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Prefacio

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El Sermón del Monte es una bendición del cielo para el mundo; una voz proveniente del trono de Dios. Fue dado a la humanidad para que lo consideraran su ley del deber y luz del cielo, su esperanza y consuelo en el desaliento, su gozo y bienestar en todas las vicisitudes y ocupaciones de la vida. En ese sermón el Príncipe de los predicadores, el Maestro supremo, pronuncia las palabras que el Padre le diera para hablarnos.

Las bienaventuranzas son el saludo de Cristo, no sólo para los que creen sino también para toda la familia humana. Parece como que por un momento él ha olvidado que está en el mundo y no en el cielo, y emplea el saludo familiar del mundo de la luz. Las bendiciones brotan de sus labios como el agua cristalina de un rico manantial de vida sellado durante mucho tiempo.

Cristo no nos deja en la duda acerca de los rasgos de carácter que él siempre reconoce y bendice. Apartándose de los favorecidos ambiciosos del mundo, se dirige a los que ellos desprecian, y llama bienaventurados a quienes reciben su luz y su vida. Abre sus brazos acogedores a los pobres de espíritu, a los mansos, a los humildes, a los acongojados, a los despreciados, a los perseguidos, y les dice: “Venid a mí... y yo os haré descansar” [Mat. 11:28].

Cristo puede mirar la miseria del mundo sin una sombra de pesar por haber creado al hombre. Ve en el corazón humano más que pecado y miseria. En su sabiduría y amor infinitos, él ve las posibilidades del hombre, las alturas que puede alcanzar. Sabe que, aun cuando los seres humanos han abusado de sus misericordias y destruido la dignidad que Dios les concediera, el Creador será glorificado con su redención.

A través de los tiempos, las palabras dichas por Jesús desde el Monte de las Bienaventuranzas conservarán su poder. Cada frase es una joya del tesoro de la verdad. Los principios enunciados en ese discurso se aplican a todas las edades y a todas las clases sociales. Con energía divina, Cristo expresó su fe y esperanza al señalar como bienaventurados a un grupo tras otro por haber formado un carácter justo. Al vivir la vida del Dador de la vida, mediante la fe en él, todos los hombres pueden alcanzar la norma establecida en sus palabras.

Elena G. de White

El discurso maestro de Jesucristo

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