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Capítulo 2

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SARITA miró el reloj. Eran casi las tres. Las horas normales de atender a los clientes eran entre las siete de la mañana y las dos de la tarde. Recordando constantemente a la gente que estaba semi retirado, Jules se reservaba el resto del día para trabajar en las recetas del libro de cocina que estaba escribiendo, o para jugar al golf, su segunda pasión. Normalmente, los últimos clientes se iban a las dos y media. Sin embargo, ese día el local seguía casi lleno. Y Jules no estaba ayudando a que los clientes se fueran. En lugar de repetir una y otra vez que se estaba haciendo tarde, no paraba se servir café por todas las mesas y de meterse en las varias conversaciones que había sobre el regreso de Wolf de la tumba.

Todos opinaban que Katherine se pondría furiosa, y que era una mujer a la que no convenía enfrentarse.

–Pero Wolf O’Malley puede ser igualmente peligroso –dijo Vivian Kale, lo suficientemente alto como para que todos la oyeran.

Varias personas asintieron.

Sarita sabía lo que estaban pensando. Su sentido de la justicia le impidió permanecer en silencio.

–Nunca se confirmaron los rumores.

–¿Qué rumores? –preguntó Jules de inmediato.

–Algunas personas piensan que Wolf empujó a Katherine por las escaleras cuando tenía quince años. Se rompió el brazo –explicó uno de los hombres.

–Ella dijo que se cayó sola –les recordó Sarita.

–Sí, pero nadie la creyó –argumentó Vivian–.Y, según recuerdo, Frank envió de inmediato a Wolf a la academia militar.

–Porque su mujer había tratado de librarse de Wolf desde el principio. No me extrañaría que se hubiera inventado lo de la escalera –Charlie entró en la conversación. Sarita agraceció que aún estuviera allí. Al menos, Wolf contaría con un cliente a su favor.

–La rotura de su brazo no fue ninguna invención –replicó Vivian.

–Puede que no tuviera planeado rompérselo –dijo Charlie.

–Nunca te ha gustado Katherine O’Malley –protestó Vivian–. Habrías estado del lado de Wolf aunque le hubieras visto empujarla.

Charlie la taladró con la mirada.

–Nunca mentiría por un hombre ni por una mujer.

–Vamos, vamos. Calmaos –dijo Jules.

Uno de los hombres rió.

–Esto no es nada con lo que debe estar pasando ahora en casa de O’Malley.

Los demás asintieron, casi al unísono.

–Yo estoy con Katherine –dijo otro cliente.

–Tú no estabas cuando Wolf regresó tras acabar sus estudios –replicó otro–. Nunca he visto a un hombre más frío y controlado.

–Y parece que no ha cambiado mucho en seis años –dijo Vivian–. Hace un rato me he cruzado con él y me ha lanzado una mirada que me ha producido escalofríos.

Vivian estaba sacando de quicio a Sarita.

–Probablemente está harto de que la gente se haya pasado el día mirándolo como si fuera un marciano.

Vivian bufó.

–No sé por qué estás tan empeñada en defenderlo. No recuerdo que fuerais especialmente amigos.

Sarita se sorprendió por la intensidad de su afán por defender a Wolf. Era casi una necesidad.

–No lo éramos, pero no creo que esté bien condenarlo basándose en un cotilleo sin fundamento.

–Es evidente que a Bradford Dillion le gusta –dijo Jules–. Siempre he considerado que tiene un criterio muy justo.

–Bradford Dillion era amigo de la madre de Wolf y de su familia. No creo que le pareciera bien el matrimonio de Frank con Katherine –dijo Vivian.

Sarita tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no plantar un plato de tarta en la cara de la mujer. Pero lo cierto era que aquella mujer siempre la había desquiciado.

–Y el hecho de que Katherine haya dejado clara su intención de solicitar al juzgado que retire a Dillion como albacea de los bienes de Frank y ponga a Greg Pike en su lugar puede tener algo que ver con la alegría de Dillion al ver a Wolf. Wolf luchará a brazo partido para lograr que los deseos de su padre se sigan al pie de la letra, sobre todo cualquiera que vaya contra Katherine –dijo uno de los hombres que se hallaba en la parte trasera.

–Si yo fuera Katherine O’Malley, contrataría un guarda espaldas –Vivian asintió enfáticamente a la vez que hablaba.

La paciencia de Sarita estaba a punto de llegar a su límite.

–Eso es lo más absurdo que he escuchado –al ver que Charlie fue el único que la apoyó con un gruñido, estalló. Dedicando una penetrante mirada a todos los reunidos, preguntó–: ¿Acaso no tenéis nada mejor que hacer para pasar la tarde que dedicaros a cotillear?

Jules la miró con preocupación y luego miró con expresión de disculpa a los clientes.

–Son más de las tres –dijo.

En un suave revuelo de actividad, todos pagaron y se fueron.

Cuando Jules, Gladys y Sarita se quedaron solos, ésta se preparó para ser despedida. En lugar de ello, su jefe la miró con verdadero interés.

–Nunca te he visto perder el control. ¿Acaso fue Wolf O’Malley un viejo amor cuya llama aún no se ha extinguido?

–Ni siquiera sabía que lo conocías –murmuró Gladys, observándola–. No se puede decir que esta mañana os hayáis comportado como viejos amigos.

–Asistimos juntos a la escuela. Y tienes razón, no éramos amigos. Pero he sentido que alguien debía defenderlo. Esto ha sido como un linchamiento –no queriendo responder a más preguntas, Sarita miró a Jules y dijo–: Y ahora, ¿vas a despedirme, o limpiamos el bar para poder irnos a casa?

–Ha sido un día muy largo. Limpiemos el bar.

Tanto Gladys como Jules dejaron en paz a Sarita mientras recogían, pero ella notó que, de vez en cuando, le lanzaban una mirada cargada de curiosidad, y se alegró cuando finalmente pudo volver a casa.

La vieja casa ranchera de adobe en la que vivía con su abuelo estaba a un par de millas del pueblo. Cuando hacía mal tiempo utilizaba el coche. De lo contrario, prefería andar. Mientras se acercaba pudo ver a Luis Lopez en el porche, sentado en su silla de mimbre, tallando un trozo de madera. La silla estaba balanceada sobre sus patas traseras y él tenía los pies apoyados en la barandilla.

–¿Te has enterado de la noticia, abuelo? –preguntó Sarita, subiendo las escaleras del porche.

Él sonrió, y las arrugas de su curtido rostro se volvieron aún más pronunciadas.

–Si te refieres al regreso de Wolf O’Malley, sí. Estaba ocupándome del jardín de la señora Yager cuando la joven Ballori vino a decírmelo. Al parecer, su vuelta ha causado un verdadero revuelo.

Sarita asintió.

–Este giro de los acontecimientos hará que Greg Pike deje de darnos la lata para comprar esta tierra.

–Eso habría sido lo lógico –la sonrisa de Luis abandonó su rostro–. Pero lo cierto es que cuando he regresado a casa me lo he encontrado en el porche, esperando a hacerme una oferta aún mejor. Dice que ya que tenemos el arroyo en nuestra propiedad, Kate aún puede construir el balneario.

–Cuando se empeña en algo, es como un perro con un hueso –murmuró Sarita.

–He estado pensando que tal vez deberíamos vender.

El rostro de Sarita reveló su conmoción.

–No puedes hablar en serio. Amas esta tierra.

–Soy viejo. Estoy satisfecho con mi vida. Pero tú…tú podrías utilizar el dinero para viajar, para ver el mundo.

Sarita vio la preocupación que había en los ojos de su abuelo y adivinó lo que estaba pensando realmente.

–Me gusta este sitio. Esta tierra forma parte de mí tanto como de ti. Es el lugar al que pertenezco. Y si quisiera ver mundo, tengo lo suficiente ahorrado como para hacer un viaje.

–Podrías ir a la universidad.

También habían tenido antes esa discusión.

–No quiero ir a la universidad. Me gusta mi vida tal como es.

–Te has tomado demasiado en serio la promesa que le hiciste a tu padre de cuidarme. Has restringido tus oportunidades. Trabajas en el café, vienes a casa, trabajas en el jardín, montas tu caballo y me cuidas. ¿Qué clase de vida es ésa?

–Una vida pacífica –Sarita admitió para sí que, a veces, su vida parecía carecer de plenitud, pero no pensaba admitirlo ante su abuelo. Su madre y su abuela murieron siendo ella muy joven. Su padre y su abuelo la criaron. Tras la muerte de su padre, ella fue la única que quedó para cuidar del hombre que tenía ante sí, y no pensaba eludir ese deber.

–Me preocupa lo que pueda pasarte cuando me haya ido. No quiero verte sola en el mundo. Deberías tener un marido y una familia.

Habían tenido aquella conversación cientos de veces antes. La respuesta normal de Sarita solía ser que le iría muy bien sola, que le gustaba ser una mujer independiente. Las palabras se formaron en la punta de su lengua, pero cuando abrió la boca se oyó decir:

–De acuerdo. Admito que me gustaría encontrar un marido y tener una familia. Pero no estoy tan desesperada como para tomar tu dinero y salir a recorrer el mundo y sus universidades.

Un destello de triunfo iluminó la mirada de Luis.

–Podrías ir a quedarte con mi primo José en Méjico –dijo–. La última vez que estuviste te hicieron cuatro proposiciones de matrimonio.

–Querían una esposa norteamericana para poder venir a vivir a este país.

–No tienes suficiente fe en ti misma. Puede que uno o dos tuvieran esa idea en mente, pero no los cuatro. Sé con certeza que Greco estaba enamorado de ti.

–Pues lo superó con mucha rapidez. Dos meses después de mi marcha se había casado y nueve meses más tarde era padre de gemelos.

–Lo rechazaste y se vio obligado a seguir adelante con su vida.

–Para ser alguien tan desesperadamente enamorado como decía, se movió rápidamente, ¿no te parece?

Luis entrecerró los ojos.

–Quiero verte casada, con un marido que te cuide.

–No necesito que nadie me cuide –dijo Sarita, impaciente–. ¡Hombres! Si fuera un hombre no te preocuparía tanto que me casara.

–Estás equivocada. Querría que tuvieras una esposa que te cuidara. Cuando Dios ordenó a Noé que agrupara a los animales por parejas, lo hizo por un motivo. El hombre cuida de la mujer y la mujer del hombre. Juntos forman un todo.

–Me siento completa sin necesidad de un marido.

–Buenas tardes –dijo una voz masculina, a la vez que su dueño giraba en la esquina de la casa.

Sarita se volvió, sorprendida.

–Supongo que he olvidado mencionarte que Wolf va a quedarse con nosotros –dijo su abuelo.

–He pasado por aquí para echar un vistazo a mi propiedad cuando he visto el cartel de habitación en alquiler –dijo Wolf, subiendo las escaleras del porche.

Sarita lo miró.

–¿Tú y yo bajo el mismo techo?

–Sé que solíamos pelearnos de pequeños, pero ahora somos adultos. Supongo que sabremos controlarnos.

–Claro, por supuesto –Sarita sabía que sonaría infantil si expresaba en alto sus dudas, pero la idea de la continua presencia de Wolf en la casa ya empezaba a causarle inquietud. «Tiene razón. Madura», se dijo.

–Le he dicho que podía utilizar la cocina, siempre que la limpie luego, claro está. Y va a pagar un extra por la cena –dijo Luis–. Le he advertido que no habrá nada sofisticado. Esta noche he preparado un guiso con patatas. He pensado que podías hacer unas tortitas de maíz.

–Como no –dijo Sarita.

Wolf asintió aprobadoramente.

–Guiso y tortitas de maiz. Va a ser una cena estupenda.

Superando la sorpresa que le había producido ver a Wolf, Sarita empezó a preguntarse cuánto habría oído éste de la conversación que estaba teniendo con su abuelo. Las voces viajaban con facilidad por el aire. Irguió los hombros, orgullosa. ¿Qué más daba que Wolf supiera que iba camino de convertirse en una solterona? Aunque no lo hubiera oído, lo habría sabido antes o después. Sabía que tenía veintiocho años. Y era evidente que no estaba casada. Si seguía allí una temporada, averiguaría que tampoco tenía perspectivas de futuro en ese aspecto.

–Voy a ver que tal va el guiso.

Tras removerlo, no pudo evitar asomarse disimuladamente a la ventana del cuarto de estar. Wolf estaba sentado en una silla junto a su abuelo, hablando del tiempo. Sarita sonrió burlonamente al admitir para sí que había temido que estuvieran hablando de ella. «Eres el último tema de conversación que interesaría a Wolf O’Malley», dijo su voz interior.

Moviendo la cabeza, fue a preparar la habitación de huéspedes. Había terminado y iba a salir cuando se fijó en una bolsa de viaje de cuero que se hallaba junto a la pared. La miró con el ceño fruncido, pensando que lo mejor para todos sería que Wolf se buscara otro alojamiento.

–No hay nada que muerda dentro de la bolsa.

Volviéndose rápidamente, Sarita vio a Wolf en el umbral de la puerta, mirándola con gesto impenetrable.

–Estaba preparando tu habitación –dijo.

Él permaneció en el umbral, bloqueando la salida.

–Si te preocupa que pueda haceros daño a ti o a tu abuelo, te prometo que no será así.

Sarita frunció el ceño, confundida.

–Ni siquiera se me había pasado ese pensamiento por la cabeza.

Wolf la miró con gesto incrédulo.

–Sé las historias que Katherine ha contado sobre mí. Todo el mundo cree que yo la tiré por las escaleras.

–No todo el mundo. Yo nunca la creí, ni tampoco mi padre, ni mi abuelo.

La expresión de Wolf no cambió.

Sintiendo que debía probar sus palabras, Sarita añadió:

–Sabíamos que si lo hubieras hecho, lo habrías admitido.

–Es una pena que mi padre no tuviera la misma fe en mí –replicó Wolf con amargura.

–Por lo que he oído, Katherine puede ser muy persuasiva.

–Pues esta vez se va a encontrar con la horma de su zapato –dijo Wolf con determinación.

Sarita se sintió repentinamente preocupada por él. Había visto a Katherine en acción y sabía que podía ser una enemiga temible.

–Ten cuidado –advirtió.

–Pienso tenerlo.

Sarita estuvo a punto de ofrecerle su ayuda, si la necesitaba, pero recordó la última vez que trató de hacerlo. Decidió que no tenía sentido pasar por una nueva situación de bochorno.

–Debo volver a la cocina –se acercó hacia la puerta.

Wolf se apartó para dejarle pasar. La observó mientras se alejaba. Esa mañana, Bradford le había ofrecido una habitación en su casa y él la había aceptado. Pero al pasar junto a la tierra que le había hecho regresar, había visto el cartel de Habitación en Alquiler en la propiedad de Lopez. Aún sentía curiosidad por su encuentro con Sarita en el cementerio, de manera que llamó a Bradford para decirle que había cambiado de planes.

Empezó a deshacer su bolsa de equipaje, pensativo. Era evidente que a Sarita Lopez no le hacía gracia que estuviera allí. En ese caso, ¿por qué iba a visitar su tumba? Su explicación de que pensaba que alguien debía recordarlo no le parecía consistente.

–Joe siempre decía que tratar de leer la mente de una mujer es más difícil que descubrir por qué creo Dios a los mosquitos –murmuró para sí–. Y tenía razón –su expresión se volvió irónica–. Excepto en lo referente a mi madrastra –a ella la entendía bien. Era una mujer mal criada y egoísta, capaz de hacer lo que fuera para conseguir lo que se proponía.

Sonrió mientras metía su ropa en los cajones de la cómoda. Había ido allí dispuesto a pelear por la tierra que era suya, pero ya no había necesidad de pelear. No sólo tenía la tierra; también era suya parte de la fortuna de su padre y un porcentaje de los beneficios del negocio familiar. Y estaba decidido a hacer que su presencia se notara.

El ruido de la puerta de un coche al cerrarse llamó su atención.

–¿Dónde está? –preguntó una conocida voz femenina.

Wolf bajó al vestíbulo, deteniéndose a unos metros de la puerta mientras Katherine entraba.

–Así que estás vivo –dijo, mirando a Wolf de arriba abajo–. Estaba en Houston cuando Greg me llamó para contarme la noticia. Tenía que venir a comprobarlo personalmente.

–¿Greg Pike? –preguntó Wolf en tono totalmente relajado, como si la presencia de Katherine no lo afectara en lo más mínimo–. Bradford me ha dicho que lo habías contratado como abogado. Me dijo que incluso trataste de eliminarlo a él como albacea del testamento de mi padre para sustituirlo por Pike.

Los ojos de Katherine destellaron de rabia.

–Bradford Dillion era el abogado de tu padre. Nunca le han interesado mis asuntos.

–Bradford Dillion es un hombre honorable.

Katherine se encogió de hombros como si aquello no significara nada para ella.

–No he venido aquí para hablar sobre Bradford Dillion. ¿Cuánto va a costarme que desaparezcas de mi vida?

–Pienso quedarme. Aquí están mis raíces.

La rabía hizo que las mejillas de Katherine enrojecieran. Tras soltar un bufido de disgusto, se dio la vuelta y salió de la casa, ignorando a Sarita y a Luis.

–Así que vas a hacerte una casa en la tierra de Willow –dijo Luis cuando el coche de Katherine se alejó.

Wolf se encogió de hombros.

–Aún no he decidido lo que voy a hacer, pero no hay motivo para que Katherine lo sepa.

Sarita volvió al cuarto de estar, del que había salido al oír las voces. Se había puesto muy tensa durante la confrontación de Katherine y Wolf, dispuesta a intervenir si ella trataba de hacerle daño. Conmocionada por la fuerza del inesperado sentimiento de protección que despertaba en ella Wolf, continuó hasta la cocina y se sentó en una silla. «Contrólate», se dijo. Wolf O’Malley era la última persona del mundo que necesitaba o quería protección.

–Me disculpo por lo que acaba de suceder.

Sarita se volvió y vio que Wolf se encaminaba al fregadero. No queriendo que pensara que él era el motivo de que se encontrara tan alterada, dijo:

–Tu madrastra siempre me ha asustado un poco.

–A mí también –admitió Wolf, sonriendo.

La inesperada expresión juvenil de su rostro afectó a Sarita de un modo extraño.

–¿Vasos? –preguntó él, señalando los armarios.

–En el de la izquierda –recordando sus modales, Sarita añadió rápidamente–. ¿Prefieres un te frío, o soda?

–Sólo agua –Wolf llenó un vaso, bebió medio y lo dejó en la encimera. Luego miró a Sarita pensativamente–. Según recuerdo, tú y yo no nos llevamos demasiado bien desde el primer día.

Sarita bajó la mirada mientras su mente volvía a los días de su infancia. A una milla y media de allí, Frank O’Malley construyó unos corrales y establos para que Willow O’Malley tuviera caballos y pudiera cabalgar en la tierra que ella aportó como dote a la boda. Incluso antes de que supiera andar, Willow llevaba a su hijo a cabalgar con ella.

Frank O’Malley contrató a Luis para que se ocupara de los establos y de los caballos. Cuando Sarita apenas tenía cinco años, Luis empezó a llevarla consigo, de manera que su camino y el de Wolf se cruzaron muy pronto.

Sarita alzó la mirada.

–Siempre tratabas de mandarme.

–Porque siempre estabas haciendo algo con lo que podías dañarte.

Los ojos de Sarita destellaron, desafiantes.

–Teníamos dos caballos y yo tenía mi propio pony. Mi abuelo me enseñó cómo cuidar de ellos. Yo sabía lo que hacía.

Wolf recordó a la niña de oscuro pelo que lo había mirado con la misma intensidad que la mujer en que se había convertido.

–Supongo que aún sabemos cómo sacarnos mutuamente de quicio.

–Eso parece –admitió ella.

Otro distante recuerdo del pasado regresó a la mente de Wolf.

–Aún me debes las gracias.

Sarita sabía a qué se refería. Por entonces tenían catorce años. Había salido a cabalgar sola y su caballo se había desbocado a causa de una serpiente, derribándola de la montura. Cuando el caballo llegó solo a los establos, su abuelo organizó una búsqueda. Fue Wolf quien la encontró. A pesar de su combativa relación, Sarita experimentó una inevitable excitación al ver que era él quien había acudido en su rescate. Entonces Wolf lo estropeó todo.

–Soportar un sermón de media hora en ese tono de sabelotodo que tenías anuló cualquier sentimiento de gratitud que hubieras podido despertar en mí.

Wolf la recordó sentada en una roca, con la camisa desgarrada y una pierna ensangrentada. No le gustó nada verla herida. Aún ahora, el recuerdo le molestó.

–No deberías haber salido a cabalgar sola.

–Era lo suficientemente mayor como para no necesitar carabina.

–Es evidente que no lo eras.

–Teníamos la misma edad, y tú te creías cualificado para cabalgar solo –espetó Sarita.

Wolf se apartó de la encimera.

–Parece que aún nos mezclamos como agua y aceite –fue hasta la puerta y miró a Sarita–. Pensaba que tal vez visitabas mi tumba porque te remordían nuestras continuas peleas. Al parecer estaba equivocado.

Mientras sus pasos se alejaban, Sarita sintió deseos de gritar. Nadie era capaz de sacarla de quicio como Wolf O’Malley.

Secretos del ayer

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