Читать книгу Si quieres, te acompaño en el camino - Eduardo Meana Laporte - Страница 7

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1. SER ACOMPAÑADO, SER MEDIACIÓN, SER DISCÍPULO

Invitación inicial a empezar juntos en memoria orante y agradecida

Tan agradecido… comienzo hoy la tarea de este libro. Y tú comienzas a leerlo, amigo, hermana, hermano, que acompañas a personas desde la fe, desde y hacia Dios.

Yo lo empecé en diálogo con el Señor. Te propongo que ya desde este primer párrafo, tú que lees, aproveches la memoria que hago, para hacer tu agradecida memoria de fe; y no apurarte, sino hacer tu propio viaje a tu corazón, a tu referencia básica, a tu centro, a tu amor de Fuente, con tus palabras y sentimientos; pues todo este libro nos servirá, si es para unión con Dios tuya y de quienes acompañas.

Hago memoria de tu profunda compasión recibida, Señor… la gracia de haber sido acompañado por un amor que hoy me mantiene vivo, pequeño en este silencio, y capaz de emprender este testimonio para mis hermanos.

Pequeño y en ti, al reconocer hoy el misterio de también haber salido yo mismo a acompañar a los que van por el camino.

Callado y quieto, sabiéndome bajo las alas de una Bondad presente, sólida, que me conoce.

Siendo yo, simplemente, uno de los que sabemos algo del camino, tan lastimados.

Uno de los que se dan cuenta de haber recibido tu don: ser acompañado y cobijado, protegido y cuidado.

Porque miro hacia atrás, cierro los ojos y me doy cuenta.

Cierro los ojos y me doy cuenta de que en algún quiebre oscuro me desvalijaron, me lastimaron.

Porque el duro camino de la vida, como a mis hermanos, me puso en el borde del ser.

Y por eso hoy comienzo “re-cordando” que tú me acompañaste.

Me curaste en el camino.

Que saliste al camino, tú, Amor más allá de las palabras.

Y al reconocerte, al revelarte en mi existencia, puedo confesar tu nombre: saliste al rescate de los que estábamos perdidos, porque eres el amor de Dios que sale al encuentro del hombre, tú, Jesucristo.

Dios-que-sales-al-encuentro. Tanto, que te haces hombre.

Me doy cuenta y medito una vez más tu misterio radical de “Amor al salir al encuentro de nuestra humanidad”… contemplo el amor de la Trinidad misionado en ti; y me quedo callado, pues sé que, en esa inmensidad de designio, soy alcanzado, alcanzado personalísimamente como dice Pablo: Me amaste a mí.

Me has acompañado a mí.

Y solo así comencé a comprender que, en realidad, mi ser estaba en camino desde siempre en el corazón de Dios, configurado en ti.

Por eso, me has encendido esa tibieza de tu compasión, solo tuya, esa experiencia de compañía; y la encendiste, y hoy la percibo al iniciar estas páginas, para hacerme compañero.

Quieto, pacífico, pero convencido compañero; caminante desde lo más íntimo de mi identidad, y testigo de tu compasión, Dios querido.

Sí, hermano, hermana. Compartiré estas reflexiones sencillas, aprendidas tanto al acompañar como de mis maestros, esperando que algunas te sumen vida, desde este humus permanente de memoria de la compasiva y educativa compañía de Dios.

Por eso, desde el inicio memoro mi propio salir al encuentro de los demás en ocasiones especiales de mi vida… en el tratar de orientar y hacer crecer, en la Patagonia argentina, en almas devastadas, en el mundo del deporte, y en tantos espacios que me hizo Él cruzar.

Venciendo ese miedo... Pues hay que vencer ese miedo, y hay que creer que en el otro hay “alguien que espera”.

Pero que espera no la mera simpatía humana. No espera el encajar a cualquier precio. Espera de nosotros no el “acuerdo ideológico”. Sino que está esperando que uno esté presente, sereno, sin afán de poseer y conquistar. Presente…: pues uno se ha hecho hermano en esa opción existencial del caminar, también.

Y que, llegado el momento lo que uno aporte sea… ese consuelo. La certeza de un consuelo. El secreto. El más millonario y único secreto personal: la propia fe, que es lo mismo que decir: el amor único.

La certeza de haber sido alcanzado, curado, alimentado. Para poder decir: “Hay un amor, te rescata y te hace ser tú, nos acompaña, y es más grande que el mundo”.

Ese ha sido todo mi mensaje.

Hoy agradezco esta verdad que saboreo, saboreo al terminar mi Rosario con que quise prepararme antes de empezar a escribir: he sido tratado con compasión por el Dios que salió al camino.

Y por María, que sale al camino. La María que inaugura travesías existenciales, la madre de la nueva identidad confiada, que por eso tiene un tesoro cuando sale de visita, la María silenciosa que porta al Niño. La que entrega al Niño y lo que su presencia desencadena ya desde la panza.

Siempre percibo en la fe que me viene a visitar Aquel que no nos rechaza ni me rechaza, el que no nos discrimina ni me discrimina, el que no le hace asco a ninguna situación ni a mi situación, si es para “pascuarla”, si es para transfigurarla y repletarla y desbordarla de Vida. Viene, y ajusta su paso conmigo. Y con aquellos que acompaño.

Me viene, nos adviene, el que me trata como un tú; me rescata, me ama. No me “maneja” como un caso, ni como “el destinatario de una acción estandarizada”, ni como “el objeto estadístico de un proyecto colectivo que se desarrolla también en mí”, ni el “rol complementario de un rol suyo que está circunstancialmente desempeñando”.

Por eso, te pido que también, en el fondo de tu ser, mientras lees, dejes crecer esa memoria, y te sitúes ante ese Tú del Señor.

Pues al comenzar este recorrido contigo, querido compañero de lectura, estoy serenamente agradecido, quieto, alcanzado, y me dejo bendecir por la confianza: aquí, el protagonista es el Señor.

Me dejo alcanzar por la gratitud memoriosa, no en mi superficie, sino en mis capas más profundas, que se abren como dormida tierra fueguina ante el sol tras una temporada de heladas.

Me dejo alcanzar por este acercarse de Tú a tú que me ofrece su seno y su hombro, que me ofrece sus pies para abrazar y llorar.

Pido para ti esa misma gracia, como gracia inicial de este recorrido tuyo por estas páginas.

Y agradezco, desde mi ser pecador y mi pobreza, este llamado a ser signo, cauce, mediador… ser mediación de su “estar-presente-fiel-acompañando”. Este llamado que nos hermana y compromete a muchos: ser mediaciones del acompañamiento que hace Dios Compañero a sus hijos queridos.

LLegar a ser mediación de Dios acompañante comienza por reconocerse caminante y discípulo

No quiero que dejemos de estar y volver siempre a este lugar de “acompañado”; pues ese es el lugar desde el cual seguir andando, el lugar desde el cual continuar reconociendo, confesando, lo que en mí y en ti son caminos, caminos de discernimiento y crecimiento, lentos caminos, caminos siempre de Pascua.

Pues descubro cada día que mi ser todo no se define desde estados de vida, cargos, referencias sociales o institucionales: sino que mi ser aún es “en-camino”. (Y por eso sufre sus afloraciones de muerte, enquistamientos, parálisis del espíritu… que no comprendo, que me “en-laberintan”, y que me hacen interpretar lo vivo desde lo muerto, y quedarme atascado en eso, aislado de los demás, auto-inhabilitado el amor).

Por eso, hay una tarea previa y simultánea a todo apostolado, sostén sin el cual se vacía y hace farsa, que es ser “discípulos” ante todo; hay por eso que ponerse manos a la obra, atender al Maestro y su Palabra… y dejarnos pascuar, ser pascuados.

Pues “discípulo” es el nombre receptivo, pobre, aprendedor, buscador, sediento, amador, del caminante de la fe.

Y, en ese discipulado —que es la base y precondición de todo nuestro servicio— habrá tiempos de palabras fuertes, pascuales y dramáticas, como lo muestra la escena de Emaús; pero habrá tiempos de compañía Suya silenciosa. Que enmarcan, explican, sostienen, esos kairós de acompañamiento.

Cronos continuos, tiempos largos, en que el Maestro enseña y forma a esos discípulos atentos y silenciosos, que inclinan el corazón para escucharlo en lo cotidiano de sus días, quehaceres, servicios, paisajes, hermanos, dolores y almas… Tiempos pacientes en que los pobres y callados saben velar, en los que aparece María y ofrece al Niño, a Jesús en su inocencia, inocenciando nuestra humanidad, re humanizando en inocencia.

Son tiempos como madrugadas a solas y atardeceres con el sonido del agua. Con el aflorar de mediaciones que amanecen el alma y lavan la vida.

“Si quieres, te acompaño en el Camino”, nos dicen con compasión y ternura.

Sí: solo desde el lugar del discipulado se reconocen las personas —y a veces las palabras, lugares, situaciones…— que son mediaciones de Dios. (Y no pasa por simpatías humanas ni acuerdos ideológicos: es el Espíritu el que ante esas mediaciones se agita dentro de nosotros, el que arde, el que sopla).

Mediaciones de un Señor que acompaña, que se detiene a reinterpretar lo que nos pasa, a nutrirnos y se inclina a purificarnos. Pues a tanto llega ese amor. A salir a buscarnos.

Mediaciones que son enseñanzas, palabras de la Escritura… y, muchas veces, personas, acompañantes, con vidas talladas por manos del artista divino; compañeros de pascuas, maestros de la vida de fe, puestos por un tiempo junto a nosotros para enseñarnos.

A enseñarnos a crecer, a hacernos cargo de nuestra vida, caminando “de pascua vital en pascua vital”, o sea “pascuando”.

Pues si es crecer, será haciendo caminos. Si no es crecer, no será “caminos”: será atajo súbito… será disfraz externo, será ficción artificiosa, será guión forzado, y allí no habrá compañía de Dios; pues no hay trayecto. Y Dios es aquel que se ha manifestado en la historia cursando trayectos. Dios acompaña historia pues crea historia. Lo que no es historia real, pues es un artificio, no viene de Dios. En lo que no es lento, parido, acompañado, caminado, no se ven las huellas de la compañía de Dios. Pero cuando es real, hay caminos. Y hay compañía.

Por eso, las personas-mediaciones de Dios nos acompañan como expertas en caminos, como cartógrafas y baqueanas. Y son caminos no “fuera de la carne y la sangre”, sino caminos en la tierra, en la piel y en la historia. Caminos de Dios entre los hombres.

Quienes acompañan a sus hermanos, son, por eso, ante todo, mediaciones.

Que, como son discípulos, contagian discipulado, enseñan lo característico del discipulado: un tipo de sabiduría que a la vez adhiere a la persona del Maestro. Un conocimiento-amor, todo junto. Un saber-seguir, todo junto. Un caminar-amar, todo junto.

Mediaciones que enseñen este caminar, solo pueden serlo quienes a su vez están muy enamorados del camino y su meta.

Acompañar es testimoniar, contagiar y enseñar el gran amor del discípulo

Por eso, no se empieza a “ser acompañante de la fe de los hermanos” primeramente desde técnicas, cursos, encuentros, por valiosos y pertinentes que sus contenidos sean para un momento dado de tu formación.

No se acompaña presumiendo un grado académico -que siempre, integrado en sabiduría y caridad pastoral, podría sumar ciencia santa. Ni desde un cargo que per se otorgue el rol de acompañador. Ni desde la postura hecha pose —o sea, el “postureo”— de quien “sobreañade” a su ser y su creer un rótulo de guía, exterioridades de maestro de otros, y alguna condescendencia hacia un presunto andante desorientado.

No… Desmontemos esas presunciones tentadoras.

La compañía es la del que realmente es compañero. El acompañamiento es de quien realmente camina en la fe.

El testimonio —la palabra iluminadora— es solo de quien realmente es mártir —testigo y víctima— de lo pascual del Señor en su “vidacamino”.

El verdadero acompañante es auténtico y no vive de poses externas, no “posturea”: su ser, su vivir, su orar, su actuar, acompaña vidas y caminos, sin necesidad de discursearlo.

Cuando emite palabras, solo está describiendo su propia experiencia de fe; como vemos que sucedía en el testimonio de los primeros de los nuestros.

El acompañar de Pedro, de Pablo, en sus cartas, es poderoso, es testimonio de un amor que está sucediéndoles; es no un sobreañadido ni un rol extra, sino el resplandor de su experiencia de Cristo, pascuando sus vidas, reinterpretando sus historias, echando luz sobre su peregrinaje vital.

A acompañar se comienza solo, siempre, siendo discípulo silencioso.

Se comienza siendo María de Betania, eligiendo escuchar, eligiendo atender, eligiendo lo único necesario. Eligiendo al Señor.

Eligiendo la vida cristiana escondida, las raíces, vida de amor y oración; allí donde el árbol de tu entrega puede tener su sostén posible, su resistencia de invierno, su fertilidad de décadas.

Se comienza a ser acompañante, solo, siempre, haciendo la rumia de la propia vida, como María de Nazaret, muchos años, en tu propio corazón. Las espadas que atraviesan tu alma, sobre todo, deben ser meditadas. Pues es allí donde la Compañía de Dios, que es desnuda y más allá de los sentidos, que es fiel y más allá de los tiempos del hombre, necesita ser aprendida por ti.

Es imposible acompañar a los hermanos sin estar buscando el sentido del propio ser —a través del propio acompañamiento serio— en un Dios que no es obvio, que no habla con páginas al azar abiertas mágicamente en un libro de respuestas, un Dios inmenso más allá de nuestro pensar e imaginar, misteriosa y a veces dolorosamente callado, un Dios de tiempos suyos y largos, un Dios que evita las publicidades y elige alcanzar al hombre, pascuándolo, desde las profundidades inundadas de sus cavernas infrahumanas.

Un oportuno “examen de conciencia” inicial

Por todo lo anterior, quizás mi primer sinceramiento, y también tu primera decisión responsable, sea afrontar la pregunta acerca de si es este el momento de apuntar los propios vectores hacia la intimidad de “los otros”. A los que quizás se los puede ayudar de otros modos; pero cada uno de nosotros ha de preguntarse honestamente ante Él si este es el momento vital para situarse como alguien que se ofrece como un servidor, en nombre de Cristo y de la iglesia, para escuchar confidencias y orientar según el discernimiento del Espíritu Santo.

¡Espero que la recorrida por todo el libro te ayude a escuchar el llamado de Dios, y a conocer mejor tus fortalezas, tu don, tus sombras… y también, active y le dé nuevos contenidos a tu propia necesidad de buscar un buen acompañamiento!

Suelo, intento, ser sincero conmigo mismo respecto a mis posibilidades, límites, épocas vitales. Por eso te recomiendo ese primer paso.

Y si tú mismo no estás en caminos serios de discernimiento espiritual, oración contemplativa y autoconocimiento psicológico, reflexiona bien si, para acompañar personas en este tramo de tu vida, no has de tomar decisiones que te den paz e integridad interior. Pues, como san Agustín, te diría, quizás Dios te quiera dar otro regalo antes: Dios esté aguardándote… “en ti mismo”.

En ese caso, es probable más bien que tu prioridad sea abrir, candado a candado, tu interior; y dejarte acompañar mejor. Buscar instancias, personas, puntuales unas, permanentes otras… espirituales unas, psicológicamente sabias las otras…, que, como antenas diversas que rodean y sitúan a un teléfono celular y le permiten mejor sintonía, te permitan hacer la experiencia de centrarte, volver al “Dios de tu vida”.

Pues si no estás percibiendo allí su paso, si no vas leyendo desde allí -en una hermenéutica que lleva la vida- tus valles y montes, las lagunas putrefactas y los lagos transparentes que viene atravesando y alimentando el devenir de tu arroyito vital, si te lees estáticamente en términos de “estados de vida fijos” y no de un “paso a paso estilo Abraham” o un “ven y sígueme estilo Jesús”… ¿cómo podrás acompañar?

Si no andas la vida como huellita pobre, ni te mueve la sed por el Dios que te arde “pascuándote”, ¿con qué luz, y hacia qué gran amor orientas?

Haz primero lo primero. Cultiva de raíz lo que quieres que llegue a fruto. Sé discípulo siempre, como base permanente y nutriente del ser apóstol. Solo así acompañarás a otros desde un alma más sabia, paciente, sufrida y apoyada en Dios.

¿Cuáles son algunos peligros que he registrado del querer acompañar la intimidad de fe de otros sin tener, uno mismo —dentro de la propia pobreza y límites— vida discipular desde la Palabra, y vivencias sacramentales nutritivas y vivas de Reconciliación y Eucaristía, y oración mariana y contemplativa… y sin acompañamientos sólidos y frecuentes?

Suelen verse estos signos no saludables: Repetir las mismas fórmulas indistintamente a muchos que son distintos… o seguir livianamente los clichés de cada teología o autor de moda… o ponerse a interpretar solo según la psicología… o solo plantear el “deber ser” moral… o alentar “entusiastamente” a “no desanimarse”, ir adelante, pero sin discernimiento de espíritus… o acabar generando un vínculo personal de interdependencia afectiva… o siempre despejar dudas y simplificar lo complejo “bajando línea” según el ideario institucional del caso… o llamar “acompañar”, a atender al círculo de la propia vida social, con temas y detalles personales excesivos… o acompañar para controlar y blindar la pertenencia del acompañado a un grupo o movimiento.

Esta lista, chequeando cada punto, quizás te sirva para mirar el camino andado, y también revisarte.

Hazlo con mucha confianza: pues todos, siempre, estamos aprendiendo a acompañar. Todos necesitamos corregirnos. Y volver a las fuentes, a la simplicidad, el desapego, el Evangelio, y lo esencial.

Para formarte como compañero, deja tu seguridad, deja la arrogancia, y vuelve al camino. Asume su intemperie. Verás que el hijo que confía descubre que la intemperie se llama providencia. Vuelve a ser Abraham. Que tu tesoro sean tus pasos, no los grandes proyectos.

En esa escuela de los pasitos “estilo Abraham”, el Dios Amor, callado y fiel, te enseñará cómo acompaña Él.

Si quieres, te acompaño en el camino

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