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Capítulo 1
ОглавлениеVOLVER a Lost River no formaba parte de los planes de Wolf O’Malley. Pero hacía un par de días que se había enterado de la muerte de su padre, acaecida dos meses atrás. La noticia lo conmocionó, pero no había ido a presentar sus últimos respetos a su padre. Había ido por el respeto que conservaba a la memoria de su madre y para reclamar lo que le correspondía por derecho. No quería nada que hubiera pertenecido a los O’Malley; era la dote que su madre aportó cuando se caso, una tierra que había pertenecido a su familia durante generaciones, lo que había ido a reclamar. Willow O’Malley murió cuando él tenía diez años, pero el tiempo no había apagado su recuerdo. Wolf sabía que el espíritu de su madre no descansaría tranquilo mientras su tierra siguiera en manos de Katherine O’Malley, la segunda esposa de Frank.
No había enviado aviso de su llegada. La sorpresa era siempre una ventaja, y, en lo que a Katherine se refería, habría sido una tontería no utilizar cualquier ventaja con la que uno pudiera contar. La noche anterior se había quedado en Phoenix, con intención de hacer patente su presencia cuando se presentara esa mañana a las nueve en el bufete de Brandford Dillion. Pero una mezcla de emociones le habían impedido descansar. Se había levantado antes del amanecer, y ahora, mientras los primeros rayos de sol asomaban por el horizonte, se encaminaba hacia la tumba de su padre, al cementerio en el que se hallaban enterradas cuatro generaciones de los O’Malley. Frente a una de las tumbas había una mujer. Su fuerte pelo negro estaba sujeto en una larga coleta que le llegaba a la cintura. Vestía unos gastados vaqueros, camisa azul y zapatillas deportivas.
Wolf se detuvo junto a un árbol cercano para observarla. Era bonita, de evidente ascendencia mejicana. Entrecerró los ojos al reconocerla. Había madurado, había perdido su aspecto de niña picaruela, pero estaba seguro de que aquella mujer era Sarita Lopez. ¿Qué hacía allí, ante una tumba de los O’Malley? Que el recordara, no tenía ninguna relación con la familia. Mientras la observaba, la mujer inclinó la cabeza y unió las manos en actitud de orar.
Abandonando la protección del árbol, Wolf entró en el cementerio vallado.
Sarita se irguió de repente al oír el ruido de pasos. Nadie solía acudir tan temprano al cementerio. Maldijo entre dientes. Lo último que quería era que alguien averiguara que solía visitar las tumbas de los O’Malley.
Pensando frenéticamente en alguna excusa plausible, se volvió hacia el intruso. Al principio, su mente se negó a asimilar lo que vio. Los rasgos faciales del hombre alto y musculoso que vio frente a ella eran más duros de lo que recordaba, pero no había duda de su identidad. El color abandonó su rostro. A la vez que sus rodillas se debilitaban, dos fuertes manos la sujetaron por los brazos.
–Nunca pensé que fueras la clase de mujer que se desmaya –dijo Wolf.
–¡Creía que estabas muerto! –exclamó ella. Por un instante, consideró la posibilidad de que su imaginación le estuviera jugando una mala pasada. Pero lo cierto era que podía sentir con toda nitidez el calor que irradiaban las manos de aquel hombre a través de la tela de su blusa.
Sorprendido por las palabras de Sarita, Wolf miró la lápida de la tumba ante la que le había visto depositar una flor. Llevaba su nombre. Según la inscripción, hacía seis años que había muerto. Un amargo sabor invadió su boca mientras la rabia que creía conquistada volvía. Al ver que las mejillas de Sarita recuperaban su color normal, la soltó.
–¿Llegó a enviar mi padre una partida de búsqueda?
La fría mirada y la firmeza que denotaba la dura línea de su mandíbula eran tal como Sarita las recordaba. A pesar de todo, le costaba creer que realmente estuviera allí.
–Los restos del avión en el que ibas fueron encontrados en la ladera de una montaña. Las autoridades canadienses tardaron dos semanas en conseguir que un equipo de rescate llegara al lugar. Encontraron los restos de dos cuerpos. Por lo que sé, no había mucho que identificar. El avión ardió tras el impacto. Ya que el piloto y tú erais los únicos que figurabais a bordo, se llegó a la conclusión de que los muertos erais vosotros.
–Un leñador amigo del piloto se presentó a última hora y acordamos llevarlo de vuelta a su casa. Quedaba de camino. Al parecer, el pilotó no se molestó en añadir su nombre a la lista de pasajeros y nadie debió fijarse en que entraba en el avión.
–¿Pero cómo saliste tú del avión? –preguntó Sarita, confundida. –Las autoridades dijeron que fue un accidente terrible.
–Mi cinturón de seguridad debía estar defectuoso. Debí salir lanzado por la ventanilla del avión y me golpeé con algo en la cabeza, porque perdí el sentido. Cuando desperté me encontraba a unos quince metros del avión carbonizado, en bastante mal estado, pero vivo –la amargura de su voz se intensificó–. Supongo que no hubo nadie lo suficientemente interesado como para cuestionar la identidad de los cadáveres. Mi muerte suponía una solución tan buena como cualquier otra para los conflictos que tenía con mi padre.
Todo el mundo en el pueblo sabía que Wolf se fue por los amargos sentimientos que existían entre él y su padre. Era posible que no le importara, pero Sarita pensó que merecía saber que su muerte afectó mucho a su padre.
–Estoy segura de que no sintió eso. Tomo casi a diario el atajo del cementerio para rezar ante la tumba de mis padres y de mi abuela. Vi a tu padre muy a menudo aquí. En la fecha de tu cumpleaños traía algo especial… una pluma, una roca. El dolor que vi en su rostro me convenció de que lamentaba que las cosas no se arreglaran entre vosotros.
Saber que su padre había sentido remordimientos provocó una momentánea grieta en la armadura de cinismo de Wolf, pero los recuerdos la sellaron de inmediato.
–Su arrepentimiento llegó un poco tarde.
Sarita aún tenía dificultades para asimilar el giro de los acontecimientos.
–¿Cómo sobreviviste? ¿Dónde has estado?
–Un viejo leñador me encontró y me ayudó a recuperarme. Por primera vez tras la muerte de mi madre encontré la paz junto a él en los bosques. Y ya que nadie fue a buscarme, supuse que nadie me echaba de menos, así que me quedé –Wolf miró a Sarita, volviendo a sentir curiosidad por su presencia en aquel lugar–. ¿Por qué estás aquí? Nunca nos llevamos demasiado bien.
Ella misma se había hecho aquella pregunta muchas veces, aunque sin lograr encontrar una respuesta. No había motivo para que la muerte de Wolf la hubiera afectado como lo hizo. Su orgullo le impidió dejarle ver que lo había echado de menos, de manera que se encogió de hombros.
–Tras la muerte de tu padre, pensé que alguien debía recordarte –no queriendo darle la oportunidad de interrogarla más a fondo, Sarita se alejó.
Wolf la miró. Tenía razón respecto a que probablemente no quedaba nadie que lamentara su muerte. Katherine, su madrastra, le enseñó a ser desconfiado y cortante. Para cuando se fue a inspeccionar las posesiones de su padre en Alaska, había conseguido alejar a mucha gente de su lado.
Recordó a Joe Johnson, el viejo leñador que lo encontró. «La rabia confunde la mente y abotarga los sentidos», le decía en muchas ocasiones. «Hace que te conviertas en la presa en lugar de en el cazador».
Wolf se volvió hacia la tumba de su padre. No había sido totalmente sincero con Sarita. Admitió a regañadientes que, al menos en parte, se quedó en los bosques con Joe para esconderse, para huir de los constantes enfrentamientos con su madre.
–No volveré a ser vencido por esa diablesa con la que te casaste –prometió, volviendo a recuperar el control de sus emociones.
Cuando el cosquilleo que sentía en la parte trasera del cuello cesó, Sarita miró por encima de su hombro y vio a Wolf mirando la tumba de su padre. Una sonrisa curvó brevemente sus labios. Quiso gritar de alegría. ¡Estaba vivo! Había sido como si un golpe de aire fresco la acariciara, confiriendo al día un nuevo sentido de energía y renovación.
Un instante después la sonrisa se transformó en ceño fruncido. No tenía sentido que el hecho de que Wolf estuviera vivo significara tanto para ella. Tenían la misma edad y habían crecido en el mismo lugar. Y desde el principio, Wolf O’Malley y ella se habían llevado mal. Una repentina vergüenza hizo que se ruborizara. Probablemente, Wolf estaría pensando que debía estar muy sola para malgastar su tiempo deteniéndose frente a la tumba de un hombre que ni siquiera fue su amigo.
Y no podría culparlo si pensaba eso. Había habido muchas ocasiones en que se había planteado eliminar aquellas visitas de su ruta matutina. Pero no lo había hecho. Pensó en aquello mientras seguía su camino hacia el pueblo.
–Parece que has visto un fantasma –dijo Gladys Kowalski, la compañera camarera de Sarita, cuando ésta entró en el Cactus Café. La bonita rubia de treinta y dos años agitó su cuerpo, imitando un exagerado escalofrío–. No sé cómo eres capaz de pasar por ese cementerio cada mañana.
–Las almas infelices rondan los lugares donde murieron, no sus tumbas –replicó Sarita, incapaz de recordar cuántas veces habían intercambiado aquellas frases Gladys y ella.
Su compañera siguió mirándola.
–No, en serio. Esta mañana tu expresión me dice que algo te ha conmocionado realmente.
Sarita no pensaba ponerse a hablar de Wolf O’Malley. Además, pensó que tal vez él no quería que se supiera que había vuelto. Había elegido una hora muy temprana para visitar el cementerio.
–Lo que sucede es que hay algo extraño en el ambiente, ¿no te parece? –preguntó, encaminándose al cuarto trasero para ponerse un mandil.
–¿Qué hace que mis dos encantadoras camareras parezcan a punto de tener una discusión esta mañana? –preguntó Jules Desmond, dueño y chef del café, cuando las dos mujeres entraron en la cocina–. Las peleas no son buenas para la digestión de los clientes.
–Tampoco lo es tu comida con todo ese picante que le pones –replicó Gladys.
Jules, de cincuenta y ocho años, viudo, calvo y un poco grueso, puso una exagerada expresión de disgusto.
–Eso ha sido un golpe bajo.
Arrepentida, Gladys pasó un brazo por sus hombros.
–Tienes razón. Lo cierto es que tu comida es muy buena.
Jules volvió a sonreír.
–¿Qué pasa entre vosotras?
–Nada –aseguró Sarita.
Jules se mostró decepcionado.
–En Nueva York siempre había algún sabroso cotilleo con que empezar el día, o al menos una disputa entre dos empleados a los que había que aplacar. Aquí no pasa nada.
–El médico te mandó aquí para que cuidaras de tu salud. Se supone que debes vivir en un entorno sano y relajado –le recordó Gladys.
–Ya lo sé, pero me gustaría que hubiera algo más excitante que hacer que preguntarme si Charlie Gregor va a pedir hoy su tortilla con pepinillos o sin ellos.
–Puede que lo consigas. Sarita dice que siente algo extraño en el ambiente.
Jules miró a Sarita.
–Puede que tengas razón. Mary Beth vino anoche a preparar tartas, pero además de las de siempre, preparó una de grosella y otra de coco.
–Supongo que vuelve a estar embarazada –dijo Gladys–. O puede que se haya peleado con Ned. Ambas cosas le producen ataques de comer dulce.
Una llamada en la puerta hizo que todos se volvieran hacia ésta.
–Parece que Charlie ha llegado –dijo Jules, mirando el reloj de la pared–. Y justo a tiempo. Es hora de abrir.
–Apuesto cincuenta centavos a que pide pepinillos –dijo Gladys mientras salía de la cocina.
–Yo no apuesto nada –replicó Sarita–. Esta mañana no me sorprendería ni aunque pidiera chucrut.
Glays se volvió a mirarla.
–Has dicho en serio lo de que había algo extraño en el ambiente, ¿no?
–Te aseguro que hoy podría aguardarle una gran sorpresa a este pueblo.
Gladys fue a decir algo pero fue interrumpida por una nueva y más sonora llamada a la puerta.
Sarita lamentó no haber mantenido la boca cerrada. Ella no era ninguna cotilla. Cuando Wolf O’Malley quisiera que la gente supiera que había vuelto, así se lo haría saber.
–Será mejor que abras antes de que Charlie tire la puerta abajo.
Comprendiendo que no iba a sacar nada más de su compañera, Gladys sonrió.
–Eso sí sería una noticia. Cliente hambriento destroza puerta de cafetería para conseguir comida. Probablemente conseguiríamos que empezaran a venir un montón de curiosos de Fenix a desayunar –dijo, antes de abrir.
–Ya era hora –gruñó Charlie, pasando a ocupar su mesa de siempre junto a la ventana. Alto y sólo un poco encorvado por la edad, con la piel muy arrugada y siempre moreno por toda una vida pasada al aire libre, con noventa y siete años era el residente más anciano del pueblo y, según algunos, el más cascarrabias.
–Hoy hay algo extraño en el ambiente –dijo–. Tomaré café solo, huevos revueltos, beicon, pan y galletas.
–Tienes razón –dijo Gladys a Sarita al pasar junto a ella camino de la cocina–. Charlie ni siquiera ha pedido una tortilla.
A lo largo de los siguientes minutos fueron llegando los clientes habituales de la mañana. El sheriff y un par de agentes se unieron al alcalde en la mesa de siempre.
Bradford Dillion ocupó su asiento habitual en la parte trasera. Mayor, desgarbado en su traje de tres piezas, había sido desde siempre el abogado de la familia O’Malley. A Sarita le caía bien y agradecía que su mesa estuviera en la zona que le correspondía atender.
También agradecía que no lo estuviera la de Greg Pike. Éste también era abogado. De unos cuarenta y cinco años, atractivo y siempre bien vestido, era considerado un buen partido por muchas mujeres del pueblo. Pero para Sarita resultaba demasiado adulador. Siempre tenía algo halagador que decir, pero a ella no le sonaba sincero. Como siempre, Henry Jarrot, el presidente del banco de Lost River y antiguo socio de Frank O’Malley, se unió a él en la mesa.
–Sarita –Greg Pike le hizo una seña.
Ella sabía lo que quería.
–¿Qué puedo hacer por usted, señor Pike? –preguntó, acercándose a la mesa.
–¿Está listo tu abuelo para vender esa tierra carente valor?
–Él no la considera carente de valor. La considera mi herencia.
–Le estamos haciendo una oferta magnífica por ella. Nadie más va a quererla. Si yo estuviera en tu lugar trataría de convencerlo. Podeís quedaros la casa y dos o tres acres a su alrededor. Así seguirá conservando su hogar y su jardín y no tendrá que ocuparse de los de los demás para sacar algo de dinero. En cuanto a ti, tendrías una buena cantidad en el banco.
–Nos va muy bien como estamos. Mi abuelo acepta trabajar en los jardines de otros porque le gusta mantenerse ocupado. Como ya le he dicho en otras ocasiones, la tierra forma parte de él –Sarita miró a Pike con suspicacia. No entendía por qué se mostraba tan interesado en los setenta acres de tierra de su abuelo–. Además, no comprendo por qué le interesa tanto la tierra de mi abuelo. Hay muchas otras propiedades que podría comprar por menos dinero.
–Katherine… la señora O’Malley es dueña de la tierra adyacente y está pensando en construir un balneario para la gente con dinero de Phoenix –explicó Greg Pike–. Quiere asegurar la intimidad de sus clientes teniendo las tierras que rodearán los edicificios principales, y también quiere contar con terreno suficiente para que puedan montar a caballo. Además, piensa que ese riachuelo que hay en el cañón de tu abuelo sería como un oasis en medio de esta árida tierra.
–Paul Glasgow ya intentó un negocio parecido y se arruinó.
–Pero él no contaba con un pintoresco riachuelo… –la protesta de Greg murió en su garganta. Se quedó boquiabierto y Sarita vio que Henry Jarrot se ponía pálido como una sábana. Enseguida notó el repentino silencio reinante. Todo el mundo miraba hacia la puerta. Incluso antes de volverse supo quién había entrado.
–Que me aspen –murmurór Charlie–. Hablando de resurgir de entre los muertos…
–No puede ser –murmuró Hanry Jarrot, revelando con su tono que el giro de los acontecimientos no le gustaba nada.
–¿Wolf? ¿Wolf O’Malley? –Bradford Dillion se había levantado y se encaminaba hacia el recién llegado con la mano extendida–. ¿De verdad eres tú?
–En carne y hueso –contestó Wolf, avanzando hacia el viejo abogado. Suponiendo que Sarita ya habría puesto a la gente al tanto de su llegada, había decidido que sería una pérdida de tiempo mantenerse oculto hasta ir al bufete de Bradford. Pero, por las expresiones de todos los presentes, comprendió que no había acertado. Era evidente que Sarita no había contado nada–. Pensaba desayunar algo antes de ir a verte.
–Siéntate conmigo, muchacho, siéntate. Eres una visión reconfortante para unos ojos cansados –Bradford combinó el apretón de manos con un abrazo.
–A Katherine O’Malley no le va a gustar nada esto –murmuró el sheriff en un tono que llegó a los que estaban sentados a su mesa y cerca de ella, incluyendo a Sarita. Ésta vio que el alcalde y los otros agentes asentían.
–Vas a tener que decirle algo –dijo Greg a Henry–. Asegúrate de que realmente es él.
Sarita vio de reojo cómo se transformaba la asombrada expresión de Henry en otra más amistosa.
–Wolf. Has regresado de entre los muertos. Qué sorpresa –dijo, levantándose y encaminándose hacia los dos hombres.
Wolf se detuvo y se volvió hacia el antiguo socio de su padre.
–Henry –dijo, alargando la mano.
Henry la estrechó y añadió una palmada a los hombros de Wolf.
–Llámame cuando quieras hablar del asunto.
Wolf alzó una interrogante ceja.
–Tu padre nunca cambió su testamento –explicó Bradford–. Katherine se quedó con la casa, una buena suma de dinero y todas sus pertenencias personales, pero el resto, incluyendo el negocio, se dividió igualmente entre ella, tú, tu hermanastra y tu hermanastro.
Wolf lo miró.
–¿Y la tierra de mi madre?
–Toda tuya –aseguró Bradford.
Wolf suspiró, aliviado.
Sarita, que se había retirado unos pasos, vio que Greg apretaba el puño en torno a la servilleta. Sin duda, el giro de los acontecimientos no le había gustado nada. Era la tierra de la madre de Wolf, adyacente a la del abuelo de Sarita, la que Katherine había destinado a su balneario. De hecho, era raro que Greg no hubiera salido corriendo a avisar a Katherine O’Malley. Debía querer averiguar todo lo posible antes de hacerlo.
Aún avergonzada de que Wolf la hubiera encontrado ante su tumba, habría preferido mantenerse apartada. Pero ésa habría sido una actitud cobarde, y su orgullo le impedía mostrar cobardía ante él. Cuando Henry Jarrot volvió a su mesa, Sarita se acercó a la de Bradford.
–¿Quieres algo de beber antes de decidir lo que vas a desayunar? –preguntó, dirigiéndose a Wolf en tono eficiente.
Él la miró. Sarita Lopez nunca se había comportado como él esperaba que lo hiciera.
–Al parecer, eres muy buena guardando secretos –murmuró.
–Supuse que cuando quisieras que la gente supiera que habías vuelto se lo harías saber –replicó Sarita.
Él asintió.
–Te lo agradezco.
Alegrándose de haber seguido sus instintos, Sarita pensó que era la primera vez que Wolf y ella no discutían tras la segunda frase.
–¿Sabías que había venido? –preguntó Bradford, también en voz baja.
–He querido visitar la tumba de mi madre –explicó Wolf–. Nos hemos encontrado en el cementerio. Sarita ha creído que era un fantasma.
Agradeciendo que no hubiera mencionado que la había encontrado ante su tumba, Sarita vio que Wolf la miraba como diciendo que estaban en paz. Volviendo a su papel de camarera, preguntó:
–¿Quieres algo de beber mientras miras el menú, o sabes ya lo que vas a tomar?
Wolf miró el menú.
–Café y el especial Cowhand con huevos revueltos.
–Enseguida –mientras se alejaba, Sarita vio que los demás clientes lanzaban disimuladas miradas a Wolf. Y, a diferencia de otras mañanas, las conversaciones eran un mero murmullo.
Cuando fue a dejar el pedido de Wolf en la ventana de la cocina, Jules le hizo una seña para que pasara al interior. Sabiendo que antes o después iba a tener que hablar con él, pasó.
–¿Quién es el tal Wolf O’Malley? –preguntó Jules, tratando de vigilar lo que cocinaba a la vez que echaba un vistazo a los clientes–. Ésta es la primera cosa excitante que pasa en el pueblo desde que Norma Alexander atrapó a Ruper Gordon espiándola por la ventana del dormitorio.
–Es el hijo mayor de Frank O’Malley. Todo el mundo creía que había muerto –contestó Sarita–. Y ahora debo volver con los clientes.
Pero antes de que pudiera escapar, Gladys entró en la cocina.
–¿No os parece excitante? A su excelencia, la señora Katherine O’Malley, no le va a gustar nada.
Jules parecía confundido.
–¿No le alegrará saber que su hijo está vivo?
–No es su hijo –explicó Gladys–. Es su hijastro. Su madre era Willow Pluma Azul.
–¿Una india? –preguntó Jules, cada vez más interesado.
Gladys asintió.
–De pura sangre cherokee. No la recuerdo bien. Pero sí recuerdo que era muy bonita.
Jules volvió a mirar por la ventana de la cocina.
–Sí, se nota que tiene sangre de nativo americano.
–Willow Pluma Azul O’Malley era preciosa y una de las mujeres más dulces del mundo –dijo Sarita, recordando la amabilidad que Willow había mostrado siempre con todos–. Murió a causa de alguna complicación relacionada con la gripe cuando Wolf tenía diez años. Su padre se casó con Katherine cuando cumplió los doce. Él y su madrastra nunca se llevaron bien.
–Mi Roy siempre ha dicho que Katherine quería librarse de Wolf para que sus hijos lo heredaran todo –en respuesta a la interrogante mirada de Jules, Gladys añadió–: Preston O’Malley fue fruto de un matrimonio anterior de Katherine. Ésta se aseguró de que Frank lo adoptara para que pudiera compartir la herencia. Claudia es hija de Frank y Katherine, pero creo que sólo la tuvo para satisfacer a Frank. Cualquiera puede darse cuenta de que Katherine sólo piensa en Preston.
Jules asintió.
–Está claro que lo ha mimado demasiado.
Sarita sólo había escuchado a medias. Estaba recordando lo mal que se tomó Wolf la muerte de su madre. A pesar de que nunca se llevaron bien, se sintió obligada a ofrecerle sus condolencias. Él le respondió con un gruñido y Sarita nunca volvió a acercarse. Y ahora no quería cotillear sobre él. Señaló con la cabeza el beicon, que se estaba haciendo en exceso.
–Será mejor que nosotras volvamos con los clientes y que tú prestes atención a lo que cocinas –dijo a Jules.
Suspirando, Jules volvió su atención al fogón.
–Parece que la vida se va a volver realmente interesante por aquí durante una temporada –dijo Gladys mientras salían de la cocina.
–Supongo que «interesante» es una palabra tan buena como cualquiera –replicó Sarita, dudando que Katherine O’Malley hubiera usado ese mismo adjetivo.