Читать книгу Si quieres, te acompaño en el camino - Eduardo Meana Laporte - Страница 8

Оглавление

2. SER SILENCIOSO, SER OYENTE, SER DE CRISTO

En la escuela del silencio contemplativo y “marial”

No podría confiarme a alguien palabrero. Necesito sentir la concavidad de los silencios.

La serenidad de la espera sin tiempo del que escucha y sabe que la palabra tiene su parto difícil.

Hay personas que hacen confortable el estar callados.

Esas personas no necesitan presentarse invadiendo el quieto momento con avanzadas de chistes (que, en otros, iluminados por la gracia del buen humor, brotan naturales y abren puertas); ni despliegan tácticas de búsquedas de complicidad, ni intentos de conquista de la simpatía o la atención.

Los de Dios habitan el silencio habitualmente, y por eso se llevan con el silencio tan naturalmente como uno se lleva con un suéter amoldado al propio cuerpo.

Nada hay de incómodo allí, nada tironea, nada aprieta, todo encaja, todo abriga.

En esos silencios, me he sentido recibido, incluido, y pude aparcar mi propio silencio, para que se fuera desprotegiendo, bajando sus defensas, entregando a la paz.

Me sentí incluido, pues esos de los que hablo, esos acompañantes del alma que saben escuchar desde el alma, son habitantes del universo sacro del silencio, pues saben que allí habita la palabra.

No es de ninguna manera un silencio aislado, enojado, hachado del árbol de la alegría vital, incomunicado.

Al contrario, es un silencio que habita en el humus por donde corre la napa de toda comunicación.

El silencio creacional, el silencio fértil, el silencio de la Presencia, el silencio no de la nada sino del Todo.

(Todo del misterio divino que… claro, es la Nada de las naderías mundanas. Es silenciarse a la mundanidad).

Como en la cumbre, en el encuentro con los silenciosos de Dios no escuchas los bocinazos ni los gritos de peleas, sino la brisa entre las rocas.

Como entre las olas al nadar en el mar, no oyes atronar la música del “tema del verano” de los balnearios costeros, ni los vendedores de la playa y su vociferar, ni el runrún de los chismes y las frivolidades, sino solo la espuma, el viento, y el clamar de las aguas.

Como en el abrazo íntimo, solo en el silencio cabe el amor, quedan fuera los discursos.

Por eso, de ellos supe que el que acompaña debe entrar en la escuela del silencio.

Debe hacerse cóncavo, con la concavidad de María.

Debe “marializarse”, ser marializado por el Espíritu de Dios.(1)

Hacernos cóncavos, receptivos, mariales… Abandonar toda pretensión, toda posesión, toda egoproyección (cálculos y proyectos racionalizados según el control, la ambición y las dimensiones acotadas a sus propias necesidades mundanas del ego adámico).

Y situarnos, como acompañantes, en el fértil valle del silencio.

La ascesis del silencio receptivo requiere una conversión

Pero no es un silencio táctico sino existencial y atento, en la espera desinteresada y amigable, en la actitud hospedera del hospedero de la parábola del buen samaritano… Sabiendo que siempre, siempre, el Señor está haciendo su tarea de rescate del otro. Y que uno —humilde, simplemente— es un hermano que recibe al otro como encargo, como misión recibida de Él; y le hace compañía en su nombre, y es mediación de su fidelidad, y colabora con su sanación, y ayuda a que se abra paso y se consolide su vida.

Por eso, no se trata de un silencio como simple postura externa, o como técnica para hacer hablar, o como práctica de “no-directividad”, por más que esos rasgos fueran pertinentes. Se trata de algo más teologal y existencial: una decisión personal de habitar habitualmente en el silencio, la decisión de ser un cristiano marial, contemplativo, “rumiante” de la presencia de Dios.

Alguien que primero escucha. Primero contempla. O sea, mira como quien se deja alcanzar por una Presencia, mira como quien recibe un don de Amor misericordioso que —desde el Padre en Jesucristo pascual y por su Espíritu— se está derramando y actuando en la historia… mira como quien capta el misterio. Y por eso, lo capta en el acompañado y en el acompañar.

Alguien que se pregunta. Se asombra. Y es capaz de dudar. Alguien que vive discerniendo.

Pero… imaginemos lo contrario: el caso de un acompañante que no vive en este silencio contemplativo, sino que tiene su corazón dominado por su mente, y su mente llena de sus propias palabras.

Es alguien muy seguro de lo que sabe que, además, juega a “calar enseguida” a quien tiene delante: lo clasifica, lo compara con “casos anteriores” —pues las personas pueden terminar siendo “casos” o “tipos de personas”, para él o ella—.

Es alguien que se hace fuerte en sus opiniones: sin tiempos reales y fuertes de vacío silencioso en su agenda, no experimenta una interlocución que lo cuestione a nivel espiritual y psicológico.

Es alguien pragmático más que discernidor, y por eso existencialmente afirmado en su acción y sus logros: en el “vivir en el pragma” halla la fuente de su confianza y su afirmación ante los demás.

Alguien que hace de su fe y su eventual oración —a lo sumo, en el mejor de los casos— una práctica, más que un encuentro siempre nuevo y cambiante con otro desafiante.

Usualmente, es alguien “muy ocupado”, en el sentido, también, de “sin tiempo para lo gratuito ni lo contemplativo”; y por eso, usualmente incómodo ante lo realmente silencioso.

Alguien —como todos— con sus desequilibrios, llevados adelante como se pueda, pero decisión humilde de hacer verdaderos “parates” donde revisar a fondo el motor, los rumbos, los extravíos, los accidentes, los mapas, el combustible, el destino…

Es claro que quien está en un cuadro de existencia así, solo podrá un silencio superficial. Postural. Incómodo.

Y prescindirá de la escucha que pueda deconstruirlo y conmoverlo, desnudarlo y resetearlo; más bien, dejará que el hermano acompañado se sobrelimite abundando en palabras, y él mismo acompañará abundando en palabras. Las adecuadas, quizás; y las sobrantes, probablemente.

Quizá hará esta tarea de acompañar con buena intención. Pero no hará sino desgarrarse a sí mismo. Pretendiendo acompañar en otros lo que Dios mismo no está pudiendo acompañar en su propia persona: su más íntima intimidad.

En esos casos, hará falta que Dios “tumbe del caballo”, como a Saulo, y a tantos santos… para que haya la necesaria y purificadora llegada de la oscuridad, el no-saber, el recomenzar, el silencio virginal.

Ser “oyente de la palabra”, oyente que inclina el oído”

Sí, virginal…

Así es el silencio de quien escucha cuando está más vacío del control y los estilos de ese tipo de ego de acompañante, y sus poses, superestructuras y escenarios.

Así de virgen es el silencio interior, que se cultiva, por ejemplo, desde las madrugadas… cuando quien tiene la misión de acompañar a sus hermanos, busca sediento abrirse a la presencia de Dios. A su amor.

Tiempo silencioso y secreto, pero tiempo real, quitado a tu sueño, de orar, de interceder por los otros; pues hay demonios que solo se vencen con la oración y el ayuno (Mt 17, 21); y ¿acaso crees, amigo que lees, que acompañar a los hermanos no exige siempre también orar, implorar de verdad, orar y ayunar, orar mucho por ellos?

Tiempo de madrugada, cuando tu mente y tu corazón —que no contaminas con pantallas ni medios de comunicación, sino que guardas, virgen para tu Dios— en ese tiempo a solas de amor con quien es tu fuente, tu roca, tu fuerza, tu guía, inclinas tu corazón y —como dice el servidor de Yahveh en Is 52— también inclinas “tu oído de discípulo”, para que Él te llene de sí.

Pues solo así Dios le dará “lengua de discípulo” -agrega Isaías- con que consolar al afligido.

Sí: no hay sabiduría, no hay apostolado, no hay acompañamiento, no hay buenos consejos, no hay lengua de discípulo… si antes no hay silencioso oído de discípulo. Antes… sea en las limpias madrugadas, o en la hora del día en que haces ascesis de lo que el mundo te ofreces, “cierras la puerta de tu habitación y oras al Padre que está en lo secreto” (cfr. Mt 6, 6); pues solo en lo secreto te vuelves puramente receptivo.

No tendrás palabras adecuadas para acompañar, hermano mío que lees, hermana mía que acompañas… no hallarás palabras en ti que vengan de Dios si no vives enraizándote cada año, cada mes, cada madrugada o anochecer o noche (hasta hacer de tu desierto sagrado una playa permanente de tu alma) en el lugar donde eres oyente de la Palabra: tu silencio existencial.

El silencio existencial es el silencio marial de quien se descubre sobrevenido por Dios en la parición de una historia personal que lo supera.

Y vive toda su vida en esa experiencia: “Soy yo, pero eres tú, Señor… y aquí están a la vez mi pequeñez y tu misterio”.

Y lo formule así, o no —pues las palabras no son aquí lo decisivo, sino el carácter— afirmará esa convicción, que suena a Magníficat; pues lo propio de una persona así es su testimonial humildad.

El acompañante de fe silencioso es una referencia viviente hacia Cristo

El hombre y la mujer que se van envolviendo en el silencio fecundo de Dios son humildes.

Como san Benito, el gran padre de los silenciosos de Dios, que se transformó en el maestro acompañante de los discípulos que buscaban tomar por guía el Evangelio, y que habló de la humildad como de una escalera que caracteriza a los que tienen el corazón sumido en el silencio de Dios que hace posible su Palabra.

Sí, así son quienes acallan su corazón y por amor a Dios lo entregan a la escucha: aunque hagan grandes obras, son humildes. Aunque deban ocupar una misión muy visible, son humildes.

Esto parece una paradoja. Porque son un “gran” cartel indicador, por la impresión que nos causan: nos conmueven, nos convencen.

Pero a la vez, es verdad que son humildes: humildes porque se refieren al Señor. Están referidos al Señor. Están pendientes de Él. Lo que son y hacen tiende a Él. Apuntan a un solo fin, que es alguien amado. Su conciencia es de ser sombra ante esa Luz. Su rumia es acerca de un solo Amor, que tiene un nombre: Jesucristo. Intentan expresar vitalmente que Él es el único Señor. Su amor es Él y por Él llegan al Padre. Su vector de amor, su todo es Él. Los demás saben que están enamorados de Dios, que lo buscan, y que tratan de encaminar a sus hermanos a la vida plena, justa, valiosa, que en Él y desde Él se derrama.

Por eso, hay algo en ellos que siempre es referencia. Son referencia viva; su ser es siempre un cartel indicador.

Por eso, aún su silencio, y sobre todo la elocuencia de su silencio, es un gran cartel indicador.

Sí: la persona creyente y amante de alma silenciosa es una gran señal que apunta a una Palabra, es una vida que dice: ¡Escucha!

El silencioso de Dios es como una antena, su ser es ser antena, es ser referencia, es ser mediación de comunicación, es ser hospedero y maestro de quienes buscan una transmisión divina.

Por eso, quien acompaña en nombre de Dios, quien acompaña en nombre del compañero, debe ser su antena, debe ser alguien que humildemente sea referencia de Él, alguien pendiendo de Cristo, atento a su persona… como una antena está pendiente de una transmisión, y la baja y hace asequible.

Siempre encontré silenciosos… tantos monjes, otros orantes, y guías espirituales de comunidades y corazones, laicos, religiosas, consagrados, sacerdotes, personas capaces de escuchar el silencio con que Dios ama; silenciosos conmigo, con otros, y en sus vidas. Silenciosos que eran elocuentes. Todo en ellos decía: ¡Cristo! Silenciosos que eran profundamente comunicadores del Evangelio.

No podría ser acompañado por otras personas que no me mediaran a aquel cuyo nombre es Palabra; y yo mismo sé que no puedo acompañar, cuando me encuentro vacío, invadido o envuelto en discursos humanos, lejos de mi centro callado, pragmático y palabrero.

1- Con esa palabra, “marializarnos”, expreso un proceso con que el Espíritu nos hace —no solo a los católicos… ni solo a los cristianos— capaces de la vida “pascuada” de y en JesuCristo. Desarrollo la mirada sobre ese proceso en el librito Reconociendo a María, San Pablo, Buenos Aires.

Si quieres, te acompaño en el camino

Подняться наверх