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EL JUEGO DE TU VIDA

Despierto dormida y con pocas ganas de moverme. Me acurruco entre las sábanas y me arropo como si estuviese en plena noche de invierno. Me giro y subo las rodillas. Sonrío. Cómo me gusta esta sensación.

Voy despertando poco a poco. Demasiado silencio. No se oye nada. Abro los ojos y me incorporo despacio. ¿Dónde estoy? No sé dónde estoy. La habitación es redonda. Vacía, a excepción de la cama donde estoy y una bombilla que cuelga del techo. Todo es blanco. Las paredes. La luz. Las sábanas. Hasta mi ropa es blanca. No hay nada más. Ni siquiera encuentro mis recuerdos. No sé quién soy. No sé dónde estoy. Me levanto asustada y recorro la pared. Busco una puerta que no encuentro. Miro al techo. Tampoco. No hay entrada, ni salida. ¿Estoy muerta? Intento respirar. Noto cómo empieza a costarme. Me apoyo en la cama y pongo una mano en mi pecho.

Oigo un ruido a mi espalda y alguien entra por la pared.

—No me mires así, no soy un fantasma. Si te fijas bien, ahí hay una puerta. —Es una mujer la que habla. Va vestida de blanco y lleva el pelo muy corto.

—¿Estoy muerta? —pregunto.

La mujer se ríe.

— No estás muerta —me dice—. Te dejo esta ropa encima de la cama para que te cambies. Cuando estés lista aprieta este botón y vendré a buscarte —añade mientras se dirige a la puerta fantasma.

— ¡Espera! —le grito—. ¡No te vayas!

La mujer se gira y sonríe antes de desaparecer.

Me siento en la cama. ¿Qué está pasando? ¿Quién soy? No recuerdo nada. Me levanto e intento buscar la puerta. Es imposible.

El pánico es tan grande que no puedo llorar. Debo pensar con claridad. La única forma de salir es apretando el botón del aparato que la mujer me ha dejado junto a la ropa.

Me cambio deprisa. Calcetines, pantalones y camisa. Zapatillas blancas. Todo blanco. Busco algo para golpear a la mujer cuando entre en la habitación y poder escapar. No encuentro nada. Cojo el aparato. Aprieto el botón y lo sujeto en alto. Con fuerza. Me sitúo donde podría estar la puerta. Por donde creo que la mujer ha salido. Es difícil saberlo con exactitud. Estoy en una habitación redonda sin referencia alguna.

Como si estuviesen esperando justo detrás de la pared, la mujer no tarda ni cuatro segundos en aparecer. Esta vez por otra puerta. ¿O me he equivocado?

— Deja el aparato encima de la cama y acompáñame — dice sin más.

Y yo, también sin más, le acompaño. Estoy tan asustada que no sé qué hacer.

Cruzamos un pasillo también blanco. No se oye nada. Solo nuestros pasos hacen que piense que sigo viva. Voy despacio. Quizá demasiado. Mis pies no pueden ir más rápido. No me responden. Quiero salir corriendo, pero no puedo. Tampoco tengo muchas opciones. Si doy la vuelta entraría de nuevo en la habitación. Si corro hacía delante chocaría con la mujer.

Se para delante de una puerta y me espera. Me peina con la mano y me sonríe.

— Es tu momento. A por todas —y abre la puerta.

Las voces me aturden. Una luz me deslumbra y no puedo ver lo que hay al otro lado. Pongo la mano en mi frente a modo de visera. No puede ser cierto. Lo que veo no puede ser cierto. ¿Dónde estoy? ¿Es una broma?

— Pasa, querida. —El hombre pide silencio y me coge de la mano. El bullicio para—. Por favor, siéntate. —Me señala un sofá. Verde. Me siento. En el borde. Con miedo.

Hay silencio. El foco ya no me deslumbra y puedo ver lo que tengo delante. Es una sala llena de gente. Sentada. Rodeando un escenario. Mirándome a mí. Yo estoy en el escenario. En un sofá verde con un hombre a mi lado.

— ¿Dónde estoy? —pregunto desconcertada. La sala sigue en silencio—. ¿Dónde estoy? —repito más alto, casi gritando.

— Querida, tranquilízate. Estás en el programa de televisión BlancoTV. ¿Recuerdas lo que es?

— No recuerdo nada —le digo casi en susurros mientras mis ojos vuelven a hacer un recorrido por la sala.

— ¡Entonces eso es fantástico! —El público se ríe. El hombre mueve las manos de arriba abajo y pide silencio de nuevo—. No pongas esa cara. Este programa consiste en eso principalmente, en que no recuerdes nada.

— ¿Por qué no recuerdo nada? ¿Quién soy? —digo cada vez más inquieta.

— No recuerdas nada porque tú nos lo pediste —dice finalmente el presentador.

— ¡Eso es imposible! —Me levanto—. Quiero irme a casa —digo intentando mostrar una serenidad que no encuentro.

— Lo entiendo. Te entiendo. Yo también querría irme, pero si me das 5 minutos te lo explicaré todo y podrás decidir si volver a tu casa o quedarte aquí. No vas a quedarte si tú no quieres. Por favor, siéntate y mira este vídeo.

Una pantalla enfrente de mí se enciende y aparece una mujer. El presentador me da un espejo mientras detiene la emisión.

— Mírate y dime qué ves —me dice.

Cojo el espejo con la mano temblorosa y me miro. Lo que veo es extraño. Yo soy la mujer de la televisión. La mujer que está en esa pantalla.

— Soy yo —digo atónita.

El hombre no contesta. Da a un botón y la pantalla se pone en marcha de nuevo. Aparece la mujer. Yo.

— Hola, Eva. Si estás viendo esto es que todo sigue adelante. Soy tú. No te asustes. Estás ahí porque tú lo has elegido. Porque yo lo he elegido. Estate tranquila. Tomás, el presentador, te lo explicará todo. A lo mejor cambias de opinión, pero recuerda que si estás ahí es porque tú, yo, decidimos jugar. Suerte.

La emisión se corta y la televisión se pone en negro.

— Soy Tomás, encantado. —El presentador sonríe.

— ¿Me llamo Eva? —pregunto algo más tranquila.

— Efectivamente. Te llamas Eva. ¿Te gusta?

No respondo. Miro al público. A la gente.

— ¿Qué es esto? —pregunto.

Sigo sin entender dónde estoy. Repito las mismas preguntas varias veces. Nada tiene sentido. Me siento extraña. ¿De verdad esa era yo?

— Ya te lo dije. Es un programa de televisión, BlancoTV. ¿Quieres que te cuente en qué consiste?

Asiento con la cabeza. Necesito saber algo más.

— Cada persona decide presentarse por un motivo. Unos por puro placer. Otros por rencor. Otros, como es tu caso, por necesidad.

— ¿Por necesidad? —le interrumpo—. ¿Por qué voy a necesitar presentarme yo a este programa?

— Estabas en la ruina.

— ¿Y aquí me dais dinero por borrar mis recuerdos?

— Deja que acabe de contarte tu historia y la del programa. —Hace una pausa. Al ver que yo no respondo, continúa—: Como te decía, decidiste venir por necesidad. Te iban a quitar la casa y te quedarías en la calle. No tienes más familia que tu hijo, Gustavo, de dos años. Su padre, tu marido, murió hace un año y medio. Tú llevas sin trabajo más de un año. Tus padres también están muertos.

— ¿Y en este programa devolvéis a los muertos o solo el trabajo? ¿Cómo me vais a ayudar? ¿Cómo sé que no me estás mintiendo? ¿Y mi memoria? ¿Por qué no recuerdo nada? —Necesito respuestas.

— Demasiadas preguntas, Eva. Poco a poco. Como te decía, tú nos necesitas, y por eso viniste. Tu pérdida de memoria es transitoria. Para jugar en el programa no debes recordar nada. Ese es el trato para poder participar. Tú nos das tus recuerdos y luego te los volvemos a implantar.

— ¿Me los habéis quitado? —No puedo evitar levantar la voz.

— No te pongas nerviosa, Eva. Si los hubiésemos dejado dentro de ti podrían aparecer y el juego no sería justo. Pero no te preocupes, como te digo, te los devolveremos en cuanto el juego termine.

— ¿Y si decido no participar? —pregunto.

— Te los devolveríamos en este mismo instante. Pero recuerda que tu otra yo, tu verdadera yo, la que tiene todos tus recuerdos, decidió participar. —Tras una breve pausa continúa— Como te decía, para poder participar necesitas no recordar nada. En el programa habrá tres pruebas. En cada una de ellas habrá algo que tendrás que reconocer. Si lo adivinas te llevarás ese algo y una gran cantidad de dinero. Tanto como para tener la vida resuelta para ti y para tu hijo. Eso sí, si no lo adivinas, lo perderás. Todo. —Hizo otra pausa. Breve también—. Y ahora, Eva, ¿qué decides? ¿Te quedas con nosotros a jugar?

El público comienza a silbar. Se oyen gritos aclamando mi nombre. Tomás sigue en silencio. Espera mi respuesta. Me mira. Expectante. Miro al público. A Tomás. De nuevo al público. Me tiemblan las manos. El cuerpo.

— ¿Qué perderé? —pregunto finalmente.

— Por eso se llama juego. Tienes que arriesgar sin saber lo que te tocará —me responde Tomás—. Vamos, Eva, decídete.

— Juego — respondo—. Juego. — Me hago caso a mí misma. A la mujer del vídeo.

Tomás me mira fijamente. Muy fijamente.

— ¡Que comience el juego! — grita.

El público se levanta de sus asientos y grita entusiasmado.

— ¡Suerte! —se oye.

— ¡Vamos, Eva! —gritan otros.

PRIMERA PRUEBA

Me levantan del sofá verde y lo retiran. En su lugar traen una incómoda silla de metal y me piden que me siente de espaldas al público. Me tiemblan las manos. Me siento en la silla como Tomás me indica. Únicamente puedo ver una pared verde. Como el sofá que se llevan. De eso sí me acuerdo. Estoy generando nuevos recuerdos. Pienso en los míos, en los anteriores. En dónde los habrán guardado. Quién los habrá visto. Quién me conocerá tan bien, o mejor incluso que yo misma. Si las pruebas tienen que ver con mis recuerdos, alguien tendrá que haber estudiado mi vida. El presentador interrumpe mis pensamientos.

—Vamos a proceder a la primera prueba. ¿Estás nerviosa, Eva? —me pregunta. Sé que forma parte del programa el crear expectación. Hacerme ese tipo de preguntas, pero me da igual. No respondo. Él se percata de que no lo voy a hacer y prosigue—: Eva está tan nerviosa que no es capaz de responder. No te preocupes, seguro que lo harás fenomenal —dice mientras me mira—. La primera prueba es la más sencilla. Te mostraremos cinco casas en una imagen fija. Cinco casas de las que solo podrás ver la parte exterior. Fíjate en cada detalle. Cada una de las cosas que aparecerán en la imagen real serán tus recuerdos. ¿Lo reconocerá? —Grita al público. Se oye de todo. Desde gritos que dicen sí hasta gritos contundentes que dicen no, alargando la o de una forma devastadora—. ¡Qué aparezcan esas casas, por favor! —vuelve a gritar Tomás.

En ese momento, cinco imágenes bajan del techo y se paran justo delante de mí. El público aplaude.

— ¡Vamos, Eva, que tú puedes! —grita alguien.

Tomás pide silencio.

— Necesita concentración —dice—. Dejemos a Eva unos minutos de tranquilidad.

Y como si de su jefe se tratase, todo el público se calla. Silencio. Silencio absoluto. Es lo único que pienso. En ese silencio que recorre la sala. Cierro los ojos. Debo concentrarme en esas imágenes. ¿Cómo puedo reconocer mi casa? No me acuerdo de nada. Abro lo ojos y las miro. Una por una. Despacio. Miro cada detalle. El color de las puertas, el tamaño de las ventanas, el grosor de los marcos. Sigo mirando. Parándome en cada esquina de cada imagen, hasta que Tomás me interrumpe.

— Eva, debes ir eliminando alguna. El tiempo se acaba. Cada 5 minutos debes descartar una imagen —me explica.

— No me dijiste nada del tiempo —me quejo.

— Te dije que era un juego. No pensarías que tendrías toda la vida para resolverlo, ¿verdad? —contesta él con la intención de hacer reír al público. Lo consigue.

Las miro de nuevo. Lo tengo. Sé cuál es mi casa.

— No voy a descartar una imagen. Lo siento. Siento estropearte el espectáculo. — Su cara hace un gesto extraño. Intenta decir algo, pero levanto la mano y le corto. Noto cómo me estoy viniendo arriba—. No voy a hacerlo porque voy a descartar cuatro a la vez. Ya sé cuál es mi casa.

Tomás tarda en responder. Creo que le acabo de estropear de alguna forma parte de su programa. Pero también me da la impresión de que está acostumbrado. Sale del embrollo sin pestañear.

—Bueno, Eva, nos dejas perplejos. Voy a tener que confirmar que te quitaron los recuerdos de verdad —se ríe mirando al público. Estos le siguen—. Pues adelante. Si lo tienes tan claro, dinos, ¿cuál descartarías primero?

— Descarto esta. —Me levanto y señalo la primera imagen.

— ¿Por qué esa?

— Bueno, está claro que si estoy aquí por dinero no podría permitirme esa enorme casa con piscina, ¿verdad?

— Buen razonamiento —dice Tomás alargando las palabras—. Por favor, que retiren esa imagen y nos confirmen si Eva ha adivinado.

Una luz naranja empieza a parpadear por todo el plató. Al cabo de unos segundos esa luz se convierte en verde. El público aplaude y Tomás me felicita.

El procedimiento es fácil. Yo señalo una imagen. Tomás me pide explicaciones. La luz naranja comienza a parpadear y la luz verde aparece si es correcto.

Acierto descartando las otras tres casas. Una tiene un perro, del cual no me habló Tomás, por lo que entiendo que no tengo. En otra aparece una bicicleta que, por el tamaño, debe ser de un niño de unos 15 años. Si solo tengo un hijo y tiene dos, esa bici no me corresponde. La última elección es algo más complicada, pero también lo tengo claro. Sé cuál es mi casa. A través de la ventana de la cocina, se puede ver un dibujo de un niño pegado en la nevera. El dibujo representa una tumba y encima pone: «Papá».

SEGUNDA PRUEBA

— No quiero asustarte, Eva, pero ya sabes que esta prueba será algo más complicada que la anterior. De momento, tu casa es tuya. No nos la quedamos. Y además has ganado una cantidad de dinero que te daría para sobrevivir durante por lo menos un año. Quiero recordarte que antes de empezar cada prueba puedes negarte a seguir participando. Te devolveríamos tus recuerdos y el dinero que has ganado hasta el momento sería tuyo. Por lo tanto, te hago la pregunta: Eva, ¿quieres continuar?

— Sí —respondo.

No tengo del todo claro por qué quiero seguir jugando. Supongo que confío en mí. En la mujer de la pantalla que me dijo que jugara. Sigo nerviosa, pero poco. La adrenalina sustituye todo lo demás. Me he metido en el papel. Y quiero seguir.

Se oyen aplausos junto con gritos aclamando mi nombre. No puedo evitar sonreír.

— Perfecto, entonces. Vamos a por la siguiente prueba. ¿Estás preparada? —grita Tomás.

— Sí. Por supuesto —respondo enérgicamente.

— Esta te costará acertarla. Hemos entrado en todos tus recuerdos y estos son más profundos que los anteriores. Te costará más identificar cuál es el verdadero. La mayoría de los concursantes no llegan a la tercera prueba. Recuerda que, si pierdes, tu casa y el dinero que has ganado serán del programa.

— Continúa. ¿En qué consiste esta segunda prueba? —Se oyen aplausos. Gritos. Silbidos.

— Eres valiente, Eva. En esta parte vamos a utilizar otro sentido. El del oído. Y vamos a resaltar otro sentimiento. El del amor de una madre. En tus recuerdos, tu madre fue una parte muy importante de tu vida. Además de ser una buena mujer daba muy buenos consejos. En concreto uno te lo repetía constantemente. Vas a oír cinco audios. Como en la prueba anterior, cada cinco minutos, como mucho, debes descartar uno. La voz y el consejo será diferente en cada uno de ellos. Mucha suerte, Eva. ¿Estás preparada?

Asiento.

Los audios empiezan a sonar:

1. Por delante de tu hijo estás tú.

2. La vida es un juego. Juega, mi niña.

3. No pienses. Actúa.

4. Pase lo que pase, sé feliz.

5. Tú puedes con todo. Resuelve tus propios problemas por ti misma.

Al cabo de unos minutos descarto el primero («Por delante de tu hijo estás tú»).

— ¿Por qué? —me pregunta Tomás.

— Si estoy haciendo esto es por mi hijo. Está claro que no es por mí. Y si mi madre siempre fue un referente para mí, no tiene sentido que, si ese era su consejo, yo esté haciendo esto —le contesto.

La luz naranja comienza a parpadear. Enseguida se pone verde. Aplausos y enhorabuenas. Es un público entregado. Sigo. Tras unos minutos elijo de nuevo. Esta vez la quinta («Tú puedes con todo. Resuelve tus propios problemas por ti misma»). El razonamiento es similar al anterior. Si le hubiese hecho caso no estaría aquí, pidiendo ayuda. Luz verde de nuevo. Muchos aplausos. Más que la vez anterior. Y vuelta a pensar.

El 3 («No pienses. Actúa»). Elijo el tercer audio esta vez. ¿Por qué? Simplemente no me parece un buen consejo para que lo de una madre, no la mía. Acierto.

La 2 («La vida es un juego. Juega, mi niña») y la 4 (“Pase lo que pase, se feliz”). Solo me quedan esas dos. Estoy a punto de conseguirlo. Estoy nerviosa. Muy nerviosa. Es difícil lidiar con todo esto sin saber quién eres realmente. Sin mis recuerdos, ¿quién me dice que ahora pienso como antes? Es difícil adivinar nada. No me han dado demasiada información. Intento tranquilizarme. Tengo un 50% de posibilidades.

El tiempo se acaba. Elijo la 4.

— Elimina la cuarta —digo.

Tomás arquea las cejas. Como si mi respuesta le sorprendiera.

— ¿Estás segura? —me dice.

Me sorprende su reacción. Y su pregunta. No respondo. Creo que yo también arqueo las cejas. Claro que no estoy segura. ¿Quiere confundirme?

— Elimina la cuarta —repito.

— ¿Por qué? —me pregunta.

— Por lo que he entendido este programa es… peligroso a su manera. Supongo que si alguien no me hubiese dicho desde pequeña «juega» no estaría aquí.

— ¿De verdad ese es tu razonamiento para elegir la respuesta? —me pregunta Tomás.

— ¡Elimina la segunda! —grita alguien desde el público. Tomás pide silencio.

¿Debo cambiar mi respuesta? Dudo. No sé qué hacer.

— Se queda como está. Tomás, elimina la cuarta, por favor —digo de la forma más contundente de la que soy capaz.

La luz naranja comienza a parpadear. Parece que no va a cambiar nunca de color. Cruzo los dedos debajo de la camisa blanca. Los dedos de las dos manos.

Cambia de color. Por fin. Una luz verde inunda todo el plató. Descruzo los dedos y evito que mi cuerpo salte de alegría.

Aplausos, gritos, silbidos. Más aplausos. Más gritos. Al cabo de un rato (eterno), Tomás pide de nuevo silencio. Se levanta de la silla y se acerca a mi lado.

— Enhorabuena, Eva —dice mientras su mano coge la mía—. No todo el mundo supera esta prueba. Enhorabuena, de verdad. —Hace una reverencia. El público ríe.

— Gracias —contesto.

— Y ahora, antes de hacerte la pregunta, debo volver a explicarte las reglas. Realmente es por protocolo. No cambia nada. Como ya te he explicado a lo largo del programa, ahora mismo, llevas ganada una gran cantidad de dinero. Podríamos decir que 10 años sin tener que trabajar. No está nada mal. Conservas tu casa y conservarías a tu madre. —Risas de nuevo—. Digo conservarías, porque ya no está viva. Al no estar viva el programa te lo cambia por dinero. Todo el mundo tiene un precio, ¿no? Pon que en vez de 10 años tendrías para vivir unos 15 sin tener que trabajar. Podrías plantarte o seguir jugando. Es verdad que es mucho dinero, pero piensa en todo el que podrías conseguir si superas las tres pruebas. Si es así, el programa te da una cuenta en la que podrás gastar lo que quieras y nunca se te acabará el dinero. Por supuesto, dentro de unos límites. Pero muy altos. Piensa en la vida que le podrías ofrecer a tu hijo. A ti misma. —Hace una breve pausa y continua—: Pero, recuerda, si pierdes, todo lo que hayas ganado hasta ahora vuelve al programa. Tu casa, el dinero y lo que sea que te juegues en la tercera prueba. Y ahora Eva, sí que te hago la pregunta: ¿quieres seguir jugando?

No quiero pensarlo demasiado. No me gusta dar tantas vueltas (por lo menos siendo la nueva Eva). No me está pareciendo tan difícil. Con un poco de lógica lo puedo adivinar. Me están ofreciendo una vida de lujo. Una vida de lujo para mi hijo. Para mi hijo y para mí. Una vida de lujo eterna. Tener una vida resuelta. Si me planto ahora dentro de 10 años mi vida volverá a ser como era.

Juego. Decido jugar. ¿Qué puedo perder? ¿El dinero que no tenía o la casa que tarde o temprano me iban a quitar?

—Quiero seguir jugando —contesto.

TERCERA PRUEBA

—Bueno, Eva, pues aquí estamos. En la tercera prueba. La más difícil. En la que te juegas más. En la que te juegas todo. Una vida de ensueño o quedarte sin nada. Incluso sin tu casa. Eres una mujer valiente. Pero no perdamos más tiempo. ¿Estás preparada?

—Lo estoy Tomás. Adelante —digo tajante. No quiero que mi voz refleje todas las dudas que me invaden.

—A partir de este momento no puedes echarte atrás. Lo sabes, ¿no? —pregunta de nuevo.

—Lo sé. Por favor, continúa. Estoy preparada.

—Perfecto, Eva. Como ya sabes esta prueba es más complicada. Nada tiene que ver con las anteriores. Tendrás que elegir entre cinco. Eso sigue igual. Pero, esta vez, no será una imagen. Ni un audio. Está vez serán personas. En concreto serán cinco niños. —Se oyen suspiros de angustia entre el público—. Cinco niños de dos años. —Más suspiros. Más angustia—. De la misma edad que tu hijo. Uno de ellos el verdadero, tu hijo. Tu verdadero hijo. —Ahora soy yo quien coge aire. Fuerte. Muy fuerte. Se oye por todo el plató—. No puedes tocarles y solo podrás hacerles una pregunta. La forma de responder, la forma de vestir. Piensa que todo son pistas para que puedas adivinar cuál es tu hijo. Estás muy cerca de tener tu vida resuelta para siempre. ¿Empezamos?

— ¿Qué pasará si pierdo? —pregunto. Creo que me estoy mareando. No me esperaba esto. No, esto no. Es demasiado. Tiene que ser una broma. Empiezo a temblar. A sudar. Mi hijo.

— ¿Qué pasará si pierdes? Eva, ya lo sabes. Te lo acabo de explicar. Accediste. Ya no te puedes echar atrás.

— Si no resuelvo el problema, ¿qué perderé en esta prueba? —pregunto despacio. Con miedo. Con voz temblorosa, casi inaudible.

— Ya lo sabes, Eva —dice Tomás mientras me mira a los ojos ¿con pena?

— Tengo que oírlo —insisto—. Necesito saber que no es una broma.

— Perderás todo lo ganado hasta ahora.

— Eso ya lo sé. Te estoy preguntando qué perderé en esta prueba. —Los nervios han inundado todo mi cuerpo. Estoy temblando.

— Perderás a tu hijo, Eva —me responde Tomás mientras mira al suelo. No es capaz de mirarme a los ojos.

— Me la has jugado. Me la habéis jugado. Por lo menos mírame a los ojos —digo despacio. Atónita. Asustada. Noto cómo mis labios se mueven de arriba abajo. Noto cómo mi voz no es capaz de decir más.

Tomás levanta la vista. Me mira.

— Es un juego, Eva. Se gana o se pierde —contesta.

Me recompongo poco a poco. Tiene razón. Es un juego. Un juego que quiero terminar cuanto antes. Quiero mis recuerdos, supongo. Quiero mi casa. Mi hijo, e incluso mi pobreza. Miro al suelo y respiro. Debo acabar y salir de aquí. Con mi hijo.

—Empieza de una vez —digo en voz muy baja. Me cuesta hablar alto. Pronunciar. Me cuesta todo. En parte por la prueba. En parte por mis sentimientos. Son extraños. Me parece todo espeluznante. Quiero salir de aquí cuanto antes.

— Pues… ¡¡¡empecemos!!! —grita Tomás. El público aplaude. Poco. O sin ganas. O con ganas de no perder el tiempo.

Cinco niños aparecen en el plato. Cinco niños de unos dos años. Hay dos morenos y tres rubios. Uno muy alto. El resto más o menos del mismo tamaño. Todos con el pelo corto, a excepción de uno. Otro lleva una camisa de marca. Los sientan en unas minúsculas sillas que colocan delante de mí.

— Debes elegir uno, Eva. El tiempo se acaba. —Tomás interrumpe mis pensamientos.

— El uno. Mi hijo no llevaría esa camisa si no tengo dinero. Enciende la luz naranja —digo tajante.

— Veo que lo tienes claro… ¡Por favor…, que se encienda la luz! —grita Tomás.

La luz naranja comienza a parpadear. Un segundo, dos, tres… Finalmente cambia. A verde. Suspiro.

Ya solo tengo que descartar tres. No sé cómo era su padre. El niño puede parecerse a mí o no. El aspecto físico no es un referente. No sé por dónde seguir. Me fijo en los zapatos. Cuando voy a desviar la mirada, me doy cuenta de que uno de ellos lleva los zapatos arreglados. Alguien sin demasiado dinero los llevaría a un zapatero. No le compraría unos nuevos. Ese es mi hijo. Vuelvo a mirar los zapatos de todos ellos. Quiero estar segura. Entonces me doy cuenta. No es el único. Otro niño también lleva unos zapatos que han sido arreglados.

— Eva, siento interrumpir tus pensamientos, pero debes elegir otro número.

— Descarto el 2 y el 4 —digo muy seria.

— No corras tanto, Eva. No es necesario. Piensa bien tus respuestas. Ahora solo es necesario que elijas uno —me dice Tomás.

— Descarto el 2 y el 4 —repito.

— ¡Que se encienda la luz para el número dos! —Tomás me mira.

La luz se enciende y pasa de naranja a verde. Pasados los minutos de aplausos y gritos, Tomás vuelve a pedir que se encienda la luz. Esta vez para el número 4. Como esperaba. Como sentía, la luz naranja vuelve a convertirse en verde.

Vuelve a ser mi turno. Necesito pensar. Mi hijo. ¿Cuál de los dos es mi hijo?

— Aún tienes la pregunta, Eva. Recuerda que puedes preguntarles cualquier cosa. Eso sí, debe ser lo mismo para ambos. Y, por favor, no olvides que los niños tienen dos años —me sugiere Tomás.

— Tengo clara la pregunta —contesto. Me acerco a los niños y los miro. Paso la mirada de uno a otro. Esperando algo. Algo que no encuentro—: ¿Eres tú mi hijo? —le pregunto al número 3.

El niño sonríe y me dice que sí. Cierro los ojos. No lo puedo creer. He ganado. Lo he encontrado. Sonrío.

—Debes hacer la misma pregunta a todos los niños, Eva —me indica Tomás.

Me acerco al otro niño mientras sigo mirando al primero, a mi hijo, y repito la pregunta.

— ¿Eres tú mi hijo?

— Sí —es la respuesta del niño.

Cierro los ojos de nuevo. Asustada. Atónita. No puede ser verdad. Los dos han dicho que sí.

— Eva, te dije que pensarás bien tu pregunta. Te recordé que tenían 2 años. Una corta edad para no repetir lo que dice el otro, para no pensar que todo es un juego. Lo siento. —Tomás corta mis pensamientos.

— No es verdad. No lo sientes. Ni tú ni nadie de este programa. Sois unos monstruos —grito mientras lloro. Ahora sí.

— Unos monstruos que tú has creado. A los que tú has dado el consentimiento de que aparezcan. Tú has accedido a esto, Eva —contesta Tomás mientras intenta poner la mano en mi hombro. Le aparto de forma brusca.

Me quedo en silencio mientras sigo llorando. Tomás tiene razón. Yo accedí a esto. Yo soy el monstruo. Uno de esos dos niños es mi hijo y no soy capaz de reconocerle.

De repente me doy cuenta. Ninguno es mi hijo. Me están poniendo a prueba. Tengo la respuesta. Un niño hubiese corrido a los brazos de su madre. Sonrío y me acerco a Tomás.

— Me habéis engañado. Ninguno de ellos es mi hijo. Si fuese así, hubiese venido corriendo a mis brazos.

— Te equivocas, Eva —contesta Tomás—. Al igual que a ti, ninguno de estos niños tiene recuerdos. Si no, ¿dónde estaría la gracia del juego?

No puedo creer lo que oigo. ¿A ellos también? ¿A los niños?

— Y entonces, ¿para qué me dais la opción de la pregunta? No tiene sentido —le grito.

— No. Claro que no tiene sentido. Solo forma parte de la expectación del juego —me responde tranquilo—. Ahora, siéntate, Eva. Debo recordarte que tu tiempo para elegir a uno de los dos se ha acabado. ¿Con cuál te quedas? ¿Cuál es tu hijo?

— Necesito más tiempo —digo temblando.

— No lo tienes —dice, sin más—. Si no te decides habrás perdido.

Miro de nuevo a los niños. Los dos me sonríen. Miro sus ropas, su peinado. Su altura, sus ojos, su boca, sus manos. Pies, piernas, orejas… Nada. No sé a cuál eliminar. Con cuál quedarme.

— ¡Se acabó el tiempo! —grita Tomás—. Eva, por favor, dinos el número que quieres descartar.

— Descarto el 3. El número 3 no es mi hijo —digo. Como si lo supiera.

— ¿Por qué lo descartas? —me pregunta.

— Porque no es mi hijo —es lo único que acierto a decir. Convenciéndome a mí misma de que ese niño no es mi hijo.

La luz naranja comienza a parpadear. Esta vez durante más tiempo.

— ¿Qué opina el público? —pregunta Tomás mientras la luz naranja sigue invadiendo el plato.

Se oyen muchos síes y también muchos noes. Yo miro hacia arriba, esperando que la luz se convierta en verde. Como si mirando hacia abajo fuera a perderme el resultado.

Finalmente, la luz cambia de color. Después de demasiado tiempo la luz cambia. La luz naranja se convierte en roja. En roja.

Tomás me mira. Por su expresión diría que él tampoco se lo esperaba. Roja. La luz es roja. El público permanece en silencio. Parece que ninguno esperaba ese resultado. Alguien sale para llevarse a los niños. A los dos. Al 3, a mi hijo, también se lo lleva. No soy capaz de moverme. No soy capaz de decir nada. Ni yo ni nadie.

— Vamos a dar un gran aplauso a Tomás, nuestro fantástico presentador. —Una mujer alta con unas botas negras, también altas, sale al plató.

A Tomás le piden que se marche. Antes de irse me mira. Confuso.

— Hola, Eva, soy Clara —se presenta—. Yo acabaré el programa.

— ¿Y mi hijo? —pregunto llorando. Casi sin pronunciar. Sin saber lo que digo. Aun así, la mujer parece entenderme.

— Tu hijo estará bien cuidado —contesta con una frialdad que hace que un escalofrío recorra mi cuerpo.

— ¡Te estoy preguntando que dónde está mi hijo! —le grito. Se lo grito varias veces. Por si hace efecto. Como si la respuesta fuese a cambiar. Como si esa mujer, fría como el hielo, pudiese devolverme a mi hijo.

Clara hace un gesto con la mano y dos hombres uniformados se ponen a mi lado.

— Eva, necesito que te tranquilices un poco. No quiero que acabes el programa atada en una silla.

— Dime qué vais a hacer con mi hijo —digo intentando mantener la calma.

— Tu hijo pasará a formar parte de una casa de acogida. Ya sabes que miles de personas desean adoptar niños tan pequeños. En menos de un mes tendrá una nueva familia. Tú no tienes nada. Actualmente no tienes ni casa. ¿Qué vida piensas darle a tu hijo? —Hace una pausa y continúa—. Has perdido todo, Eva. Todo. Incluida la única persona que te quedaba.

El público sigue en silencio. Yo también permanezco en silencio. Creo que no soy consciente de lo que está ocurriendo.

— Eva, siéntate, por favor —me pide.

— ¡Déjame en paz! —digo mientras me arrodillo en el suelo. Los hombres que se han puesto a mi lado me cogen de las axilas y me levantan. Me sientan en el sofá verde donde me senté por primera vez. No me resisto. No puedo.

— Viendo lo sucedido, BlancoTV quiere ayudarte —dice Clara mientras se acerca a mí y pone una mano en mi hombro.

— ¿Vais a devolverme a mi hijo? —digo mientas levanto la vista. Una mínima esperanza cruza por mi mente.

— Sabes que eso no podemos hacerlo —dice Clara fingiendo tristeza en su voz— Pero podemos hacerte más fácil esta situación.

— ¡Dejadme en paz! —repito. Apoyo las manos en mi cabeza. Me pesa mucho. No puedo mantenerla en alto. Mis lágrimas empiezan a resbalar. Empiezo a sentir cómo me ahogo. Me falta el aire. Oigo cómo Clara comienza a hablar de nuevo.

— De ti depende cómo quieras pasar esta situación. Podemos devolverte tu casa y algo de dinero para que empieces de nuevo.

— ¡Solo quiero que me devolváis a mi hijo! —grito como nunca lo he hecho, sacando las pocas fuerzas que me quedan.

— Ya te he dicho que eso no es posible. Pero lo que sí es posible es que dejes de sufrir. —Clara hace una pausa antes de continuar. No sé si espera que diga algo o no.

— ¿Vais a matarme? —pregunto. No lo digo en broma.

— ¡Ja, ja, ja! —Clara se ríe—. No eres la primera persona que nos pide eso, pero no. Ese deseo no podemos concedéroslo. Como te decía, tienes dos opciones. En una opción puedes elegir salir de este plato sin nada. Únicamente con tus recuerdos. Con esos recuerdos en los que pierdes a tu hijo y no lo vuelves a ver nunca. Pero nosotros te ofrecemos otra opción. Te devolvemos tu casa, algo de dinero y tú no vuelves a pensar en tu hijo. Le olvidas.

Levanto la vista. No puedo creer lo que estoy oyendo.

— Sin tus recuerdos, olvidarás a tu hijo —Clara continúa hablando—. No recordarás que tenías un niño. Nosotros nos quedamos tus recuerdos y te borramos los que has generado en este programa. Te daremos unos recuerdos nuevos. Unos recuerdos felices en los que tu marido no muere. En los que no pierdes tu casa ni a tu hijo.

Clara hace una pausa, pero yo sigo sin responder. No puedo.

— Estudiaremos tus recuerdos. Como los de tu hijo. También le borraremos la memoria, para que no sufra. Tu hijo y tú ayudaréis a la ciencia. Con esta segunda opción, no solo ganas tú, también gana tu hijo. ¿O vas a dejar que siga su vida sabiendo que su madre se lo apostó en un juego? —Clara se levanta de su asiento y se dirige al público—. Estáis muy callados… ¿Qué haríais vosotros?

Está claro que aquí dan igual las personas. Es un espectáculo. Cuanto más sufrimiento más expectación. Al principio nadie dice nada, pero, poco a poco, como si se despertasen de un sueño, de mi pesadilla, empiezan a oírse voces:

—¡Elige la opción A! —gritan unos.

—¡No, la B! —dicen otros.

— Ya ves, Eva, hay opiniones para todos los gustos. Pero… ¿qué harás tú? —me pregunta.

Regué las plantas del jardín. Estaba cansada. Acababa de volver del trabajo. Me prepararía algo de cena y me acostaría temprano. Al entrar en casa me acordé de que debía llamar al electricista. Quería sacar una nueva luz al exterior y había quedado en que hoy hablaría con él.

Cuando acabé de cenar recogí los platos y me metí en la cama. Mi marido estaba de viaje. Acaricié mi tripa. En un par de meses seríamos padres. De un niño, de Gustavo.

Encendí la tele. Hoy ponían el programa de BlancoTV. Cómo me gustaba Tomás, el presentador. Poco a poco fui cerrando los ojos. Tenía demasiado sueño.

8 minutos. O más

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