Читать книгу En blanco y negro - Elisa Serrana - Страница 8

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Que nadie se alegró de mi nacimiento lo descubrí mucho más tarde, en el tiempo en que comenzaba a comprender otras cosas y, de paso, también eso: que soy tonta, ignorante e inútil y que debí causar dolor. Creo que mi madre estuvo contenta en el primer instante y ese consentimiento suyo marcó mi afecto para siempre. Después tuvo que aceptarme y superó su natural rebeldía tomándome como un instrumento de la voluntad de Dios que me engrandeció mucho; yo contribuiría a su expiación en la tierra; su paso por la vida adquirió, por mí, un carácter dramático y excelso, como un castigo, como una promesa, ya que estaba convencida de que solo el sufrimiento lleva a Dios, y yo era, a fin de cuentas, un sufrimiento sencillo, agradable a veces, que le aseguraba la salvación.

Mi padre, en cambio, se derrumbó. Al principio trató de encontrar una solución, pero a pesar de haber arrostrado obstáculos para casarse con mi madre y ser por temperamento fácil, filosóficamente bohemio, tuvo miedo a una lucha para la cual no estaba preparado y cuyas raíces extraterrenas lo asustaron. No luchó por mí como un día lo hizo —¿o fue mi madre quizá?— por ella. Le signifiqué el desarme; no supo cómo enfrentar fuerzas diabólicas o celestes y prefirió evadirlas. La aceptación maternal lo exasperó tal vez y, ahora pienso, desencadenó un drama que no se perdonó durante mucho tiempo. El lapso duró tanto tiempo como el matrimonio de mis padres.

Un día él se fue de la casa y jamás se mencionaron claramente las razones. Si entonces los rostros fueron torvos y las sonrisas forzadas, yo no me di cuenta. Desde muy temprano viví en un mundo propio, vi solo lo que deseaba ver, manteniéndome al margen de una buena parte de las experiencias de mis semejantes.

En mis primeros años, ese mundo mío (único y cerrado, donde las ideas eran formas, los colores tenían una diferente temperatura y los comentarios y juicios se dividían como las fichas de mis damas, que yo trataba de creer que eran familias que se odiaban o se amaban y que movía entre el blanco y el negro; amontonaba en dos torres distantes, una blanca y otra negra; guardaba en diferentes cajas, en una las blancas y en otras las negras; jugaban desde dos líneas separadas, la blanca y la negra; hasta que supe que siempre las guardaba confundidas, que eran fichas iguales y solo variaban de personalidad en mi intención, tocándose, en la realidad, las unas con las otras en un montón blanco y negro), tenía el alto de las patas de los sillones de la casa de campo de mi abuela, y mi gran alegría era tocar el cielo que me proporcionaban las cubiertas de las mesas y los respaldos cóncavos de algún sofá. Durante el verano, el espacio de mis manos se agrandaba a los arbustos del jardín, hacia donde era fácil arrastrarme pasando inadvertida entre los pies de los mayores, hasta llegar a protegerme en las cuevas naturales que hacían para mí las ramas y las hojas.

Porque yo era, soy también ahora, ciega.

Para los grandes fui casi inexistente o, más bien, mi existencia era próxima y permanente y me olvidaban con facilidad. Así, con los años, aceptada como parte del mobiliario o del paisaje y señalada como un ser inofensivo, adquirí ante mis primos y sus amigos cierto prestigio: podía llevarles cuentos prohibidos y chismes familiares que no se decían delante de los niños, comentarios sobre la vida y sus dramas no aptos para oídos menores que solo oía yo cuando los demás eran excluidos por orden de la abuela, que solía decir: “Ya, los niños, váyanse a jugar”.

Más que esa frase que no me aludía, me impresionaba otra dicha por tío Miguel o su mujer: “Ustedes, mocosos, háganse humo”. Sentía un raro pánico y, a pesar de oír los pasos, carreras y gritos de burla y rebeldía, comenzaba mi desazón: ¿Y si mis primos dejasen de existir y llegara de repente hasta mí el aire contaminado que producía tal escozor en los ojos y la nariz; y si sus cuerpos-humo volvían a la pieza hechos nada, intocables, molestos como el vaho de una tetera, como el olor del dulce de moras o la mermelada de duraznos al llegar a su punto, como el agua de la acequia que consumía al sol del verano en el fondo del jardín, como el paso de Rosa, la cocinera, y el galope terrible de los caballos que anunciaban incendio en los bosques del vecino? Entonces me escurría del grupo mayor y con torpeza golpeaba las piernas de mis tíos o estrellaba la silla de la abuela. Preocupada solo de escudar el rostro con mis dedos antes de llegar al primer poste del parrón, y ahí, en espacio abierto, me atrevía, para igualarlos, a correr también hasta asegurarme de que aún eran ellos mismos, tangibles. Trataban de engañarme usando mil trucos para esconderse y asustarme, pero los delataban ciertos pedazos de risas a medio sofocar. Feliz, reía yo también, batía palmas y me echaba sobre algún niño próximo, porque me encantaban sus caras y, al tratar de encontrarlas, sentía sobre mí alguna bofetada: “Ya llegó la tonta, siempre a la cola…”.

Era agradable la vida en la casa de la abuela.

Nací en la capital y, en un momento perdido en mi memoria, mi padre decidió llevarnos al campo, pues le ofrecían un trabajo en sus cercanías. Ahora sé que preparaba su fuga facilitándole la tarea a su conciencia. Porque allí, en su casa, mi madre no sería tan desgraciada ni la vida tan costosa. Como había viajado poco, creo recordar ese éxodo que nos llevó a un tren, luego a un coche, mientras yo apretaba a una muñeca que nunca quise, entre voces desconocidas y lugares extraños, tirada por la mano de mi padre. Comprendí que llegábamos al notar cierta indecisión en los cascos de los caballos, algunos suspiros entrecortados y una caricia lacia contra el pecho que me apoyaba. En ese viaje perdí a mi padre, porque después otras voces reemplazaron la suya y extraños pasos ahogaron su andar. Nuevas manos me cogieron y olvidé cómo era la palma de la suya.

No recuerdo más de él; en cambio, sí está viva en esa primera memoria la presencia de varios miembros de la familia, que acudían según las necesidades de compañía o alimento. Tíos o primos llegaban o partían, se buscaban las sábanas limpias, se hacían camas y la casa tomaba un diferente ritmo; subía la cuenta del pan y había que mandar por carne; se ponía más templada la voz del abuelo y todos andábamos con cierto desorden de tránsito. Cualquier día volvimos otra vez a la calma. En un momento de parecido afán, mi padre dejó de estar.

La primera vez que vi a tía Clara debió haber sido luego. Quizá vino a casa por la muerte del abuelo, pero el abuelo y su desaparición no dejaron huella en mí; se hablaba de ello como un hecho nada más, era como una historia que se cuenta y se va. No así mi tía Clara. Ella formó con su presencia tal revuelo y sus frases eran tan distintas a las de mi madre que se grababan, y su llegada fue un acontecimiento. Había estado ausente de la casa durante mucho tiempo, y ciertos rumores sobre su conducta liviana y su gran amistad con una tal Flora, que se nombraba en casa como quien nombra al demonio, la hacían sospechosa y tal vez temible. Mi madre le temía, esto lo sé. A pesar de ser muy querida por el abuelo, no se apareció por la casa hasta su muerte. ¿Temía ella su reproche o intuía ella su pena? Después se olvidaron los malentendidos y quedaron para más adelante los reproches, hasta que estos se fueron también, dejándole abierta otra vez la puerta de la casa materna.

—Ven aquí —decía fríamente mi madre, cuando me sentaba yo sobre las rodillas de su hermana. Como si ella me contaminara.

También pertenece a esa época el primer recuerdo de mi primo José Luis. Vivía con su madre en la capital, aceptando malamente la esporádica presencia del padre, mi tío Luciano, que parecía ser borracho, mujeriego, “artista”, y gastaba a manos llenas la fortuna de su hermosa mujer.

El arribo de José Luis, que pese a su edad ya viajaba solo, causaba un revuelo distinto al que producían las llegadas de otros miembros de la familia. Cuando se anunciaba, la abuela, con la esperanza de que el niño viniera con su madre, mandaba a abrir la otra sala de baños, que olía a humedad y cuya tina era suave, de porcelana algo dulce a mi lengua. Me gustaba acostarme en la tina y quedarme allí adentro como en una casa de loza que sentía amable contra mis espaldas. Entonces daba vuelta la llave y el agua corría un rato sobre mi cabeza y me ahogaba la nariz, cosa que me divertía en extremo.

Las visitas se anunciaban por teléfono. O, más bien, el sonido de la campanilla hacía suponer alguna visita, porque se oía mal y no se sabía de quién era la voz. El teléfono en nuestra casa era el único medio de comunicación con el resto de la familia y con la gran ciudad, pero estaba viejo y siempre descompuesto. Esto alteraba profundamente a la abuela.

—Son los cables —gemía, sin alzar la voz—. Aló… Aló… ¡Aló! —empezaba a angustiarse, a ceder, luego gritaba y, por último, con un desolado ¡ALÓ!, se daba por vencida.

Desde mi escondrijo yo deseaba ayudarla, pero no podía descubrir cómo. Hasta muchos años después no conseguí que me pasaran el fono y, por eso, las voces de mis parientes eran para mí misterios que agitaban hasta el paroxismo a mi familia.

—¿Quién llama?… Pero sí. No oigo nada… No se oye, señorita, no se oye —colgaba y en su asiento seguía lamentándose—. ¡Cómo es posible que durante años esté yo pagando una cuenta y cuando quiero hablar…!

Mi madre volvía a levantar el fono por si lograba oír, lo que enfurecía más aún a mi abuela.

—Te digo que no se oye. Si yo no oigo nada, ¿por qué vas a oír tú? Son los cables que están viejos.

—No se aflija, mamá —decía mi madre, que nunca pasaba por mi lado sin poner la punta de los dedos sobre mi pelo—. Quiere decir que alguien viene.

Y así, tras el anuncio roto de un cable telefónico, llegó José Luis, pero solo.

—¿Y tu madre? —preguntó la abuela cortésmente, y mi primo, que desde pequeño fue petulante y veraz, respondió con soltura:

—No creo que venga nunca más. Dijo que ya nada tenía que ver con la familia.

—¿Y Luciano acepta tal insolencia? —preguntó mi madre, afligida.

—¿Mi papá?… Hace mucho tiempo que no veo a mi papá.

No recuerdo exactamente las frases, solo está claro en mí el silencio que siguió. El mover silencioso de los palillos del tejido de la abuela, la respiración callada de mi madre y allá lejos, en el fondo de alguna puerta abierta, la risa de mi tía Clara, que no podía evitar exclamar:

—¡Ya era tiempo!

Aprovechando la distracción general, yo me escabullí a tomar el fono, porque me gustaba el fono silencioso: no oí ni siquiera el eco de respiraciones ocultas en el hilo.

—¿Tampoco oyes? —preguntó mi tía, sin apremio.

Sonreí netamente, porque me gustaba el tono silencioso con cierto olor a boca y humedad.

—¿Pensará algo esta niñita? —continuó, pero yo no me di por enterada, porque la corneta era redonda y la boca en el hueco me cabía perfectamente y podía imitar su forma con mis manos.

—Comprende todo —se excusó mi madre.

—Tu padre debe estar loco —murmuró la abuela, dirigiéndose a mi primo.

—Así dice mi mamá…

—Que se calle esa… —la abuela podía insultar a su hijo, no así a la nuera. Se levantó furiosa—. Y que no te oiga hablar de ella nunca más, ¿entiendes?, nunca más.

—Ya pues…, usted también…

—No tiene por qué ser retardada, además.

Mi tía me quitó el fono de entre los dedos llenos de saliva. Desde lejos seguía defendiéndome mi madre:

—Es dulce y buena, pero la pobrecita…

—¡Déjate de pamplinas! —rugió mi tía, echándome hacia un lado—. La pobrecita, qué pobrecita; si está siempre callada es porque no tiene para qué hablar—. Se dirigió a mí por segunda vez—. Te entretiene tu mundo interior, ¿no es cierto? —desde entonces principió a gustarme su manera de decir las cosas, una forma que yo llamaba poética, porque ella embellecía el tono para sus palabras, al revés de otros—. Para lo que hay que ver, es preferible no ver nada…

Mi madre lanzó un quejido incomprensible.

—¿No perdona aún, Clara? —dijo.

Yo, molesta, deseaba recuperar mi mano y comencé a forcejear.

Como se acercaba José Luis, mi madre trató de hacerme desaparecer. Le dolía que me viera todo el círculo familiar y cuando llegaba un extraño trataba de esconderme. Pero esta vez no alcanzó y sentí a mi primo fríamente cercano.

—Soy ciega —dije yo sonriente, porque esa frase me volvía importante—. Soy ciega, soy ciega, soy… —siempre que decía esa palabra los demás callaban. Aplaudí contenta, con las palmas abiertas—. Soy ciega. ¿No es cierto, mamá, que nací ciega?

Escuché alejarse los pasos de José Luis, acongojarse a mi madre y la abuela distrajo por un instante su último pesar, mientras mi tía comenzaba a tararear una canción. Para todos, excepto para mí, la ceguera era trágica, humillante y a nadie le gusta reconocer una verdad fea. La abuela entonces se puso de pie, porque nunca le gustó sufrir y siempre buscaba cosas que la distrajesen para sentirse otra vez alegre. Decía que ella necesitaba alegría para vivir y que siempre esta era escasa. Así, ahora también echó a un lado la ceguera, su responsabilidad y los problemas familiares. Me propuso que fuéramos al jardín a pasear a los perros. Cuando salíamos dijo como para sí misma:

—Escribiré a la compañía y haré un reclamo en forma —pero como esa frase se oía a menudo, me puse a pensar dónde estaría mi primo.

Me gustaban la noche y su sonido. Me gusta hasta hoy la fresca conversación de las cosas durante la noche. El sonido nocturno es rico y cada voz difiere de otras voces, así como diferentes son las voces del día. Las aves diurnas cantan, gritan y pelean mientras se picotean jugando cerca de la acequia y quieren, creía mi madre, como los hombres, bañarse en el mismo hilo de agua y caminar en el mismo rincón del corral, pero yo creo que lo que desean es encontrarse bajo ese mismo hilo de agua y juntos estar en el trozo de corral. De noche, los pájaros son discretos y tímidos, se mueven con avances solapados, porque tienen miedo y chocan sus alas nocturnas y blandas, porque no saben las distancias. Los charcos de la noche se unen en un concierto y la gente cree que la que canta es la rana. Ahora pienso, recordando las noches de mi infancia —porque entonces no pensaba, tan distraída andaba en otros menesteres—, que me gustaba la noche porque nos hacía a todos iguales. Yo podía conducir a cualquiera en la noche, y era curioso oír que los otros debían disminuir su velocidad y hacer indecisos sus pasos cuando caminaban a oscuras. En la oscuridad, yo era más fuerte.

Por eso algunas veces, después del primer sueño, dejaba yo mi cama, apoyada en el recodo que hacía el pasadizo entre la pieza de mi madre y la entrada de la galería, y daba a mis pasos un ritmo de quejido nocturno para deslizarme hasta el jardín. Junto al último poste del parrón, había una piedra (estuvo ahí mucho tiempo, porque en casa las cosas permanecían siempre en su lugar y nadie movía nada a no ser que decidiera hacerlo un tercero y tomara solo la iniciativa, porque entonces también por no tener que cambiar, quedaba la cosa ya cambiada, en su nuevo sitio, y allí permanecía), a la que me gustaba allegarme y poner sobre ella mi mejilla. No dejaba que nadie se sentara en la piedra, la sentía mía y pasaba a su lado; cuando era de día, disimuladamente para que no la vieran, me alejaba para aislarla, volvía a otra parte para no atraer el deseo de otros sobre ella.

Sin embargo, una mañana cualquiera de cualquier invierno de mi pequeña infancia, al llegar al borde del parrón, presentí a una persona; antes de asustarme reconocí a mi tía Clara, que agarraba un débil rayo de sol. Un “a dónde vas” interrumpió mi huida y comencé a temblar.

—Ven y siéntate para que conversemos —dijo secamente.

Asentí aferrándome al poste.

—¿Por qué no hablas?

—Sí hablo.

—¡Cómo saber qué hay dentro de ti…!

—Mmm…

—Por quién y cuándo fuiste concebida…

—¿Eres una veta pobre o un rico mineral?

—Mmm…

—Tu madre llora porque no ves y…

—Yo veo…, veo…, veo; la gente cree que porque soy ciega, no veo nada.

—¿Qué ves? —la voz de mi tía parecía declamar.

—Veo a la gente, veo las caras de la gente, veo la luz del sol y el frío del nublado.

—No lo dudo —respondió mi tía, distraída ahora, desilusionada—. No tienes por qué no ver. Eso es cierto. Ser ciega es como cualquier cosa, como ser rubia o ser morena, fea o bonita. La ciega es ciega y no tiene por qué no serlo. ¿Qué significa? Es una cualidad, como cualquier otra. Me gustaría que me dijeras cómo ves la luna. La luna es para mí como un manto rojo, ¿comprendes?, sobre un vestido de novia.

Comprendí muy bien, porque los vestidos de novia eran como mantos y los mantos podían ser como la luna.

—El mundo entero es ciego, niñita —agregó ahora con voz dramática, agarrándome tan fuertemente del cuello que sentí ahogo—. Uno pasa la vida llena de luz y a oscuras, y como uno ve, cree una cantidad de tonterías y describe lo que ve, otra gran tontería, y así…, ¿de qué estábamos hablando?

—Del tiempo.

—¿Crees en el tiempo?

—¿Qué tiempo?

—Ya verás. No existe el tiempo. Yo estaba sentada en este mismo sitio, no, más allá, cerca del comedor, cuando vi detenerse un coche y bajar de él a un desconocido. Supe de inmediato que era él y me saludaría sonriente y vendría a sentarse a mi lado; conversaríamos largo y me diría que pensaba construir puentes y tranques y cosas duras… No puedo contarte todo lo que me habló ni cómo él me besó, ni mi miedo, ni la forma de la luna que salía allí detrás de ese almendro, así como interrumpida de hojas y ramas y como claveteada. Era terrible dejarse besar por un desconocido y me volvió el miedo, porque mi papá era difícil y podía verme besándome con él, que estaba haciéndole un trabajo, pero yo le dije de inmediato, para que se me pasara el miedo, que mi padre no me dejaría casarme porque era su hija predilecta y que él era joven y yo aún no sabía su nombre.

—¿Su nombre?

—Óyeme sin interrumpirme. ¿Crees en el tiempo? —me puse a pensar si contestaría sin interrumpir, pero ella no me esperó—. Tiempo después, un año quizá, llegó a casa. Y yo ya lo había conocido. Se lo dije y él respondió que venía del sur y que nunca había estado en la zona, pero le expliqué que eso era una tontería, porque yo lo había visto bajo el parrón una noche de luna, no, era una tarde de luna, son mucho más lindas las tardes de luna, y él aceptó el hecho y dijo que yo era cómica y que le gustaría casarse conmigo. ¿Te gustan los cuentos?

—No.

—A mí tampoco.

Las conversaciones con mi tía eran así y me agradaba oír su voz ronca de fumadora poética y, al oírla, me parecía que tomaba el tono de la persona que lee. Sí, leía sus recortados trozos de memoria, me bañaba su voz, de cuando en cuando me salpicaba su saliva y ella ponía un dejo especial que nadie usaba y ese hablar era para mí.

—¿Qué te estaba contando?

—De usted, de él, de los ciegos.

—Sí, tu pobre madre dice que no ves.

Lancé un quejido de rabia y comencé a morderme el dedo, pero mi tía me dio tal mantón que cayó mi baba suelta y descarriada.

—¿Te dolió…? ¿Qué te dolió?

—Yo veo…

—No digas tonterías.

—Pero si usted dijo que soy ciega y rubia…

—Qué más da. Llevas vida de mineral. No sabes nada de nada y eso es divertido.

Ya en ese tiempo me daba cuenta de que mi ignorancia le servía a la familia como una argolla, todos me tomaban y debía seguir mil cursos diferentes colgando de cuantos brazos quisieran arrastrarme; mi cuello debía ser dócil a la mano que quisiera apoyarse. Los dedos de toda la familia me guiaban como si fuese un buey y tuviera mil yuntas. Los dedos de los parientes sobre mi espina dorsal me indicaban los recodos y las acequias con un claveteado; me empujaban con mayor decisión cuanto más grande era el obstáculo. Tenía dificultad en dejarme llevar, me daba un miedo horrible, ya que no confiaba en las manos de quienes no eran ciegos y creía que me guiaban mal. No me atrevía a quejarme por no ser grosera, porque no me parecía amable desconfiar de la vista ajena y temía ofender a quienes me ayudaban.

Seguí a mi tía, sin embargo, cuando quiso que oyera sus versos y entramos a una pieza más oscura que otras, que olían a naftalina, a lavanda y a encierro. Me empujó suavemente hasta su cama. Ya cerca de ella me sentí mejor, subí de un salto y tomé la posición de gallina clueca, como decía mi tío, es decir, un montón de niñita en un ovillo de pelo y brazos, hasta que comenzaron a luchar en su garganta la poesía y la voz.

Sus versos eran diferentes a aquellos que, años después, leía mi prima Angélica tendida en el pasto cuando un mes de febrero vino al campo a preparar un examen de Castellano.

Desde que conocí el interior del dormitorio de mi tía comencé a quererla. Conocí su cama y me eché sobre sus ropas durante largas horas de muchos días, pero su amistad tenía un precio y el refugio de los armarios también: debía escucharla y comprenderla. No la escuchaba siempre, pero sí la comprendía y llegamos a una cierta intimidad. Fue la única persona de la familia que no se preocupó en ese entonces de mi ceguera; me trataba como una persona normal y no se despojaba de sus prejuicios en contra mía, ni me disimulaba su desprecio. Me gustó tía Clara por ser tan distinta a mi madre y a mi abuela; eso le daba otra dimensión a mi conocimiento del mundo. Tampoco intervenía en las frecuentes discusiones familiares sobre mi persona.

Decían a mi abuela que yo no sabía nada, pero ella contestaba que para algo tenía yo madre y si alguien repetía a mi madre la queja, esta se lamentaba llena de pena y exaltación:

—Es como echarme en cara mi desgracia. Decirme a mí una cosa tan triste. No tienen corazón con una mujer abandonada que solo aspira a conservar lo poco que Dios, en su infinita bondad, se dignó entregarle—. Lloriqueaba un poco. Me tomaba en sus brazos, escondía su cabeza en mi hombro y murmuraba—: Tú sabes que solo deseo lo mejor para ti, pero ¿qué puedo enseñarte yo? Si tuviera algún dinero traería a una institutriz, pero tú sabes que tu padre… para tu padre no existes ya. Cuando pienso cómo te quiso de guagüita antes de que se te notara la deformación, antes de que el médico dijera que la desgracia era irremediable. Tú me comprendes, ¿no es cierto?

Comprendiéndola, y por no ver qué necesidad tenía la gente de atormentarla por mi causa, no se me ocurría otra forma de consuelo que la de no estorbar con mi presencia recordándole su desgracia. “Su desgracia” era yo. Me lo decía besándome, como quien besa un silicio, cuando yo no entendía que la gente necesitara desgracia para ser feliz, pero ella necesitaba de mí, y cuando me escondía me lo reprochaba con inmensa tristeza. Resultaba difícil cambiar tantas veces en un día mi actitud a sus deseos. Pero ella salía sola, perdiéndome entre los arbustos.

Los recuerdos de mis primeros años no se dividieron en épocas sino en sensaciones.

Una vez que estaba yo escondida entre unas matas de alcanfor, oí decir a la abuela:

—¡Dios nos ampare! —lanzó una carcajada absurda, era imprevista en sus afanes como en sus alegrías—. ¿Qué se le ocurrirá a este demonio ahora?

Desde entonces, José Luis y el demonio anduvieron juntos en mi mente. Nadie dejaba de mencionar al demonio antes o después de su nombre: “Déjame y ándate al diablo”, “Este demonio de niño”, “Chiquillo del diablo”, “Vete al infierno”. De ello provino que, en mi más intenso recuerdo, José Luis conservó el olor y el porte de demonio y el demonio tomó la hermosura y la gracia de mi primo. Por eso también un tiempo me atrajo y me aterró el demonio. Hasta que alguien me contó que el demonio había sido un ángel. Ahí se complicó más aún la imagen, porque José Luis no era casi nunca un ángel.

—Claro —comentó la abuela—. Esa mujer no se acuerda de nosotros en todo el año y cuando en las vacaciones el chiquillo comienza a molestar recuerda que no se engendró solo, que necesitó de un padre. A propósito, ¿dónde se mete Luciano? Luciano… Luciano… —gritó despavorida—. Llega tu hijo.

Abandonado por su mujer y con poco dinero, mi tío Luciano había llegado también a casa. Tía Clara consideró su presencia como una copia o una intrusión. Desde su arribo comenzó a desear partir, pero luego olvidó el motivo por el cual debía irse y se fue quedando. Tío Luciano no se dio por aludido de las mil reiteradas frases de sus hermanas, quienes, cada cual a su manera, insistían en que estaba bien que la casa paterna fuera un refugio de mujeres abandonadas (eso lo decía mi madre) o de mujeres que desean la vida tranquila del campo (esto lo decía mi tía), pero el caso de un hombre “es diferente”. Mi abuela, en general, no decía nada, porque si bien es cierto que alimentar a todos sus hijos le resultaba pesado, tenía en ellos una compañía adecuada y la casa volvía a ser la de otros tiempos. Aprovechaba la abuela para hacer recuerdos tiernos sobre su marido muerto y las hermosas épocas en que “estas niñitas” (mi madre y mi tía) eran chiquillas. Aunque estas no resultaban para mí tan niñitas, lo aceptaba, como otra de las mil cosas de la gente grande que uno acepta en la infancia. Mientras, mi tío Luciano hacía su vida entreteniéndose en atormentar a sus hermanas y a mí, para desentumecer un viejo deseo de sufrimiento ajeno.

—Es bueno que también ese padre se acuerde de que tiene hijo —agregó tía Clara, terminando de comer un merengue que le deformaba la voz y le dejaba pegajosos los labios—. Es claro que si arman líos entre Luciano y ese chiquillo del diantre, me largo de aquí y me vuelvo donde Flora.

Siempre amenazó con irse donde Flora, hasta el día en que supo que Flora se había casado. Debió sentir un gran alivio. Estaba por fin tranquila, como si hubiese tocado tierra, aunque la tierra vista fuese un islote desierto. Demostró su dignidad no volviendo a mencionar nunca más a su amiga y guardando un silencio muy poco suyo cada vez que mi tío la insultaba en su presencia o contando anécdotas de la pasada vida de Flora.

—¿Qué va a ocurrírsele a este niño ahora? Porque en algo hay que entretenerse —dijo la abuela.

—Hacer sufrir a la niña, eso lo entretiene —respondió mi madre.

Mi tío se volvió hacia mí, lo sentí cercándome de ojos. Me hundí contra los ladrillos del corredor.

—¿A ti te molesta que un hombre te maltrate? —siempre decía esas frases raras con curiosa entonación—. Si sigues las huellas de tu tía, le tomarás el gusto rápidamente —rio con ácido en la garganta—. No te disgusta nada, creo yo; más bien te gusta que ese demonio de niño te maltrate; los he visto, lo sigues como un perro faldero esperando sus retos, sus improperios, sus dulces y aduladoras palabras —se exaltaba con voz extraña—. Los he visto. Le dice linduras a esta chiquilla solo para burlarse, solo para aprovechar su buena voluntad, y ella feliz…, feliz…, ella…

Yo no escuchaba. Me acostumbré a cerrar los oídos, así como otros cierran los ojos. Me gustaba transformar las palabras, embellecerlas y creer de repente que me estaban diciendo lindas frases de cariño. Así logré evitar los ataques de mi tío y lo vencí, cosa que a José Luis le costó mucho más tiempo y más amarguras. Es cierto que él era su hijo. Pero, además, era rebelde y su primera y más terrible dificultad, me parece a mí, fue aceptar las frases odiosas de su padre y acostumbrarse a su cada vez creciente olor a alcohol. Además, no aprendió a evitarlo. Yo conocía desde lejos sus pasos y me era fácil esconderme bajo los arbustos antes de encontrar su presencia.

—Como no es de los más sacrificados el chico, seguro que tomará un auto en la estación y deberemos pagárselo —insistió mi tía, que recobraba su sentido común cuando la estimulaban.

—Deberemos…, qué frase…, deberemos; como si tuvieras con qué pagar. Pordiosera, eso eres, pordiosera de todo. Yo le pagaré el taxi. Para eso tiene un padre. Para algo es mi hijo; a alguien tenía que salir dispendioso y altivo…, a alguien… —pareció poco convencido de su encono y su voz decayó sin objeto. Nadie lo escuchaba.

Ese año esperé a José Luis anhelante. Recordaba su voz alta y aguda, algo quejosa y cruel, de cuando en cuando triste, como si luego de pellizcarme los brazos y las nalgas hasta hacerme gritar, creciera de repente sintiéndose hombre. Pero no deseaba ser hombre, tampoco quería continuar siendo niño, y ese era otro problema en sus deseos y tendencias. ¿Volvería a atravesar cuerdas en el camino para hacerme caer? A mí me divertía el juego. Sentía un terrible miedo al comienzo, pero al oír a todos mis primos reír con alegría, reía yo también. “Parece una garrapata en la tierra”, chillaban antes de tenderme alguna otra celada. Les gustaba jugar conmigo y me enorgullecía servirles de diversión: me sentía única y pretexto para otras barrabasadas, muñeca y juguete diferente que se amoldaba a sus gustos y seguía sus emociones.

Oí antes que nadie el ruido del automóvil; era tan viejo el taxi del pueblo como el auto de la abuela, que permanecía encerrado y cubierto de polvo en el garaje; gemía desde la última subida como si viniera empujándose. La portezuela se abrió antes de estar detenido, pero los pasos demoraron un momento en dirigirse a la casa. José Luis había pagado y traía él mismo su maleta. Me tendí de espaldas en el suelo para que me viera al pasar; puse cara de estar tocando el sol y sonreí bobamente a la atmósfera como si no lo viera. Pensé que se detendría a saludarme, pero siguió de largo. Lo oí mascullar ante la abuela y supe que ella lo estaba besando. Evitó que mi tía le rozara el rostro con sus labios, pero estrechó a mi madre con calor. Luego, abochornado, sumiso, se sometió a las preguntas de su padre. Como siguiera ignorándome, me acerqué despacio hasta la puerta del dormitorio que la abuela había destinado para él.

—¿Qué hacías allí botada como perro?

—Nada.

Para que José Luis me buscara, volví a esconderme. A veces permanecía en mi pieza hasta muy tarde y otras me echaba bajo la mesa del comedor, donde tocaba los ladrillos que tenían caminos en todas direcciones por donde transitaban las hormigas.

—No sé cómo no la pican —decía mi abuela al pasar—. Lo más bien que se las arregla con esos bichos, porque son como ella, terrestres. En cambio, las moscas…

—En todo caso, es un juego inmundo —decía mi madre.

—Mírala cómo escupe en el suelo —chillaba mi tía riendo a carcajadas.

—No seas cochina, niñita.

No se daban cuenta de que, en vez de escupir, yo hacía lagunas para que se bañaran las hormigas. Mi baba duraba un tiempo en los ladrillos. Antes había intentado echarles agua, pero esta se consumía con rapidez y debí cambiar de líquido.

Un día que me hallaba en la pieza de mi tía, esta entró como un viento. Su apresuramiento era igual a su voz y su confusión fue ingrata al verme echada en su cama como una lagartija. Comenzó a hablar, creo que declamaba, porque los movimientos de sus brazos eran como aleteos; su voz como eco, paisaje o agua; según ella, devenía estridente y apenas oí lo que decía. Al fin comprendí que mi prima Angélica llegaba al día siguiente.

Para ir en busca de Angélica era preciso sacar el Ford de la abuela. La escena de la partida fue, como siempre, conmovedora. Lucho, el chofer, que también trabajaba en otras partes de la casa, abrió de mañana el portón y empujó el auto hasta la entrada. José Luis maniobró el volante y yo ayudé a empujar, porque era divertido quedarse colgada del parachoques en el emocionante momento en que el motor se decidía a partir. Generalmente tomaba esa decisión en la bajada del camino y rugía como burlándose de todos los que nos quedábamos atrás resoplando, riendo y con las manos desocupadas de improviso y la fuerza de los músculos marchita.

—Estará muy linda esa niñita —dijo mi abuela—. La mandan aquí para que estudie, porque fracasó en un examen.

Linda debe haber llegado, porque José Luis, algo menor que ella, no dejó de seguirla cuando vagaba por el jardín con un libro en la mano. Se sentaba a su lado cada vez que tenía oportunidad de hacerlo sin que su padre lanzara un largo silbido de burla o de aprobación hacia la sobrina, cosa que al hijo desesperaba. Siempre había dicho que la encontraba engreída, pero ahora olvidó su juicio y discurrió invitarla a bañarse en el canal a la hora en que toda la casa dormía la siesta.

De alguna manera lo supo mi tío y aprovechó la quietud del patio para acercarse a mirarlos desde la reja que limitaba el jardín del potrero del fondo, donde corría el canal, comentando después a la abuela que estos niños se bañaban casi desnudos. La abuela se sobresaltó un instante, pero prefirió orillar el problema contestando algo de los tiempos, de las debilidades de las madres y del uso indebido de trajes de baño que parecían pañuelos. Pero no se allegó a la reja, porque cerciorarse era peor que suponer un hecho y la abuela no quería disgustos innecesarios.

Yo también los seguí al fondo del jardín, pero encontré a Angélica sola arrastrando una silla de lona sin acertar a ubicarla en un sitio confortable. Al sol le daba calor, dijo, y a la sombra, frío, y la semisombra y el semisol la ponían nerviosa.

—Puede ser que logre estudiar algo —pasó la mano por mi pelo y me alejó de ella.

Sentada a algunos pasos, leía en voz alta su primera lección, como mi tía el diario, comiéndose las palabras y saltándose los párrafos apretados: “Padre nuestro que estás en los cielos,/ ¿por qué te has olvidado de mí?/ Te acordaste del fruto en febrero/ al llagarse su pulpa rubí./ ¡Llevo abierto también el costado/ y no quieres mirar hacia mí!”. Calló un instante, enternecida, y siguió con más emoción: “Padre nuestro que estás en los cielos…”.

A medida que memorizaba el texto iba cogiendo su sentido y enamorándose de su voz. Cambió de ritmo y de inflexión, como mi tía inventaba nuevas voces para que sus versos me fueran tocando. Me divertí oyéndola. En poco rato aprendí de memoria la poesía y, al final de su lectura, comencé a recitar la primera estrofa.

—¡Bah —gritó como si me descubriera—, ya la sabes! Entonces puedes tomármela a mí.

—Pásame el libro —dije, para darme importancia.

—¿Y para qué lo quieres, tonta?

—Me gusta.

—Pero si no lo ves.

Traté de tragar la rabia que esa frase me producía, porque estaba consciente del favor que significaba servir a mi prima y cómo estaría de furioso José Luis cuando supiera que yo la ayudaba a estudiar. Desistí de explicarle que, teniendo el libro en mi mano, yo lo veía.

—Es para que no mires.

—Bah, te sabes una pura estrofa. Después yo podría decirte cualquier cosa y tú me la creerías.

—No, porque yo la oí.

—Tómame mejor esta lección de Castellano —comenzó a leer, y ahí yo me distraje; eso era otra cosa.

Un verso se aprende, pero una enumeración de palabras llamada oración, y un análisis de verbos y preposiciones y qué sé yo, era muy aburrido. Sin embargo, esa tarde aprendí mi primera lección de Castellano y nunca más olvidé los verbos de la tercera conjugación. Me costó imaginar que fuese tercero algo que para mí era único, pero no deseaba discutir con Angélica y temblaba ante la idea de que decidiera deshacerse de mí. La tercera conjugación y algunas reglas gramaticales flotaron en mi memoria vacía como islas flojas. Descubrí cuántas cosas podían venir en un libro tan pequeño y traté de tenerlo misteriosamente escondido detrás de mis espaldas para que Angélica no hiciera trampas. Cuando me cansé partí corriendo, con el libro aún en la mano, y ella aprovechó ese incidente para correr tras de mí, empujarme un poco y desentumecer las piernas. Mas, al sentir llegar a José Luis, escondí el libro entre unas ramas y me alejé cuando pude. Oí que se desesperaba buscándolo y que todos los insultos me iban dirigidos, lo que me alegraba, porque eso era para mí un juego y la lucha estaba llena de emoción.

—No te digo yo que es idiota…

—Y si le preguntáramos dónde lo puso…

—Yo no le hablo a esa ni que me paguen…

—Espérate no más que yo la agarre.

Pero no me encontraron y otra tarde fui a espiarlos mientras se bañaban en el canal. Después de almuerzo buscaron sus trajes y cuando estaban alegres chapaleando en el agua aparecí de repente, feliz de sentir gotas de frescura que entre gritos lanzaron contra mí. Sentía gran curiosidad por saber cómo era mi prima y por qué mi tío silbaba tan largamente que el silbido de su lengua se pasaba a la garganta convirtiéndose en tos y, sobre todo, por qué José Luis no la golpeaba como a mí. Pensando en esto y por querer tocarla, me eché vestida al agua. Acostumbraba a hacer siempre cuanto me venía en ganas. Bastaba que una idea se me cruzara por la mente para que estuviese ya en mis manos. Tenía que tocar la piel de Angélica, saber cómo era ese traje con el que parecía desnuda, conocer su cuello y sus brazos. Así, con el agua hasta la cintura y resistiendo la corriente, me acerqué gritando hasta colgarme de su cuello; me amarré en sus brazos riendo, sin comprender que Angélica se pusiera a chillar. Gritaba como un pájaro nocturno, gritaba como un verraco mañoso.

—¡No me toques así, déjame tranquila, tonta!… ¡Te digo que me sueltes! —con mi peso perdía fuerzas en la corriente. Yo interpreté a mi modo sus gritos y creí que eran parte del juego, dejándome llevar con ella por el agua, apretada a su cuello y tratando de lamer sus espaldas mojadas.

José Luis logró sujetarnos y Angélica continuó persiguiéndome:

—Inmunda… ¡me las pagarás! —de un empujón me echó de cabeza al agua haciéndome tragar tal cantidad de líquido, tierra y hojas, que sentí ahogarse mi boca y mis pulmones—. Es que me da asco esta chiquilla cargosa —seguía ella quejándose, mientras José Luis me arrastraba media muerta hasta la orilla.

—Lo que falta es que te ahogues, miéchica —murmuró—; haces cosas de loca. Ya, ponte aquí al sol para secarte bien —me desabrochaba torpemente la camisa y tiró lejos mis zapatos—, no vayas a enfermarte.

—¿Pero no viste, José Luis, cómo la tonta me lamía como un perro? —se excusaba Angélica.

—No te des tanta importancia ahora —José Luis cargaba contra Angélica y la impresión de tal cambio me hizo bendecir mi caída y toda la mugre que había tragado y hasta los tirones de mi primo sobre mis brazos—. Déjate de hacerte la interesante.

—Es que no viste, te digo… Además yo no soporto que me toquen…, que nadie me toque…, mucho menos esa…

—¿Podrías, alguna vez, entender alguna cosa? —gritó José Luis fuera de sí—. Eres bien cargante tú también —bajó un poco la voz—: es ciega, ¿o no lo sabes? Es ciega y ella tiene su manera…

Volví a casa sola, llena de agua, barro y ahogos, pero contenta, con los zapatos en la mano y sin sentir el calor de la tierra en los pies. “Me das asco”. ¿Por qué? ¿Por qué no le gustaba a Angélica que la tocasen? ¿Cómo podía vivir alguien sin tocar? Es como no ver. Eso sí que era ser ciega. A mí me gustaba tocarlo todo y deseaba que los demás me tocaran. Aun ahora, cuando no toco a alguien, me siento muy sola. Es cálido y amable el cuerpo de una persona; me gustan las manos que saben apretar otras manos, son generosas y veraces y ayudan a seguir andando; y cuando uno pone los labios sobre una mejilla o siente que alguien le besa el pelo; cuando uno logra descubrir la forma de unos ojos o de una boca; cuando se conocen en los dedos el cuello y la piel y se afirma en un brazo y ese brazo toca mi brazo, cree una estar viva, estar entre amigos; pienso, en esos momentos, que los demás son iguales, que tal vez sus almas desean copiar la mía y que tengo un lugar importante entre los hombres.

Me sabía ciega, torpe e ignorante, encontrando esas cualidades igualmente irremediables. No le daba mayor importancia, pero intuyendo una desventaja argüía, como mi madre, que era muy chica, que era inválida y que en la vida no había gran cosa que aprender.

Sin embargo, cuando José Luis habló de mi ignorancia agregando palabras para mí desconocidas, como analfabeta y otras no tan desconocidas, como burra, se lo conté a la abuela, quien me respondió:

—Para algo tienes madre, hijita; que cada persona cargue con su propio fardo. Allá ustedes, nunca me ha gustado meterme en la vida ajena.

Como en esos días la abuela enfrentaba una desesperada lucha contra las moscas, se creía su única víctima y su más vengativa adversaria, cambió rápidamente de preocupación, rogándome que le pasara el insecticida.

—Ya pues, niñita, no te hagas la tonta —se impacientó—. Está ahí cerca de tu rodilla. ¿Qué crees tú que habrá provocado esta ola de moscas? Más cosas para matarlas inventa el hombre, más tercas y fuertes se ponen ellas. Esta mañana amanecí con una mosca sobre la nariz; por suerte había dejado al alcance de mi mano mi matamoscas y la muy pérfida no se me escapó.

Me puse a echar líquido con la pequeña bomba, cosa que me gustaba sobremanera hacer, porque olía el perfume del insecticida y me sentía capaz de perdonar a algunas moscas echándolo hacia otro lado del que me indicaba mi abuela y diciendo por lo bajo: “Ya, escapen ligerito, que tengo que volver”.

—Con moscas no se puede vivir. ¿Has despertado alguna vez con una mosca sobre tu nariz?

—Sí, muchas veces.

—Desagradable, ¿eh?

—Hacen cosquillas.

—¡Qué niña…!

—¿Qué significa ser analfabeta?

—No hagas caso. José Luis es un odioso.

—Dice que no sé rezar.

—¿Eso dice? Mírenlo… ¿No sabes rezar? Malo. Es malo no rezar. Pero eso tiene que resolverlo tu madre, porque no hay mejor educadora que la que no tiene hijos ni mejor administradora de los bienes ajenos que la que nada tiene. Es fácil saber las cosas en las que uno no es parte. Meterse en ellas es distinto. Hace mucho tiempo que pienso que hay que dejar vivir, pero no lo pensaba así cuando tenía a mis hijos pequeños —suspiró la abuela con tristeza impropia, aspirando profundo para serenarse—. No debo ponerte triste, tienes bastante con tus propios problemas, tú también —sonó un golpe seco contra la mesa, un vaso se tambaleó—. Eso, maté otra.

De todos modos debe de haber tratado el tema con mi madre, porque esta, una mañana, me sentó en su falda y tomándome la mano comenzó a enseñarme a persignar. Aburrida de hacer el mismo gesto, una cruz sobre mi frente, sobre mi boca y otra cruz sobre el pecho, me gustaba terminar besando bulliciosamente los dedos todavía cruzados. Después de esa lección, creí que había dejado de ser ignorante, pero mi primo insistió en que lo más terrible era ser analfabeta. Continuaron las clases y creció mi aburrimiento; no encontraba postura y si trataba de retirar mi mano de la de mi madre, esta apretaba con más fuerza y suspiraba descorazonada. Le dije con rabia a José Luis que era responsable de mi desgracia, de las muchas horas que perdía de estar tendida al sol y que si seguían metiéndome rezos en la cabeza se me olvidarían todas las otras ideas, porque siempre me llamaban cuando tenía a medio hilar un pensamiento y al volver estaba olvidado, y era una lástima tener que empezar cada pensamiento desde el principio.

—Eres analfabeta y te pondrás cada día más burra —repitió él con paciencia—. Con el tiempo puedes dejar de ser analfabeta, pero con estos argumentos tuyos seguirás igualmente ignorante. Nadie puede dejar de ser un ignorante viviendo en esta casa.

—¿Qué tiene esta casa?

—Está estancada.

—¿No te gusta vivir aquí? —creí que iba a llorar de pena.

—¿Crees que soy un ente como tú? —preguntó—. No soy idiota. Aguanto porque no me queda otra cosa. No tengo plata ni casa a dónde ir, pero si yo pudiera… hace mucho rato que habría volado a otra parte.

La idea me pareció fantástica. Nunca antes pensé que se pudiera uno ir a otra parte, menos aún volar, y menos que menos vivir en otra casa. Nunca supe que el dinero era importante ni su falta, una limitación. Desde ese momento, el dinero comenzó a tomar una dimensión creciente y desmesurada, un poder mágico. Traté de imaginarme cómo podría yo andar sola por el mundo y entonces José Luis repuso que los ciegos tenían un bastón blanco que les abría el camino y les servía de apoyo. Ahora fueron los bastones los que tomaron blancuras mágicas. Con los años, siempre que me hablaban de dinero pienso en bastones y por ello tengo en la mente a las personas que tienen mucho dinero como seres rodeados de bastones donde ellos, al estirar la mano, escogen el que les acomode mejor. Los ricos escogen sus bastones. Algunos pueden cambiar uno más duro por otro de madera suave y hasta por uno de material sintético; otros deben tratar de no extraviar el único que poseen para proseguir su camino. Hay personas con miles de bastones, millones de bastones, casas hechas de bastones y arcas con bastones guardados; otras con una pila de bastones arrimadas a la puerta. Hay yates de bastones y edificios y automóviles con el color blanco y suave de los mejores bastones. Aunque en mis manos el dinero sonaba y era redondo, no logré disociar ambas imágenes, que si bien eran distintas en su forma, eran parecidas en su primitiva sensación.

Pregunté un día a mi madre que por qué hacíamos tantas cruces para persignarnos y ella comenzó a contar la historia de Jesús, de quien yo conocía de paso una que otra anécdota, dándole esencial marco al momento de la crucifixión. Tuve la sensación entonces de que para ella no eran tan importantes el nacimiento, el milagro, la resurrección: era especialmente devota de la crucifixión. Esa vez la clase de catecismo tuvo resonancia en mí. Sentí una dolorosa transformación interior, y mientras pensaba si eso sería dejar la ignorancia, la idea de la cruz tomaba forma en mis dedos y en mis espaldas. Mientras mi madre hablaba, sentía que todo mi cuerpo era de madera y que se adaptaba perfectamente a la cruz. Salí corriendo al jardín, porque tenía que pensar cómo era posible poner dos tablas en forma de cruz y una alegría extraña y contradictoria sentía en mí.

Meditando me quedé dormida y cuando desperté oí las voces de los niños tras una pirca semiderruida. José Luis, como siempre, dirigía el conjunto y su voz callaba o alentaba a los hijos de la cocinera y otros vecinos con quienes solía jugar a la pelota. Hablaban en voz baja y eso me alentó a escucharlos, pues pasar inadvertida era la forma de oír muchas cosas. Trataban de convencer a una de que fuera a robar cigarrillos a su padre. Se disponía a saltar la pirca y ya no tenía tiempo de escapar. Los esperé de frente, temblando, y en ese instante sentí a uno que daba la voz de alarma.

—Tenía que estar oyendo.

—Yo los acompaño.

—Las mujeres no fuman, eso es cosa de hombres.

—Ya, ándate…, tú eres ciega.

—Que se vaya esta chiquilla.

—Ándate, miéchica, ¿oíste?

—Qué más da, si ella no le cuenta a nadie —intercedió José Luis.

Pero como sentí que me tomaban de los brazos, me eché con rabia al suelo y comencé a patear hacia todos lados para alcanzar a quien se me acercase. Echada sobre mi espalda y girando en redondo, mis piernas se convertían en peligrosas aspas que dolían y exasperaban a la pandilla. Lanzaba patadas a una velocidad vertiginosa sin darles tiempo a que me agarrasen.

—Es bruta.

—Pégale con esa piedra.

—¡A que yo la pesco!

—Esta mocosa de mierda no creerá que tiene más fuerzas que yo.

José Luis se abalanzó contra mí con tal fuerza que recibió una patada en la nariz, lo que le provocó sangre, humillación y más rabia.

Ahora pateaba yo como enloquecida; olía su sangre, que también me llegaba en sus manotazos. En un momento de debilidad me detuvo y arrastrándome furibundo, agarrada de una pierna, seguía repitiendo entre sollozos de ira contenida:

—Si cree que se la puede conmigo, ya verá.

Cuando recuerdo esta escena me parece inventada. No comprendo cómo los niños son capaces de tanta violencia, cómo una vez que pierden la línea, el miedo o la pasión los ciega. Es mucho más cruel un niño que el más malvado de los hombres. Nunca vi tanta furia en tantos niños ni tanta ciega pasión. Lo sé, porque yo la sentía igual, como si cada cual me la estuviese comunicando y yo se la devolviese centuplicada. Solo la debilidad de un niño convierte su rabia en inofensiva. Si sus fuerzas fueran brutales, habría más homicidas niños.

Cuando me sentí devorada por la ira, cuando los sentí a todos tanto o más encolerizados que yo, tuve miedo, horror y no vi nada, se borraron de mí todas las imágenes y fui, por un lapso, totalmente ciega. Comencé a gritar. Al verme ya impotente, los secuaces de mi primo, sin temor a mis pobres manos temblorosas y débiles, me levantaron del torso, arrastrándome sofocaban mis gritos con las pocas manos que quedaron libres. Llevándome en vilo a veces, sobre mi espalda otras, corrieron hasta el más lejano potrero, desde donde mi voz no podía llegar a nadie. En ese momento, uno descubrió un pañuelo en su bolsillo y, deteniéndome para amordazarme, continuaron más libres la inusitada carrera por los surcos. Perdidas las esperanzas de ser escuchada, dejé de gritar y el pañuelo hirió menos la boca callada.

Me tendieron de espaldas en el suelo, sacaron la mordaza empapada de saliva. Sentía en mis espaldas los terrones arados y restos de hierba seca me pinchaban. El sol hería mis ojos al tocarlos tan directamente y por cerrarlos más arrugaba tan horrorosamente el ceño que ellos continuaron con su tarea exacerbados por mi gesto huraño. No deseaba continuar llorando. Comprendía ahora que estábamos jugando y que era mejor reír para que la diversión resultara verdadera. ¿Qué harían conmigo? Jadeaban sobre mí como perros cansados. Siempre me había gustado sentir la lengua de los perros en mi cuello y en mis brazos, y comencé a recuperar mi alegría.

—Tráete dos palos grandes —ordenó José Luis—. Vamos a crucificarla.

Sentí que arrastraban tablas del cerco y una inmensa felicidad comenzó a invadirme. No deseaba hablar para no interrumpir el trabajo ni mi propia emoción.

Sobre los palos cruzados me acostaron y de inmediato mi espalda comenzó a amoldarse a la forma del madero. Sujetaron firmemente mis manos extendidas y mis pies semiabiertos.

—No tenemos clavos —balbuceó alguien, y quise comenzar a gritar de nuevo, pero no pude hacerlo. Varias manos apretaban mi boca.

—No importa… es fácil de encontrar.

Recuerdo con una extraordinaria claridad ese instante, extraña en mi miedo, en mi oscuridad y en mi encontrada emoción. Los imaginaba armados de clavos, de martillos y de lanzas. Entonces, el grito se me dio vuelta hacia atrás y el ahogo fue convirtiéndose en un estertor de suma dicha. ¿Ira?, ¿miedo?, ¿placer? Plenitud diversa, una alta tensión nerviosa antes desconocida e imposible de analizar en esos cortos años. Conservo ese sentimiento como el misterio. El grande y único misterio de mi sencilla infancia. Coronación, flagelación, resurrección, dolor y gozo. Misterio. Sentí una inefable alegría, una alegría que desbordó mi límite corporal. Nunca lo he contado a nadie, he callado el secreto de mi luz, de la inmensa luz, la primera y última luz que vi claramente con mis ojos. Desarrugué mis párpados y se estiraron sin tendones los músculos de todo mi cuerpo; estuve lacia, inerte, luminosa; abrí al sol los párpados y vi el sol redondo, incoloro, inmenso y soporté sin parpadear sus rayos. En ese instante vi mil cosas desconocidas y me llené de ellas para toda la vida. A pesar de mis años acepté el misterio y sentí evidente la transformación que se operaba en mí. Doblé la cabeza, sonreí contenta y esperé.

Comprendí en el silencio del aire que había terminado el milagro y que ya estaba por fin muerta, verdaderamente muerta, clavada en una cruz y, por ello, eternamente llena de gloria.

Esperé. Mi espalda se apegaba realmente a la tabla. Esperé y mis manos sintieron en realidad el entrar de los clavos. Esperé y mis pies sufrieron un gran reconocimiento. Esperé las risas de los niños y deseé decirles que continuaran, que me gustaba el juego, que cada uno estaba representando su papel en el acto. Solo deseaba ahora ver a Jesús, ahora que nos comprendíamos, ahora que éramos una sola carne, ahora que éramos Él y yo una sola cruz.

No supe en qué momento se detuvo el suplicio y cuándo huyeron uno por uno mis compañeros de juego. No oía nada. Vagamente creo recordar que cesaron de jadear sus gargantas y el silencio de ellos fue helado y angustioso. Solo deseaba dormir, continuar eternamente durmiendo. Se habían ido sin saberlo yo. Se fueron, dejándome allí con los brazos extendidos en medio del potrero, cara abierta a la tarde.

El frío de la noche me obligó a volver a casa. No sentí ruido alguno a mi alrededor, pero me sabía vigilada. Todos parecen estar muertos. No encontré a nadie y tuve cierto recelo. Comí sola en la cocina y me fui a acostar. No recuerdo que entonces haya venido mi madre o mi abuela a darme las buenas noches.

Dormí muy bien y cuando desperté a la mañana siguiente y supe que toda la familia se reunía para abrir la correspondencia del día, esperé a José Luis para estar un rato con él. Pero no se me acercó.

Durante el resto del verano no volvió a hablarme. La Semana Santa terminó. Oí que tenía que volver a su casa.

En blanco y negro

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