoy el Mercado impone la certeza de cómo ese Otro goza consumiendo a los consumidores que consumen las certezas incesantemente ofrecidas para sus goces. Como en el reino de la desubjetivización psicótica, el goce del Otro cierra la tachadura o la castración con la que Lacan lo representaba para afirmar que el deseo del sujeto es el deseo del Otro. En el mundo del capitalismo financiero internacional, como no hay Tragedia ni apolíneos o virtudes morales, gobiernan las certezas, desaparecen las singularidades deseantes o hablantes, se impone el enunciado, queda sólo la generalidad.

Y, si acaso los consumidores o gozadores de objetos de consumo se restringen, tal como se evidenció en estos últimos años en Argentina, ese Otro llamado Mercado no deja de gozarlos y consumirlos vía deudas u otras formas de extracción de plusvalía. Para el capital financiero internacional, todo el suelo del país (o del mundo) y sus habitantes son objetos de goce a ser usados, descartados y tirados como desechos o basuras sobrantes, polución de la gran máquina termodinámica.

Como en los tiempos de los antiguos trágicos griegos, la subjetividad de los sujetos singulares es el terreno de disputa elegido por el Poder para plantar allí su bandera de colonización desubjetivizadora. Ahora, como antes, en esa batalla, él cuenta con la colaboración del propio sujeto beneficiado por la represión o la denegación que aporta a los fines de alejar la insoportabilidad (o “malestar en la cultura”) de la angustia que lo constituyó en deseante, salvo que actualmente, a los ideales morales del “deber ser”, el capitalismo financiero mundial, los sustituye por los mandatos de consumo que el Mercado dicta.

Por esto, es significativo que un Papa; Benedicto XVI, en estos tiempos neoliberales haya planteado volver a las misas dictadas en latín y, así, dar lugar al triunfo del enunciado o de la afasia sobre la enunciación o el habla singular surgida de las particularidades de las lenguas locales, y tal cual lo instituyó Juan XXIII por los años sesenta del siglo pasado. Planteo vaticano que, si bien no prosperó, indica la intención religiosa por adecuarse a los efectos que logran los grandes medios de comunicación en el mundo entero al borrar la memoria y, con ello, a la singularidad del sujeto comprometido en la consigna cristiana del “arrepentíos”.

No obstante, en estos tiempos donde la palabra y la historización de la singularidad se acallan bajo la ensordecedora generalización de las autoayudas o los medicamentos dictados por los vademécums, la memoria, el deseo y el placer resisten. Aun cuando Lacan haya pronosticado que “la religión triunfará y el Psicoanálisis, a lo sumo, sobrevivirá”, en los reducidos consultorios psicoanalíticos todavía se invita al sujeto a hablar y a recordar o en los amplios espacios de las calles y plazas se reivindica la “Memoria” como, también, el derecho a la posesión de un cuerpo para el deseo de bien-estar en la vida y no reducible al goce de un Otro. Ejemplos paradigmáticos de esto es el movimiento de mujeres que sostiene un “Ni una Menos” usada y, luego, descartada por el goce sino, por el contrario, con derecho al deseo, incluido el de ser madre, como, también, las luchas por las identidades sexuales que, desde sus singularidades, resisten la nominación gozosa de un Otro incómodo sobre los cuerpos, al igual que las ecológicas por un hábitat placentero en la Tierra u otras.

En Argentina, a pesar que muchos sumergen sus singularidades en los océanos del goce de la generalidad impuesta por el movimiento del capital financiero mundial y que a la historia, si no se la borra (por ejemplo, en los billetes), se la despoja de contenido o queda reducida a monumentos vacíos e impedidos de producir significaciones, aún el Mercado neoliberal no logra desbaratar el antiguo silogismo de las Tragedias que hoy levantan las “Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo”, junto a H.I.J.OS., cuando apelan a la memoria de los antepasados y/o descendientes desaparecidos.

A diferencia de la propuesta psicoanalítica de destituir la Tragedia para que, destituido su sujeto, quien porta un cuerpo se aventure a sobrellevarlo incierto, desamparado, sin más destino que el biológico y prevenido de ser gozado por una trama, el aniquilamiento de la Tragedia que impone el capitalismo financiero mundial es para que los cuerpos sean gozados por la generalidad tras las certezas de sus goces.

Claro que esta propuesta de una sociedad sin sujetos de enunciaciones, de hablantes, de abiertos a la anormalidad, al equívoco o a la errancia que imprime el revolucionario deseo, y en donde gobierne el enunciado y el goce, no se ejecuta sobre doscientos, trescientos o cuatrocientos cuerpos humanos como acontecía en los pueblos de “relojería”, sino, en sociedades de millones de habitantes y, por lo tanto, su triunfo definitivo sólo será a costa de la enorme violencia que significa la desaparición de las singularidades, y en la que, actualmente, no está ausente la química que dirige la psiquiatrización de la vida en particular.

Lo que dicen las palabras

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