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ОглавлениеVer o no ver, esa es la pregunta
Andrea Kottow
Elisa Serrana y su narradora ciega
“Ver para creer”, dictamina un refrán popular, haciendo hincapié en el privilegiado lugar que ocupa la mirada en la cultura occidental moderna. La visión es, sin lugar a dudas, el sentido al cual más importancia solemos otorgar y el que más tememos perder. En una cultura que no ha hecho sino acrecentar la relevancia de la mirada en su devenir, dándole más y más protagonismo a la imagen como cifra de lo que nos identifica en tanto sensibilidad histórica, la pérdida de la vista —la ceguera— se carga con múltiples significados. Tal como queda implicado en el “ver para creer”, la vista de algo o alguien se convierte en el garante de su existencia, del estatuto de su realidad y de su potencial verdad. Cuando Freud plasmó en su emblemático ensayo Lo ominoso el temor a perder los ojos y la vista, y lo vinculara con el miedo a la castración, ponía el acento justamente en este destacado papel que cumple la mirada y la vista en nuestro entramado simbólico: “[…] la experiencia psicoanalítica nos pone sobre aviso de que dañarse los ojos o perderlos es una angustia que espeluzna a los niños. Ella pervive en muchos adultos, que temen la lesión del ojo más que la de cualquier otro órgano. Por otra parte, se suele decir que uno cuidará cierta cosa como a la niña de sus ojos”. La vista es el sentido que no solo se fusiona con el carácter real de las cosas, sino además entra en alianza con la identidad del sujeto que ve, o deja de hacerlo. Ver se vuelve sinónimo de la comprensión, del entendimiento, de la capacidad racional, es decir de aquello que en muchas ocasiones se supone nos define como seres humanos. Freud toma de base el cuento “El hombre de arena” de E. T. A. Hoffmann, donde Nathanael, su protagonista, pierde la razón al enamorarse de la autómata Olimpia y de sus ojos centelleantes. Estos ojos, insuflados de fuego y de la ilusión de la vida por su creador, hacen que Nathanael recuerde los experimentos de su padre con un alquimista que solían provocar terror y fascinación en el niño, pues los asocia a la muerte trágica de su progenitor. El miedo a perder los ojos se amalgama con el temor a perder la cabeza, el raciocinio, la humanidad. En las cartas que Nathanael escribe a su amada Clara, el lector asiste a la paulatina entrega del protagonista a la locura. Nathanael, el enceguecido, el loco y simbólicamente castrado, pierde la capacidad de ver lo que realmente ocurre, confunde lo inerte con lo vivo, el pasado con el presente, difuminándose su identidad como sujeto y ser racional. Clara, que nunca deja de ver, con la claridad que su nombre indica, se vuelve el modelo de la visión no enturbiada y la identidad inquebrantable.
En una de las escenas más insignes de la literatura occidental, Edipo Rey arremete contra sí mismo, arrancándose los ojos. Sacarse los ojos para no ver aquello que, finalmente, ha tenido que llegar a ver. Ver se convierte en la acción de admitir, entender y asumir que, efectivamente, Edipo ha matado a su padre y se ha casado con su madre. A pesar de todos los intentos de escabullir el dictamen del oráculo, ha sucedido aquello que el destino había previsto para el hijo de Layo y Yocasta. Ese destino que Tiresias, el vidente ciego, decía que se había cumplido y que estaba causando estragos en Tebas. Tiresias —quien ve lo que realmente importa, sin tener la capacidad fisiológica de ver— le anuncia a Edipo —quien, a la inversa, puede ver, pero es incapaz de traspasar con la mirada la superficie engañosa de las cosas— lo que ocurre. Edipo no le cree a Tiresias, pero cuando debe darle la razón se saca esos ojos que no sirvieron para ver lo que había que ver. En este engranaje entre las figuras de Edipo y Tiresias —entre la no-videncia, pero capacidad de poder comprender, por un lado, y la videncia, sin que esta garantice la facultad de aprehender la factura de lo real, por el otro— se juega gran parte de la simbología de la ceguera. Ver se vuelve sinónimo de entender, de reconocer. No ver, estar ciego frente a las cosas, es no penetrarlas. Lo paradójico de la figura de Tiresias es justamente su facultad de ver sin la visión; y el acto de Edipo de despojarse de los ojos como consecuencia de no haber podido ver, es el acto invertido de esta forma de representar la visión como emblema de la comprensión humana.
En un ensayo de reciente data, la escritora Lina Meruane hace una revisión de varios de los ciegos más insignes de la literatura. Figuras ciegas representadas en la literatura, así como también escritores y escritoras ciegos y ciegas que, algunos sí y otros no, hicieron que la experiencia de sus problemas con la vista, o la ausencia de ella, entrara al mundo de sus ficciones y escrituras. Un ensayo que no solo muestra el gran acervo que fue construyendo su autora con respecto a la trenza ceguera y literatura, sino también un texto de resonancias autobiográficas, donde Meruane vuelve a su propia experiencia de la ceguera y su elaboración en la novela Sangre en el ojo. Uno de los puntos más destacables de Zona ciega de Meruane es que muestra que, mirado desde el punto de vista de la literatura, la ceguera masculina es muy distinta a la femenina, para empezar, porque esta última más bien pareciera brillar por su ausencia. Si rápidamente suelen acudir a la memoria justamente las historias de Tiresias y de Edipo, pero también El país de los ciegos de H. G. Wells, los ciegos malvados que pueblan la novela Sobre héroes y tumbas de Sábato, el Ensayo sobre la ceguera de Saramago, y los autores atormentados por sus vistas frágiles, como Wordsworth, Joyce y Borges, no ocurre lo mismo con sus pares femeninos. ¿Dónde están las protagonistas mujeres ciegas de la tradición literaria? ¿Qué escritoras sufrieron de la vista? ¿Dónde nos encontramos en las letras con los tormentos vividos por mujeres que nacieron sin visión o la fueron perdiendo paulatinamente? “La tradición solo parecía haberse ocupado del vínculo que establecieron los hombres con sus ojos”, concluye Lina Meruane en Zona ciega.
Es, entre otras cosas, el vacío que se abre al hacerse estas interrogantes que le otorgan un lugar destacado a En blanco y negro de Elisa Serrana, que ahora tendremos la oportunidad de poder leer en esta reedición de la novela en la colección “Biblioteca recobrada”. Publicada por primera vez en el año 1968, y después de las dos obras más conocidas de la autora —Chilena, casada, sin profesión del año 1963 y Una de 1964— esta novela recrea la voz de una joven ciega, que escribe en primera persona acerca de su infancia, juventud y entrada a la edad adulta, siguiendo el modelo propio de una novela de formación. Una especie de Bildungsroman trunco y accidentado, dado que uno de los tópicos centrales del relato es la dificultad de la narradora de entender lo que para una chica en su condición podría llegar a significar una “formación”. ¿Tiene, una ciega, facultades para acceder a y seguir una formación, una educación, una serie de enseñanzas y aprendizajes que le entreguen un lugar en el entramado social? Esta pregunta atraviesa de diversas maneras las páginas de este relato, produciéndose una oscilación entre las opiniones divergentes que presentan todos los integrantes de la familia y de las intuiciones que va articulando la propia protagonista.
Elisa Pérez Walker, alias Elisa Serrana, cuyo pseudónimo revela intenciones reivindicativas, al transformar el Serrano del apellido de su marido en uno que finalice con la vocal que marca gramaticalmente el femenino, fue una mujer de la élite, cuya producción literaria ha sido leída como parte de la así llamada generación del 50. Fue madre de la conocida escritora Marcela Serrano y compañera de ruta de autoras como Margarita Aguirre, María Elena Gertner, Mercedes Valdivieso y María Carolina Geel, para solo nombrar a las más conocidas autoras de su generación. Serrana incursiona en una narrativa que se caracteriza por la presencia de problemáticas que cruza preguntas por la familia y sus marcas, el género y sus sesgos, y la clase social y sus (im)posibilidades. En un estilo que indaga en términos filosóficos en el existencialismo, esta narrativa solo recientemente ha comenzado a ser leída desde una perspectiva de género, poniéndose el acento en las desigualdades que en ella se subrayan entre las vidas de las mujeres y los hombres. Fue la crítica Raquel Olea quien reconoció a estas autoras en su diferencia con sus pares de generación, resaltando tanto sus semejanzas con sus colegas hombres como también sus divergencias. Un punto importante que Olea destaca en su análisis de la conformación y confirmación del criterio generacional es que las mujeres escritoras incluidas en diversas antologías que fueron apareciendo en los años 50 fueron variando. El escritor Enrique Lafourcade fue quien primeramente aunó en dos antologías (Antología del nuevo cuento chileno de 1954 y Cuentos de la Generación del 50 de 1959) a los autores y las autoras que adscribió a la generación del 50. Pero de un texto a otro, el número de mujeres disminuyó y los nombres fueron cambiando. Solo Margarita Aguirre y María Elena Gertner sobrevivieron a la poda y fueron incluidas en ambos volúmenes. Se generó toda una polémica en torno a la primera antología publicada por Lafourcade, enjuiciándose y descalificándose sus criterios de selección, como también las características atribuidas a la escritura de la época. De hecho, la propia Elisa Serrana declara que “no sentía mayor conexión con ellas, convivíamos muy bien en la vida literaria de las ferias del libro, de giras y en los primeros programas de televisión, pero no sentíamos que fuéramos una generación” (cit. en Olea). A pesar de lo que la misma Serrana haya opinado, la crítica feminista reciente ha podido establecer las herramientas que permiten leer un conjunto de textos, efectivamente, como un corpus, que tiene una serie de rasgos compartidos y que apunta a problemáticas similares. Desde esta perspectiva, las escritoras del 50 “proponen en su escritura la desnaturalización de la sumisión de la mujer, que la sitúan históricamente en el orden de una sociedad eclesial-patriarcal, burguesa y hacendal que evidencia su desmoronamiento y su decadencia” (Olea).
Una casa de campo
Construida como un clásico relato que comienza ab ovo, es decir, desde la cuna de la figura protagónica, En blanco y negro inicia con el nacimiento de la protagonista ciega que la da su sello a toda la novela. Escrita en retrospectiva, gran parte de la historia recrea la infancia de quien narra esta especie de autobiografía, que está situada en la casa familiar en el campo chileno. Recordando, de esta forma, a novelas emblemáticas de la tradición literaria nacional como Casa grande de Luis Orrego Luco o Casa de campo de José Donoso, el relato condensa la trama en la vida familiar tal como transcurre en la casa, alejada de la vida urbana y de las influencias que pudiesen acometer del exterior. La casa opera como una condensación de la existencia y sus posibilidades, de distintos tipos de personas y sus destinos. El hogar en el que crece la ciega es una especie de depositario para todos aquellos miembros de la familia que no han podido encontrar su lugar en el mundo o que han sido expulsados de él. Regentada, en primeros términos, por la abuela, habitan en ella la madre de la ciega, que ha quedado sola tras el abandono de su marido por la tragedia y vergüenza que implicó el nacimiento de una niña ciega; la tía Clara, cuya sospechosa amistad con una tal Flora la mantuvo alejada de la casa familiar por largos años, pero a la cual ha vuelto; el tío Luciano, pianista y artista frustrado, que ahoga las penas por el abandono de su mujer en alcohol y busca consuelo entre los brazos de las empleadas que pueblan y rodean la casa familiar; y, por temporadas, el primo José Luis, hijo de Luciano, con anhelos espirituales y, en la mirada de su padre, carente de masculinidad. La casa de campo —esa misma casa que en Orrego Luco era un lugar de encuentro para los jóvenes de la élite, que descansaban sobre los logros económicos y sociales de sus ancestros, encarnados en la finca y las tierras de la familia; y esa casa que, en José Donoso, se convierte en el lugar disputado para un poder que la clase alta terrateniente comienza a perder por sus derroches y su incapacidad para el trabajo— ahora se ha convertido en el lugar de acogida para los raros, excéntricos y disfuncionales. La ciega así entra, al menos en apariencia, en una serie donde se encuentran todos los miembros de la familia que están marcados por alguna diferencia. Una casa de campo residual, que opera como castigo y condena para todos a quienes la vida ha doblegado. Es una casa de campo que se ha quedado estancada en el tiempo; donde nada pasa y nada nuevo promete con advenir. El tiempo parece no transcurrir, cerrando de este modo cualquier posibilidad para el porvenir. Los personajes caídos que la pueblan solo raras veces se preguntan acaso la ciega pudiese tener alguna posibilidad de salir del destino que la aguarda entre las estrecheces de esta casa de campo, que deviene, según las perspectivas de los diversos personajes, en cárcel, correccional, monasterio o manicomio.
La ceguera como diferencia
Esta particular casa de campo alberga, entonces, a los raros. El único denominador común de esta comunidad marcada por la excentricidad es precisamente su rareza; es decir, su diferencia. El signo que los une consiste en que divergen de la normalidad. Una normalidad entendida tanto desde el punto de vista de una norma, esto es, de lo que se espera desde la perspectiva de las regulaciones y leyes, como también de un promedio, vale decir, lo que corresponde a la mayoría. Fue el historiador de la medicina Georges Canguilhem, quien en su señero libro Lo normal y lo patológico subrayara este doble carácter de lo que se establece como “normal”. La salud, al ser comprendida como lo normal, y la enfermedad como un desvío de la normalidad, siempre implica un gesto que incide sobre dos realidades que, si bien se superponen, no son lo mismo, o no tendrían por qué serlo. Lo saludable responde a la normalidad y viceversa, volviéndose su estándar cuando coincide con la norma y el promedio. Sería esta convergencia la que permite, a su vez, la confluencia de lo enfermo con lo excéntrico, lo marginal, disfuncional y raro. En Lo normal y lo patológico, Canguilhem traza los movimientos producidos al interior de los discursos médicos en su devenir histórico y destaca que este entretejido entre salud y normalidad, de un costado, y enfermedad y anomalía, por el otro, se produce en el transcurso del siglo XIX de la mano de la transformación de la medicina en una de carácter científico y experimental. El privilegiado lugar que comienza a ocupar la medicina desde el siglo XVIII en adelante, y que se afianza en el siglo XIX haciendo que la medicina desplace paulatinamente a la religión y sus discursos, puede explicarse precisamente porque el hablar médico se convierte en uno de implicancias normativas. Ya no será el cura el que dictamina aquello que está bien o mal, sino será ahora el dedo índice del médico el que advierte sobre los comportamientos condenables. No está de más recordar la expresión “dioses de blanco”, que parece situar en los médicos la facultad de decidir sobre quién está sano y quién enfermo, quién vivirá y quién morirá, quién se salvará y quién sucumbirá.
Volvamos a nuestra casa de campo habitada por los anormales. Se trata, si se pensara este conjunto de seres raros y enfermos, siguiendo a Canguilhem, de un conjunto paradójico. Pues la única característica que comparten sus miembros es, precisamente, su rareza, su alejamiento de la normalidad. El único rasgo diferencial es la diferencia que, en sí, no es un rasgo, sino más bien la ausencia de una característica, o un desvío. Es por ello que la serie que forman los seres caídos de la casa de Campo de En blanco y negro es una de carácter inestable, una que amenaza constantemente con disolverse y en la que no reina ninguna empatía ni sentido de comunidad. Un conjunto no solo paradójico, sino también paralógico, pues burla la lógica de los conjuntos, al establecer la diferencia en tanto denominador común.
La serie de los diferentes, que difieren de los “normales”, pero también entre sí, entonces, acoge como también expulsa a la ciega de su configuración. La ciega opera como una especie de casilla vacía, que organiza la serie, sin nunca aparecer del todo en ella.
El criterio de la casilla vacía lo propone Gilles Deleuze en su texto “¿Cómo reconocer el estructuralismo?”, para identificar a aquel elemento que conforma una serie, pero teniendo una posición, de alguna manera, externa a la misma serie. Tomando de ejemplo el juego de ajedrez, el rey operaría como esa casilla vacía que simultáneamente está adentro y fuera del juego. Con él comienza y termina una partida. En torno a él se organizan todas las reglas y la estructura del juego. Es un elemento que no puede, como todas las otras piezas, ser comido, ni reemplazado, ni comparado con ningún otro elemento del sistema “ajedrez”. Si bien es el que más poder ostenta, es, al mismo tiempo, el que menos movilidad tiene. Deleuze subraya con la idea de la casilla vacía que, en los relatos, en una estructura textual, siempre hay un elemento que opera como un motor oculto, en el sentido de que no se hace presente de forma explícita en la estructura. Pero sin aquel elemento, la serie no funcionaría, no arrancaría la narración. Escribe Deleuze, siguiendo el análisis que Lacan propone de “La carta robada” de Edgar Allan Poe:
La naturaleza de este objeto […] está siempre desplazado respecto de sí mismo. Tiene como propiedad el no estar allí donde se lo busca, pero también ser hallado allí donde no está. Se dirá que “no está en su sitio” (y por ello no es en absoluto real), pero también que no está en su reflejo (y por ello no es en absoluto una imagen) ni en su identidad (por lo cual no es en absoluto un concepto).
En Blanco y negro es la ceguera la que opera como casilla vacía. Es, una y otra vez, durante el relato, colmada de sentidos divergentes. La ciega es identificada con un sinfín de significantes cambiantes: adopta formas y figuras tan distintas entre sí que termina por disolverse y constituirse solo fantasmalmente. La ciega es denominada por sus tíos, por su madre, su abuela y su primo como “perro”, “mono”, “chancha”, pero también “pajarito” o “ardilla”. Es catalogada de “tonta”, “retardada” e “idiota”, de “muda” y “loca”, de “ignorante” y de “analfabeta”, así como de “vaga” e “histérica”. A su vez se la tacha de “bruta”, “inmunda” y asquerosa”, y para el tío Luciano es un “pájaro de mal agüero”. La pregunta que se hacen los personajes es si acaso la ciega tiene alma, y si se trata de un ser racional y educable. Las opiniones van variando según quién las emita y según diferentes momentos del relato. Es de esta forma que la ciega y su ceguera recorren toda la novela, sin nunca aparecer colmadas de significado, sino siempre desplazadas de sus posibles sentidos. La misma ciega no sabe leer su ceguera si no en las formas en que esta va siendo cifrada en la mirada de los otros. Se va metamorfoseando de perro a chancha, de retardada a histérica, de desalmada a educable.
La diferencia con nombre de mujer
La pregunta por la ceguera y sus implicancias va anudándose con la interrogante acerca de la sexualidad y el género de la ciega. Si de niña es vista como una especie de animalito o bestia, a veces con ternura y las más de las veces con rechazo, al crecer y al desarrollarse su cuerpo se vuelve imperioso decidir si se trata de un cuerpo femenino. Muy tempranamente en el relato, la misma narradora se cuestiona:
[…] por qué todo el mundo no se llamaría igual y por qué a unos al nacer los catalogaban de hombre y otros de mujer. ¿Quién determinaba la diferencia? ¿Era la mamá del niño quien escogía, o el doctor? Por otro lado, muchas veces había oído decir a la abuela “menos mal que no es hombre”, refiriéndose a mí, y acepté el hecho como alguna equivocación de alguien, quizás de mi padre […].
La ignorancia de la ciega refleja la exclusión de los discursos de género cuando de ella se trata: ni femenina, ni masculina, sino únicamente ciega, su adscripción genérica solo se resuelve ex negativo. Más adelante, los niños del vecindario sí reconocen los rasgos de un cuerpo femenino en ciernes en ella: “Aurelio y sus compinches del vecindario crecían más que yo y hablaban de que al fin y al cabo yo era, después de todo, una mujer, y pretendían perseguirme para tantearme el pecho o levantarme las faldas”. José Luis, objeto de admiración para la protagonista, se debate entre despreciar a su prima ciega, por un lado, y reconocerle capacidades especiales e intentar rescatarla de la ignorancia, por el otro. Cuando la narradora le confía su gusto por los hombres, la dura respuesta de José Luis no se deja esperar:
—En ti no importa —respondió despectivo, como diciendo “Tú no eres una mujer”, porque para mi pobre y confundido primo las mujeres eran despreciables, humanas, débiles, sin ambiciones ni ideales, sin alas, pedestres, sin otra aspiración que ese difícil y despreciable sentimiento que él denominaba, despectivamente, amor.
Vemos en este tajante dictamen, un enjambre de diversas formas de interpretar el vínculo entre ceguera y femineidad. Para José Luis y sus aspiraciones espirituales, la femineidad se vincula a la sexualidad y es, por lo tanto, despreciable. Femineidad es corporalidad y bajeza, es imposibilidad de acceder a las verdades más altas e importantes de la existencia. Se configura entonces, para José Luis, como un halago cuando niega a su prima la condición de mujer. La ceguera la salvaría, en ojos de su primo, de la condena femenina de estar amarrada a la materialidad y sus necesidades, sin poder elevarse espiritualmente. La ceguera ahora se masculiniza y por ende humaniza a la protagonista. Dado que es ciega, se salvaría de su ser mujer y podría superar las bajezas propias del género femenino. En otra oportunidad, José Luis le subraya a su prima que “mi única gracia era que yo era distinta y que debía mantenerme distinta”.
Un día José Luis le obsequia unos lentes oscuros a su prima, y el cambio que opera la invisibilización de sus ojos ciegos se comenta profusamente entre los miembros de la familia. Nuevamente las opiniones no son unánimes: su madre encuentra que se ve bonita; —“¡si la niña sin sus ojos es preciosa!”—, mientras que su tía sentencia: “Pero si no tienes ojos…, eres otra sin ojos. Yo no quiero que seas otra, te quiero así”. Cuando la narradora va en búsqueda de la opinión de su tío, este resalta el atractivo erótico de su sobrina: “Puchas, puchas, si se está poniendo tentadora. Cabrita tierna… al puro punto”.
Así la femineidad y la ceguera se transforman ambas en cifras cuya decodificación está en constante pugna. Niña-bestia, adolescente a la que se le niega o a quien se le exacerba su carácter femenino, se subraya o anula su sexualidad, se distingue o se iguala con otras (cuando la narradora es víctima de una violación, su tío aduce el argumento clásico de la culpa femenina: “—¿No ves cómo anda esa chiquilla, provocando? ¿No ven ustedes cómo se comporta? ¿O creen que porque es ciega no es como todas?”). Tanto su ceguera como su ser femenino son continuas superficies de interpretación, elementos que reclaman un ejercicio de exégesis cuyos resultados son variables. Como reconoce la propia protagonista en algún momento: “Yo estoy fuera de todas las series”, siendo, simultáneamente, la que las recorre todas.
De forma invertida, la novela termina por señalar la imposibilidad de que una mujer ciega sea leída en un sistema patriarcal. Los modelos de ordenación genérica masculinista no cuentan con un alfabeto para poner nombre y dar sentido a la narradora de este relato. Por ello es que sus nombres son tantos y tan diversos entre sí, que más bien tienden a difuminarse y borrarse. No es casual que el nombre propio de la protagonista no nos sea revelado nunca. Así, el texto de Elisa Serrana parece preguntar también por quién es o quiénes son los verdaderos ciegos, qué es lo que se ve o no se ve con los ojos, y si acaso habrá un mundo que emerge ante los y las ciegas, permaneciendo opaco para los videntes.
Quizás para dar respuestas, si bien precarias y provisorias, a estas preguntas, es que la ciega se decide a escribir las páginas que luego conformarán el relato que el lector tiene entre manos. Como ella misma anota antes de considerar terminado su texto: “No es una obra de arte ni una confesión, ni un desahogo; es simplemente un encargo. Un pretexto para obligarme a escribir”. Escribir es ensayar una interpretación de la propia historia, un acto de autoría que implica hacerse dueña de su relato, una forma de avanzar hacia la pronunciación del nombre propio.
Bibliografía citada
Deleuze, Gilles. “¿Cómo reconocer el estructuralismo?”. En: Deleuze, Gilles, La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974). Trad. Luis José Pardo. Valencia: Pre-textos, 2005.
Freud, Sigmund. “Lo ominoso”. En: Freud, Sigmund, Obras completas. Tomo XVII. Trad. José L. Etcheverry. Buenos Aires: 2013.
Meruane, Lina. Zona ciega. Santiago de Chile: Random House, 2021.
Olea, Raquel. “Escritoras de la generación del cincuenta. Claves para una lectura política”. Universum, núm. 25, vol. 2 (2010). 101-116.
Serrana, Elisa. En blanco y negro. Santiago de Chile: Random House, 2004.