Читать книгу Amor a prueba - Elizabeth Duke - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеLE TEMBLABA la mano al acercarse el auricular a la oreja, mientras esperaba respuesta.
–Cam Raeburn al habla.
Se le hizo un nudo en el estómago.
–Hola, Cam, soy Roxy. He vuelto y me gustaría acercarme a Raeburn’s Nest para ver a Emma –explicó de corrido antes de que tuviera la oportunidad de cortarla. No le gustó el silencio que siguió a sus palabras.
–Por supuesto –accedió–. ¿Por qué no te preparas una bolsa de viaje y te quedas todo el fin de semana? Si es que puedes pasar todo el fin de semana con tu sobrina.
Apretó los dientes mientras el corazón le daba saltos de pánico ante la idea de pasar todo un fin de semana bajo el mismo techo que Cam Raeburn.
–Tengo todo el tiempo del mundo –aseguró–. Mi sobrina es lo prioritario en mi vida a partir de ahora.
«Y me quedaré en Raeburn’s Nest hasta que te convenza de ello». Si quería convencerlo de que era la persona más indicada para cuidar de Emma, tendría que tener mucho tacto… y estar preparada para quedarse todo el tiempo necesario.
–¿Te parece bien que vaya ahora? ¿Esta tarde? –preguntó con un tono menos agresivo.
–Aquí estaremos. ¿Recuerdas dónde está?
–Lo encontraré –aseguró. Solo había estado allí una vez, para el bautizo de Emma hacía cinco meses. Serena y Hamish habían invitado a todo el mundo a su casa después de la sencilla ceremonia.
Mientras se duchaba y se cambiaba de ropa, Roxy no hacía más que darle vueltas al encuentro entre los dos. No había podido evitar a Cam en el bautizo, como madrina y padrino de Emma habían tenido que estar juntos en el altar.
Cam no había cambiado nada en los doce meses que habían pasado entre la boda de Serena y el bautizo. Seguía tan atractivo y seductor como siempre. Era alto y atlético, tenía unos hombros increíbles, el mismo cabello oscuro y brillante y los mismos ojos negros chispeantes. Pero la dulzura que antes había visto en él había desaparecido.
Él había sido el primero en romper el hielo. Cada palabra hiriente, cada mirada acusadora estaban grabadas en su memoria.
–¿Te vas a quedar mucho tiempo esta vez, Roxy?
Su tono de voz y el cinismo de su gesto la habían hecho temblar. Había pasado un año desde su anterior encuentro, pero evidentemente nada había cambiado. Había pensado por un segundo, cuando sus miradas se cruzaron, que una chispa se había encendido en el fondo de aquellos ojos oscuros de Cam, pero se había diluido en un instante. Había sido su reacción normal ante cualquier mujer, hasta que había recordado quién era ella: una fanática de la historia con el pelo revuelto a la que le gustaba buscar fósiles bajo el calor y el polvo en los rincones más remotos del mundo y desenterrar civilizaciones antiguas.
–Me marcharé otra vez antes de lo que esperaba –había contestado moviendo la cabeza para mostrar que estaba deseando irse y deseando, al mismo tiempo, haber elegido para el bautizo de su sobrina algo más sofisticado que un vestido de abuela de manga larga, un sombrero de paja y unos zapatos planos–. Han encontrado un nuevo yacimiento muy interesante en el norte de México –le informó tensa–, y me han pedido que me una al equipo. Me voy la próxima semana.
A pesar de la frialdad que había entre ellos, el cuerpo de Roxy estaba reaccionando ante su proximidad, se le estremecían las terminaciones nerviosas y le ardía la piel. Era culpa de Cam que hubiera decidido marcharse tan pronto y que hubiera prolongado sus excavaciones desde la boda de su hermana. Si los besos apasionados de Cam hubieran significado algo, si le hubiera pedido que se quedara, si hubiera deseado que se quedara… Pero no había sido así. Había preferido a la morena de ojos oscuros.
¡Incluso había ido con otra mujer despampanante al bautizo de su sobrina!
–Roxy… Creo que no conoces a Belinda –dijo Cam sin parpadear mientras le presentaba a su última belleza morena–. Belinda pertenece a mi club de tenis en Sydney.
«Apuesto a que habéis hecho algo más que jugar al tenis juntos», pensó mientras se fijaba en los labios rojos y la sonrisa provocativa de la mujer. Una verdadera mujer fatal. El tipo de Cam.
De las que nunca llevarían las uñas sucias ni un pelo fuera de sitio. Suspiró. Las rubias despeinadas de ojos azules, con un gusto raro para la ropa y debilidad por las civilizaciones antiguas, evidentemente no eran su tipo.
Roxy rechazó esos recuerdos mortificantes mientras metía su ropa en la bolsa de viaje, lo suficiente para una semana o más, y después entró en el coche. Se preguntó si seguiría con Belinda. ¿O habría otra morena encantadora, tanto como para hacer que Cam quisiera casarse?
La salida de la ciudad resultó lenta porque había mucho tráfico en la autopista del sur. Después de una hora y media divisó la costa y la ciudad industrial de Wollongong, donde Cam tenía su floreciente industria química y de fibra, su oficina central y una casa de la empresa donde podría vivir si quisiera. Sabía que también tenía otra oficina en Sydney y un ático.
¿Cómo podría competir ella con todo eso?
Después de otra hora y media vio la costa otra vez y la ciudad de Kiama, donde su cuñado Hamish había sido el copropietario de una farmacia.
Se le hizo un nudo en la garganta. Le seguía resultando difícil de creer que Hamish y Serena se hubieran ido. Habían sido una pareja perfecta y muy feliz. Lo habían compartido todo. Incluso, desgraciadamente, su amor por la vela.
Conteniendo el llanto, dirigió su pensamiento a su sobrinita y se preguntó cómo estaría con Cam Raeburn, un hombre tan diferente de su padre. Hamish era muy cariñoso con los niños y amante del hogar. Emma llevaba con Cam seis semanas. ¿Se habrían unido en ese tiempo? ¿Se disgustaría la niña si la apartaba de él?
Raeburn’s Nest estaba cerca de la costa, en una zona de acantilados verdes con vistas al oceáno. Hamish y Cam habían heredado la casa de la familia a la muerte de su padre viudo. Ambos habían compartido la casa hasta que Cam se casó con Kimberley y se construyó una casa nueva cerca en el lujoso Kangaroo Valley. La había vendido tras su divorcio y después se trasladó a su apartamento de Sydney y a la casa de la empresa en Wollongong. Hamish había permanecido en Raeburn’s Nest y había llevado allí a su querida esposa, Serena, para que viviera con él después de un noviazgo relámpago de dos meses.
A Roxy le empezaron a temblar las manos cuando divisó la casa. La gran casa de piedra situada en medio de la naturaleza parecía incluso más imponente que la última vez que la había visto, con la nueva ala para invitados, que Hamish había empezado a construir, ya terminada. Mientras conducía por el camino de gravilla al lado de la casa echó un vistazo a la pista de tenis y a la piscina de la parte de atrás, rodeada de árboles y espesos arbustos.
Una casa ideal para tener una familia. ¿Cómo podía competir su piso de dos habitaciones con una casa como aquella, con semejante lujo?
Sacando del coche la bolsa y el oso de peluche gigante que había comprado para la niña en el aeropuerto de Los Ángeles, siguió un camino de piedra hasta la puerta lateral evitando la entrada principal frente a los acantilados.
Esperaba que fuera la asistenta, o incluso Mary, la niñera, quien abriera la puerta, pero fue Cam.
Durante un segundo permaneció mirándolo incapaz de hablar. Tenía un aspecto diferente al que recordaba. Las otras dos veces que lo había visto antes iba vestido de punta en blanco: con un traje de etiqueta en la boda de Serena y en el bautizo de Emma con un traje gris, camisa blanca y corbata roja de seda.
En ambas ocasiones llevaba el cabello espeso y oscuro engominado hacia atrás, la cara bien afeitada y la espalda amplia resaltada por el impecable corte de la chaqueta.
Aquel día vestía unos pantalones cortos y una camiseta desteñida con manchas de comida. Llevaba barba de un día, estaba sin peinar, como si se acabara de levantar de la cama, e iba descalzo.
Por primera vez le pareció que casi iba demasiado vestida con los vaqueros desgastados, la camisa blanca de manga larga atada a la cintura y las deportivas muy usadas.
Aun así, tenía un aspecto increíblemente seductor.
Como dándose cuenta de que lo estaban sometiendo a un examen, en la boca de Cam se dibujó una sonrisa en parte burlona en parte triste.
–Aún no he tenido tiempo de afeitarme, aunque me he dado una ducha rápida después de que la niña me vomitara encima. La comida fue interesante también… –se disculpó sacudiéndose la camiseta–. Esta camiseta estaba limpia hasta que Emma dejó claro que no le gusta el puré de calabaza. Estoy solo este fin de semana –explicó–. Le di a Mary unos días libres para que visitara a su familia y Philomena no viene los fines de semana.
Philomena era la asistenta. Como no iba los fines de semana, difícilmente podía ser uno de sus ligues.
–¿Te está dando mucha lata nuestra sobrina? –preguntó esperanzada. Si ya se estaba quejando, no resultaría difícil persuadirlo para que se la cediera.
–Incluso a las mejores madres sus hijos les parecen una lata a veces –replicó con sequedad–. Entra, Roxy, te enseñaré tu habitación. Verás a Emma más tarde. Está dormida y no quiero despertarla sin necesidad.
Roxy se mordió la lengua, tentada de protestar. Hacía bien en no despertar a la niña, aunque su motivo resultara un poco sospechoso.
Mientras cerraba la puerta tras ella Cam examinó su rostro durante unos segundos desconcertantes. Contuvo el aliento mientras le agarraba la barbilla con sus dedos fuertes y tibios para levantarle la cara.
–Es cierto que hicieron un buen trabajo –afirmó con sarcasmo, sin un atisbo de compasión–. Aunque no sé por qué demonios preferiste hacerte la cirugía estética en lugar de estar aquí consolando a tu padre y a la hija de tu hermana. Estoy desconcertado y, sinceramente, disgustado.
–¿Crees que…?
–De acuerdo, estuviste en el hospital por un virus, pero no niegues que aprovechaste la oportunidad para hacerte algunos retoques mientras te recuperabas en aquel hospital de Los Ángeles.
–¿Quién te dijo eso? –consiguió preguntar con la respiración agitada por la furia.
–Tu padre… No, fue Blanche. Blanche interrumpiendo al pobre George, como siempre –contestó. Opinaba lo mismo que ella sobre Blanche–. Me explicó con claridad que te estabas haciendo la cirugía en la cara.
–No me hice la cirugía estética en la cara –protestó malhumorada–. Me hicieron microcirugía para cerrar una herida. Era de esperar que Blanche lo tergiversara todo.
–¿Microcirugía? ¿Una herida? ¿Dónde? –preguntó levantando una ceja. Otra vez tuvo que sufrir su examen.
–En la boca, en el labio inferior. Tropecé con el bordillo de la acera al salir corriendo de un coche para entrar deprisa en una tienda en Los Ángeles. Me caí de cabeza sobre un macetero de hormigón.
–¿Estabas de compras en Los Ángeles después de saber que tu hermana había muerto? –preguntó moviendo la cabeza con una mirada gélida–. Tu padre te envió un fax urgente mientras estabas en el norte de México. ¡Seguramente no tenías ninguna prisa por volver a tu casa!
–¡Recibí el fax de mi padre tres semanas después de que lo mandara! Estaba en un campamento en una zona remota del norte de México en aquel momento. El correo no funciona muy bien en esa parte del mundo. Para entonces ya había sido el funeral. Estaba desolada por no haber podido asistir.
Cam la miró con escepticismo.
–Como total ya te lo habías perdido, decidiste que no había prisa –atacó con un tono hiriente que cortaba como un cuchillo.
–Tenía prisa, ¡ese fue el problema! Un estadounidense de nuestro equipo se ofreció a llevarme hasta el aeropuerto de Los Ángeles. Íbamos de camino hacia allí cuando se me ocurrió parar para comprarle un muñeco a Emma –explicó. Cuando Cam miró el oso de peluche ella meneó la cabeza–. Este lo compré ayer en el aeropuerto de Los Ángeles. Después de mi estúpida caída terminé en el hospital operada de un corte en el labio. Y dos días después me atacó un virus que debía de haber agarrado de México.
Mientras se detenía para respirar advirtió que los ojos de Cam habían perdido el brillo gélido, aunque no del todo. El que hubiera estado fuera tanto tiempo obviamente actuaba en su contra.
–¿Fue tan grave que tuviste que quedarte en el hospital otras tres semanas?
–¡Sí! Me dejó completamente fuera de combate. Tuve una fiebre atroz, estuve delirando durante días y me quedé muy débil durante más tiempo. Y además, por culpa de la operación no podía ni hablar.
–Tus cirujanos son dignos de recomendación –afirmó observándole la boca–. No queda ni rastro de un arañazo o un hematoma. Se diría que nunca te ha pasado nada.
Frunció el ceño. ¿Seguía sin creerla?
–Me operaron por dentro de la boca, por eso no queda ninguna señal. Y la hinchazón y el hematoma tuvieron tiempo de desaparecer gracias a aquel horrible virus. La boca ya está bien. Perfecta. Y yo me siento recuperada.
No quería que creyera que seguía estando débil y que era incapaz de cuidar de su sobrina.
–Sigues estando algo pálida… y muy delgada, pero si ya te sientes bien, fenomenal –concluyó. Agarró la bolsa y se dio la vuelta, librándola al fin de su mirada escrutadora–. Vamos Roxy… Ven a acomodarte.