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1
En la ladera del monte
Más de catorce siglos antes que Jesús naciera en Belén, los hijos de Israel estaban reunidos en el hermoso valle de Siquem, y desde las montañas situadas a ambos lados se oían las voces de los sacerdotes que proclamaban las bendiciones y las maldiciones: “La bendición, si oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios... y la maldición, si no oyereis”.1 Por esto el monte desde el cual procedieron las palabras de bendición llegó a conocerse como el Monte de las Bendiciones. Pero no fue sobre Gerizim donde se pronunciaron las palabras que llegaron como bendición para un mundo pecador y entristecido. [Y como] Israel no alcanzara el alto ideal que se le había propuesto, un Ser distinto de Josué debía conducir a su pueblo al verdadero reposo de la fe. [Por tanto,] el Monte de las Bienaventuranzas –el lugar donde Jesús dirigió las palabras de bendición a sus discípulos y a la multitud– no es Gerizim, sino un monte sin nombre junto al lago de Genesaret.
Volvamos con los ojos de la imaginación a ese escenario y, sentados con los discípulos en la ladera del monte, analicemos los pensamientos y sentimientos que llenaban esos corazones. Si entendemos lo que significaban las palabras de Jesús para quienes las oyeron, podremos percibir en ellas una nueva intensidad y belleza, y también podremos aprovechar sus lecciones más profundas.
Cuando el Salvador comenzó su ministerio, el concepto popular acerca del Mesías y de su obra era tal que inhabilitaba completamente a la gente para recibirlo. El espíritu de verdadera devoción se había perdido en las tradiciones y el ceremonialismo, y las profecías eran interpretadas al antojo de corazones orgullosos y amantes del mundo. Los judíos no esperaban al Ser que vendría como el Salvador del pecado sino como un gran príncipe que sometería a todas las naciones bajo la supremacía del León de la tribu de Judá. En vano les había pedido Juan el Bautista, con la fuerza conmovedora de los profetas antiguos, que se arrepintieran. En vano, a orillas del Jordán, había señalado a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dios trató de dirigir sus mentes a la profecía de Isaías acerca del Salvador sufriente, pero no quisieron oírla.
Si los maestros y líderes de Israel se hubiesen sometido a su gracia transformadora, Jesús los habría hecho sus embajadores entre los hombres. Fue primeramente en Judea donde se proclamó la llegada del reino y se llamó al arrepentimiento. En el acto de expulsar del templo de Jerusalén a los profanadores, Jesús se había presentado como el Mesías: el Único que limpiaría el alma de la contaminación del pecado y haría de su pueblo un templo santo para Dios. Pero los líderes judíos no quisieron humillarse para recibir al humilde Maestro de Nazaret. Durante su segunda visita a Jerusalén fue emplazado ante el Sanedrín, y únicamente el temor al pueblo impidió que esos dignatarios trataran de quitarle la vida. Fue entonces cuando, dejando Judea, Cristo comenzó su ministerio en Galilea.
Allí prosiguió su obra algunos meses antes de predicar el Sermón del Monte. El mensaje que había proclamado por toda esa región: “El reino de los cielos se ha acercado”,2 había llamado la atención de todas las clases sociales e incluso había avivado en gran manera la llama de sus esperanzas ambiciosas. La fama del nuevo Maestro se había extendido más allá de los límites de Palestina y, a pesar de la actitud asumida por la jerarquía, se había difundido mucho el sentimiento de que éste podía ser el Libertador que esperaban. Grandes multitudes seguían los pasos de Jesús y el entusiasmo popular era enorme.
Había llegado el momento en que los discípulos que habían estado más íntimamente relacionados con Cristo se unieran más directamente en su obra, para que esas vastas muchedumbres no quedaran abandonadas como ovejas sin pastor. Algunos de esos discípulos se habían vinculado con Cristo al principio de su ministerio, y casi todos los Doce habían estado asociados entre sí como miembros de la familia de Jesús. No obstante, engañados por las enseñanzas de los rabinos, también compartían la expectativa popular de un reino terrenal. No podían comprender las acciones de Jesús. Ya los había dejado perplejos y turbados el que no hiciese esfuerzo alguno para fortalecer su causa asegurándose el apoyo de sacerdotes y rabinos; que nada hiciese para establecer su autoridad como rey terrenal. Todavía debía hacerse una gran obra en favor de estos discípulos antes que estuviesen preparados para la sagrada responsabilidad que les incumbiría cuando Jesús ascendiera al cielo. Sin embargo habían respondido al amor de Cristo, y, aunque eran tardos de corazón para creer, Jesús vio en ellos a quienes podía entrenar y disciplinar para su gran obra. Y ahora que habían estado con él suficiente tiempo como para afirmar hasta cierto punto su fe en el carácter divino de su misión, y de que el pueblo también había recibido pruebas incontrovertibles de su poder, quedaba preparado el camino para una declaración de los principios de su reino, la cual les ayudaría a comprender su verdadera naturaleza.
Solo sobre un monte cerca del Mar de Galilea, Jesús había pasado toda la noche orando por estos escogidos. Al amanecer los llamó a sí y, con palabras de oración e instrucción, puso las manos sobre sus cabezas para bendecirlos y apartarlos para la obra del evangelio. Luego se dirigió con ellos a la orilla del mar, donde ya desde el alba había comenzado a reunirse una gran multitud.
Además de las acostumbradas muchedumbres de los pueblos galileos, había grandes cantidades de gente de Judea y aun de Jerusalén; de Perea y de los poblados semi paganos de la Decápolis; de Idumea, una región lejana situada al sur de Judea; y de Tiro y Sidón, ciudades fenicias de la costa del Mediterráneo. “Oyendo cuán grandes cosas hacía”, ellos habían venido “para oírle, y para ser sanados de sus enfermedades... porque poder salía de él y sanaba a todos”.3
Entonces, como la estrecha playa no daba cabida ni aun de pie, dentro del alcance de su voz, para todos los que deseaban oírle, Jesús los condujo por un camino lateral a la ladera de la montaña. Una vez que hubieron llegado a un espacio despejado de obstáculos, que ofrecía un agradable lugar de reunión para la vasta asamblea, él se sentó en la hierba, y los discípulos y la multitud siguieron su ejemplo.
Presintiendo que podían esperar algo más que lo acostumbrado, los discípulos se apretujaron junto a su Maestro. Creían, mientras aguardaban ingenuamente, que el reino se establecería pronto, y de los eventos de esa mañana sacaban la segura conclusión de que Jesús iba a hacer algún anuncio concerniente a dicho reino. Un sentimiento de expectativa impregnaba también a la multitud, y los rostros ansiosos daban evidencia del profundo interés.
Mientras se sentaban en la verde ladera de la montaña, aguardando las palabras del Maestro divino, los corazones estaban llenos con pensamientos de gloria futura. Había escribas y fariseos que esperaban el día en que dominarían a los odiados romanos y poseerían las riquezas y el esplendor del gran imperio mundial. Los pobres campesinos y pescadores esperaban oír la seguridad de que pronto trocarían sus míseros tugurios, su escasa pitanza, la vida de trabajos y el temor a la escasez por mansiones de abundancia y días de ocio. En lugar de la burda vestimenta que los cubría de día y era su cobertor por la noche, esperaban que Cristo les diera los ricos y costosos mantos de sus conquistadores.
Todos los corazones se estremecían con la orgullosa esperanza de que Israel pronto sería honrado ante las naciones como el pueblo elegido del Señor, y Jerusalén exaltada como cabeza de un reino universal.
1 Deuteronomio 11:27, 28.
2 Mateo 4:17.
3 Marcos 3:8; Lucas 6:17-19