Читать книгу 8 minutos. O más - Elena Romera - Страница 5
Оглавление15 AÑOS SIN TI
Lucas llegó a casa con una sonrisa puesta. Rara, pero puesta. Pedro miró a Lucía y Lucía miró a Pedro. Después Lucía miró a Lucas. Quien realmente le interesaba en ese momento. Se acercó y se abrazaron. Poco rato. Muy poco.
— Me quedo en la empresa —dijo Lucas con un tono algo serio—, pero me cambian de puesto.
— ¿Y eso qué implica? —preguntó Lucía.
— Viajaré más.
— ¡Vamos, mamá, no pongas esa cara! —cortó Pedro—. No tener por aquí a papá algunos días lo agradeceremos —y le guiñó un ojo.
— ¿Cuánto más? —insistió Lucía.
— 15 años.
— ¿15 años en el puesto?
— 15 años de viaje.
— ¿Viajando?
— De viaje. 15 años en un solo viaje.
Cuando Lucas se marchó, Pedro y Lucía no eran conscientes de nada. Todavía no. Fue todo tan rápido... Se despidieron de él como cuando una persona se va de viaje un par de días. Nadie te enseña a cómo despedirse cuando alguien se va 15 años. 15 años enteros. Sin visitas. Sin llamadas. Un día tras otro. Así, hasta 5.475 días (sin contar años bisiestos).
— Lo hago por el mundo. Necesitamos un mundo mejor para Pedro. Este es una mierda —argumentaba Lucas.
— ¿Una mierda? Lo que es una mierda es que tú te vayas 15 años. Joder, que se vaya otro. ¿Tienes tú que salvar el mundo? No quiero héroes en mi vida, quiero a mi marido.
Lucía sabía que no lo estaba asumiendo bien, pero tampoco quería hacerlo. A Pedro le pasaba un poco lo mismo aunque, a la vez, le encantaba decir que su padre era un héroe. De los de capa.
Llegó el día y se fue. Sin más. Con un adiós, con un beso y con un abrazo. Un coche vino a buscarle. Ni se bajaron.
Lucía se pasó las siguientes seis horas en la puerta. Donde se habían despedido. Sin moverse. Quieta. Sin ningún sentido. Era triste verla. Muy triste.
Cuando Lucas regresara, Pedro tendría 32 años y Lucía 63. Eran muchos, incluso para ella. De niño a adulto. De adulta a vieja.
LUCÍA
Al principio decidí cuidarme. Cuando Lucas regresara se encontraría con la «joven y fabulosa» Lucía.
06:00. Mallas ajustadas; camiseta deportiva; zapatillas y gimnasio. Nada de hacer un poco de elíptica y un par de máquinas. No, no. Yo tenía un entrenador personal. De los buenos. De los caros. De los que te hacen sudar cada día y te obligan a superarte mientras piensas en cómo evitar el mareo que se te viene encima.
Cuando volvía del trabajo salía un rato a correr. Un rato largo. De hecho, creo que cada vez era un poco más largo. Estaba enganchada a la hermosura.
El problema de esto era Pedro. A veces olvidaba que tenía un hijo. Que me necesitaba. Que él sí necesitaba cambiar. Lo intentaba, pero no conseguía centrarme en él. Mi vida fue extraña desde que Lucas se fue. Mi mente cambió. Yo cambié. Todo cambió. Y también todo lo hice mal. Hasta el final. Mal de verdad. Sin poder poner tiritas de esas que venden de superhéroes, que parece que todo lo arreglan.
Los fines de semana los dedicaba a hacerme tratamientos de belleza. Masajes o tratamientos corporales. Además, por supuesto, de entrenador personal y correr. La cena de los domingos era «cena familiar». Pedro y yo cenábamos juntos mientras yo le contaba la arruga que había evitado esa semana o el gramo de grasa que había cambiado por músculo. Y Pedro... Pues, Pedro básicamente escuchaba. Creo que dejó de contar conmigo casi desde el principio. Triste, muy triste. Pero 100% cierto.
6 años adorando mi cuerpo. 6 años alejando a Pedro.
Pero un día cambió todo. Habían pasado 6 años, 3 meses, 5 días y 13 horas y lo sentí. Sentí a Lucas. Bajé corriendo las escaleras y abrí la puerta. Pero solo estaba el tiempo. Pasando segundo a segundo, sin perdonar uno solo.
Pedro estaba en el sofá y también salió corriendo detrás de mí.
— ¿Qué pasa, mamá?
— ¿Tú también lo has sentido?
— ¿Estás bien mamá?
— Papá estaba aquí.
— Aquí no hay nadie mamá. Entra —me pidió mientras me empujaba por el pasillo.
Esa fue la primera vez de muchas. Podría dividir los 15 años en tres etapas. Esta era la segunda. Diré, a mi favor, que estaba enamorada. Enamorada de Lucas. Y saber que estaba pero que no estaba pudo conmigo. Y ahora diré, en mi contra, que fui gilipollas. Dejé que su vida hiciera la mía.
Los primeros 6 años fueron positivos. Una falsa ilusión movía mis hilos cada día. Hacía deporte y me cuidaba como nunca. Lucas volvería y me vería igual que cuando se fue. Su hermosa mujer. Su adorada Lucía. Falsa euforia lo llamaban.
Después de sentir a Lucas aquel día, todo cambió. Me quedé en casa. Pero de verdad. De 6 de la mañana a 6 de la mañana. Me pasaba las horas en el sofá o la cama agudizando el oído y el sentimiento por si volvía. Dormía lo justo, poco, y comía lo necesario, muy poco.
Estos siguientes 5 años fueron los que pasé con Lucas. Estaba a mi lado. Le sentía. Seguí sobreviviendo gracias a eso. Sabía que estaba cerca. Que estaba ahí. Que estaba, que no era poco.
Después llegó la tercera y última etapa antes de su regreso. Creo que esta fue la peor. Fue impuesta. Sin consultar. Sin darme opción. Esta última parte la pasé encerrada. Los últimos 4 años los pasé en un manicomio. Yo estaba bien. De alguna forma estaba con Lucas, estaba tranquila. Pero no, mi opinión sobre mi vida carecía de sentido. Qué irónico. Todos pensaron que estaría mejor ahí, ¿en un manicomio? Hay que ser gilipollas para creerse esa mierda.
Hasta Pedro les dio la razón. Ese fue el momento, si se puede decir que en la vida hay momentos concretos en los que suceden las cosas, en que Pedro y yo dejamos de ser lo que éramos. Madre e hijo. Familia. Amigos. Todo. Hubo unos años, al principio, que estábamos solos. No literalmente, pero así nos sentíamos. O así me sentía yo. Como si en el mundo solo estuviéramos nosotros. Nosotros y Lucas. Aunque en otra dimensión. En otro espacio.
En el manicomio no hubo nada especial. Quizá destacaría mi muerte, pero no sabría ponerle fecha. Comenzó al entrar y aún continúa. Todo lo que me había cuidado al principio fue todo lo que dejé de cuidarme al final. Pasaba el día sola. Con Lucas y Pedro en mis pensamientos. Sobre todo, situaba mi mente cuando Pedro tenía 2 o 3 años. Creo que fueron los años más felices que viví. Y viviría.
¿Cómo dejé que la decisión de Lucas fuera capaz de destrozarme de esta manera? Ahora podía decir que no lo soporté porque era una loca y además deprimida. Solo esperaba que realmente fuese el héroe que quería ser y descubriese un nuevo mundo, una nueva dimensión, un nuevo algo donde una descendencia lejana fuese capaz de vivir mejor de lo que viviríamos aquí en un futuro.
Quedaban 2 meses, 3 días y 21 horas para que Lucas regresara. Estaba segura de que lo haría. Nadie había sabido nada de él durante estos 15 años. Pero ese era el trato. Él sabía que no podría contactar en ningún momento con nosotros cuando accedió al trabajo.
2 meses, 3 días y 21 horas. Y yo con estos pelos. No podía verme aquí. No podía verme así. Nunca podría enterarse que fui tan débil como para dejar que su decisión acabase con mi vida.
Pedí hablar con Pedro. Le sorprendió mi llamada. ¿Cuánto había pasado? ¿3 años? Casi 4 ya. Le pedí que cuando su padre volviese nunca le dijera dónde estaba. Él quería a su padre por encima de todo y sabía que lo haría. Por él, no por mí.
— Si tu padre vuelve y se entera de que estoy aquí, sabes que pasará el resto de sus días a mi lado. ¿Quieres eso para tu padre? ¿Quieres que después de todo lo que ha sacrificado acabe sus días a mi lado en este manicomio? —Sin esperar respuesta continué— Dile que he muerto. Hace años. De cáncer. Acompaña la historia como quieras.
— ¿Cómo estás? —me preguntó.
— Los dos sabemos que esa pregunta carece de importancia para ti. —Hubo un silencio corto, pero eterno. Continué—: ¿Lo harás?
— Lo haré —y colgó.
Lloré tras la llamada. No sé si mucho o poco. Pero lloré. Había perdido a Pedro. Al principio no entendí que hubiese accedido a encerrarme aquí. Y cuando lo comprendí me di cuenta de que si no lo alejaba de mi vida se pasaría la suya visitando a su madre en este lugar de locos. Eso sí, por lo que demostró, no le costó mucho aceptar mi decisión.
Después de la llamada creo que dejé de comer. No tengo el recuerdo claro. Me ataron a una cama y comenzaron a alimentarme por vena.
Nunca pensé que acabaría mis días así. Aquí. Muriendo. Sola. Sin ellos. Había cerrado las líneas abiertas. Había puesto el punto final donde antes había una coma. Ya estaba hecho.
Adiós.
PEDRO
Cuando mi padre decidió irse para salvar un mundo futuro, en el que ni mi madre ni yo estaríamos, yo tenía 17 años.
17 años son muy pocos años para quedarse sin padre. La situación empezó a ser rara desde el principio. La gente me rodeaba preguntándome cosas sobre mi padre, el héroe, el abandona familias. Mi madre pensaba que eso me encantaba, que estaba bien. ¿Qué madre conoce tan poco a su hijo para pensar que prefiere eso a quedarse sin padre? Una madre loca, está claro.
No sé cómo describir el principio. Me resulta difícil hasta describir el final. Cuando mi padre volviera yo tendría 32 años. Ya estaría trabajando. Incluso a lo mejor me habría casado o tendría hijos. O me habría ido a vivir a otro país. O...
Decidí que sería como mi padre. O más bien parecido, pero en versión buen padre. Tener una misión importante. Salvar el mundo. Eso sí, el mundo actual. Conseguir que lo que hiciera ahora repercutiera en el futuro. Conseguir más años de supervivencia para la Tierra sin abandonar jamás a mí familia. ¿Rencor? Sí.
El principio fue complicado. Todo había cambiado en el momento en que mi padre cerró la puerta de aquel coche. Un portazo que se llevó con él la vida de mi madre. Pasó 6 horas sentada en la entrada de la calle. Sin llorar. Sin hablar. Sin reír. Incluso sin mirar. No habían pasado ni 5 minutos desde que mi padre dijo adiós por la ventana, como si tal cosa, y mi madre ya había muerto.
Lo peor. Lo sabía. Y aún peor. No hice nada.
El único objetivo de mi madre era mantener todo igual. Sobre todo, mantenerse ella igual. Pero, como digo, hay cosas que en el momento en que empiezan ya no pueden parar. Como nuestro destino.
Estaba tan preocupada en ella misma que creo que a veces olvidaba que tenía un hijo. O no lo olvidaba, solo lo ponía en un plano secundario. Como cuando haces una lista de cosas. Yo estaría por el final. Pasé a ocuparme de todo. Ponía las lavadoras o hacía la compra para la semana. Son cosas que antes hacía, pero no como máximo responsable.
Los domingos por la noche se convirtieron en cena familiar o más bien la cena del monólogo de Lucía. Los primeros domingos intentaba explicar cómo estaba; los siguientes, simplemente contar cómo me había ido el día; los siguientes de los siguientes dejé de intentar cualquier cosa y únicamente asentía. Suficiente. Doloroso, pero suficiente.
Siempre hay alguien que sostiene y me había tocado. Era un trabajo duro, pero, sin ánimo de tirarme muchas flores, no se me daba mal en algunas ocasiones (pocas). Mi madre no estaba bien y yo solo quería que lo estuviera. El que mi padre eligiera el futuro en vez de a ella no lo soportó. La rompió por dentro y era imposible recoger esos trozos tan pequeños.
Pero un día cambió todo. O ya estaba todo en marcha y no fui capaz de verlo hasta ese momento. Yo estaba tirado en el sofá. Ya tenía 23 años. Desde que mi padre se fue habían pasado 6 años, 3 meses y 5 días. Mi madre bajó las escaleras corriendo y salió a la calle. Me levanté lo más rápido que pude. ¿Había vuelto? ¿Era mi padre? Cuando llegué a la puerta ella estaba allí. Parada. Sola. Sin mi padre.
—¿Qué pasa mamá? —le pregunté.
— ¿Tú también lo has sentido?
Me di cuenta. Ahí. En ese momento. Y ¿qué hice? Lo que se suele hacer. Cerrar los ojos. Mi madre no sostenía nada desde el día que marcamos una cruz en el calendario. Y yo, ya no sostenía ni la ropa que llevaba puesta. Fui consciente, si no lo era ya en las sombras, de lo triste que se debía sentir. De lo sola que la vida la había dejado.
A partir de ese momento me volqué en ella, aún más. Y ella se volcó en mi padre, aún más. Juro que algunos días llegaba a pensar que tenía razón. Que mi padre estaba ahí, ¿en otra dimensión?, ¿mirándonos?, ¿observándonos? Que estaba. Y punto. Cerraba los ojos e intentaba sentirlo. Pero lo único que sentía era la tristeza que rodeaba mi mierda de vida.
Psicólogos. Psiquiatras. Y la madre que los parió. Pero ninguno consiguió que mi madre no acabase donde acabó. Rodeada de locos. Encerrada. Sabiendo que lo estaba. Separándola de lo único que acabó amando. A su marido. Al héroe.
Se negó a hablar conmigo desde el primer día. No quiso recibir ni una sola visita. Ni una sola llamada. Y yo cada día necesitaba más verla. Echaba de menos a mi padre, al que ella había mantenido vivo con sus locuras. Pero, sobre todo, y por encima de todo, a ella. A mi madre. Cada día, a las 20:00, en punto, yo llamaba. Y Teresa, cada día, me respondía. Me contaba lo que mi madre había hecho o dicho ese día, y yo sonreía. Y lloraba. O solo lloraba. Ya ni lo sé.
No mejoró. Empeoró. Pasaron 4 años y empeoró.
Un día, como otro cualquiera, sin esperar nada, me llamó Teresa desde el manicomio. Mi madre quería hablar conmigo. Sin responder colgué. Necesitaba asimilar. Mi madre quería hablar conmigo.
Marqué. Llamé. Teresa estaba tan sorprendida como yo. No le había dicho nada más. Solo eso. Que quería hablar con Pedro.
Nada más descolgar el teléfono me habló de mi padre. Era lo único por lo que mi madre seguía viva. Él.
Faltaban únicamente un par de meses para que mi padre volviese. Sinceramente, poco me importaba ya. Mi madre no quería que él la viera así. No quería que se pasara los días yendo a visitarla. Que le jodan. Ella se merecía eso y mucho más. Quería que le dijera que ella había muerto.
Realmente todo eso me daba igual. Estaba tan contento de oír su voz... Le pregunté cómo estaba.
— Los dos sabemos que esa respuesta carece de importancia para ti —me dijo.
No fui capaz de decir nada más. No quería que ella me oyese llorar. Mi madre. «Cómo te quiero», dije en silencio.
— ¿Lo harás? —continuó.
No sabía ni qué tenía que hacer, pero le dije que lo haría. Por ella. Y solo por ella.
LUCAS
Salí pronto del trabajo y me metí en una cafetería. ¿Y ahora qué? Mientras me acababa la cerveza la cabeza no paraba de darme vueltas. Necesitaba un cambio. Era mi momento. Mi oportunidad. Los quería, pero… ¿Cuánto? ¿Hasta qué punto estaba dispuesto a dar todo por ellos? Yo nunca quise un hijo. Y Lucía… Lucía fue un capricho. Un capricho momentáneo del que no fui capaz de escapar. No, no los quería tanto.
Según pensaba más claro tenía lo cobarde que había sido toda mi vida. ¿Cómo se castiga eso? ¿Cómo se castiga la cobardía? ¿Se perdona? ¿Es culpable del sufrimiento de otros el cobarde? ¿No se debería sentir lástima por él por no ser capaz de afrontar las cosas?
Pagué y me monté en el coche. La decisión estaba tomada.
Cuando llegué a casa, Pedro y Lucía me esperaban en la entrada. Los miré. Estaban expectantes de ver mi cara, mi reacción. Intenté sonreír.
— Me quedo en la empresa —dije—, pero me cambian de puesto —continué.
— ¿Y eso qué implica? —me preguntó Lucía.
— Viajaré más —respondí.
— ¡Vamos mamá, no pongas esa cara! —Pedro estaba contento de que siguiera con trabajo, así podría seguir pagando sus caprichos—. No tener por aquí a papá algunos días lo agradeceremos —continuó mientras me guiñaba un ojo.
— ¿Cuánto más? —insistió Lucía.
— 15 años.
— ¿15 años en el puesto?
— 15 años de viaje.
— ¿Viajando?
— De viaje. 15 años en un solo viaje.
Mi empresa era una pionera en su trabajo. Buscaba nuevos refugios para la humanidad. Pero, más que nuevos planetas, nuevas dimensiones donde los humanos no hubiésemos destrozado el planeta. Donde todavía pudiésemos vivir dentro de millones de años. Los trabajadores no sabíamos mucho los unos de los otros. Solo teníamos relación con las personas del propio departamento. Y nunca formado por más de tres personas.
El viaje de 15 años no hubiese sido tan malo si fuese real. Ese mismo día me habían despedido de la empresa. Y sí, fui tan cobarde que vi la oportunidad de irme. De abandonar mi vida con una mentira. Juro que iba a decir un viaje de 5 años, pero los nervios me jugaron una mala pasada y dije 15. 15 años era mucho. Pero estaba dicho.
Les dije que debía irme en 2 días. No hubiese aguantado mucho más soportando esa mentira. ¿O sí? Ese día llamé a un taxi. De los negros. De los que parecen de gente importante. Les pedí que no se bajaran del coche cuando viniesen a buscarme.
Y así, sin más, me fui. Me marché. Me marché para volver dentro de 15 años. Mi hijo ya sería adulto y mi mujer tendría 63 años. Como yo.
No fui capaz de irme muy lejos. Habíamos vivido toda la vida en Galicia, en un pueblecito cerca de A Coruña. Me fui a Asturias. A la montaña. A un pueblo perdido. Tenía dinero ahorrado. Mucho. En secreto. Supongo que en el fondo siempre supe que me iría. Alquilé una casa aislada y me dediqué a nada.
Un día, sin querer, conocí a alguien. A Susana. Tan guapa, tan real, tan ella. Tan. Tenía todos los tan que pudiese imaginar. Y me enamoré. De verdad que no quería. Llevaba ya 6 años fuera de casa y nunca pensé que eso sucedería. Me dio tanto miedo que regresé. Regresé al pueblecito de A Coruña. Necesitaba ver a mi familia. Ver a Lucía. Ver a Pedro.
Es curioso cómo la unión nunca se borra. Cómo los hilos que nos unen son capaces de atravesar montañas. Llegué. Aparqué. Solo llevaba 5 minutos pensando qué hacer cuando Lucía salió a la entrada seguida de Pedro. Parecía desorientada. Al verlos me di cuenta. No los quería.
Volví a Asturias. A mi montaña. Y poco a poco, esta vez queriendo, comencé una relación con Susana.
Pasaron los años. Deprisa. Demasiado para mi gusto. Sin preguntar cómo de rápido quería que trascurrieran. Tenía que cumplir mi promesa. Volver a los 15 años. Era un cobarde, pero una promesa era una promesa.
— Susana, creo que lo que voy a decirte no te va a gustar. —Me miró frunciendo el ceño.
Le expliqué que me habían llamado de mi antiguo trabajo. Necesitaban a alguien para un viaje muy especial. Un viaje que duraría 15 años.
Dos días después abandoné Asturias y volví a Galicia.