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Capítulo dos ¡Me caso!

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La primera por supuesto fue cuando me casé, con diecinueve añitos. Ahí va la niña con su ajuar, a la calle Ripollés número cinco, segundo primera, a un bloque de pisos con las escaleras más estrechas y empinadas del mundo, madre mía con un estucado en las paredes que te podías dejar la piel si te descuidabas, pero dentro de lo malo, ¡teníamos piso! Lo mejor fue que este pisito nos lo dejaron mis suegros, por supuesto no desaprovechamos la ocasión, lo arreglamos un poquito y con los muebles de un primo de mi suegra que los cambiaba, por dos duros (aún no existían los euros) nos los vendió, y empezamos con la primera mudanza.

Creo que en aquella época era la chica con más cristalería variada del mundo, de verdad, tenía copas de todos los tipos, y mínimo dos docenas de las que más se suelen utilizar, las de agua, las de vino y las de cava. Teníamos para cubrir cualquier evento que se presentara, además de copas de licor (de esas gordas que no te caben en la mano que aparentan ese glamur para el que no has nacido, me entiendes, ¿verdad?) e incluso ¡copas de cóctel! Pero nunca adivinaríais de dónde salieron esas copas, pues como mi marido junto con sus padres y hermanos tenían un hostal-restaurante, en esos meses antes del enlace hubo una promoción con no sé qué marca de leche, que con los códigos de barras te regalaban copas y una parte de ellas las adquirimos desde ahí. La otra parte, de una charcutería del vecindario que por cada cuarto de kilo que compraras de embutido para los bocatas, te daban copas. Sí, esa fue una adquisición auténtica, todos los modelos por separado y liados en papel de periódico en su correspondiente caja, organización al máximo ¡eso sí!

Dejando el cristal de lado, por si eso era poco, recordar los cuatro juegos de preciosas sábanas de raso que se me antojaron (antes muerta que sencilla), los mismos que no pude utilizar porque resbalaban y eran muy incómodos para dormir, ahora eso sí, bien planchaditos con la ayuda de una de mis tías, a la que tuve planchando a la pobre una tarde entera, monísimos colocados en el armario que cuando lo abrías era lo primero que veías, (lo que hace la inexperiencia, pero en esa época a quienes venían a ver el piso tenías que abrir los armarios y quedaban genial).

Pues sí, pero además en aquella época era costumbre de ir a destrozar el piso el día antes de la boda, teóricamente por los amigos más cercanos que se supone que les caes bien, imaginaros si no fuera así, sí, sí, para temblar, y lo hicieron, ¡vaya desastre! El suelo que pusimos en el piso era un parqué de plástico que vendían por metros que pusimos encima del que ya tenían los antiguos dueños. Como era provisional, era la opción más económica, y no se les ocurre otra cosa que poner un cubito de agua arriba en suspense en la puerta que daba del pasillo al comedor para que nos cayera encima al entrar. No era muy gracioso pero hasta ahí bien, lo malo es que habían llenado el suelo de todo el piso de confetis y cuando cayó el agua que pudimos esquivar, todo el confeti empezó a desteñir en el suelo y no pudimos quitar las manchas, hasta después de bastantes fregados y más…Nos llenaron los cajones de bichos de plástico pequeños que daban un asco increíble, en la cama más de lo mismo incluida sal y pimienta que tuvimos que deshacer la cama cuando llegamos destrozados a las cinco o seis de la mañana después de la celebración. Y un juego que empezaba en la entrada a base de indicaciones para llegar hasta la habitación literalmente. ¡Y nosotros que nos íbamos de viaje de novios a medio día! ¿Sabéis a quien le tocó recoger todo ese desastre no? Pues a mi madre y a mi mejor amiga que no participó en esa gamberrada. ¡Pobrecitas mías! Menos mal que creo que eso ya no se lleva.

Bueno después de todas estas pequeñas cosas, los meses que pasamos allí estuvieron llenos de experiencias nuevas, alguna que otra comida quemada, mezcla de colores en la lavadora, etc., etc.

Qué bonita es la inexperiencia, pero como decían nuestras abuelas,”de todo se aprende”.

Nos casamos el día 28 de mayo del 1994, a las cinco de la tarde.

Todo muy sencillito y muy cómodo para los invitados, deciros que yo fui a la Iglesia andando desde mi casa y que los invitados pudieron ir desde la Iglesia hasta el Restaurante del mismo modo, así que todo el mundo estaba encantado por no tener que conducir, hasta que llegó la noche y la hora de la discoteca, que si estaba bastante más lejos, pero todo el mundo estaba tan contento y animado que hasta los más mayores se vinieron a acompañarnos y ver nuestro precioso vals, sin ensayar, con el que nos sorprendieron en la sala.

¿Volveremos?

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