Читать книгу Imparable hasta la médula - Elordi García Insausti - Страница 9
2. Burbujas estancas
Оглавление«La leucemia es un cáncer de los glóbulos blancos: el cáncer en una de sus más explosivas y violentas encarnaciones. Su ritmo, su agudeza y su pasmosa e inexorable trayectoria de crecimiento fuerzan a tomar decisiones rápidas y a menudo drásticas; es terrorífico experimentarlo, terrorífico observarlo y terrorífico tratarlo». De esta guisa presenta la enfermedad el profesor, oncólogo y divulgador científico Siddhartha Mukherjee en su libro El emperador de todos los males, ganador del premio Pulitzer en 2011.
Yo apenas sabía nada de la leucemia ni de los derroteros que la llevaron a colarse en mi sangre, pero en cuanto la hematóloga pronunció su nombre, me sentí estremecer entre presagios de existencias caducas y podredumbre.
Incapaz de asimilar una sentencia que ponía en evidencia la fragilidad de mi propia vida, mi mente se colapsó. Entré en shock y me dejé embriagar por el inconfundible olor de mi abuela materna. Su presencia inundó de calidez las lúgubres paredes de la estancia y pintó de sonrisas mis penas. Permanecí inmóvil para evitar que su imagen se alejara mientras conectaba de nuevo con su esencia e inmortalizaba la ternura con la que volvía a acogerme en su seno.
Hacía un año que su corazón se desgastó de tanto amar. Se fue en silencio, aceptando su destino con la misma entereza con la que vivió. «Me estoy apagando», dijo antes de que se le agotaran las palabras. Lúcida hasta el final de sus días, con ella desaparecía la testigo de toda una generación representativa de nuestro pequeño universo vasco. El último aliento del linaje vinculado a nuestro caserío.
Sus manos, curtidas por el frío y el sol de tanto arar la tierra, eran la máxima expresión de la bondad, y estaba siempre dispuesta a dar lo mejor de sí misma. Creaba vida de cada semilla, una y otra vez, tratando de allanar los obstáculos que se interponían entre lo que cultivaba con entrega y pasión. La naturaleza era su laboratorio particular. La contemplaba, intentaba entender sus entresijos y recibía con humildad la cosecha para repartirla entre los suyos. No necesitaba nada más para ser feliz.
Sin embargo, el ciclo de la vida había abierto un gran paréntesis en uno de sus frutos. Era yo, su nieta mayor, sangre de su sangre, la que se estaba echando a perder, agrietando su cosecha más importante, la familiar. Mis raíces le pertenecían a pesar de haber recorrido caminos distintos y a veces distantes. Así que allí estaba para recordarme que el vigor de su savia impregnaba mi ser, que su arraigo a la tierra era mi gran fortaleza y que el espíritu de supervivencia corría por cada una de mis venas. Una presencia etérea capaz de infundirme sosiego y de protegerme de la tela de araña que el pánico comenzaba a hilvanar a mi alrededor.
Su contorno se fue desdibujando lentamente. Sus cabellos grises, sus mejillas sonrosadas, su sonrisa afable se fueron desvaneciendo, y, tras un ligero roce, también sus manos, llenas de surcos infinitos. Me reconfortó aquel encuentro fortuito, más allá de toda lógica, a pesar de que, al disiparse su figura volví a encontrarme con la silueta de la hematóloga y un discurso del que no quería ser protagonista.
—… tendremos que comprobar cómo está tu médula ósea. Pero ahora descansa. Mañana va a ser un día muy largo.
—¿Médula ósea?
Reaccioné a destiempo. Su bata blanca desapareció tras la puerta después de lanzarme una mirada compasiva de soslayo. Un temblor repentino me atravesó entonces la espalda mientras un mar de lágrimas comenzaba a inundarme la cara. Un llanto amargo de impotencia e incomprensión que liberé en soledad. Fuera de la sala, la doctora se estaba ocupando de informar a Maite, y yo debía hacer lo propio con mis padres. Traté de recomponerme antes de marcar su número en el móvil, pero nada más escuchar la voz de mi madre se me empezaron a humedecer los pómulos.
—Ama, creen que tengo leucemia.
Solté las palabras a bocajarro, sin pensar cómo suavizar el golpe.
—Tranquila, ya voy para el autobús. Estaré en el hospital hacia las siete de la mañana.
Me sorprendió el aplomo con el que recibió la noticia y llegué incluso a pensar que no había comprendido lo que le acababa de comunicar. Pero no tenía fuerzas para repetírselo y, de todas formas, el hecho de que no se hubiera desmoronado supuso para mí un gran alivio. En lo inesperado de su reacción encontré, de alguna manera, el sello de mi abuela, su entereza y sosiego.
Aquella noche fue demasiado larga. Las horas intensas en su quietud. Los pensamientos sombríos, llenos de sueños rotos convertidos en pesadillas. La respiración prisionera del miedo, entrecortada. Pero entre tantos fantasmas tenía tendida una mano amiga, la de Maite. A los pies de mi cama, tumbada en el suelo y cubierta con mi abrigo; al igual que yo, sin pegar apenas ojo. Ambas envueltas en un silencio cómplice ante una realidad que había superado con creces nuestros mayores temores. ¿Cáncer en la sangre? Me resistía a creerlo.
Días antes, mi sonrisa había quedado dibujada para la posteridad frente a las cámaras de televisión. Traté de recordar mi última entrevista en directo, pero fue en vano. Miles de preguntas sin respuesta me desbordaban. Los focos se habían convertido en una serie de fluorescentes deslumbrantes y el plató, en una fría camilla en la que unas manos desconocidas conducían mi cuerpo semidesnudo por un laberinto de pasillos. El contacto con el acero me erizaba la piel, y así, aterida y estremecida de recelos, me llevaron de una sala a otra para hurgar en mis entrañas hasta que el dolor me hizo desfallecer. Sentí que atravesaban mi pecho con una aguja que parecía querer aspirar hasta el último de mis alientos, pero era una muestra de mi médula ósea lo que pretendían extraer del esternón.
De esa manera descubrí que hay un tejido esponjoso en el interior de los huesos más grandes del cuerpo y que en él se producen las células sanguíneas. La médula ósea es la fábrica de la sangre. El lugar donde nacen los glóbulos rojos, encargados de transportar el oxígeno desde los pulmones al resto de tejidos y órganos; los glóbulos blancos, las defensas que patrullan el cuerpo en busca de invasores dañinos; y las plaquetas, un seguro de vida ante cualquier hemorragia. De ser cierto el diagnóstico inicial, una mutación de ADN habría convertido mis defensas en patrullas enemigas y, además, esa población anómala de glóbulos blancos imposibilitaba el crecimiento del resto de células sanguíneas, por lo que mi sangre se parecería a un líquido lechoso.
Una vez finalizadas las pruebas pertinentes para comprobar el estado de la médula, me dejaron arrinconada en uno de los pasillos del hospital, y allí, completamente desencajada, me encontró mi madre. Nos fundimos en un abrazo en el que sobraron las palabras, intentando proporcionarnos durante unos instantes algo de consuelo y serenidad. Olía a hogar, a entrega, a vida, a ansia por protegerme, e intenté respirar todo aquello que tanto me reconfortaba. Hubiera permanecido abrazada a ella durante horas, pero su desasosiego terminó por hacerse patente.
—¿Por qué estás en el pasillo? ¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho?
Hablaba su preocupación, y yo no fui capaz de calmarla porque estaba completamente extraviada en aquel universo de batas blancas y enfermedades malditas. Balbuceé algunas palabras carentes de sentido y vi a mi madre alejarse en busca de respuestas más congruentes. Entonces, cerré los ojos y perdí la noción del tiempo sumida de nuevo en un cúmulo de interrogantes que me asfixiaban. Deseaba encarecidamente que aquellas últimas horas fueran producto de mi imaginación y aquel nuevo decorado que no me inspiraba confianza alguna, una simple ilusión. Sin embargo, volví a escuchar la voz de mi madre a mi lado, al rato la de Maite, y un empujón anunció que me trasladaban a la unidad de aislamiento.
El ascensor se paró en la sexta planta, una planta que olía distinta al resto, quizás porque allí se utilizan armas de destrucción masiva para combatir al enemigo y en la guerra todo se pudre, aun cuando se consigue evitar la muerte. El uso inconsciente del lenguaje bélico no era fruto de la casualidad. El cáncer llevaba mucho tiempo adherido a términos militares. En La enfermedad y las metáforas, publicado en 1978, Susan Sontag ya criticaba la estigmatización tanto de la enfermedad como del paciente al utilizar «metáforas maestras que provienen del vocabulario de la guerra. Las células cancerosas invaden… colonizan el cuerpo… se reagrupan para lanzar un nuevo ataque contra el organismo». En ese alegato a la dignidad del ser humano que Sontag creó una vez superado un avanzado cáncer de mama, la escritora advertía del efecto contraproducente que implica la retórica castrense. Sin embargo, esa terminología seguía tan arraigada en la sociedad del siglo xxi que resultaba difícil huir de las metáforas bélicas.
Aún a riesgo de decepcionar a la fallecida Sontag, el cuarto al que me trasladaron parecía una cámara acorazada. Tras atravesar una doble puerta de acceso llegamos a una habitación estanca con un ventanuco sellado que daba a la otra cara del hospital. Sobria de mobiliario, la estancia disponía tan solo de una cama, una mesilla y un sillón. Nadie nos había explicado todavía la razón por la cual habían decidido trasladarme a un lugar estéril y aislado, pero empezaba a intuir que el cáncer definitivamente se había infiltrado en mi médula ósea y estaba envenenando mi sangre. Mis sospechas se confirmaron cuando el doctor López se presentó ante mí para poner nombre y apellidos a lo que me sucedía.
—Tienes leucemia linfoblástica aguda con cromosoma Filadelfia positivo.
Me quedé con cara de póquer analizando las palabras que acababa de escuchar. Al parecer, había un cromosoma con nombre de queso de untar que añadido a los términos leucemia aguda no auguraba nada bueno.
—¿Y eso, hablando en cristiano, qué significa? —pregunté.
—Significa que tienes una enfermedad de alto riesgo, más grave si cabe debido a la anomalía encontrada en los cromosomas. La buena noticia es que hay tratamiento y que debemos empezar cuanto antes a aplicar el protocolo.
—¿En qué consiste el proceso?
—Vas a tener que estar ingresada un mes en esta unidad de aislamiento para recibir un tratamiento intensivo de quimioterapia. A esta fase la llamamos inducción. Una vez finalizada, entraremos en la fase de consolidación, que consiste en ciclos de quimioterapia cada quince días. Te dejaremos ingresada unos dos o tres días para que te recuperes un poco, y después podrás volver a casa. Esta fase durará unos dos meses. Y, por último, necesitarás un trasplante de médula. Si todo va bien, en dos años estarás curada.
—¿Cómo? ¿Dos años?
Me pareció casi insultante que un doctor que acababa de conocer me hablara de hipotecar mi vida durante tanto tiempo para intentar curarme. No era consciente todavía de que lo que estaba en juego era eso precisamente, mi vida, y que lo demás carecía ya de importancia. Seguía en estado de shock, negando la enfermedad y el desmesurado impacto que provocaría en los cimientos de mi existencia. Aun con un diagnóstico de alto riesgo, continuaba preocupada por un día a día que ya no me pertenecía. «¿Dos años sin trabajar?», pensé. «Imposible, este hombre no me conoce. Esto lo supero yo antes de que…».
—¿Me la puedo llevar al hospital de San Sebastián?
La pregunta de mi madre me sacó de mis pensamientos. Escruté su mirada con atención durante unos segundos, y después la de Maite, mientras trataba de poner orden en aquel sinsentido. Sin embargo, una vez más mis reflexiones fueron interrumpidas, esta vez por el doctor López.
—Puede llevársela sin problemas. Pero una vez allí tendrán que hacerle de nuevo todas las pruebas, y lo más conveniente ahora es empezar cuanto antes el tratamiento.
Estas últimas palabras fueron decisivas. No me sentía con fuerzas para someterme de nuevo a un sinfín de pruebas médicas conociendo de antemano el resultado. Me parecía retrasar la agonía sin necesidad. De modo que tomé la decisión de quedarme en Madrid, en un hospital conocido también como La Concha, sin medir las consecuencias y sin haber asimilado todavía la magnitud de la enfermedad. No tenía la bahía de San Sebastián cerca, pero tan solo el nombre me inspiraba confianza, y me invitaba a pensar en los paseos por la playa y los atardeceres en el mar.
—No quiero irme, ama. Aquí están mis amigos, Aitor, mi casa y mi trabajo.
Llevaba más de una década construyendo mi vida en Madrid y me negaba a perder de un plumazo todo lo que había conseguido.
—Los amigos están bien, pero es la familia la que tiene que estar cerca en situaciones así.
Mi madre siguió tratando de convencerme. Sabía que, si persistía en mi empeño, ella tendría que trasladarse a Madrid. Sin embargo, yo ni siquiera me había parado a pensar en ello. En mi bendita ignorancia no cabía la posibilidad de que el proceso durara mucho tiempo. En cierta manera, me resistía a creer que todo aquello fuera cierto. Podrían haberse equivocado en el diagnóstico o confundido de paciente, incluso se me pasó por la cabeza que todo aquello fuera un experimento o una conspiración. Cualquier cosa antes de tener que enfrentarme a la realidad. Eso hizo que no quisiera asumir más cambios de los necesarios. Restringir mi movilidad a una habitación era suficiente trastorno como para, además, cambiar de ciudad. En mi decisión también desempeñó un papel clave el apego por los lazos construidos en Madrid, unos vínculos que creía que me harían sentir tan arropada que obvié los sacrificios que iba a tener que hacer mi familia.
El doctor López abandonó la habitación después de haber presenciado aquel pulso entre mi madre y yo, custodiado por Maite. Ella tampoco tardó en dejarnos a solas para que pudiéramos tener algo de intimidad en la que asimilar aquel despropósito. Mi madre nunca me reprochó mi decisión. El miedo nos tenía atrapadas a ambas en su espiral. Pero su mirada, además de la inquietud y la angustia, me transmitía un amor tan profundo que quise convertir aquel sentimiento en mi tabla de salvación y encontrar en ese cariño incondicional la seguridad para combatir al monstruo que se había apoderado de mi sangre. No me atrevía ni siquiera a pronunciar su nombre.
Si todo aquello era real, mi único anhelo era que el cáncer saliera de mi vida lo antes posible y sin hacer mucho ruido. No sabía entonces que me enfrentaba a una ruleta rusa injusta y cruel, dispuesta a disparar sin concesiones, y que tenía las mismas probabilidades de salir indemne que de sufrir una herida mortal. Pero en cuanto lo supe, decidí quedarme en el bando del cincuenta por ciento que conseguía vencer aquella lacra, y me preparé para la batalla tratando de recopilar toda la información posible. De modo que cuando llegó una enfermera la acribillé a preguntas.
—¿Por qué estoy aislada?
—Porque en cuanto empieces el tratamiento te quedarás sin defensas y tu cuerpo se convertirá en un apetecible banquete para cualquier virus o bacteria. Este cuarto será tu burbuja, una coraza que evitará que te conviertas en la diana de cualquier infección.
—Entonces, ¿tengo que reducir mi vida a esta habitación durante un mes?
—Seguro que lo terminas agradeciendo, porque un simple catarro se puede convertir en una emergencia en tu caso. Además, tendréis que seguir un protocolo…
—¿Más protocolos? —la interrumpí.
Me sentía cada vez más contrariada, incluso irritada, por la vorágine de acontecimientos imprevistos que me zarandeaban como a una marioneta desde la noche anterior. Sin embargo, Cris, que así se llamaba la enfermera, restó importancia a mi tono de voz y continuó hablando.
—Aquí dentro solo podrás estar acompañada por una persona, y es imprescindible que evites cualquier tipo de contacto físico con tus visitas.
—¿Voy a tener que pedir un vis a vis como en la cárcel para que me toquen?
La ironía con la que lancé la pregunta sacó a relucir mi enfado, y mi madre me pidió con la mirada que redujera el tono. Cris, atenta a nuestras reacciones, se dirigió entonces a ella para ponerla al corriente de los pasos que debían seguir las personas que quisieran entrar en la burbuja.
—Para acceder a la cámara de aislamiento tendréis que desinfectaros bien las manos y poneros los complementos que os proporcionarán fuera. Son unos guantes, unos patucos, una bata, un gorro y una mascarilla.
—¿Pero esto qué es? ¿Acaso tengo la lepra y no me he enterado? —pregunté, irritada.
—Necesitamos tomar las precauciones necesarias para mantenerte protegida y evitar que una infección complique más las cosas. Esto significa que no puede haber un flujo continuo de personas entrando y saliendo. Así que me temo que los amigos que han ido llegando para verte no van a poder hacerlo.
—¡Pero si todavía no he empezado con el tratamiento!
Cris desgranó cordialmente una serie de argumentos que justificaban aquella acción. Sin embargo, fue la gota que colmó mi paciencia, y la convertí en la cabeza de turco donde descargar mi rabia y frustración. La insulté sin pensarlo, como si la culpa de lo que me sucedía fuera de ella. Pero nada más hacerlo lamenté los improperios que le dediqué. Mi enfado no iba dirigido contra ella, sino contra el cáncer que había decidido navegar a sus anchas por mis venas, echando por tierra mi vida entera. La leucemia había hecho saltar por los aires mi mundo y me había recluido en un ring para combatirla cuerpo a cuerpo.
El oncólogo Javier de Castro utiliza la teoría de las cinco fases del duelo, de la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross, para explicar el difícil proceso que vive una persona a la que se le diagnostica una enfermedad grave. En su libro Cáncer: Manual de supervivencia, el doctor asegura que «la pérdida de salud es una de las mayores pérdidas que puede experimentar un ser humano», y establece así un símil con las cinco etapas descritas por la psiquiatra estadounidense: la negación, el enfado, la negociación, la depresión y la aceptación. Sobre el enfado añade que son muchos los pacientes que lo experimentan, y que «la familia más cercana y los médicos son el principal foco de su ira. Los profesionales sanitarios sabemos que tenemos que afrontar con paciencia un chaparrón que a veces puede ser una auténtica tormenta».
Comprobé lo ciertas que eran las palabras que el doctor recoge en su libro por mí misma. Cris no se inmutó por mis malos modos; encajó mi enfado con serenidad y se mostró muy comprensiva. Su mirada me invitaba a la calma, pero fue su cercanía la que me aplacó, y desde ese mismo instante supe que contaba con una nueva aliada.
—La actitud con la que te enfrentes a este proceso es casi tan importante como el tratamiento —me reveló.
Tenía la boca seca de masticar la rabia, el rostro pálido de la congoja, y, aun así, grabé a fuego aquella frase para poder rescatarla en los momentos de mayor flaqueza.
La confidencia que me hizo Cris no fue el único de sus regalos. Finalmente, cedió a mis peticiones y permitió que mis amigos entraran a verme uno por uno. Maite los había puesto al corriente de lo que me sucedía, y los que pudieron se acercaron el primer día hasta el hospital. Disfrazados de quirófano, me saludaron de manera intermitente durante unos minutos. Nadie podía entrar hasta que no saliera el que estaba dentro, y respetaron los turnos como si de una procesión se tratase. Me dejaron huérfana de besos y abrazos, aunque supieron trasmitirme su cariño a través de las miradas y las sonrisas que me robaron. El kit que tuvieron que ponerse para pasar a mi habitación los convirtió en una marea verde de esperanza y, por primera vez desde que pisé la Fundación Jiménez Díaz, me sentí afortunada de poder contar con ellos en el peor momento de mi vida.
Fue un despliegue de hermandad que acunó también a mi madre, una desconocida para la mayoría. Ella recibió los abrazos que a mí se me negaban y se convirtió en testigo de la solidez de los vínculos que había creado lejos de mi tierra natal. Mi amigo Mikel también era de allí y, como ya conocía a mi madre, se ofreció a pasar la noche conmigo para que ella se fuera a descansar.
Mikel y yo, ambos de Lazkao y de la misma edad, coincidimos durante años en las clases de inglés que impartía una vecina. Siempre risueño y parlanchín, decidimos compartir piso en Bilbao cuando fuimos a estudiar nuestras respectivas carreras. En la convivencia del día a día se forjó nuestra amistad y, más adelante, nuestros caminos se volvieron a cruzar en Madrid. Nunca le había visto callado más de dos minutos seguidos. Pero el día en que nos quedamos a solas dentro de una burbuja aséptica y casi irreal permaneció largo rato en silencio, intentando encontrar las palabras adecuadas para consolarme. Pero, a mí, el simple hecho de que estuviera conmigo ya me reconfortaba. Durmió en el sillón reclinable que estaba frente a mi cama mientras yo me removía entre las sábanas, envuelta en un pijama azul de dimensiones desproporcionadas. Bocarriba, a un lado, al otro… Lloraba en silencio, tratando de digerir y asimilar aquella broma macabra del destino mientras buscaba un porqué que amenizara la conmoción.
«¿Por qué a mí? Es imposible. Se han tenido que equivocar». Incrédula ante la obstinada realidad, me repetía las mismas preguntas sin cesar. «¿Por qué me está pasando esto?, ¿qué he hecho para merecerlo?, ¿por qué a mí?». Un sinfín de incertidumbres y miedos me atormentaron aquella noche y las siguientes, evitando que pegara ojo durante días, a pesar de que, con los primeros rayos del alba, prometía olvidarme de las preguntas sin respuesta que me restaban empuje y emplazaba a mis fuerzas a librar la batalla más importante de mi vida.