Читать книгу Imparable hasta la médula - Elordi García Insausti - Страница 10
3. La quimio no duele
ОглавлениеResuelta a no darle ninguna tregua al cáncer, respiré hondo para coger impulso y convertir el tiempo en mi aliado y no en enemigo. Cada día sería una cuenta atrás hacia mi libertad. Dibujaría grandes cruces rojas en el calendario para anunciar la llegada de un nuevo amanecer y corroborar que la vida seguía fluyendo por mis venas, a pesar de que mi sangre se hubiera convertido en un brebaje similar a la horchata. Poco apetecible para los fríos días de invierno, sobre todo porque se había transformado en agria y amarga.
Era el desagradable sabor con el que identificaba a las células malignas que habían osado proliferar en mi cuerpo. Se habían deslizado como un susurro a través de los vasos sanguíneos sin que fuera capaz de percibirlo. Una rebelión sutil dispuesta a destruirme si las molestias no hubieran delatado su avance, justo a tiempo para desterrarla de mi organismo. Disponía de un mes para expulsarlas y salir restablecida de la burbuja en la que me vi obligada a instalarme. No deseaba alargar mi estancia ni un día más en aquella habitación que poco se diferenciaba de una celda. Debía dirigir mis esfuerzos a depurar mi sangre y confiar en que el equipo médico me ayudaría a conseguirlo.
Como el objetivo estaba claro, decidí afrontarlo con una sonrisa y toda mi fuerza vital, no solo por mí, sino también por todas las personas que estaban dispuestas a acompañarme. Mostrarme optimista y alegre, a pesar del encierro, era el único regalo que les podía hacer en aquellas circunstancias. Sin embargo, cuando mi madre relevó a Mikel tras la primera noche en la cámara de aislamiento, quise exhibir un arrojo del que aún no disponía. Entró vestida con el uniforme verde que obligatoriamente debían llevar mis acompañantes, un atuendo que la cubría de pies a cabeza. Entre la mascarilla y el gorro de quirófano, logré distinguir sus ojos y, tratando de buscar sosiego en ellos, encontré determinación.
—Voy a quedarme en Madrid el tiempo que sea necesario. Y el aita y tu hermana ya están de camino.
Mi madre era el vivo ejemplo del sacrificio. Una cuidadora nata. Había pasado media vida pendiente de mi abuela y a partir de ese momento sería yo la que ocupara ese lugar. Me sentí culpable de coartar su libertad y de causarle un sufrimiento que no se merecía. Recién prejubilada, le correspondía disfrutar de la vida sin mayores responsabilidades, saborear un merecido descanso y viajar abrazada a mi padre. En cambio, yo la iba a mantener encadenada a un hospital, lejos de su hogar y del pueblo que tanto adoraba. Ojalá hubiera podido abrazarla para ahuyentar mis inquietudes, aliviar sus temores y agradecerle su dedicación. Pero tuve que reprimir las ganas. En mi burbuja no tenían cabida ni los abrazos, ni las caricias, ni los besos. Una pequeña tortura para evitar que mi familia y allegados pudieran transmitirme cualquier virus o bacteria capaz de debilitarme. Sin embargo, a pesar de la distancia física impuesta, me notaba más conectada a todos ellos que nunca. ¡Qué ironía! Tantas muestras de cariño a lo largo de mi vida sin prestarles la debida atención, sin ser consciente de que constituyen, en realidad, un bien de primera necesidad, y tuvo que venir un cáncer a desvelármelo y, años más tarde, el covid-19 a recordármelo. ¡Cuán preciados esos gestos cuando te los arrebatan y cuán desapercibidos pasan día a día!
La llegada de una auxiliar de enfermería me sacó de mis pensamientos. Llevaba el desayuno, un juego de sábanas limpias y otro pijama azul, idéntico al que tenía puesto. El uniforme con el que se me identificaba como paciente era extremadamente grande para un cuerpo como el mío, que a duras penas llegaba a pesar cincuenta y un kilos. Mi silueta se perdía entre los pliegues de una chaqueta demasiado holgada y unos pantalones anchísimos que era incapaz de mantener sujetos a la cintura. No solo estaba enferma, sino que aquella vestimenta lo anunciaba a gritos. Me hacía parecer un fantoche y sentía que denigraba mi dignidad como persona y paciente. Para evitar que aquella desmesura en telas menoscabara mi autoestima, pedí a mi madre que me trajera algunos pijamas de casa. No estaba dispuesta a que el aspecto físico me debilitara emocionalmente. No al menos hasta que fuera irremediable y, quizás para entonces, la apariencia se habría convertido en algo superfluo.
Me costaba adaptarme a mi nueva realidad, a mi minúsculo espacio de normas con sabor a químicos, aromas sulfurados y cócteles de medicamentos explosivos. Unos fármacos dispuestos a envenenar mis entrañas y dibujar surcos imborrables en mis venas. Sin embargo, aceptar aquellas drogas de buen grado era el peaje que tenía que pagar para seguir con vida. Los medicamentos me serían suministrados por vía intravenosa a través de un catéter llamado PICC que me iba a colocar Gloria, una experta en el tema. Llegó a mi habitación desbordando alegría y una gracia andaluza innata.
—Te voy a introducir esta sonda por una vena del antebrazo —me explicó.
La miré horrorizada. En la mano tenía un tubo estrecho y hueco que me pareció demasiado largo.
—No te preocupes, no te va a doler. Te haré unas pequeñas incisiones justo debajo de la axila y a través de la vena insertaré un alambre guía para que el extremo del catéter viaje hacia una vena más grande situada cerca del corazón. Si sientes alguna molestia, paramos.
Era evidente que le apasionaba su trabajo, y lo llevó a cabo con tanta delicadeza que apenas tuve molestias durante la intervención. La dejé hacer sin mirarla, con los ojos cerrados y la cabeza girada hacia el lado opuesto, entregada a las únicas manos que a partir de ese momento me tocarían. Si mi mundo se había reducido a una habitación, el contacto físico se había restringido a los profesionales sanitarios.
—Este PICC se va a utilizar para administrarte toda la medicación y también para sacarte las muestras de sangre, lo que te evitará un montón de pinchazos. De su cuidado y mantenimiento también me encargaré yo. Tú solo tienes que evitar que se moje cuando te duches. Es importante que permanezca siempre seco.
Solo me decidí a mirarla cuando sentí que empezaba a recoger el material que había utilizado. Estaba sonriendo, pero a mí no me pareció que tuviera motivos para mostrase tan contenta. Mi brazo izquierdo estaba hinchado, había sangre alrededor de la gasa que tapaba el punto de inserción y se adivinaban los hematomas que aparecerían en mi antebrazo. Del apósito salían dos tubitos: eran las luces para atacar al enemigo que habitaba dentro de mi torrente sanguíneo, transformado en hábitat de un cáncer mortal.
El PICC evitaba que las venas sufrieran más de lo necesario en la lucha contra la leucemia. De modo que se convirtió en parte imprescindible de mí, al igual que el gotero que se conectaba a él y que me acompañaba a cada paso. Era una especie de perchero con ruedas, solo que de aquel soporte de acero inoxidable no se colgaban prendas, sino bolsas de distintos tamaños y colores con preparados de nombres impronunciables. Un despliegue de antivirales, corticoides, inhibidores de células anormales… La lista era interminable, aunque la reina de la artillería pesada era la temida quimioterapia.
Una vez que tuve colocado el PICC, comenzó el bombardeo. Las bolsas iban y venían sin descanso en una carrera contrarreloj por y para la vida. Pero me fijé con especial atención en la que portaba un líquido transparente aparentemente inofensivo llamado vincristina. Era mi primer ciclo de quimioterapia intravenosa. Recorrí con la mirada cada gota de aquel primer chute, capaz de pulverizar las células cancerígenas de mi sangre sin discriminar las sanas. La quimioterapia destruiría sin miramientos y sin distinciones. Todo mi organismo sucumbiría a su paso para liberarse de la enfermedad. Sin embargo, en nuestro primer cara a cara también descubrí que era indolora, que su tránsito no abrasaba mis venas ni pellizcaba mis entrañas. Sus movimientos eran silenciosos y apenas perceptibles, y si alguna de mis células resultó herida presa de su avance, no lo sentí. La quimio no dolía y dejó de aterrarme. Así que salí de la trinchera del miedo para acompañarla en su abordaje. Me abrí en canal para recibir aquella sustancia, a la que mentalmente no paraba de animar para que se dirigiera al corazón de mi cáncer y lo aniquilara en mil pedazos. Era una guerrera de la luz y las sombras no eran bienvenidas.
Permanecí en una especie de estado meditativo hasta que me di cuenta de que la bolsa de vincristina se había vaciado por completo. El medicamento ya no estaba en el gotero, sino en mi interior, y pedí a las células sanas que me habitaban que resistieran el envite. Seguía sin sentir ningún dolor ni molestia y sonreí para aferrarme a ese instante cuyo valor solo conocen los que han vivido algo semejante. Había superado mi primera sesión mejor de lo que esperaba y me permití celebrarlo, disfrutar de ese momento de felicidad en medio de un camino que apenas había empezado a transitar. Había sido tan solo el primer paso y era consciente de que tendría que seguir luchando para dar los siguientes hasta llegar a meta. Sin embargo, mi primer encuentro con la quimioterapia me convenció de que sería capaz de superar con éxito el reto que la vida me había puesto delante.
—Saldremos de esta. Juntos lo conseguiremos —me aseguró mi padre cuando entró a la burbuja por primera vez.
Había tenido que hacer acopio del optimismo que lo caracterizaba antes de cruzar la puerta de la cámara de aislamiento ataviado de verde. Pero su voz temblorosa y sus pestañas húmedas lo delataban. Había estado llorando. No tardó en confesarme que mi amiga Ana lo abrazó en cuanto lo vio a pesar de no conocerlo de nada, y que ante aquel gesto no pudo reprimir el llanto. Lejos de mi campo visual, permanecieron abrazados durante unos segundos, consolando el uno la tristeza del otro. Sin embargo, mi padre no pudo evitar que una punzada de dolor le atravesara los ojos al verme postrada en la cama. Enseguida recuperó la compostura y sacó a relucir su buen humor para arrancarme alguna carcajada. Me animó, además, a ponerme en pie y hacer una serie de ejercicios acompañada de mi gotero. Me quería infundir su fortaleza y yo seguí sus pautas para evitar que mi cuerpo se quedara endeble. La entrada de Cris interrumpió nuestro pequeño entrenamiento. Llegó con buenas nuevas y enseguida se ganó a mi padre.
—Mañana te vamos a trasladar a una habitación más grande.
—¿Ah, sí? ¿Y eso?
—En realidad, vamos a desplazar la unidad de aislamiento entera mientras rehabilitan esta zona. Vas a estar mucho mejor, ya verás.
—¿Y tú? ¿Seguirás atendiéndome? —quise saber.
—Claro, de mí no te vas a librar tan pronto.
Suspiré aliviada y sonreí. Le estaba cogiendo cariño, a pesar de las malas formas con las que le hablé el día que nos conocimos. Cris terminó de colgar un nuevo arsenal de medicamentos en el gotero y se fue. Poco después, me despedí de mi padre con un abrazo en el aire. No podía sentir su contacto, pero sí el calor de su fuerza vital y, a falta de besos, se nos escaparon palabras que nunca antes nos atrevimos a decirnos. Esos valiosos «te quiero» que guardamos sin razón aparente o por vergüenza cuando deberíamos pronunciarlos a diario.
Mientras los pasos de mi padre se alejaban, escuché cómo se acercaban los de mi hermana. Oihana, dos años menor que yo, se encargó desde el principio de organizar los turnos de visitas, asumiendo su papel de cuidadora provista de una dulzura exquisita y una paciencia que parecía no tener fin. Su presencia me transfería paz, una serenidad cómplice que me ayudaba a capear el temporal.
—Cuando me llamó la ama desde el autobús para contármelo, no daba crédito. Vamos, que no me lo creí. Pensé que dar un diagnóstico así, tan a la ligera, era de incompetentes, y me fui a la cama tan tranquila —me confesó.
Me hizo gracia su manera de expresarlo y nos reímos juntas. En realidad, cualquier excusa era buena para impregnar de sonrisas el ambiente esterilizado de mi burbuja. La risa era liberadora por muy mal que se presentara el día o por muchas incertidumbres que la ensombrecieran. Empecé a creer en su poder curativo, y se convirtió en mi sello de identidad. Al menos, me permitía aligerar el peso de la enfermedad y, si lo hacía conmigo, lo haría también con los que me acompañaban.
La leucemia no solo había dado un giro inesperado a mi vida; su impacto también sacudió el día a día de mi familia. Mi padre se trasladaba de Madrid a Lazkao para no dejar desatendidos por mucho tiempo el caserío y la huerta, mientras que mi madre literalmente se mudó al hospital junto a mi hermana, que pidió un permiso laboral para poder estar a mi lado. Nunca me dejaron sola y, a pesar de que durante el día descansaban gracias a las visitas de mis amigos, se turnaban las noches para dormir en el sillón reclinable de la burbuja, poco confortable en apariencia, aunque su sueño solía ser más tranquilo que el mío. Apenas cerraba los ojos me acechaban los miedos, que, amparados en la oscuridad, se enfundaban sus trajes más tenebrosos. Me martirizaban también los porqués que se repetían en bucle hasta las primeras luces del alba.
La jornada en la unidad de aislamiento comenzaba al despuntar el día. Me despertaba con la analítica entre las seis y siete de la mañana. Tras el desayuno, llegaba el momento de la higiene personal. Sin embargo, la cita con la ducha no era la misma desde que llevaba el PICC. No podía mojar el catéter y, a pesar de que lo enfundaba en film transparente, aprendí a hacer malabares para que no se colara ninguna gota por el antebrazo. Sentir el agua deslizarse por todo mi cuerpo se había convertido en un lujo que no me podía permitir y, aun así, los minutos que estaba bajo la ducha, aunque imperfectos, me reconfortaban lo suficiente como para poder afrontar un nuevo día.
Durante la primera semana fui convirtiendo las rutinas del hospital en mías. Me adecué a los horarios, a las entradas y salidas de las enfermeras, al olor a desinfectante de la burbuja, a las analíticas a horas intempestivas y a las visitas del doctor López con los resultados al mediodía. Los asteriscos marcados en sus papeles mostraban lo desajustados que estaban ciertos parámetros de mi sangre. Algunos propiciados por la leucemia; otros, sin embargo, alterados por la administración de un tratamiento cada vez más agresivo.
—Vamos a compaginar la quimioterapia intravenosa con otra que te administraremos mediante punción lumbar —me anunció.
—¿Y eso a qué se debe? —pregunté inquieta.
—Tenemos que evitar que las células cancerígenas se propaguen al sistema nervioso central. Es el único lugar que queda fuera del alcance de la medicación que te estamos suministrando a través del PICC, y esto lo convierte en el escondite idóneo para que el cáncer se oculte. La única manera de protegerlo es introducir directamente los fármacos en el líquido cefalorraquídeo con una punción lumbar. En ese mismo proceso te extraeremos una muestra del líquido para analizar si está limpio.
Mientras el doctor López me explicaba el proceso, recordé la punción que años atrás le hicieron a mi hermana para comprobar si sus fiebres eran producto de una meningitis. Me sorprendió el paralelismo que mi mente llevó a cabo entre ambos episodios que aparentemente nada tenían que ver. Sin embargo, aquella alusión a un momento que creía olvidado trajo consigo evidencias de que la prueba no iba ser agradable. Tuve ocasión de corroborarlo durante un mes. Aunque también comprobé que, dependiendo de la pericia del profesional, la punción podía ser más o menos tortuosa.
La primera vez que salí de la unidad de aislamiento fue, precisamente, para que me administraran quimioterapia en la zona de las lumbares. Para abandonar mi burbuja aséptica tuve que ponerme una mascarilla con válvula, distinta a las quirúrgicas que portaban mis acompañantes y que en estos últimos tiempos tan famosas se han hecho a nivel mundial. Mi mascarilla era blanca, como la luz de los fluorescentes que recorría con la mirada mientras empujaban mi camilla hacia la sala del procedimiento. Estaba nerviosa ante una prueba para mí desconocida, pero traté de controlar mi inquietud tarareando la primera canción que me vino a la cabeza.
Saber que se puede,
querer que se pueda,
quitarse los miedos,
sacarlos afuera.
Pintarse la cara
color esperanza,
tentar al futuro
con el corazón…
La música me liberó la garganta de la preocupación que la atenazaba y el cuerpo se relajó hasta que una enfermera me pidió que me acostara en posición fetal, con las rodillas encogidas hacia el abdomen y la barbilla pegada al tórax. Me limpió la espalda minuciosamente y me aplicó anestesia local en la región lumbar. Sentí un escozor e intenté evadirme pensando en lo que haría al salir del hospital. Idear nuevos planes fuera de aquellas paredes me hizo esbozar una sonrisa que se trasformó en una mueca de dolor cuando el médico me introdujo la aguja entre las vértebras. Me había estado palpando la espalda para buscar el punto adecuado, pero no debió encontrarlo, porque volví a notar cómo sacaba y metía de nuevo la aguja tratando de encontrar el líquido cefalorraquídeo de la columna. Apreté los labios hasta que, finalmente, extrajo la muestra e introdujo los fármacos en su lugar.
Llegué a mi burbuja con una venda de compresión en las lumbares y la orden de permanecer boca arriba en la cama durante un par de horas para evitar dolores de cabeza. Seguía sin entender muy bien aquel proceso, y en cuanto tuve ocasión le pregunté a Cris.
—El líquido cefalorraquídeo es una especie de amortiguador del sistema nervioso central. Baña la médula espinal y el encéfalo y los protege. Como está separado del torrente sanguíneo, hay que acceder a él a través de la punción lumbar. Siempre se compaginan ambas quimios en un caso como el tuyo para evitar que el cáncer llegue al sistema nervioso central, que es el que se encarga de transmitir los impulsos hacia los nervios y los músculos.
Aquella clase de anatomía me resultó de lo más útil para entender los entresijos de un tratamiento que no tardaría en reflejarse en mi aspecto.
—Cris, y… ¿Cuándo me voy a quedar sin pelo?
—Pronto. Córtatelo para que el cambio no sea tan brusco, y cuando veas que la almohada se va llenando de pelos, rápatelo —me aconsejó.
Tenía el cabello largo, una melena castaña con reflejos dorados y toques cobrizos que me llegaba a la altura del pecho.
—¿Puede venir una amiga peluquera a cortármelo?
—Claro. Además, podrás recibirla en tu nueva habitación, porque te vamos a trasladar esta misma tarde.
Mi segunda burbuja me pareció una mansión en comparación con la primera. Era una estancia de dimensiones considerables en la que podría dar pequeños paseos de más de dos zancadas seguidas. Tenía dos camas individuales, una para mí y otra para que mi acompañante pudiera dormir en mejores condiciones. Entre ambas, una butaca marrón y enfrente, un gran escritorio en el que trazar mi diario de bitácora.
Miré a Cris agradecida y a mi madre emocionada al comprobar que aquellas cosas tan simples se habían convertido en apenas unos días en adquisiciones lujosas capaces de hacer más agradable mi ingreso. No podía parar de sonreír y crucé animada la habitación hasta el ventanal, que, a pesar de estar sellado, daba a la calle. Me asomé casi con urgencia para observar la vida más allá de las rutinas del hospital. Pero solo alcancé a ver gente con prisa, una marea de pasos apresurados corriendo de un lado para otro sin mirar alrededor. Una autentica vorágine de celeridad que no llevaba a ninguna parte. A través de la ventana indiscreta de la sexta planta del hospital era capaz de percibir la ansiedad y estrés que acarreaban aquellas carreras a contrarreloj.
«¡Levantad el pie del acelerador y observad las calles que transitáis!», me hubiera gustado gritar a todas esas personas a las que las prisas impedían saborear su libertad de movimiento. Yo también habría estado allí abajo, participando activamente de aquella coreografía atropellada, si mi vida no se hubiera detenido en seco el día en que me diagnosticaron leucemia. Pero con un cáncer surcando los conductos de mi organismo, dejaron de cegarme los apremios, y comencé a apreciar el valor del tiempo presente para disfrutarlo con la intensidad que se merecía. Y, aun así, no podía evitar sentir que la vida bullía en las calles a las que no tenía acceso, en un mundo paralelo al de la burbuja en la que dedicaba mis esfuerzos a luchar por sobrevivir. Sin embargo, ¿acaso no era yo más consciente que aquella marabunta de personas de lo que significaba estar viva?