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CAPÍTULO III. ¿ALGO O ALGUIEN?

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20:00 PM. Ahora, desde la cama de aquella casa de pueblo contando las vigas del techo, le parecía que había pasado una eternidad desde aquel abril. Habían pasado tantas cosas, tantos momentos. Le parecía increíble que Claudia ya no estuviera. Mientras había estado recordando sus primeras peripecias en la capital no había pensado ni un solo segundo en ella. Bueno, era pronto todavía.

–Solo ha pasado semana y media desde que se fue –pensó en voz alta Sara.

El golpe contra la puerta y los gritos desde la calle, todo a una, la despertaron de su ensoñación.

–¡Sara! –un golpe más fuerte contra la puerta–. ¡Sara, por el amor de Dios! ¿Estás ahí?

–¡Sí, sí! –contestó al tiempo que, de un salto, se plantaba en la puerta y la abría– ¿Qué pasa? ¿Qué son esos gritos?

–¡La señora Victoria! La vecina de aquí al lado. Es horrible. ¡La han matado en su casa! ¡En su propia casa!–. Susana hablaba a trompicones desde el quicio de la puerta. Estaba bastante nerviosa y le temblaba el pulso.

–Susana, tranquilízate, ¿sabes si han llamado a la policía?

Por supuesto que habían llamado a la policía, también a la Guardia Civil y al señor Agustín, el médico del pueblo. Él era quien había confirmado que el cuerpo llevaba sin vida casi veinticuatro horas. ¡Qué horror! Mientras habían estado comiendo tranquilamente todos juntos alrededor de la mesa, se había instalado en la casa y se había dado una relajante ducha, alguien podría haber estado matando a la pobre señora Victoria. No, no podía ser cierto. Además, no coincidían las horas. Habría pasado antes. Antes incluso de que Sara llegara al pueblo. Exacto, durante la pasada noche.

La señora Victoria era la típica mujer de pueblo, con su luto perenne, su pañuelo del mismo color en la cabeza y un delantal de cuadros grises y negros atado a la cintura. Siempre estaba dispuesta a ayudar a Silvia en la casa. Había sido como una madre para ella.

Silvia no paraba de llorar y ni los abrazos de Jesús ni los comentarios de la Guardia Civil conseguían serenarla. Había sido como una madre. Silvia perdió a su madre biológica muy pronto y se había criado como hija única con el único referente adulto de su padre, el señor Antonio. Un hombre recio, de campo. De lligona y espardenyes. De pocas palabras y menos caricias. Desde bien pronto, Silvia tuvo que hacerse cargo de la casa, de la comida, la compra, etc. pero la señora Victoria estuvo siempre allí para enseñarle todo lo que ahora sabía y ayudarle en todo, absolutamente todo. Silvia tenía más recuerdos de la señora Victoria que de su propia madre. Estaba destrozada.

21:30 PM. La noche era calurosa, y los vecinos y curiosos empezaban a desaparecer poco a poco de la calle. Se había formado una aglomeración frente a la puerta de la casa de la señora Victoria, cuando la policía había llegado haciendo notar su presencia con el cántico de sus sirenas. Como Ulises hechizado por el canto de aquellos seres mitológicos, los vecinos fueron atraídos por ese sonido y, poco a poco, fueron agolpándose en medio de la calle. Al poco había llegado la Guardia Civil y dentro de la casa estaban el señor Agustín, Silvia y Jesús.

–Ya se lo he dicho a su compañero hace un rato, agente. He tocado a la puerta porque me he quedado sin sal para la cena y quería pedirle un poco. Ella siempre tiene de todo. ¡Oh, Dios! –y Silvia rompía de nuevo en llantos.

–Señora tranquilícese, necesitamos saber con exactitud los hechos. ¿A qué hora ha sucedido esto que cuenta?

–A las 19:30 o así.

–¿Ha venido usted sola? –preguntaba el guardia.

–Claro, vivo en la casa de al lado. Toqué a la puerta y saludé dando las buenas tardes. Pero nadie contestó… ¡Ay, pobre Victoria! –y ahogaba su llanto en un pañuelo de tela con las iniciales V.G.

–¿Cuándo fue la última vez que vio con vida a la señora Victoria?

–Ayer por la tarde, antes de la cena. Siempre salimos a la fresca y charlamos todos los vecinos de la calle sentados en sillas. Por aquí no pasan coches.

–De acuerdo –el guardia anotaba con movimientos casi mecánicos la información que iba recibiendo–. ¿Le comentó si esperaba la visita de alguien o dijo algo que se saliera de lo normal?

–No, estaba como siempre, quejándose del calor y abanicándose todo el tiempo. Bueno, un momento, Jesús –dijo Silvia mirando a su marido–, ¿te acuerdas que habló de su hijo? Sí, es verdad, habló sobre su hijo, el de Portugal. No dijo que vendría a verle ni nada de eso, pero habló sobre él. No hablaba mucho sobre él. Estuvo en la cárcel, ¿sabe usted? Y no se sentía muy cómoda cuando hablaba de él.

–Vale. ¿Recuerda su nombre?

–Mmmm… Rafa, Salva… No, Ramón. Se llama Ramón. Pero del apellido no tengo ni idea porque solo conozco el apellido de la señora Victoria, desconozco el de su difunto marido. Lo siento.

–Es suficiente, señora. Muchas gracias por todo y le acompaño en el sentimiento.

–Gracias, señor guardia –y hundió de nuevo su rostro en el pañuelo.

–Por cierto –se giró cuando estaba más cerca de la puerta de la calle que de la habitación donde se encontraba Silvia abrazada a Jesús–. ¿De dónde ha sacado el pañuelo que lleva en las manos?

Entonces Silvia fue consciente de sus propias manos y apartó una de ellas de su rostro. La mano portadora del pañuelo.

–¡Oh, dios mío! Estaba en el suelo. Lo encontré en el recibidor cuando entré en la casa –se notaba la ansiedad en sus palabras. Probablemente había visto muchas películas de crímenes en las que sacan huellas dactilares de todos los objetos que aparecen en el escenario de un crimen–. ¡Estará lleno de mis huellas, señor guardia! Lo siento…

–No se preocupe –respondió el guardia al tiempo que abría una bolsa de plástico y se acercaba a Silvia–. Déjelo aquí dentro. Eso es. Gracias.

Sara, ajena a todos estos acontecimientos, se había instalado en su nueva habitación y había desenfundado su portátil. Ahora ya no sabía vivir sin él o sin Internet. “¡Cómo habían cambiado los tiempos!”, pensaba mientras encendía su móvil última generación y colocaba la ropa en el armario. Porque ahora necesitaba tanto uno como el otro en todo momento, se habían convertido en algo esencial en su día a día. Cuando salió de la segunda reconfortante ducha de ese caluroso día, fue a comprobar las llamadas en su móvil y, para su sorpresa, no había cobertura. Por suerte, tenía Internet gracias al wifi de la casa, pero no había manera de poder utilizar su móvil para llamar. En fin, tendría que conformarse con el WhatsApp. Poco después, las llamadas a la puerta y la terrible noticia.

22:30 PM. Estaban cenando alrededor de la mesa, donde horas antes habían disfrutado de una deliciosa comida de bienvenida sin preocupaciones y mucho menos sin imaginar que en la casa de al lado, pared con pared, yacía el cuerpo sin vida de la señora Victoria. Ahora todo eran caras serias y silencio. Habían suspendido la disco móvil y no estaba claro si seguirían con el resto de actos programados para las fiestas patronales. Seguramente anularían todos los que quedaban. Nadie osaba hablar. Silvia había preparado todo para el entierro del día siguiente y aquella era noche de velar. Cuando acabaran la cena, iría a relevar a la señora Valeria y las demás para que pudiesen ir a sus respectivas casas a cenar. Más tarde, volverían a la casa a llorar la muerte durante toda la noche. En los pueblos todavía se hacen estas cosas.

23:00 PM. Empezaba a soplar un cálido pero agradable viento nocturno regado con el perfume del galán de noche que estaba plantado frente a la puerta de la casa. Todos en la sala lo agradecieron. La puerta de entrada estaba abierta y la puerta que daba al corral también. De esta manera, la poca corriente de aire que hiciera se disfrutaría en el salón. Era el lugar donde habían instalado algunas fotos de la señora Victoria y todas las sillas alrededor para los invitados que quisieran darle el adiós en esa noche extraña de velatorio. Extraña porque el cuerpo de la señora Victoria no estaba presente. Al tratarse de un crimen, se hacía necesario realizar una autopsia y, por tanto, la ambulancia se había llevado el cadáver.

Susana estaba preparando la cafetera grande. Había decidido ponerse manos a la obra porque veía que Silvia estaba cada vez más cansada y hundida. Ya casi no podía abrir los ojos. Sara decidió ayudar a Susana. La cocina de Silvia y Jesús no era muy amplia. En la reforma de la casa de pueblo de los padres de Silvia habían decidido sacrificar un trozo del comedor para hacer una cocina, pues en las casas antiguas las cocinas estaban en el corral y no en el interior. Ellos querían poder hacer vida dentro y por eso procedieron de esta forma. Sin embargo, no querían quitar mucho sitio al salón, pues esperaban poder llenar la casa de huéspedes en un futuro y, para las noches de frío invierno, tenían pensadas sesiones de cine y palomitas en los sofás del salón, frente a la gran pantalla de televisión. Por ello, la cocina quedó lo suficientemente amplia para una persona, pero no tan espaciosa para dos. En ese momento, ni Sara ni Susana pensaban en si la cocina era ancha o no para ellas. Se centraban en lo que estaban haciendo y comentaban los sucesos de la tarde.

–Es horrible, ¿no crees? ¿Quién querría hacer algo así a la señora Victoria?

–Sí que lo es. No tengo ni idea de quién podría querer hacer daño a una mujer como la señora Victoria. Pero tengo la sospecha de que la Guardia Civil nos oculta algo.

–¿Algo como qué? ¿Qué quieres decir? –preguntó Sara horrorizada.

–No sé… es una sospecha. No me hagas mucho caso, deformación profesional.

¡Ajá! Entonces, ¿sí que era militar? ¿O Guardia Civil? Estaba claro que no se dedicaba a vender flores en el Retiro. Aprovechando su comentario, Sara se envalentonó y preguntó:

–¿A qué te dedicas, Susana?

–Estoy preparando oposiciones.

–Ah, ¿oposiciones? ¿Y para qué?

–Para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad Interior.

–Guau. Suena muy importante y hasta da un poco de miedo –murmuró Sara–. ¿Es como la policía?

–Bueno, sí, es algo así –Susana sonrió ante la conclusión a la que había llegado Sara–. Pero no te quiero aburrir con el temario, que además lo llevo fatal–. Era la primera vez que la veía reírse. Alrededor de sus bonitos ojos se formaron unas sutiles arrugas que hacían juego con las que se formaron en las comisuras de sus labios, dibujando de esta manera una sonrisa realmente sexy.

–Y, ¿has venido a prepararte aquí por la montaña? –quiso intervenir Sara.

–Bueno, en parte sí. La parte práctica es bastante dura y aquí siempre hay tiempo para hacer los ejercicios que me pueden pedir en el examen –contestó Susana haciendo una mueca al final de la frase. Se le notaba preocupada por ese examen–. Ya está listo el café, ¿vamos?

–Sí, claro –Sara salió de golpe de su ensimismamiento para dirigirse con Susana a la casa de al lado.

Susana cargaba con la pesada cafetera y ella llevaba las tazas, las cucharillas y el azúcar. En la casa vecina reinaba el silencio, únicamente interrumpido por algún rezo susurrado por alguna vecina amiga sentada en una silla. Sara y Susana entraron por la puerta principal intentando hacer el menor ruido posible. ¡Dios, cómo echaba de menos a Alex en este momento! Su sonrisa y su humor andaluz seguro que le hubieran hecho reír a pesar de la situación. Cuando volviera a la habitación le escribiría un correo. No le había dicho aún que había llegado bien y que estaba instalada. Seguramente estaría preocupado.

Cuando llegaron al interior de la casa, habilitaron la mesa camilla del salón para la cafetera y las tazas. Tras comprobar que Silvia no necesitaba nada más, marcharon a la calle. Una vez en la acera, Susana encendió un cigarro.

–Tengo que dejarlo. Cuando acabe este paquete lo dejo –murmuró para sí misma–. ¿Fumas? –preguntó mirando a los ojos a Sara.

Ante la inmensidad de esa mirada, Sara quedo sin habla, paralizada.

–No, gracias, no fumo –consiguió decir casi en un susurro.

–Haces bien. Oye, ¿te encuentras bien? –se acababa de dar cuenta de que Sara seguía sin moverse–. ¿Necesitas sentarte?

–No, gracias –hizo un esfuerzo por volver a la calma. No quería ni podía permitir empezar a flaquear por alguien que acababa de conocer, fumaba y se preparaba para ser militar, o lo que fuera aquello. Y estaba Claudia y su abandono todavía muy presentes–. Estoy bien, gracias. Es que ha sido un día agotador, demasiadas emociones, el viaje, el cambio de clima. La humedad y el calor… en fin, mañana estaré mejor.

“¡Mierda!” –pensó–, “ahora se creerá que quiero ir a mi habitación a dormir. Estoy muy a gusto aquí, no estoy cansada en absoluto. Me apetece seguir hablando con esta chica. Además, ha dicho que sospechaba que algo en el discurso de la Guardia Civil era confuso, y yo soy demasiado curiosa”.

–Perdona, Susana. ¿Te puedo hacer una pregunta?

–Claro.

–¿Por qué has dicho que crees que la Guardia Civil esconde algo? Y no me digas que es deformación profesional porque estoy empezando a pensar que hay algo sospechoso en todo esto. Este es un pueblo pequeño, muy pequeño. El pueblo más cercano está a dieciocho kilómetros y estamos en medio de la montaña. ¡Demonios! ¡Ni siquiera tengo cobertura en el móvil! ¿Quién querría venir hasta aquí para cometer un crimen así?

–¿Y a ti quién te ha dicho que alguien ha venido hasta aquí solo para cometer un crimen como este?

Ahora sí que se quedó muda. Paralizada. Sara no podía mover ni un pelo. Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral y sintió el último latigazo bajo el cuero cabelludo. Se dio cuenta de que se movía porque sus piernas empezaron a temblar involuntariamente. Eso era sencillamente im–po–si–ble. En el pueblo solo vivía gente demasiado vieja o gente demasiado joven, vamos, niños y niñas. Y ni unos ni otros estaban capacitados ni física ni mentalmente para cometer un crimen así.

–¿Qué quieres decir exactamente con eso, Susana?

–Quiero decir lo que quiero decir, Sara. Es evidente que nadie ha hecho ni un solo kilómetro para venir a este pueblo perdido exclusivamente para matar a doña Victoria.

–¡Ay! Eso me asusta todavía más. ¿Es que va a haber más crímenes?

Un grito terrorífico que parecía salido de un clásico de Alfred Hitchcock hizo que la contestación de Susana se quedara ahogada en su garganta. Sara ya no escuchó su respuesta. Ambas corrieron calle arriba siguiendo la dirección del grito. En cada bocacalle se encontraban con otros vecinos que también corrían en busca del mismo grito. Cuando llegaron a la calle Alta encontraron un gran tumulto de gente y, sorprendentemente, una patrulla de la Guardia Civil. “¿Cómo podían estar allí tan pronto? Era imposible. La carretera era muy estrecha y montañosa y el pueblo más cercano con cuartel de la Guardia Civil estaba a más de treinta kilómetros. Claro, se habrían quedado a cenar en el bar de la plaza, el único bar con comida decente del pueblo”.

Eso era en lo que Sara estaba pensando cuando Susana le cogió del brazo obligándola a seguir sus pasos.

–Ven. Sígueme.

“Como para decir que no. Pero qué fuerza tiene esta chica…”, pensaba Sara mientras Susana casi la arrastraba atravesando el gentío.

Desde la última fila de gente amontonada frente a la casa, dos mujeres forasteras curioseaban, igual que el resto de personas. Allí estaban, una junto a la otra, intentando averiguar qué estaba pasando en ese sitio. ¿Qué podía haber sido ese grito? Una chica policía salía de aquella casa en ese momento.

–Despejen la salida, por favor. Dejen libre la acera.

¿Y esta chica? No estaba esta tarde en casa de la señora Victoria, ¿o sí? Bueno, tampoco es que ella hubiera llegado de las primeras. Cuando la avisaron de la mala noticia habían pasado casi dos horas desde que Silvia encontró el terrible panorama. A lo mejor había entrado en el turno de noche, quién sabe.

23:30 PM. En esas estaba cuando el comentario de Susana le devolvió a la realidad.

–¿Qué coño hace esta aquí? –masculló entre dientes. Evidentemente era una pregunta retórica. No obstante, Sara se giró para observar el rostro de Susana. Sus ojos se oscurecieron y dejaron ver una ligera mueca de dolor. Un dolor profundo. Era una mirada familiar. Una mirada de desamor.

Decidió preguntar ella misma, Susana estaba demasiado pendiente de los movimientos de aquella policía. ¿Estaba sintiendo celos? ¿Acaso estaba empezando a sentir algo hacia Susana? Pero si la acababa de conocer.

“No, Sara. Sientes solo curiosidad ante esta extraña situación. ¿Qué le habrá pasado a Susana con esta chica policía para ponerse así de agresiva?”. Pensaba mientras se giraba para preguntar a la persona más próxima.

–Disculpe, ¿sabe qué ha pasado? –preguntó al señor que se encontraba a su izquierda.

–Es la niña del señor Francisco. ¡Qué desgracia, por favor!

¡Una niña! ¿Estaría muerta? ¿Herida? Los gritos desde el interior de la casa le hicieron volver su mirada hacia la puerta principal. En la penumbra del interior se podía ver a varias personas adultas sujetando en brazos a una mujer que parecía de trapo, una marioneta. Parecía como si en cualquier momento se fuera a desplomar.

–¡Mi niña! –era lo único que podía entender. Su niña, su hija. Esa mujer era la madre de la niña del señor Francisco. Esto no pintaba bien, algo grave había sucedido.

De nuevo notó que le tiraban del brazo.

–Sígueme –insistía Susana sujetando su antebrazo derecho. Por supuesto, Sara no tenía otra elección.

Se sentía bastante asustada. Era demasiado para tan poco tiempo. Algo realmente serio estaba pasando y no sabía si estaba dispuesta a investigar más allá de la vuelta de la esquina. Evidentemente, Susana no compartía para nada ese pensamiento. Cuando se dio cuenta, ya estaban las dos plantadas frente a la chica policía del principio.

“¿Cómo hemos llegado hasta ella? Esta mujer va a ser una buena policía, o defensora, o como sea que se llamen las personas que aprueban esas oposiciones. Es rápida como una bala”, pensaba Sara al tiempo que Susana ya estaba preguntándole a aquella chica.

–Hola Blanca. Cuánto tiempo. ¿Qué haces aquí?

–Hola Susana, qué grata sorpresa.

–No mientas, qué haces aquí y qué está pasando. Y a ver qué me dices porque sé que la Guardia Civil está ocultando información, así que desembucha.

“¿Desembucha? ¿Está de coña? Solo ella podía utilizar esa palabra tan pasada de moda. Esta chica es realmente peculiar”.

–No puedo decirte mucho, Susana –aquella mujer policía no parecía sorprendida por la palabra que acababa de escuchar. Eso solo podía significar que se conocían lo bastante como para no extrañarse –. Y, por cierto, ¿tú eres…? –en ese momento miraba a Sara.

–Sara López, agente –Sara aprovechó para consultar con el rabillo del ojo el rostro de Susana más por curiosidad que por otra cosa y su mirada escrutadora se topó con la de ella. Un escalofrío rápido le recorrió la columna otra vez.

–Está conmigo, Blanca, vamos. ¿Qué coño está pasando aquí?

“¿Estoy con ella? ¿Qué ha querido decir?”.

La mujer policía giró bruscamente la mirada para analizar a conciencia a Sara en ese momento, quien se sintió más que observada, interrogada. ¡Esa mujer estaba celosa de ella! Lo que faltaba, era una ex de Susana. Estaba claro.

–Ven, alejémonos un poco de aquí, hay demasiada gente –contestó por fin la agente.

Así lo hicieron y las tres caminaron hasta el coche patrulla que se encontraba dos casas más para allá.

–Es el segundo asesinato –dijo Blanca, la mujer policía.

“¿No me digas? ¿Tanto secretismo para algo tan obvio?”, pensó Sara.

–Y este es más brutal si cabe que el anterior, encima es una niña. Una niña pequeña. Solo tenía siete años.

–¿Qué tiene de especial? –preguntó Susana.

–Ha sido muy violento, esa mujer de ahí dentro no va a poder dormir sin pastillas en toda su vida, eso seguro –se refería a la madre, a la que sujetaban por los brazos como una marioneta–. Algo fuera de lo normal, y no solo porque estamos en este pueblo en mitad de la montaña. Alguien o algo está suelto y hay que detenerlo.

“¿Alguien o algo? ¿Qué quiere decir eso, señora policía? ¡Por supuesto que tienen que detenerlo, para eso está aquí, digo yo!”. Sara quiso gritar estos pensamientos pero el instinto y la cordura permitieron que se los guardara para sí.

–¡Sara! –gritaba Susana–. ¿Qué te pasa? Vámonos. Te he llamado tres veces.

–¡Oh!, lo siento, estaba pensando en mis cosas… –estaba paralizada de terror, más bien. Se había perdido la mitad de la conversación entre Susana y Blanca. Había desconectado totalmente al escuchar esa expresión: alguien o algo.

–Gracias, Blanca. Espero que nos veamos antes de que te vayas. Ah, y por cierto, deseo que todo te vaya bien.

–Seguramente nos volveremos a ver. Vamos a estar toda la noche patrullando. Tened cuidado, chicas, es mejor que os vayáis a casa. Y sí, las cosas me van muy bien, gracias.

Hubo un silencio molesto que duró apenas unos segundos, unos segundos que se hicieron eternos porque esas dos atractivas mujeres se miraban y, sin hablar, se decían tantas cosas que olvidaron que Sara estaba allí. Solo cuando Sara se movió inconscientemente pensando que estaba de más, Susana salió de su ensimismamiento y la cogió por el brazo al tiempo que se despedía de Blanca.

00:20 h. Tras la confesión de la mujer policía y todas esas miradas entre ella y Susana, el tiempo parecía haberse detenido en el pueblo. Pero solo parecía. El velatorio seguía su ritmo natural y mucha gente ya se había ido a su casa. Bien por el cansancio o bien por el consejo de la Guardia Civil, que se había dirigido allí para recomendar a todo el mundo que se quedara en sus casas. Las puertas de la casa de la señora Victoria estaban cerradas ahora. En su interior solo quedaban Silvia, Jesús, Gloria (la hija de ambos) y el señor Simón, que había cambiado su graciosa indumentaria de la mañana por un pantalón de chándal gris y una camiseta blanca y ahora mismo daba cabezadas sentado en una de las sillas frente a la mesa del café.

Sara y Susana se acercaron a Silvia y le anunciaron que se marchaban a casa pero que iban a estar despiertas por si necesitaba cualquier cosa.

–A cualquier hora, Silvia. Estaremos despiertas –fueron las palabras de Sara que sufría solo de ver la triste mirada de su amiga en ese momento tan duro.

Alguien o algo. Alguien o algo. ¿Qué habría querido decir la mujer policía con aquello?

01:00 PM. Sara, Susana y el señor Simón se despidieron en el descansillo del primer piso, desde donde se distribuían sus respectivas habitaciones, antes de irse a dormir. Cuando se puso cómoda y consiguió hacer funcionar el wifi decidió enviar un WhatsApp a Alex donde le explicaba brevemente lo que estaba pasando y le decía que no tenía cobertura para llamarle. Al segundo Alex le contestó y le ordenó que volviera a Madrid a primera hora de la mañana, con el primer rayo de sol. Aquella frase le devolvió un poco a la realidad, todo lo que estaba viviendo era bastante surrealista y un poco de realidad y cordura a través de las palabras de Alex la tranquilizaron bastante. Tras una breve conversación con él en la que intentó calmarle para evitar que se preocupara por ella más de lo necesario, decidió enviar un correo a Sofía, pues además hacía días que no la veía. ¿Le resultaría interesante leer lo que le iba a contar sobre los asesinatos del pueblo? Seguro que sí.

Las mujeres de Sara

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