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II

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Jorge Sand dijo que “una mujer no puede amar al hombre a quien considere inferior a ella, porque el amor sin veneración y sin entusiasmo sólo es amistad”. Con este idolátrico, ciego y bienhechor frenesí, quería Consuelito Mendoza a Sandoval: más fuerte que ella, dominándola por la amplitud y serenidad de su pensamiento y la entereza de su resolución. Alfonso era condescendiente, benévolo, fácil siempre a la súplica y al perdón; pero a ratos, en los asuntos de riesgo y trascendencia, sabía desenvolver su voluntad inexorable, probando cuán recta y dura eran su orientación y su temple.

A despecho de tales rozaduras, acaso por este mismo antagonismo de caracteres, ambos se amaban locamente. Consuelo reconocía ciertamente que Alfonso Sandoval era muy celoso, pues no la permitía salir sola a ninguna parte, y hasta dió a entender a sus amigos que las puertas de su casa no se abrían con gusto para ninguno de ellos, creyendo fundadamente que, si bien hay mujeres en quienes puede tenerse absoluta seguridad por lo que a ellas atañe y concierne, de los hombres, aun de los más fieles y allegados, debe siempre desconfiarse: mas aquel exceso de pasión halagaba el amor propio de la joven, y como no quería nada fuera de su hogar, no sintió el peso de tales prohibiciones. Vivía consagrada a su marido, con exclusión rotunda de todo otro afecto; y, sin procurarlo, imitó su manera de hablar, sus gestos, sus frases favoritas: le adivinaba en el modo de pisar, de toser, de subir la escalera; y a obscuras, sólo por el olor, reconocía sus ropas, aun cuando estuviesen recién lavadas, en algo simpático que sólo ella percibía. Hallándose sola, esperándole, solía suceder que su corazón, de pronto, latiese con más violencia.

—¡Ahí viene!—exclamaba corriendo a la ventana.

Y ¡cosa rara! su agudo instinto de mujer enamorada jamás la engañó: había necesariamente entre ellos un flúido que les ponía en relación constante, permitiendo que se buscaran sin verse, por la misma ley magnética que mueve a la aguja imantada a señalar al norte. En lo que Alfonso Sandoval mostrábase absolutamente intransigente era en cuanto a la salud de su mujer concernía: a verla sana y fuerte, aspiraban sus empeños.

—Acerca de esto procederé según mi criterio y mi conciencia me aconsejen—decía—; Montánchez, que, como médico y como amigo, está interesado en curarte, me aconseja evitarte toda clase de malas impresiones, que no te deje llorar ni reír con exceso... y yo, que cumplo fielmente estas cuerdas prescripciones, inmolando muchas veces mi voluntad y mis deseos a tu bien, ¿consentiré que nadie, sea quien fuere, llegue con su imbecilidad a destruir mi obra?

A pesar de tan prolijos cuidados, la flaca salud de Consuelito Mendoza no mejoraba; el diablillo inapresable de la neurosis mordía sus nervios; sus risas y sus lágrimas sucedíanse caprichosa e inesperadamente, como las grupadas en los días vernales o de otoño.

Una tarde, después de almorzar, el matrimonio pasó al gabinete a tomar el café. Era aquella una habitación cuadrangular, ricamente alfombrada. Sandoval arrimó su butaca a la chimenea, cruzó una pierna sobre otra y encendió un tabaco.

—Acércame el café, niña, ya que estás ahí—dijo con su tono cariñoso habitual.

Ella apresuróse a obedecerle trayendo un velador con dos tazas. Alfonso cogió la suya y bebió un sorbo.

—¡Uy, qué rico está!—dijo.

Aquel era uno de sus mayores caprichos; el de fumar y beber café al amor de la lumbre, sin discurrir nada serio, abandonándose a una pereza enervante. Entonces reconocíase completamente feliz; el adormecedor aroma del tabaco, el humo que caracoleaba alrededor de sus dedos y luego subía en líneas sinuosas girando sobre sí mismo en caprichosas espirales por el ambiente tibio, el sonsonete continuo de la lluvia y el cálido chisporroteo de la madera quemada inspirábanle un placer tranquilo, soporífero, paradisíaco.

Consuelo, sentada delante de él sobre el brazo de una butaca, le contemplaba silenciosa, cubriéndole bajo una mirada de amor: tenía el pelo graciosamente recogido, un pañuelo rojo de seda ceñía su cuello mórbido y blanco; el vestido negro realzaba los contornos ondulantes, exquisitamente pomposos, de su cuerpo; cuerpo juvenil, de carnes frías y apretadas. Su frente pequeña, sus ojos grandes, la afilada nariz y el tinte pálido del semblante y de los labios, daban a su fisonomía la expresión dulce de esos retratos de mujeres hebreas que publican las revistas ilustradas...

De pronto Sandoval miró su reloj; eran las tres, la hora de ir al Casino para desentumecerse haciendo gimnasia o tirando al florete.

—¿Te vas?—preguntó Consuelo.

Alfonso repuso indeciso:

—Psch... ¿Llueve mucho?

Ella corrió al balcón y levantando los visillos:

—¡Qué atrocidad—dijo—, no se ve a cuatro metros! ¡Qué modo de caer agua!... En toda la Puerta del Sol hay dos personas. Pero, chico, si los tranvías parecen submarinos y los pobrecitos caballos tienen un canalón en cada oreja...

Dejó caer la sutil cortinilla y fué a sentarse sobre las rodillas de Sandoval.

—¿Conque, vas a salir?

—¡Diantre... no sé!...

Consuelo sintió uno de aquellos vehementes arrebatos mimosos que la transfiguraban en otra mujer.

—Bien mío, no salgas, complace esta vez a tu mujercita. El tiempo es malo, llegas al Casino mojado de pies a cabeza, manchado de barro, tiritando de frío... ¿y para qué? Para ganar o perder una partida de tresillo: mientras que aquí estás abrigadito, con los pies calientes y, sobre todo, junto a mí, que te adoro. Verás: jugaremos al tute, al ajedrez, me contarás cuentos... ¿verdad que sí? ¡Concho, hijo, cuánto tardas en responder!... Di, ¿te quedas?... ¿Eh?... ¿Te quedas?...

Realmente Sandoval ya estaba decidido a quedarse, pero no quiso rendirse tan pronto.

—Acceder a esto—dijo—no es cuestión de cariño, porque las pequeñeces no merecen tenerse en cuenta. Lo que te quiero lo sabrás algún día, si llega el caso. Yo me quedaría, ¡pero eso de no ir al Casino, ni un ratito siquiera, es horrible!... La vida de Círculo llega a ser para ciertos hombres, para mí, verbigracia, una segunda naturaleza.

Consuelo hizo un gesto impaciente.

—¡Qué Casino ni qué concho! Siempre estás mortificándome; es lo primero que te pido y luego...

—Digo esto—agregó él complaciéndose en verla apurada—, porque prescindir del Casino equivale a renunciar a la tertulia de mis amigos, al riquísimo café que allí se bebe, a la sonrisa del criado que está en el guardarropa y me ayuda a quitarme el gabán, a los asaltos que riñen los aficionados en la sala de armas... y a otra multitud de atractivos; ¡celebraría que las mujeres tuvieran también sus círculos para que apreciases cuánto vale todo esto!... Pero el hombre es débil, y Hércules, hilando a los pies de Onfala, es el ejemplo que mejor demuestra cuán grandes son el imperio y poderío que las faldas tienen sobre los pantalones; por eso yo, que te quiero tanto o más que Hércules a Onfala, también me rindo a tus súplicas, bribonzuela, y con tal de verte alegre renuncio a todo y... ¡me quedo!

Ella, enajenada de gozo y no sabiendo cómo demostrar su regocijo, acomodóse en el suelo entre las piernas de él, los brazos apoyados sobre sus rodillas, besándole las manos. Alfonso sonreía satisfecho, acariciando aquella frente preciosa cubierta de abundantes cabellos negros que ponían a su cara un marco de azabache. Luego estuvieron contemplándose, dictando con sus miradas un idilio mudo.

—¿Me quieres mucho?—preguntó Consuelo.

—Más que el primer día de casados, y nunca he sido tan feliz como hoy: creo que ni en el paraíso cristiano, con sus santos repletos de teología y sus once mil vírgenes insulsas y rezadoras, ni en el edén musulmán poblado de huríes ardientes, puede estarse mejor que aquí: esto es un ensueño de opio y hasta me creo un sultán vestido a la europea, y tú una sultana más hermosa y discreta que Schéhérazade.

—¿Se te quitará el mal humor? ¿Serás bueno y tolerante para mí? ¿No volverás a reñirme?...

—Tonta; defendiendo tu bienestar soy para los demás una fiera; para ti, siempre seré un niño.

Consuelito, aburrida de permanecer en el suelo, quiso cambiar de posición, mas no acertaba a colocar cómodamente las piernas.

—¡Concho, siempre me lastimo!

Harta de removerse inútilmente, acabó por estirarlas, dejando al descubierto sus pantorrillas: tenía medias negras.

—¡Qué vergüenza!—exclamó Alfonso tapándose los ojos—; ¿le parece a usted eso decente?

—¿El qué, concho?

—Esas dos cosas negras que te asoman por debajo de las faldas.

—Y, ¿qué importa?

—¿Cómo?... ¿No es un delito tenerme siempre el ánimo en pecado mortal?

Ella, bruscamente, se levantó.

—¡Ah, está bien—dijo—, te disgustan!... Pues no volverás a verlas en toda tu vida, lo juro. Eso ya no es para nadie.

Parecía enfadada y corrió a echarse en el sofá, al otro extremo del gabinete. Después, sin saber por qué, comenzó a ponerse seria, muy seria; sus cejas se fruncieron; plegó los labios gravemente.

El crepúsculo fué breve y la noche cerró en seguida; la luz de los faroles atravesaba los cristales del balcón dejando en el techo ligeros resplandores que se movían en indeciso aquelarre.

Como la joven no depusiese su actitud esquiva, Sandoval la llamó.

—Acércate, quiero descubrirte un secreto al oído...

La requerida continuó impasible; él agregó incomodándose:

—¿Para eso me retuviste con tus ruegos? ¿Para luego ponerte a ensayar mojigangas?

—Pues... ¿por qué no quieres verme las piernas?

—Vaya, basta de tonterías, chiquilla mal criada.

—No haberlo dicho.

—Tonta.

—Mejor que mejor.

—Si quieres reconciliarte conmigo, ven aquí.

—¡No, ven tú!

—¡Eres más empalagosa que un tarro de almíbar! ¿Qué? ¡Haces lo que mando o me marcho y no vuelvo hasta la madrugada!

Consuelo reanudó su llanto, lanzando a cortos intervalos largos y entrecortados suspiros. Alfonso, compadecido, acercóse a ella; seguía tendida con abandono delicioso; bajo su traje negro, sencillo como el de una colegiala, se bocetaban las formas lujuriantes del cuerpo, y estaba tentadora, con esa seducción irresistible que tienen las mujeres bonitas cuando lloran de amor.

—Niña, no te excites, procura serenarte—dijo Sandoval—; levanta la cabeza; ya me tienes aquí. Ea, ¿qué?... ¿te pasó el mal humor?

—No. ¿Por qué me llamaste empalagosa? Hijo, yo debo de darte náuseas; las cosas muy dulces repugnan.

Decía esto abriendo mucho los ojos y arqueando las cejas con adorable expresión inocente: Alfonso la abrazó conmovido, murmurando:

—¡Pobre enfermita!

—No estoy enferma; ésas son calumnias que el mundo inventa para atormentarme. Lloro porque me tratas muy mal, porque no me quieres, porque te aburre en mí todo lo que antes te divertía, porque soy para ti menos que una esclava... Menos, sí; pues yo he oído contar que muchos hombres quieren a sus esclavas como a sus propias mujeres...

—¡Loca... locuela... loquilla!...

—Eso querría yo, eso... porque prefiero morir loca a que me abandones. Desgraciadamente no será así. Me lo aseguran tu manera de comportarte conmigo, tus miradas, tus atenciones, que más parecen dictadas por el deber que por el cariño; tu conversación...

Sandoval estaba perplejo, no sabiendo si entristecerse y tomar la cuestión por su lado serio, o si reír.

—¡Ay, maridito mío!—exclamó de repente Consuelo—: yo tengo muchas ganas de llorar.

—¡Cómo, tontuela! ¿qué motivo tienes?

—No sé, quizá ninguno, pero siento sobre el pecho un peso muy grande que me impide respirar, y estoy cierta de quitármelo llorando.

—Pues llora.

—Es que no puedo...

Volvió a reclinarse en el sofá, prorrumpiendo en sollozos fingidos; luego se sentó, oprimiéndose el pecho; pero las lágrimas no corrían, y tal fué su desesperación que llegó a pegarse un vigoroso cachete en la cara. El dolor permitió que los ojos se humedecieran momentáneamente, pero en seguida volvieron a secarse.

—¡Virgen, qué nerviosa estoy!... Alfonso, dime algo, hazme algo, para que llore...

Se retorcía los brazos como un reo en la tortura.

Sandoval la llevó al lecho, pero Consuelito Mendoza, insensible a sus halagos, dejóse caer en la cama, sollozando furiosamente, pugnando por derramar aquellas lágrimas rebeldes que se obstinaban en no correr. Su excitación nerviosa fué aumentando, empezó a revolcarse y llegó a tirarse del pelo.

—¡No seas imbécil!—gritó Alfonso realmente irritado—; vas a lastimarte.

—Eso quiero.

—Pues cuida de que no te haga llorar de veras aplicándote unos buenos azotes.

El semblante de Consuelo expresó alegría inmensa.

—¡Sí, por Dios, sí... dámelos!

—No instes, porque cumplo lo ofrecido.

—Bueno, pues, sí; anda pronto...

—Que van a escocerte...

—Lo que quieras, tirano mío; pégame cuanto gustes, tuyos son mi espíritu y mi cuerpo, pero no dejes de amarme. Mírame a merced tuya, sumisa, gozando ya con el castigo... ¡Pégame, Alfonso, pégame!...

Ella misma se tendió boca abajo, la cara sobre la almohada, esperando impaciente. Toda aquella flagelación envolvía una voluptuosidad extraña. Sandoval, sin otros ambages, sofaldó a la joven y cogiendo una chinela levantó el brazo sobre aquellas carnes turgentes que parecían vibrar de placer bajo la fina tela de la camisa. Consuelo permanecía inmóvil, suspirando dulcemente, esperando el castigo, deleitándose con él: al fin recibió el primer golpe y su cuerpo tembló más de sensualidad que de dolor; luego recibió otro y seguidamente cinco o seis más, muy fuertes... Después Sandoval, condolido, acarició la parte azotada. Consuelito le abrazó diciendo:

—¡Esposo mío, piedad para mí, no me pegues más, basta, por Dios!...

Tenía los ojos colorados y las lágrimas corrían abundantes por sus mejillas. Pero Alfonso, comprendiendo la refinada voluptuosidad de aquel capricho, quiso extremarlo, y desasiéndose de la joven continuó macerando sañudamente aquellas carnes blancas y duras; ella sollozaba; después, juzgándola bastante castigada, se acostó a su lado para consolarla. Consuelo se dejaba acariciar besándole y riendo y llorando al mismo tiempo, complaciéndose en rendirse a su propio verdugo; y cuando estuvo completamente tranquila acabó por confesarle, y aun lo juró por su padre muerto, que desde aquel momento le quería más y que los azotes mejores fueron los últimos.

Aquella noche, acobardados los dos por el frío, se acostaron temprano: Consuelo tenía miedo; ese miedo a lo indeterminado y remoto que sólo conocen los nerviosos: la seguridad de sufrir el asalto de alguna pesadilla horrible, oprimía su ánimo.

—¿Qué tienes?—inquiría Alfonso sintiéndola temblar.

—¡Ay, no sé, pero... no me sueltes... se me antoja que van a llevarme!...

Al fin, tras muchos esfuerzos, logró dormirse; el temido ensueño, efectivamente, no tardó en llegar disfrazado bajo sus vagarosas hopalandas negras y grises...

...Era una tarde de invierno; ella vivía en aquella misma casa, pues todas las estancias guardaban entre sí idéntica disposición, pero las habitaciones eran inmensas, las paredes de color plomizo se balanceaban alejándose o acercándose cual si tramoyistas invisibles las pusieran en movimiento por medio de mágicos resortes...

Consuelo andaba por allí calladamente, sorprendida de que sus pasos no tuvieran eco y de la prolongada ausencia de Alfonso: también maravillábase de la pequeñez de los muebles y de la gran altura a que fueron colocados los cuadros: la cama no llegaba a sus rodillas, la mesita de noche apenas levantaba dos palmos del suelo. Alarmada por tanto silencio salióse al pasillo y llamó a la camarera; a sus voces sólo contestó un eco lejano, un quejido moribundo semejante al del viento penetrando por una abertura estrecha. Entonces recorrió el corredor, las alcobas, la cocina; todo estaba desierto: en la despensa, encaramado sobre un queso de bola, había un ratoncillo gris, de largos y blancos bigotes. Siguió adelante y se detuvo frente a la puerta del despacho; aplicó el oído a la cerradura y no oyó nada; llamó ligeramente con la yema de los dedos... y nadie respondió. Animándose a entrar empujó la puerta, y al comprender lo que en la habitación sucedía, quiso huir; una fuerza invencible se lo impidió. Delante de la chimenea y alrededor de un hombrecillo de pelo rojo, se hallaban repantigadas en sendos butacones de cuero claveteado, varias personas: el hombrecillo era un gnomo; los demás, las estatuas del despacho que habían dejado sus pedestales: todas tenían sus hermosas cabezas de yeso asentadas sobre pequeños cuerpos vestidos con jubones acuchillados, gregüescos y gola, y sus voces resonaban temerosamente como si saliesen de una caverna o del fondo de una tinaja vacía.

Consuelo colocóse sin ruido tras una cortina para no llamar la atención de los misteriosos personajes. La conversación de éstos llenóla de espanto; hablaban de ella, querían buscarla, prenderla, llevarla maniatada a un paraje lejano, a un mundo chiquitín que brillaba en medio del espacio... Quien entonces usaba de la palabra era Cervantes, y le respondían Quevedo y Marco Aurelio. Byron callaba, mirándoles con sus ojos sin luz. Todos ellos, y éste fue un detalle que no sorprendió a Consuelo, se expresaban fácilmente en correcto castellano. Entonces estuvo a punto de salir de su escondrijo diciendo a gritos:

—Concho, ¿qué es eso?... ¡Fuera de aquí, espíritus y desatinos mágicos! ¡Zape! ¡Cada mochuelo a su olivo!...

Mas se contuvo, sobrecogida de curiosidad y de miedo. El gnomo hechicero acababa de levantarse; iba vestido de encarnado, como el Mefistófeles de Fausto, y después de dar una cabriola en el aire, empezó a describir con su mano izquierda movimientos cabalísticos y a pronunciar palabras en un idioma desconocido. Obedeciendo a su irresistible llamamiento, penetraron por la ventana muchos espíritus revestidos de formas extrañas y tan pequeños, que el más grande, que tenía cabeza de elefante y cuerpo de pescado, no era mayor que una sopera.

Aquellos diablejos trabaron entre sí reñida batalla: un sapo que volaba por la habitación montado en un plumero, atravesó con su espadín a otro espíritu con trazas de zorro; dos escarabajos horripilantes trepaban cachazudamente por las flacas y torcidas piernas del gnomo, quien subido sobre un tambor, continuaba dirigiendo con los movimientos de su mano zurda la espantosa bataola; las estatuas dejaron los butacones para volver a sus sitiales respectivos. Consuelo las veía trepar por inseguras escalerillas de cuerda, pendientes del techo, apreciando las violentas contracciones musculares de sus brazos y de sus piernecillas negras, impotentes para soportar el peso abrumador de sus cabezotas; y por entre aquel perpetuo flujo y reflujo de figurillas disparatadas, de ratonzuelos que corrían por el suelo empujando quesos de bola, de machos cabríos, de lagartos verdes que se arrastraban por las paredes cazando tortugas con alas de murciélago, los ilustres padres del habla castellana, del romanticismo moderno y de la grave filosofía estoica, continuaban trepando en busca de sus pedestales vacíos. La joven les observaba atentamente, deseando verles arribar sanos y sin magulladuras al término de sus afanes. Cervantes llegó el primero; luego Calderón; al recobrar su puesto sus cuerpecillos desaparecían y tornaban a ser las pacíficas estatuas que ella misma compró por doce o quince pesetas a un mercader italiano.

Pero Marco Aurelio fué menos afortunado que los otros: al llegar a la cornisa del estante, un condenado diablillo que andaba por el suelo jugando al trompo, quiso subir por la escalerilla en que, desde hacía diez minutos, realizaba prodigios de agilidad el desgraciado emperador y filósofo romano, y aquélla empezó a oscilar. Consuelo hubiera deseado ahuyentar al maligno espíritu, mas como no podía moverse, tuvo que resignarse a permanecer inactiva. No obstante las importunas sacudidas del demoncejo revoltoso, el autor de “Los doce libros” estaba a punto de salvarse: ya había afianzado su pie izquierdo en la cornisa y reconcentraba todas sus energías para separarse con un último esfuerzo de la escala fatal, cuando una lagartija que huía de un repugnante sapo armado de adarga y lanza, tropezó con tal violencia al desventurado filósofo, que le arrebató el equilibrio. Consuelo le vió vacilar, inclinarse hacia atrás, dar una vuelta de campana y caer pesadamente al suelo, saltando en añicos. Al quedar la venerable cabezota de Marco Aurelio reducida a un montón de pedacitos de yeso, la joven lanzó un grito. Entonces desaparecieron por ensalmo los detalles de aquel aquelarre y la joven permaneció inmóvil, creyendo que la llamaban: luego aquella audición fue más clara; parecía la voz de Alfonso.

—¿Qué es eso?—murmuró.

—Despierta, mujer; tienes una pesadilla.

—Es que el pobrecito Aurelio se ha roto la cabeza...

Sus ideas tornaban a confundirse y calló.

—¿Qué dices, loca?... Vuelve en ti; no sueñes.

Era otra vez la voz de Alfonso. Consuelito Mendoza oyó que la hablaban casi al oído, un aliento tibio rozó su cara, manos vigorosas la sacudieron. Despertó sobresaltada, frotándose los ojos.

—Alfonso—balbuceó.

—¿Qué?

—¿Pasó ya?

—Sí; era una pesadilla; como te empeñas en acostarte del lado izquierdo... Ahora duerme y déjame en paz; tengo mucho sueño.

—¡Hijo... qué miedo tan grande!... ¡Si vieras!

Dió media vuelta, abrazándose al cuello de Sandoval.

—¿Qué hora es?—preguntó.

No dijo más y volvió a dormirse. Transcurridos algunos minutos, la pesadilla se reanudó.

Estaba con su marido en un palco del teatro Real, viendo una ópera cuyo argumento desconocía. De pronto tuvo frío y se levantó para vestirse el abrigo que había dejado en el antepalco: éste era una alcoba, su dormitorio de la calle Arenal, con su otomana, su mesa de noche y su cama matrimonial vestida de blanco. Sentóse en el lecho a reposar; tenía jaqueca; las notas llegaban a sus oídos debilitadas, tenues, remedando suspiros.

De pronto reapareció el gnomo con su luenga barba gris, su caperucita roja y una linterna en la mano. Corría de un lado a otro callado y sin ruido, como buscando algún pequeño objeto extraviado. Consuelo no tuvo ganas de seguir mirándole.

—Este hombre—pensó—es un pillo. ¿A qué vendrá esta noche aquí? Seguramente entró por el cristal roto de alguna ventana, como hacen las brujas, o por la puerta, bajo las faldas de alguna señora: como es tan chiquitín... Pero, ¿a qué habrá venido, a qué?... Yo antes lo sabía y la idea está aquí; se va... se me escapa, no consigo agarrarla bien. ¡Ah, sí... ya sé... ahora recuerdo!... Lo que pretende es organizar una reunión de diablos para que bailen un poquito al son de la música.

Reapareció el gnomo: sin fijarse en ella atravesó el cuarto y procuró ocultarse bajo la otomana: después de tenderse de pecho al suelo comenzó a estirarse alargando los miembros, doblegándose de diferentes modos con una suavidad de movimientos semejante a la de los gatos cuando quieren meterse por debajo de una puerta. Consuelo le observaba fijamente: el misterioso espíritu pasó primero la cabeza, luego la mitad del busto, en seguida la otra mitad, las piernecillas también fueron entrando poco a poco hasta desaparecer enteramente: y entonces sólo vió el reflejo de la linterna que continuaba luciendo bajo la otomana, iluminando su vientre, convirtiéndola en un gigantesco gusano de luz.

De pronto las miradas de Consuelo repararon en una puertecilla que acababan de abrir y por la cual entró un hombre muy pálido, sin pelo de barba, con las mejillas arreboladas, las orejas grandes y separadas del cráneo, los labios descoloridos, el pelo áspero y cortado a rape, la mirada inmóvil y sin expresión, las manos exangües como las de un muerto, el cuerpo vestido con un burdo traje de tafetán verde; aquel extraño antojo avanzaba lentamente, sin mover los brazos ni las piernas, como patinando... La joven comenzó a tiritar de miedo: no podía huir, ni gritar, ni defenderse; la espeluznante aparición ejercía sobre ella una atracción fascinante. Entretanto, la sombra fatídica se acercaba sin ruido, sin movimientos, sin voz, extendiendo hacia su víctima sus brazos y sus labios. Consuelo sintió que aquellos brazos la enlazaban con un anillo de hielo. El fantasma maldito tenía la fuerza de una realidad espantable: la boca del horrible engendro oprimió la suya con un beso mortal, mientras una mano, fría como el mármol, la palpaba bajo las faldas. Estaba tendida en el suelo, sin poder desasirse, jadeante, a punto de ser vencida... Entonces la expresión del hombrecillo del traje de tafetán empezó a cambiar: sus apagados ojuelos fueron transformándose en otros grandes, expresivos, penetrantes, de color pardo o verde muy obscuro, sombreados por largas pestañas negras. Consuelo, que había visto aquellos ojos en otra parte, miró mejor... El muñeco había desaparecido y en su lugar estaba Montánchez. La vergüenza y su dignidad de esposa sublevaron el valor de Consuelo, que empezó a defenderse.

—¿Qué hace usted?—exclamó.

—Nada, no se apure usted—repuso él con su acostumbrada finura—; vamos a representar la última escena de la ópera.

—No, no... puede venir Alfonso y enfadarse conmigo. Espere usted a que yo se lo diga; vuelvo pronto... Hombre, ¿usted no dice que deben evitarme las impresiones fuertes?... ¡No me irrite usted!

—Señora—insistía Montánchez sin soltarla—, tenga usted paciencia; concluímos en seguida.

—Suélteme usted, se lo ruego, porque si Alfonso nos ve aquí solos y abrazados, es capaz de matarnos. ¡Oh!... Si él supiera que un hombre me ha tenido entre sus brazos, me daba un tiro... Suélteme usted... oigo pasos... ¡es él... es él!...

La enferma: novela

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